CAPÍTULO VI

Valiéndose de una poderosa linterna eléctrica, Matt registró los alrededores acompañado por un asustado policía negro, de uniforme, que el coronel Ellicott le había asignado.

No hallaron el menor rastro del misterioso personaje vestido de gris.

Ni una huella.

Ni una sola rama tronchada a su paso, ni la hierba pisoteada.

Nada.

El negro jadeó:

—No andaba sobre el suelo, señor.

—No empiece usted también…

—¿No lo ve? Era un espíritu, o de lo contrario veríamos algún rastro de su paso. Usted recuerda bien por dónde desapareció.

—Lo recuerdo. Pero ha de existir una explicación lógica.

El agente de uniforme se plantó ante él y murmuró:

—Deme una, señor. Una sola explicación… lógica.

—¡Con un demonio! No la tengo.

El negro giró sobre sus pies y se dirigió hacia la casa.

Matt le siguió, rezongando.

Zora apareció por una puerta lateral y le hizo señas.

—¿Algo nuevo? —preguntó.

—Nada, ni la sombra de un rastro.

Ella se estremeció.

—Si pudiéramos saber qué es lo que el ungan quiere…

—¿Te refieres a papa Lekro?

—Sí…

—Yo iré a preguntárselo —dijo, rechinando los dientes—. Le haré una demostración de mi propia magia.

Ella le sujetó los brazos, llena de angustia.

—No lo hagas, Matt…, por favor. Sería tu fin. Él es poderoso…

—Yo también. ¿Cómo está Melanie…, la señora Flanagan?

—Bien. Ha hablado con el coronel y ahora descansa.

—¿Y el niño?

Ella le miró de una manera muy rara.

—Duerme —musitó.

—Tengo ganas de conocer a ese crío —dijo él—. El hijo de Melanie…

Sacudió la cabeza, soñadoramente, recordando. Zora murmuró:

—Mañana le verás.

—Voy a ver al coronel ahora. Aunque apuesto que no han descubierto nada que yo no sepa.

—Después…, ven a mi cuarto. Quiero contarte una historia.

Él enarcó las cejas. Hizo un esfuerzo para recobrar su humor habitual y replicó:

—No es tu habitación el mejor lugar para contar historias, pequeña.

—¿Vendrás?

—Seguro.

Ella señaló el pasillo al que se abría aquella puerta de servicio.

—Mi habitación es la segunda de la derecha.

—Muy bien. Hasta luego.

Inclinó la cabeza y rozó sus labios con un beso leve y fugaz, que no obstante a la muchacha le dio la sensación de una llamarada.

Matt la dejó y fue en busca del coronel, al que halló en el salón recibiendo el informe de sus agentes.

Flanagan estaba hundido en una butaca, pálido y sombrío.

—Por lo visto, no encontró usted nada, Marty —comentó el coronel.

—En absoluto. Están sucediendo cosas muy raras.

—Y usted que lo diga. Mis hombres están hablando de largarse de aquí abandonando el servicio. Están aterrorizados.

—Para ser policías, tienen un extraño sentido del deber.

—Usted no conoce las fuerzas ancestrales que aún hoy dominan a su raza… Bien, ya se han llevado ese horrible trofeo que tenía usted en su cama, Marty.

—Si usted piensa que voy a dormir en ella, coronel, está loco.

—No, ya imagino que tendría usted pesadillas. Hábleme de ese extraño individuo al que le disparó toda la carga de su revólver.

—No hay mucho que decir. Estaba ahí fuera, una mancha gris. Pude ver que vestía una camisa raída, un pantalón desgarrado que embutía dentro de la caña de sus altas botas y nada más. Bueno, también llevaba un ancho cinto de cuero…

Flanagan empezó a temblar violentamente.

—¡No puedes haber visto una cosa así! —chilló.

—¿Cómo que no?

—¡Porque no existe, Matt! —gritó—. No puede ser cierto…

—Pregúntale a Maximiliano. Disparé, pero de algún modo el tipo se desvaneció entre la vegetación caminando como si estuviera dando un paseo. No se alteró lo más mínimo a pesar de la andanada de plomo.

—¿Tan mal dispara usted? —refunfuñó el coronel.

—En Nueva York practico todas las semanas una o dos veces en las galerías de tiro de la policía. Y obtengo las más altas calificaciones, coronel. Con toda clase de armas.

—Pues esta noche falló lamentablemente. A menos que el señor Flanagan tenga razón y viera usted visiones.

—¿Están burlándose de mí? Yo vi a ese fulano.

—El Espíritu que anda —murmuró el coronel—. El Espíritu gris, o el alma del capitán Cortazar. De cualquiera de estas maneras le llaman los indígenas. De cualquier modo, un fantasma o algo así.

—Está hablando en chino para mí.

—Olvídelo. No deja de ser una superstición más de las que amargan la vida de los nativos. ¿Hay algo más que se le ocurra?

—Debería usted hacerle unas preguntas a papa Lekro —rezongó Matt entre dientes—. Me recibió en el puerto y me dijo que si no me volvía por donde vine, yo moriría antes del amanecer de mañana o algo así. Me gustaría saber qué interés es el suyo en perderme de vista.

—Trataré de interrogarle, pero no espere usted ningún resultado. Esos fantasmones están rodeados de fieles. Si me pusiera duro con él serían capaces de armar una revolución.

—Ya veo…

—Que descansen todos ustedes —dijo el coronel.

Y se largó, ufano y satisfecho de su brillante intervención.

Matt estuvo mascullando juramentos un buen rato.

Al fin, Flanagan murmuró:

—Estoy considerando la idea de marcharnos de aquí, Matt.

—¿Qué?

—Melanie, el niño… y yo. Cerrar esta casa antes que ocurra otro hecho irreparable.

—Quizá es eso precisamente lo que quiere ese fantoche.

—Ya has visto que no podemos luchar contra la nada…

—De cualquier modo, tú debes decidir. Pero ahora sabes que ahí fuera patrullan cuatro policías armados. El coronel los ha dejado para que velen por todos los de esta casa. No creo que haya nada que temer.

Flanagan sacudió la cabeza.

—Empiezo a pensar que los medios lógicos de lucha no sirven contra lo que sea que nos acecha.

Matt le miró dubitativo. Acabó encogiéndose de hombros.

—Decide lo que quieras. ¿Dónde puedo dormir esta noche?

—Maximiliano ha preparado otra habitación para ti… Ven, sígueme.

—Espero que en ésta no encuentre ningún otro macabro obsequio.

No lo había. Era una habitación pequeña, pulcra y cómoda.

Flanagan se despidió, dejándole solo.

Matt examinó el compacto colt Cobra, llenando de nuevo las recámaras del cilindro. Se echó un puñado de cartuchos al bolsillo y encendiendo un cigarrillo tomó asiento en el borde del lecho, dedicando los minutos siguientes a reflexionar.

No llegó a conclusión alguna y, levantándose, decidió bajar a su cita con la bellísima Zora.

* * *

Los policías patrullaban en parejas, recorriendo los alrededores del gran edificio constantemente.

Sin embargo, en todos ellos el miedo asomaba a sus medrosos ojos. Todos los temores ancestrales que durante generaciones se habían transmitido de padres a hijos en los hombres de su raza, revivían en esa silenciosa noche.

Acababan de cruzar por delante de un grupo de palmeras enanas, entre cuyas enormes hojas susurraba la brisa, cuando una figura negra, informe dentro de su flotante envoltura, surgió como brotada de la tierra.

La aparición estuvo unos segundos inmóvil, viendo perderse a los dos policías en la oscuridad. Entonces avanzó moviéndose cautelosa hasta llegar a la sólida pared del edificio.

La otra pareja de vigilantes apareció por la otra esquina y avanzó medrosamente. Los dos policías negros sentían a su alrededor todos los temores que, sin comprenderlos, habían torturado a su raza durante centenares de años.

Caminaban tan cerca del edificio que forzosamente debían descubrir la figura negra agazapada junto al muro.

Pero antes que la descubrieran, la aparición se irguió frente a ellos, alta y desafiante, mientras el sudario se deslizaba fuera de su cabeza pavorosa de la que colgaban hilachas de cabellos blancos.

Los dos negros perdieron el resuello ante aquella cara de pesadilla, roída y con un solo ojo de maligno fulgor.

Uno de ellos gimió, ahogándose:

—Zombie…, zombie…

Y girando sobre sus pies salió volando.

Al otro, el terror le paralizó. La negra aparición avanzó y en su mano blandía un largo y herrumbroso cuchillo.

El policía negro emitió un quejido y echó mano de la pistola. Sus dedos temblaban tanto, que encontró dificultades en soltar la trabilla qué sujetaba la solapa de la funda.

El espectro balanceó el brazo y descargó un golpe de abajo arriba. La hoja del cuchillo se hundió con un golpe fofo y el negro emitió un corto aullido.

La mano apergaminada tiró hacia arriba de su arma, mientras el cuerpo del policía se vencía. El cuchillo se abrió paso durante unos instantes. Después, el negro cayó de bruces, estremeciéndose débilmente.

Cuando, minutos después, los otros dos vigilantes encontraron los despojos de su compañero, ni siquiera acertaron a gritar. Vieron lo que el cuchillo había hecho, el repugnante trabajo de un sádico sanguinario, y emprendieron la huida seguros de que les perseguían todos los demonios del infierno.

De la negra aparición no había el menor rastro.