El sol se había ocultado, hundiéndose en el mar cuando Matt abandonó el blanco edificio donde acababa de sostener una larga charla con el coronel Ellicott, un inglés que no parecía tan flemático como cabía suponer de un buen inglés.
Y si cuando llegó estaba desconcertado, al salir de allí el desconcierto había aumentado.
Se dirigió por la oscura acera hacia la esquina donde había dejado estacionada la furgoneta. Las luces estaban muy espaciadas y no eran precisamente un prodigio de potencia, de modo que la mayor parte de la calle estaba envuelta en sombras.
Cuando llegó a la esquina se detuvo en seco al escuchar un fuerte jadeo cerca de donde estaba su vehículo. Una voz bronca gruñó algo ininteligible y otra, aguda, replicó con violencia.
Se adelantó unos pasos hasta descubrir a los dos figuras que forcejeaban junto a la furgoneta. Sin ninguna duda, una de ellas era una mujer a juzgar por la extensión de piernas al descubierto en medio de la pelea.
La otra, alta y robusta, estaba de espaldas a Matt, cuando éste se plantó a su lado.
—¡Ya basta! —gruñó—. ¡Suéltela!
El hombre se volvió en redondo. Matt vio un rostro tostado por el sol, de expresión torva y ojos rodeados de profundos círculos oscuros. Aquel rostro le recordó alguna otra cara vista en Dios sabe qué otra ocasión, pero no pudo perder tiempo entonces, porque el individuo estaba avanzando hacia él al tiempo que mascullaba:
—¡Fuera de aquí, estúpido!
Detrás del desconocido, la mujer dijo con una voz ahogada:
—¡Cuidado, le matará…!
Demasiado tarde, Matt vio el cuchillo que relampagueó en la mano de su agresor. Dio un traspiés al tratar de retroceder, y eso le salvó la vida, ya que la hoja de acero zumbó a menos de una pulgada de su garganta.
El desconocido lanzó un gruñido y atacó otra vez.
Matt disparó un puntapié hacia arriba. La punta de su zapato se hundió en una parte blanda y sonó un apagado quejido, mientras el hombre se doblaba sobre sí mismo.
Lleno de cólera, Matt Marty volteó el brazo y su puño hizo estragos en aquel rostro contraído por el dolor. Hubo un crujido al romperse el hueso de la nariz, brotó un surtidor de sangre, y el individuo cayó rodando.
Jadeando, Matt se disponía a machacarle de nuevo, cuando sintió en su brazo la presión de unas manos que le detenían.
—¡Déjelo! —sollozó la muchacha.
—Voy a darle lo que estaba pidiendo a gritos. Suélteme…
—¡Matt Marty! —exclamó ella de pronto—. ¡Usted es Matt Marty!
—Sí, claro.
—Vámonos de aquí, pronto.
Su voz contenía tal carga de urgencia, que el detective se detuvo.
—¿Dejando a ese granuja ahí?
—Olvídese de él. ¡Por favor, vámonos!
Matt miró al derribado agresor. Le vio huir a trompicones y se encogió de hombros.
—Muy bien —gruñó—. Suba al coche.
Condujo entre el dédalo de callejas hasta las afueras de la población. Entonces paró el motor y dijo:
—Quizá ahora quiera darme una explicación…
Encendió la luz del interior del vehículo. Lo que vio le dejó sin aliento.
Era una muchacha de unos veinte años, con un cuerpo desarrollado, altos y prietos senos, largas piernas y suaves caderas.
Tenía un rostro de piel dorada, oscura, y ojos muy negros y grandes. Sus labios sensuales eran rojos, aunque no parecía llevarlos maquillados. Pocas veces en su vida Matt había visto una muchacha tan hermosa y deseable.
—¿Cómo te llamas?
—Zora —murmuró.
—Muy bien, Zora. Ahora, dime cómo conocías mi nombre.
—Le vi llegar en el barco, y luego marcharse con la señora Flanagan… Yo…, yo sabía que usted iba a venir.
—No me digas.
—Debe creerme.
—Eso queda pendiente por el momento. ¿Por qué aquel hombretón quería llevarte con él?
—Yo…, yo le esperaba a usted. Vi la furgoneta y pensé que estaba usted con la policía. Quería hablarle.
—Ya veo…
—Él me sorprendió.
—Muy bien. ¿Eso es todo lo que piensas decirme?
—No…, pero no podemos hablar aquí. Yo… tengo una pequeña casa. No está muy lejos.
—Espera un poco, Zora. Si todo esto es una encerrona vas a…
—No lo es.
—Dime cómo sabías mi nombre. Cómo sabías que yo iba a venir.
—Eso no es ningún secreto. Yo trabajé en casa de la señora Flanagan hasta hace una semana. Cuidaba de Jimmy y la ayudaba a ella en la casa.
—Entiendo.
—Les oí hablar, cuando dijeron que iban a llamarle a usted.
—Parece que la explicación es satisfactoria. ¿Adónde te llevo?
—Yo le indicaré…
Él encendió los faros del coche y condujo lentamente, pensando que era una gran cosa que llevara su barrigudo revólver de cañón corto en la funda.
El revólver tampoco creía en fantasmas.
* * *
Melanie miró por centésima vez el reloj y murmuró:
—Ya debería estar aquí, ¿no crees?
Su esposo soltó un gruñido.
Estaban en la sala, bebiendo en espera de Matt. El ventanal abierto permitía entrar la leve brisa nocturna, y de vez en cuando algún deslumbrado insecto volador se estrellaba contra la cortina produciendo un leve roce.
En un momento determinado, Melanie murmuró:
—¿Qué fue eso, Cyrus?
—¿Qué?
—Ahí fuera… creí oír algo.
—Tienes los nervios de punta, querida. Algún moscardón.
—No, no… fue más allá de la cortina…
Él se levantó, asomándose al ventanal.
El jardín estaba oscuro, negro como la tinta. Las sombras más negras aún de la vegetación oscilaban dulcemente a impulsos del aire cálido y salobre que llegaba del mar.
El único rumor era el producido por el follaje.
—No hay nada ahí fuera —dijo, regresando a la butaca.
—Tengo miedo, Cyrus, no puedo remediarlo. Si por lo menos Matt estuviera aquí.
Él la miró, disgustado.
—Te repito que no hay nadie allá fuera. Tranquilízate.
Sólo que en eso se equivocaba.
Sí había alguien.
O algo.
Una sombra negra, detenida junto a los arbustos. Una forma envuelta en un negro sudario que flotaba a su alrededor como un jirón de noche.
Aquella aparición venteaba el aire, como tratando de descubrir un posible peligro.
Al fin se movió, avanzando cautelosamente. No producía ningún ruido. Era como si se deslizara en el aire.
Volvió a detenerse junto a la pared de piedra, cerca del ventanal. Pareció fundirse materialmente en las sombras que lo envolvían todo, mientras en la estancia Melanie no cesaba en sus paseos de un lado a otro.
Su esposo gruñó:
—¿Quieres sentarte de una vez? Estás poniéndome nervioso.
—Estoy muy inquieta. Si le sucediera algo…
—¿A Marty?
—Sí. Nosotros le hicimos venir. Nunca me perdonaría si…
—Es su trabajo —la interrumpió él, con brusquedad—. Está acostumbrado a estas cosas. Si ha de pelear, lo hará. Ya mató a un hombre… y ha matado a otros después. Nunca te lo dije, pero leí sus hazañas en los periódicos. Mató a otros hombres, Melanie.
Ella se detuvo, sobrecogida, temblando.
Pero no habló.
Levantándose, Cyrus Flanagan gruñó:
—Voy a dar un vistazo al cuarto de Jimmy. Procura tranquilizarte. No ocurrirá nada, ya lo verás…
Pero en su voz no había el menor asomo de convencimiento.
Al quedar sola, Melanie suspiró. Era cuando quedaba sola que todos los terrores del mundo la invadían.
Y también desde que Matt había llegado, cuando quedaba sola, otra clase de inquietud la asaltaba. Una extraña desazón que sacudía sus nervios, produciéndole unas sensaciones que no se atrevía a analizar por temor a una vergonzosa respuesta.
De nuevo le pareció escuchar un rumor al otro lado de la cortina. Se volvió conteniendo el aliento.
Primero fue sólo una mano amarillenta, como de pergamino, que barrió la cortina a un lado con tanta violencia que estuvo a punto de arrancarla.
Detrás de la mano, aquella cosa apareció como disponiéndose a saltar al interior de la estancia. Al azotarla la luz, Melanie pudo ver su rostro.
O lo que había en el lugar del rostro.
Era una cara carcomida, como mordida por una legión de ratas hambrientas. Uno de sus ojos era una masa tumefacta y la cuenca estaba vacía. El otro brillaba con espantosa maldad.
Movía los labios, aquel tajo informe, amoratado, como una caverna oscura y agrietada…
Melanie creyó morir. El monstruo avanzó un paso. Un cuchillo herrumbroso surgió de entre los pliegues de la mortaja.
La mujer, loca de terror, empavorecida, logró encontrar la voz y gritó.
Fue un aullido infrahumano, un alarido bestial como el de un alma que estuviera precipitándose a todos los horrores del infierno.
La tremenda estridencia del grito detuvo al monstruo un instante. Después, con un espeluznante jadeo, retrocedió, desapareciendo en la noche.
Melanie siguió aullando, paralizada, incapaz de moverse, hasta que tras ella se abrió la puerta como sacudida por un huracán y el gigantesco negro llamado Maximiliano entró como impulsado por una catapulta.
—¡Señora! ¿Qué ocurre, dónde está?
Ella señaló la ventana.
Los dientes del negro chirriaron como la hoja de una sierra. En su mano, el enorme machete parecía un juguete.
Se precipitó a la ventana, apartó la cortina y brincó al exterior.
Cyrus llegó en aquel instante.
—¡Melanie!
Ella se precipitó en sus brazos. Sus ojos giraron en las órbitas y perdió el conocimiento.