CAPÍTULO V

Zora murmuró:

—Ese hombre tiene el poder en la isla. Todos lo saben…, es el ungan más poderoso de cuantos existieron jamás.

—¿Lekro, ese fantoche?

—Es un papa Lekro, Matt. Los blancos no creen en el vudú. Todo lo más piensan que es una superstición. La mayoría de los negros sí creen en él.

—¿Y tú?

La bellísima muchacha titubeó.

—Por mis venas corre sangre mestiza —musitó—. Sí, yo sé que el vudú no es solamente una superstición. Es una terrible ciencia. Tiene poder de vida y muerte… y puede valerse de los muertos, Matt.

—No te pases de rosca, preciosa. Nadie puede utilizar un cadáver, como no sea para descuartizarlo en los estudios de medicina.

Ella sacudió la cabeza.

—Mamba-Weda es la diosa de la muerte. He visto cosas inexplicables, Matt, algunas terribles. Por eso fui en tu busca, para prevenirte. Algo está sucediendo en la isla como no había sucedido nunca. Algo espantoso…

—Está bien, un asesino demente, sádico y sanguinario anda suelto. Pero eso hubiera podido pasar en cualquier otra parte. Hay locos en todos los rincones del mundo.

—Temo que nunca comprendas… y vayas directo a tu destrucción. Aprecio mucho a la señora Flanagan. Siempre fue buena conmigo y quisiera que pudieras ayudarla. Pero si sólo crees que tienes que luchar con un loco, nunca podrás vencer.

—Está bien, dime qué crees tú qué debo hacer.

—No lo sé. Los poderes del mal buscan destruir a esa familia. Y a todos los que sienten amor por ellos.

—¿Por eso te atacó el tipo de esta noche, porque tú aprecias a Melanie Flanagan?

—No sólo por eso. Ellos me quieren en el santuario.

—¿Quiénes, qué santuario?

—El de papa Lekro.

—Ese Lekro será un fantoche, pero sabe reconocer a una mujer hermosa —rezongó Matt.

—No me quiere para eso…

—¿Para qué entonces?

Ella titubeó.

—Es inútil —musitó al fin—, no me creerías. ¿Vas a volver a casa de los Flanagan?

—Ahora mismo, si eso es todo lo que pensabas decirme.

—Matt…, dame un día, sólo un día. Necesito reflexionar. Cuando me decida, podré decirte mucho más.

—Y entretanto, ¿te quedarás aquí, sola?

—No…, iré contigo. Estaré más segura en la casa.

—Muy bien, vamos entonces. Deben estar preocupados por mi tardanza.

Tomaron la furgoneta azul y emprendieron el camino a través de la selva.

Los alrededores de la enorme edificación estaban oscuros como la tinta, pero en el fondo de la negrura brillaban las ventanas iluminadas de la casa.

De pronto, Zora exclamó:

—¡Mira!

Él siguió la dirección que la muchacha indicaba. Vio algo negro, informe, que desaparecía entre el follaje, una cosa de contornos imprecisos que se movía de un modo extraño.

Frenó y abrió la portezuela.

—¡Espérame aquí!

Entonces, lejanos, les llegaron los alaridos de Melanie.

Con un juramento, Matt volvió a poner en marcha la furgoneta y la lanzó dando saltos en los baches hacia la entrada de la casa.

Saltó al suelo y corrió desesperadamente. Vio al gigantesco Maximiliano atravesar el claro con la velocidad del rayo, moviéndose sobre sus largas piernas igual que una gran pantera. El negro desapareció también entre la espesa vegetación.

Cuando llegó a la salita encontró a Flanagan sosteniendo a su mujer entre los brazos.

—¿Qué pasó?

Flanagan dijo con voz que temblaba:

—No lo sé… Se ha desmayado antes de poderme decir nada…

—Pero ¿está bien?

—Sí… No tiene ninguna herida, por lo menos.

Depositó a la mujer sobre un diván y se enderezó. Temblaba violentamente.

—He visto al negro allá fuera… ¿Quizá él…?

—¿Maximiliano? Oh, no… Salió a perseguir al que asustó a Melanie, sea quien sea…, o lo que sea…

—¿Qué infiernos quieres decir con eso?

Flanagan no respondió.

Zora entró en la estancia. Al ver a Melanie inconsciente, se precipitó hacia ella.

Flanagan murmuró:

—¿La has traído tú?

—Sí.

—Buena chica…

Instantes después, el gigantesco negro apareció en el ventanal. Su enorme pecho se alzaba bajo la violenta respiración.

—Se esfumó —dijo entré dientes.

—¿Le viste?

—Sólo una sombra. No pude encontrar nada en la espesura… Está todo demasiado oscuro.

—Yo también vi esa sombra —dijo Matt—. Y Zora. Llevaba una capa o algo así.

—O un sudario —dijo Flanagan, estremeciéndose.

—¿Un sudario? —estalló Matt—. ¡Condenación! No irás a decirme que crees en muertos vivientes y todas esas tonterías.

—Ya no sé en qué he de creer. Manos sin huellas digitales…, sombras que se desvanecen en la noche… y el terror de Melanie. Ella nos dirá lo que vio cuando empezó a chillar de aquel modo.

Minutos más tarde, Melanie lo dijo. Con todo detalle, entre sollozos.

—Era horrible —sollozó finalmente—. No era un rostro humano… Estaba…, estaba…

—Sigue —dijo Matt.

—Como un cuerpo en descomposición… ¿Entiendes?

Él sintió un escalofrío.

—Un rostro que no lo era… Creo que en algunos lugares asomaban los huesos de la cara… No tenía labios… y un solo ojo…

—Tranquilízate…

—Y su mano… amarillenta, blancuzca…

—Los nervios y tu propio miedo te jugaron una mala pasada.

Maximiliano musitó:

—Un zombie…

—¿Quieres decir un muerto que anda?

—Sí. Ellos pueden hacerlo. Los brujos, con su vudú…

—¿Tú también lo crees?

—Sí, señor.

—No obstante, permaneces en esta casa, incluso has tratado de luchar con ese aparecido, o lo que fuera.

—Yo no quiero dejarme matar como un cordero. Si me matan, será luchando.

—Bravo, amigo mío. Si todo el mundo pensara como tú…

—Es muy tarde —decidió Matt—. Mañana hablaremos, y para entonces, Flanagan, quiero que tú y Melanie hayáis pasado revista a todos los posibles enemigos que alguna vez hayáis tenido. ¿Comprendes? Cualquier tipo que guarde resentimiento contra uno de los dos. Forzosamente, todo este lío obedece a un motivo determinado. Magia o no magia, nadie la utiliza sólo para divertirse, sobre todo cuando se trata de matar.

Flanagan asintió, mirándole con inquietud.

Zora murmuró:

—A veces, los motivos pueden ser tan sórdidos que nadie es capaz de adivinarlos. Cuando un ungan perverso quiere apoderarse de cualquier cosa, puede utilizar su poder para destruir a todo el que se opone a sus deseos.

—Muy bien, démoslo por bueno. ¿Qué puede querer ese ungan, o cómo demonios se llame, de los Flanagan?

—Eso no puedo saberlo. Y un ungan es un brujo, Matt —dijo Zora con voz temblorosa.

—¿Como ese papa Lekro?

—Sí.

—Bueno, cuando tenga a ese fantasmón ante mí la próxima vez, habrá de echar mano a toda su magia si quiere conservar los dientes en su sitio… Y ahora, creo que lo mejor que podemos hacer es acostarnos.

—Sí, ha sido un día duro —murmuró Flanagan.

Melanie le miró con extraña intensidad. Luego, sostenida por su marido, salió de la estancia.

Matt dijo, dirigiéndose al gigantesco negro:

—Quiero que revises todas las ventanas. Ciérralas y asegúrate de que los pasadores están encajados. Si alguien quiere entrar aquí esta noche… bueno, tendrá que hacer bastante ruido con esos ventanales tan sólidos.

—Antes, le acompañaré a su habitación, señor. Es la última del pasillo de la planta alta.

—Ya la encontraré. Dedícate a las ventanas y las puertas. Buenas noches, Zora.

—Buenas noches…

Subió las escaleras hasta la planta superior. Al pasar ante una puerta oyó las voces de Flanagan y de Melanie que hablaban excitados.

Siguió hasta el fondo del pasillo y abrió la última puerta.

Era una habitación espaciosa. Matt dio la luz, satisfecho de poder descansar en un lugar tan confortable…

Hasta que vio lo que había en la cama y se detuvo como herido por un rayo.

Sintió revolvérsele el estómago, y, por unos instantes, sólo deseó salir de estampida y vomitar en cualquier parte.

Sólo un gigantesco esfuerzo de voluntad le permitió seguir plantado allí, ante la puerta cerrada a sus espaldas, mirando la espantosa visión que reposaba en su propio lecho.

Era una cabeza humana, de mujer. La larga cabellera se desparramaba por la almohada, y el rostro en descomposición parecía mirarle con unas cuencas semivacías.

Un hedor nauseabundo impregnaba la atmósfera, el hedor de la carne en putrefacción sin ninguna duda.

Al fin encontró energía suficiente para avanzar. Aquella cara, a pesar de estar en plena destrucción, le recordó…, le recordó…

¡Gina!

Se tambaleó.

Era la cabeza de Gina, con el cuello cercenado bárbaramente.

Después de más de siete días del asesinato, aparecía la cabeza justamente en su lecho.

La cabeza y algo más.

Descubrió la pequeña bolsita de gamuza al lado de la cabeza. Después de todo lo que llevaba oído desde su llegada, estaba seguro de poder adivinar qué había en su interior, aunque no se atrevió a tocar la bolsa porque la propia materia en descomposición del cuello cercenado había manchado la sábana y la mancha rodeaba la bolsa mortal.

Se acercó a la ventana, abriéndola de par en par para clarificar la pestilente atmósfera. Estuvo allí unos instantes, aspirando la cálida brisa de la noche, retrasando el instante en que de nuevo debería enfrentarse con aquel nauseabundo horror.

Al fin volvióse y suspiró.

Habría que llamar a los demás, a la policía y al forense, para que se hicieran cargo del estremecedor despojo.

Se dirigió a la puerta. Por el rabillo del ojo creyó captar un movimiento en la cama y a su pesar el hielo del terror culebreó por sus nervios, deteniéndole en seco.

Se volvió poco a poco. No sabía qué podía haber sido aquello, sólo una leve impresión de movimiento. Aunque no podía haber sido la cabeza, ni la diminuta bolsa…

Sacudió la cabeza. De seguir así pronto vería también aparecidos de ultratumba, pensó con disgusto.

Salió y telefoneó a la policía desde el teléfono de la planta baja.

Cuando colgó, volviéndose, dio un brinco ante la silenciosa e inmóvil presencia del negro gigantesco.

Maximiliano sostenía su terrible machete en la mano y le miraba con sus grandes ojos oscuros.

—La próxima vez que te acerques a mí —rezongó—, silba o haz cualquier otro ruido. ¿Entendido? Te expones a que te meta una bala en el cuerpo.

—Oí ruido y vine —dijo el negro.

—Bueno, ¿oíste lo que dije por teléfono?

—Sí, señor.

—Entonces ya lo sabes. Los policías no tardarán en llegar. Espérales. Yo subiré a prevenir al señor Flanagan y a su esposa.

El negro asintió.

Él regresó al piso superior. Llamó a la puerta del matrimonio y, cuando Flanagan abrió, le contó en pocas palabras su hallazgo.

Melanie no pudo contener un grito de horror. Estaba acostada y para cuando saltó de la cama, su marido había vuelto a cerrar la puerta y le impidió salir.

Matt regresó a la habitación que le habían destinado.

Estuvo unos instantes contemplando el macabro espectáculo. Contra su voluntad, sentía un violento frío en la nuca ante aquella horripilante visión.

Entonces, cuando atravesó el dormitorio para dirigirse a la puerta del cuarto de baño anexo, creyó percibir de nuevo un movimiento en la cama.

Dio un brinco y se volvió, llevándose instintivamente la mano al revólver.

La cabeza se había ladeado, de eso estaba seguro.

Pero una cabeza cercenada, muerta siete días antes, no podía moverse.

Era inútil darle vueltas, eso era un hecho, repitió una y otra vez para sus adentros…

De un salto estuvo junto a la cama con el barrigudo revólver de cañón corto en la mano. Vagamente, pensó de qué infiernos iba a servirle un 38 contra los poderes demoníacos que parecían extenderse en torno a aquella casa…

Estuvo observando la cama fijamente. Y de repente, la sábana se movió ligeramente, como impulsada por un soplo.

¡El soplo de la cabeza de una muerta!

Maldijo en voz alta al darse cuenta de que su mano temblaba.

Aquello era absurdo. Debía tratarse de un engaño de los sentidos…

No obstante, allí estaba. La sábana volvió a moverse, ahora sin ninguna duda.

No quería tocar la cabeza de Gina. Eso correspondía a la policía.

Pero alzó la sábana del borde del lecho y atisbó.

Una cosa brillante, negra, se distendió como un muelle. La lengua roja como la sangre del reptil vibró y la cabeza de la mamba surgió aterradoramente próxima.

Matt dio un salto atrás, Su revólver vomitó una llamarada y el estrépito le ensordeció entre las paredes.

La cabeza de la serpiente voló en pedazos. Los violentos coletazos del reptil azotaron la sábana, moviéndose hasta tal extremo que la cabeza se agitó, rodó a un lado y quedó tumbada de costado, como si quisiera mirarle desde aquella nueva y aterradora perspectiva…

Oyó la llegada de todos los demás, y el llanto de un niño en alguna parte. El estrépito del disparo los había alarmado a todos y despertado al pequeño Jimmy.

Maximiliano fue el primero en llegar, seguido de Zora. Ambos se echaron atrás cuando vieron lo que había en la cama.

Flanagan entró, pero también se detuvo como si hubiera tropezado con un muro. De pronto, volviéndose, echó a correr hacia el pasillo y vomitó.

—¡Zora, ocúpate de Melanie y del niño! —exclamó Matt.

La muchacha dio media vuelta y desapareció.

Maximiliano susurró:

—Van a matarnos a todos, señor. Ningún poder podrá detenerlos…

—Cuida de tu machete. Eso detendrá a cualquiera que…

Se interrumpió.

Afuera, en el jardín, había sonado una especie de extraño quejido.

Los dos saltaron hacia la ventana, tendiendo la mirada hacia la oscuridad reinante allá abajo.

Al principio no vieron nada.

Después, el negro soltó un juramento.

—¡Allí! —dijo en una especie de sollozo.

Matt vio una extraña figura gris. No cabía duda que era la figura de un hombre delgado, vestido con una desgarrada camisa gris. También eran grises sus pantalones, y las ceñidas botas sucias de polvo.

Llevaba la cabeza al descubierto, pero debido a la oscuridad era imposible distinguir sus facciones.

Llevaba un ancho cinto de cuero. La hebilla de éste brillaba de un modo opaco.

Matt rugió:

—¡No se mueva de ahí, sea quien sea! Estoy apuntándole con un revólver.

La aparición levantó la cabeza. Su cara fue sólo una leve mancha más clara en la oscuridad. Entonces dio media vuelta y empezó a caminar pausadamente rumbo a la espesura.

—¡Deténgase! —gritó Matt.

La figura siguió su camino.

—Bueno, si lo quieres así…

Tiró del gatillo. El revólver ladró rabiosamente una y otra vez.

La extraña aparición se detuvo un instante. Le pareció que se estremecía, pero luego volvió a caminar sin alterarse, mientras el 38 seguía rugiendo en la noche hasta agotar por completo su dotación de cartuchos.

La aparición gris se desvaneció más allá de los matorrales y el eco de los disparos fue apagándose poco a poco.

Junto a él, los dientes de Maximiliano castañeteaban. El gigantesco negro temblaba igual que una hoja sacudida por un huracán.

—¡Le acertó! —sollozó entre dientes—. ¡Vi cómo le acertaba… y no se detuvo!

—No lo comprendo. Ha de existir una explicación racional sin ninguna duda…

—Vi cómo las balas le penetraban —insistió el negro, con los ojos girándole en las órbitas—. ¡Lo vi!

—Está bien, cállate ya de una vez.

—¡Pero no se detuvo!

—No, no se detuvo. Tal vez llevaba un chaleco blindado.

—¡No, no…, las balas penetraron en esa cosa, lo vi!

—Resultas una gran ayuda, muchacho —rezongó Matt.

Pero hubo de reconocer que él también estaba aterrado.

Porque había visto saltar el polvo de las ropas de aquella cosa. Y los proyectiles no habían rebotado. A cada impacto se levantaba un poco de polvo y eso era todo…

Comenzó a pensar que él también estaba volviéndose loco…