El pequeño buque de cabotaje contorneó el espigón y enfiló el puerto rudimentario de la isla.
Acodado en la borda, Matt Marty paseó la mirada por el esplendoroso paisaje tropical que se ofrecía a sus ojos, más allá del puerto.
Había una sucesión de montañas de poca altura cubiertas por el verde oscuro de la espesa vegetación. Más allá de las montañas se erguía, majestuoso, el Togala Moa, un viejo volcán ya extinguido, que dominaba con su orgullosa cumbre la tierra y el mar.
Al contemplar aquel hermoso paisaje, Matt pensó una vez más en la razón por la cual había emprendido el larguísimo viaje, correspondiendo a una llamada absurda que nunca debió atender.
Pero aquella carta era tan acuciante, tan desesperadamente apremiante que no se sintió con fuerzas para negarse.
Y, sobre todo, contenía la desesperación de una mujer que, en circunstancias normales, jamás se hubiera dirigido a él en petición de ayuda.
El buque atracó entre el resoplar de sus viejas máquinas y los aullidos del capitán, casi tan viejo como las máquinas.
En el muelle de madera se apiñaba un grupo de curiosos. Detrás de ellos, las rústicas casas del poblado eran como una estampa de una vieja película de Hollywood. Matt frunció el ceño preguntándose en qué maldito rincón del mundo había llegado…
Antes de emprender ese viaje, todo lo que Matt Marty sabía de Black Island era que estaba en algún rincón del Caribe, y que en ese rincón era donde vivía su viejo y dulce sueño. Ahora sabía algo más, puesto que había realizado algunas averiguaciones adicionales. La isla se hallaba al suroeste de Martinica, en una de las rutas preferidas por los españoles hacía algunos siglos. Por aquel entonces había sido refugio de piratas, más tarde de negreros holandeses, franceses e ingleses, que cambiaban su mercancía de ébano por barras de oro y plata.
Matt se apartó de la borda encaminándose a la pasarela que acababa de ser tendida. Un tripulante de tez oscura le tendió su única maleta y le mostró su blanquísima dentadura en una gran sonrisa.
Descendió a tierra completamente solo, puesto que había sido el único pasajero de aquel cascarón, y se enfrentó con la multitud de curiosos.
Un tanto desconcertado, buscó a alguien conocido entre todas aquellas caras de ébano.
Inesperadamente, el grupo de hombres y mujeres se abrió precipitadamente, como huyendo de algo que les causara terror.
Matt dejó la maleta en el suelo. Buscó su pañuelo y se restregó la frente, mascullando contra el húmedo calor.
Y justo en aquel instante vio al personaje. Se quedó tan perplejo, que se olvidó de bajar la mano con que sostenía el pañuelo.
Era un hombre de casi dos metros de estatura, tan delgado como un sarmiento y de piel apergaminada y oscura. Pensó que debía tratarse de un mestizo. Aquel individuo vestía unos pantalones recortados más arriba de las rodillas, llevaba una camisa negra, pero que el sudor y el sol habían dejado en un tono de gris sucio, y se rodeaba la cintura con un ancho cinturón de cuero del que colgaban cuatro o cinco bolsas de diferentes colores.
Pero lo que le dejó más estupefacto fue lo que sostenía en la mano: era un extraño instrumento formado por dos delgados tubos de madera que, al agitarlo, producía un sonido opaco y exótico que le recordó el amenazador castañeteo de la serpiente de cascabel.
El raro personaje se plantó ante él agitando su primitivo instrumento y entonando una suerte de melopea en un idioma ininteligible. De vez en cuando, le señalaba con la mano izquierda y después indicaba el mar.
—Si ésta es tu manera de darme la bienvenida, fantoche, puedes ahorrarte el trabajo —rezongó, volviendo a tomar la maleta.
El hombre siguió con sus extraños pasos, su melopea y el incesante agitar de la sonaja. Tenía un rostro muy arrugado y de sus ojos negros parecía desprenderse toda la maldad del mundo.
—Está bien, está bien, seguirás otro día; ¿sí?
Trató de seguir su camino, pero el otro se lo impidió. Le vio descolgar una gran bolsa que llevaba atada a la espalda, introducir la mano en ella sin dejar de agitarse de la cabeza a los pies, y de pronto sacó la mano y en ella se contorsionaba una serpiente negra.
Matt dio un salto atrás.
—¡Lárgate o te haré comer ese maldito reptil! —exclamó.
El otro le señaló con la serpiente una y otra vez. La lengua del reptil, roja como el coral, vibraba aterradoramente cada vez más cerca.
Matt dejó la maleta. Iba a tener que sacudirle al maldito fantoche…
La serpiente cesó de agitarse de pronto, quedando rígida, con la cabeza apuntándole al centro del pecho. Fue algo sorprendente por cuanto en un segundo quedó tan tiesa como una tabla en la mano del personaje…
La gente se alejó apresuradamente. Aquel hombre dio media vuelta y con un último alarido se fue también.
Matt le siguió con la mirada y al fin se volvió.
Dos o tres tripulantes del barco que le había traído desviaron la mirada cuando se les acercó.
—¿Saben ustedes qué demonios estuvo farfullando ese fantoche?
—No es ningún fantoche —dijo uno de ellos, como a regañadientes—. Es papa Lekro.
—Bueno, ¿y qué cantó?
—Dice que usted debe volver al mar cuando zarpe el barco.
—Vaya…
—Mañana al amanecer.
—Ahí es donde se equivocó.
—Si se queda, usted morirá mañana antes que termine la noche.
Matt se echó a reír.
—¿Qué broma es ésa, hombre?
Los tres se encogieron de hombros y volvieron al barco.
Entonces, mientras estaba dándole vueltas a las sorprendentes palabras, la voz gritó tras él:
—¡Matt!
Se volvió.
Y allí estaba Melanie.
Sintió un extraño calor en todo el cuerpo al verla de nuevo, después de aquellos años de soledad y de nostalgia. Ella era mucho más hermosa de como la recordaba, con el cuerpo más rotundo, de mujer en su plenitud.
Y el dorado de su piel era también más intenso, y el brillo de sus ojos más profundo…, con una profundidad en la que burbujeaba el miedo tal vez.
—Hola, Melanie —murmuró.
—Sabía que vendrías…, lo supe siempre.
—Sabías más que yo. ¿Cómo está tú… este… tu marido?
—Cyrus está bien…
—¿Y tu hijo?
Ella desvió la mirada. La palidez que se había iniciado en su hermosísimo rostro se acentuó.
—Muy bien… ha cumplido dos años. Es… es muy fuerte.
—Lo imagino.
Un extraño muro emocional se había extendido entre los dos.
Él dijo de pronto:
—Bueno, vamos. Y cuéntame qué es eso tan horrible que insinuabas en tu carta.
—En casa, Matt. Tengo tanto miedo… puede sucedernos cualquier cosa en la calle.
—No exageres. Si te refieres a esos fantasmones como el que me dio la bienvenida, creo que me has hecho venir inútilmente.
Ella se detuvo en seco.
—¿A qué te refieres?
No tuvo más remedio que contarle lo sucedido, y la explicación que le dieran los tres marineros.
A medida que hablaba la vio descomponerse gradualmente, como si estuviera ante una visión vívida del horror.
—¡Dios mío! —musitó—. Nunca pensé que pudieran saber…
—¿Saber qué?
—Que tú ibas a venir. Que llegarías en ese barco para ayudamos…
Él la miró, ceñudo. Sentía una gran ternura al verla tan asustada.
—Vamos, vamos, Melanie, no creerás en estas tonterías.
—Hay muchas cosas incomprensibles, Matt. Forzosamente he de creer que parte de ellas son ciertas. ¿Qué sabemos nosotros de los poderes que se ocultan en el vudú?
—¿Te refieres a esa magia negra que sirve para atraer turistas a los lugares de moda?
—Por favor, no te burles de ello.
Él no replicó, asombrado, pero se dijo que Melanie había cambiado mucho desde que la viera por última vez, y no sólo físicamente. Era más bella, más deseable que nunca, pero también era distinta al haber perdido aquella alegría innata que le convertía en un cascabel.
—Muy bien, deberás ilustrarme sobre todos estos misterios locales. Oye, ¿tienen alguna relación con lo que te ha hecho llamarme?
—Desgraciadamente, sí.
Se detuvieron junto a una furgoneta azul. Él depositó la maleta en el asiento trasero y se instaló al lado de la mujer, que condujo por el laberinto de callejas, espantando a los chiquillos, las gallinas y los perros que pululaban como moscas por todas partes.
Finalmente, salieron a un camino lleno de baches que se dirigía a las colinas.
Melanie explicó:
—Nuestra casa está a cinco millas del poblado, Matt… Te gustará, es un gran edificio de piedra que data de los tiempos de los españoles. Tengo entendido que en él vivió un virrey o algo así.
Él no replicó. Estaba admirando la lujuriante vegetación, que se tornaba sombría cuanto más se internaban en ella. Y de pronto captó el completo silencio que les envolvía, sólo roto por el runruneo del motor, y exclamó:
—Éste es un mundo sorprendente, Melanie. Esta espesura parece una selva africana. Uno espera ver aparecer un león en cada revuelta del camino.
—Aquí no hay leones, Matt. A veces pienso que no hay nada…
La miró, pero se abstuvo de formular comentario alguno.
De pronto, la selva terminó y apareció un valle semejante a un verde paraíso de una belleza increíble.
—Éstas ya son tierras de la plantación —informó Melanie—. Maravilloso, ¿no crees?
—Nunca había visto nada igual.
—Lo mismo pensé yo cuando lo vi por primera vez.
—Y ahora, ¿has cambiado de opinión acaso?
—Ahora… me produce horror, Matt.
—No entiendo nada, Melanie. ¿Qué diablos quieres decir?
—Ahora… la muerte nos acecha por todas partes. Siento sus ojos vacíos fijos en mí… y en Jimmy.
—¿Tu hijo?
—Sí.
—No puedes hablar en serio.
—Espera a saberlo todo, Matt. Mira, allí está la casa.
Él tendió la mirada, descubriendo el inmenso edificio de piedra gris. Era casi un palacio construido siglos atrás. Su sólido aspecto no tenía nada de lúgubre ni amenazador.
—Me parece soberbia —comentó.
Ella le miró de soslayo. Ya no volvió a hablar y unos minutos después la furgoneta se detuvo ante la entrada principal con un chirrido de frenos.
Matt se apeó, mirando asombrado la belleza que se extendía a su alrededor.
En aquel instante, un hombre apareció en el portón de entrada y los dos quedaron mirándose fijamente.
Aquél era el hombre que le había arrebatado el cariño de Melanie, casi tres años atrás.