Cyrus Flanagan era un hombre apuesto, tostado por el sol del trópico y de ojos claros que apenas parpadeaban. Matt estrechó su mano sin ningún entusiasmo.
—Hola, Flanagan —dijo, con voz opaca.
—Marty…, me alegra que hayas venido.
—No creo que la situación sea tan mala, a juzgar por lo que parece asustar a Melanie. Brujos, supersticiones y cosas así.
—Ya hablaremos de ello más tarde. Recuerdo que profesabas un ferviente culto por el whisky escocés, Matt…
—Sigo adorándolo.
—Entra, tenemos el mejor que puedas desear.
Cuando estuvieron con los vasos en la mano, Matt dijo:
—Concretamente, Flanagan, ¿qué es lo que sucede?
—Mira, creo que debes enfocar las cosas desde un punto de vista un tanto ilógico. Quiero decir, olvidando un poco tu mente racional, de ciudadano de Nueva York acostumbrado a manejar cosas concretas. Aquí no encontrarás nada concreto…, excepto la muerte.
—Al grano. Si he de empezar a trabajar necesito saber a qué atenerme, sea lo que sea.
—Bueno, Gina fue asesinada hace una semana —murmuró el marido de Melanie.
Matt arrugó el ceño.
—¿Gina?
De pronto dio un salto y estuvo en un tris de volcar el gran vaso de whisky.
—¡Gina!
—La misma —dijo Cyrus—. La hermana de Melanie. Vivía en la isla desde hace tiempo…, un año quizá. Tenía un bonito bungalow a unas millas de aquí.
—Está bien. Se cometen asesinatos en todas partes…
—No como éste.
Matt escuchó durante más de media hora sin despegar los labios, enterándose de los detalles del salvaje asesinato y de todo lo que había rodeado la muerte de la mujer.
Después, permaneció en silencio, absorto, calibrando lo que había oído.
Flanagan murmuró:
—Por otra parte, es el segundo crimen de esta clase que ocurre en la isla en cuestión de semanas. Sólo que el primero fue una mujer negra que había estado al servicio de Gina durante mucho tiempo. También le cortaron la cabeza del mismo modo, y nunca se encontró.
—Bueno, un sádico demente anda suelto por la isla, de eso no cabe duda. En cuanto a los detalles… folklóricos del asunto, puro teatro.
Flanagan encendió un cigarrillo. Matt observó que sus dedos temblaban.
—No, Marty —dijo el hacendado—. El sikidy estaba allí, en la cama, junto con una mamba negra y…
—Espera un minuto. Ese sikidy de que hablas, ¿es la bolsa de gamuza que el sargento encontró?
—Exactamente. Es el anuncio de muerte. O en algunos casos el instrumento de los brujos para transmitirla.
—No lo creeré en mil años. En cuanto a la mamba negra… ¿Era realmente ésa la serpiente que había allí?
—Sí.
—Pero tú reconoces que en esta isla no existen esa clase de serpientes.
—Jamás las ha habido.
—Bueno, si se importan cajas de whisky, se pueden importar serpientes —rezongó Matt, entre dientes.
—Hay algo más, Matt…
—Suéltalo.
—El sargento Crazy, del que ya te he hablado. Uno de sus agentes le advirtió que no abriera el sikidy. Le dijo que lo quemara… No le hizo caso. Murió dos días después.
—¿También le destriparon?
Flanagan hizo un gesto de desagrado y gruñó:
—Te agradecería que utilizases otros términos para referirte a este asunto, Matt… No, no utilizaron la violencia. En veinticuatro horas perdió más de diez kilos de peso, empezó a vomitar sangre y murió.
—¡Veneno!
—En todo caso, debió tratarse de un veneno muy especial. El forense fue incapaz de encontrar el menor rastro cuando practicó la autopsia. Tanto es así que remitió muestras de las vísceras del cadáver a los laboratorios policiales de Miami. No sé si ha recibido ya la respuesta, pero mucho me temo que sea negativa.
Matt se alborotó el cabello, levantándose y dando unos pasos de un lado a otro.
—¡Magia! —exclamó—. ¿No comprendes que eso es imposible? Vamos, Flanagan. Tú eres un hombre instruido, occidental. No creerás en estas estupideces…
—Reconozco que mucho de lo que llaman magia es una patraña. Pero el vudú es algo distinto. Además de una religión practicada por la mayoría de los negros, es una ciencia oculta…, un poder que se transmite entre los elegidos. No cabe duda que existe algo de cierto en las historias que corren de boca en boca.
—Pamplinas.
—Además, Matt, está la falta de huellas dactilares del asesino… La policía ha demostrado, sin ninguna duda, que las marcas de aquellos dedos ensangrentados fueron dejadas por manos desnudas. No obstante, carecían de huellas.
—Eso es imposible.
—Pero cierto. Ve y habla con el forense, con los expertos en huellas…, con el coronel Ellicott, jefe de nuestra policía. Todos te confirmarán este aparente absurdo.
—Iré a ver a toda esa gente, por supuesto.
Flanagan se levantó dando un vistazo apresurado a su reloj.
—He de dejarte durante un par de horas. Piensa en todo lo que te he dicho y después… En fin, espero que puedas ayudarnos.
—Espera un minuto. No me has dicho todavía por qué tanto tú como Melanie tenéis tanto miedo. El hecho de que un demente haya asesinado a tu cuñada y…
Flanagan sacudió la cabeza, interrumpiéndole:
—Al día siguiente de la muerte de Gina, apareció un sikidy negro clavado en la puerta de esta casa.
—Ya veo.
—Había sido clavado con un cuchillo. El cuchillo estaba tan hundido en la madera que se necesitó toda la fuerza de Maximiliano para desclavarlo, ¿entiendes? Debieron descargar un golpe terrible para hundirlo hasta ese extremo… No obstante, nadie oyó el golpe, a pesar de que, sin ninguna duda, debió resonar como un cañonazo en el silencio de la noche.
Matt se recostó en la butaca y gruñó:
—¿Quién es Maximiliano?
—El único sirviente que nos queda. Todos los demás huyeron en cuanto vieron el sikidy en nuestra puerta.
Flanagan salió.
Matt encendió un cigarrillo y permaneció en la estancia solo, pensando una y otra vez en todo aquel embrollo increíble.
De pronto, experimentó la sensación de que no estaba solo y giró la cabeza.
Dio un brinco fuera de la butaca ante el individuo que se había materializado a dos pasos de él.
Era un negro gigantesco, que rozaría los siete pies de estatura. Tenía unos hombros como un estadio y sus brazos desnudos mostraban un laberinto de músculos semejantes a nudos de una cuerda, gruesa como el muslo de un hombre normal.
Llevaba unos pantalones grises y el torso desnudo. De su ancho cinto colgaba una funda de piel con un largo cuchillo capaz de partir en dos la cabeza de un rinoceronte.
—Amigo, otra aparición así y creeré en fantasmas. ¿Usted es Maximiliano?
—Sí, señor.
Iba descalzo, lo que explicaba su silenciosa manera de moverse.
—Me llamo Marty.
—Lo sé. Vine a decirle que si me necesita llámeme.
—Estoy seguro que serás una gran ayuda, amigo mío.
Maximiliano sonrió. Sus dientes blanquísimos brillaban de un modo deslumbrante, pero tenían cierta semejanza con los de un animal de presa.
Matt notó un extraño frío en la espalda cuando el negro dio media vuelta y se alejó, acariciando la enorme empuñadura del cuchillo.
Se sirvió otro vaso de whisky, y estaba saboreándolo cuando Melanie entró. Estaba pálida, pero en sus ojos parecía brillar una luz de esperanza.
—Ya sabes lo que ocurre, ¿no es cierto, Matt?
—Por supuesto. Pero me parece absurdo que me hayas hecho venir para combatir fantasmas. Este asunto es cosa de la policía.
—¿Te arrepientes de haber venido?
—Esto… no se trata de eso.
—Yo sé que estamos en un grave peligro. Nosotros y el niño. Hay algo en el aire, en todas partes…, una amenaza concreta, Matt. ¡Oh, Dios mío! Si tú no nos ayudas…
—Cálmate. Tu marido no es ningún niño. Me parece que es un hombre duro como el que más. Y él conoce esta isla y sus costumbres mejor que yo.
Ella desvió la mirada.
—Tiene miedo —confesó al fin, con un hilo de voz—. Está asustado, como lo estamos todos. En cambio tú… Tú estás habituado a pelear. No tienes miedo de nada…
—Ni a los fantasmas —gruñó Matt.
—Por favor, no te burles.
—Lo que tú quieres decir, es que si alguien tiene que recibir una cuchillada, mejor que sea yo que estoy acostumbrado a pelear. No necesitas andarte por las ramas.
—Comprendo. Sigues odiándome…
—Nunca te odié. En todo caso, odié a Flanagan por aprovechar la oportunidad que se le presentó en aquella época.
Ella le miraba fijamente.
—Matt…, si entonces no lo hice, lo hago ahora. Te pido que me perdones por el daño que pude causarte. Pero…
—Pero cuando leíste en los periódicos que el hombre con el que ibas a casarte había acribillado a otro en un callejón, me tomaste por una especie de monstruo sin entrañas y corriste a los brazos de Flanagan.
—No fue exactamente así. Yo no sabía entonces que el hombre que mataste era un asesino y…
—De cualquier modo, aquello pasó. Tú sabías que ibas a casarte con un detective privado, que llevaba pistola y que alguna vez podría verse obligado a utilizarla. Lo hice y eso fue demasiado para ti. Olvidémoslo. Vine aquí a trabajar. Mejor será que no olvidemos eso, ni tú ni yo.
Ella asintió. Después musitó:
—Quería que conocieras a Jimmy…
—Más tarde. Ahora voy al pueblo para hablar con la policía.
Ella asintió en silencio. Matt pasó por su lado sin decir una palabra más y salió de la casa. Por el ventanal ella le dijo:
—¡Matt! Las llaves de la furgoneta están puestas en el contacto…
—Muy bien.
Y partió.
Desde la ventana abierta, la mujer siguió al vehículo con la mirada. Unas lágrimas ardientes se deslizaron por sus mejillas, mientras el pasado volvía a ella y a sus recuerdos como un alud, como un huracán de sensaciones dormidas hasta entonces en lo más profundo de su corazón.
Pero que empezaban a despertar con fuerza irresistible…