La sombra negra se deslizó entre el follaje del jardín tropical, se detuvo un instante, como venteando el aire tibio de la noche. Después reanudó su avance hacia el bungalow que se alzaba frente al palmeral.
Era una casa de reducido tamaño, pero de excelente aspecto. Había luz en una sola ventana, aunque una cortina que ondulaba suavemente velaba la visión del interior.
La sombra siniestra del intruso se detuvo una vez, rígida, informe en la negrura.
Un silencio espeso reinaba en el jardín, sólo turbado por la brisa perfumada de la noche agitando el follaje. Era un rumor lento, casi musical. Dentro de ese rumor la sombra emitió una suerte de quejido, ronco, brutal, como podría producirlo una fiera hambrienta o moribunda.
De pronto, mientras la sombra continuaba inmóvil a corta distancia de la ventana iluminada, gruesas gotas de lluvia comenzaron a repicar en las grandes hojas de las palmas, en el follaje y en los arbustos del jardín.
Era una lluvia súbita, de los trópicos, caliente como la sangre.
Entonces, la sombra reanudó su marcha recta hacia la ventana.
Al otro lado de la cortina, Gina acabó de desvestirse. Era una muchacha exuberante que había dejado atrás los veintiocho años. Su cuerpo resultaba una verdadera filigrana de curvas suavemente equilibradas.
Ella misma estaba satisfecha de su cuerpo. Se miró un instante en el espejo, dedicándose una burlona mueca, y tras esto entró en el cuarto de baño. Ni siquiera descalza perdió la cadenciosa y rítmica armonía de sus pasos que provocaban un grácil contoneo de sus caderas.
Se oyó correr el agua de la ducha. La cortina se agitó con violencia cuando una mano amarillenta la apartó de un zarpazo.
Detrás de la mano, la sombra informe se deslizó en el lujoso dormitorio.
Gina empezó a secarse con la gran toalla floreada. Le pareció escuchar un rumor extraño allá fuera y se detuvo unos instantes, hasta que el golpeteo de la lluvia en el tejado la tranquilizó.
Entonces algo se materializó en el umbral de la puerta. Algo oscuro, como un cuerpo envuelto en un negro sudario.
Aún de espaldas, la muchacha percibió la presencia del ser intruso y se volvió, sobresaltada.
Se quedó muda de espanto ante la aparición. Instintivamente se envolvió con la toalla y musitó sin voz:
—¿Quién…?
Entonces, Gina gritó y retrocedió presa de espanto.
Una mano apartó violentamente la negra envoltura. En la mano brillaba el acero de un herrumbroso cuchillo. El movimiento fue tan violento que hizo que la capucha del aparecido se deslizara hacia atrás…
Y entonces Gina vio algo horrendo, tan increíble, que su razón se negaba a admitirlo.
Un rostro espeluznante, como roído por una legión de ratas hambrientas, y en el que brillaba un ojo maligno, con toda la crueldad del infierno fijo en ella. La otra pupila era una masa oscura y vacía. Los labios no eran más que un retorcido tajo informe y violáceo y se movían sin que ningún sonido brotara de ellos.
Aquella cosa aterradora siguió moviéndose, acercándose a la hermosa muchacha. Gina ya ni siquiera veía el cuchillo. Todo el espanto, el horror de que era capaz, se centraban en aquel rostro de pesadilla, aquella cosa monstruosa que estaba cada vez más cerca, más cerca…, más aún…
Se sintió morir. Y gritó.
Su grito fue un alarido horripilante que hubiera levantado en vilo a toda una ciudad…, si alguien hubiera podido oírlo.
Pero nadie podía oírla. Sólo le respondió el suave golpeteo de la lluvia en el tejado, en las hojas de las palmas, en el follaje del jardín.
Después, el grito murió en medio de un espantoso gorgoteo, cuando el cuchillo empezó su delirante tarea…
* * *
Cuando los policías vieron aquello creyeron haberse vuelto locos.
El sargento Crazy se volvió y hubo de correr para no ensuciar el escenario del crimen.
Los dos agentes negros, uniformados, que le acompañaban, se quedaron muy quietos en la puerta del dormitorio sin avanzar un solo paso, recorriendo la estancia con sus ojos desorbitados.
Cuando el sargento regresó tenía el rostro verdoso.
—¡Bueno, muévanse! —gruñó, notando cómo el estómago seguía empeñado en subirle a la garganta.
Entraron. Los muebles habían sido hechos astillas.
Había una gran profusión de ropas femeninas desgarradas y esparcidas por todas partes.
El armario había sido volcado y su contenido pisoteado, estrujado y convertido en tiras. Las lámparas eran pingajos informes y todo semejaba un revoltijo.
Excepto el lecho.
La cama estaba en perfecto orden, tal como la muchacha debió dejarla preparada cuando se dispuso a acostarse.
Con algunas variaciones que hicieron que los dos policías negros dieran un salto atrás.
En medio de la colcha rosada había una bolsa de gamuza cerrada, y junto a la bolsa una cosa negra y brillante.
Aquella cosa negra irguió la cabeza y dejó escapar un leve silbido. Su lengua de coral saltó hacia afuera mientras el cuerpo de la serpiente se estremecía.
—¡Una mamba negra! —jadeó uno de los policías.
El sargento aspiró hondo.
—No hay esa clase de serpientes en nuestra isla —masculló.
—¡Mírela, sargento!
Crazy empuñó su pistola de reglamento, avanzó unos pasos y apuntó cuidadosamente.
El agente dio un salto hacia él, tratando de sujetarlo.
—¡No lo haga!
—¡Suélteme, maldita sea!
—¡No puede matarla!
—¡Ya lo creo que puedo!
—¡No, no! —dejó escapar una especie de sollozo y añadió, con una voz que era apenas un balido—: ¡Mamba-Weda!
—¡Pamplinas!
El sargento sacudió el brazo, apartando al hombre. Tomó puntería y disparó.
El estampido atronó el cuarto. La cabeza de la serpiente se desintegró bajo el impacto del pesado proyectil y todo el cuerpo del reptil dio un salto, retorciéndose y esparciendo su oscura sangre por la inmaculada colcha.
Los dos policías retrocedieron, aterrados. El sargento masculló una sarta de juramentos y tomando la rota pata de una silla, sacudió un trastazo al vibrante cuerpo de la serpiente, mandándola al otro lado del lecho.
—¡Llamen para que vengan los peritos! —ordenó, encarándose finalmente con lo que le revolvía el estómago.
El cuerpo de Gina yacía frente a la puerta del baño.
O lo que una vez fuera un cuerpo, realmente.
El sargento no comprendía qué era lo que le habían hecho. Lo único que se le ocurrió fue que el criminal había intentado hacerla tiras.
Y casi lo había conseguido.
Había sangre y despojos por todas partes en nauseabunda mescolanza con el revoltijo de ropas.
Pero de la belleza de aquel cuerpo no quedaba nada.
Ni del rostro tampoco, porque el rostro no existía. La cabeza había sido salvajemente cercenada y no aparecía por ningún lado.
Crazy tragó saliva una vez más. Su rostro adquirió un tinte gris y volviéndose de espaldas al horrendo espectáculo se encaró con el único agente que quedaba en el dormitorio:
—Mantenga alejados a los curiosos. Se oye demasiado ruido ahí fuera. Cuando lleguen los peritos y los fotógrafos, mándelos aquí. ¡Y no quiero ver un periodista a menos de una milla a la redonda!
El agente saludó y salió trotando, aliviado por alejarse de aquel cuarto.
Crazy, dominando sus náuseas, pasó por encima del cadáver desmenuzado y atisbó el interior del baño.
Lo que vio le confirmó que la carnicería había tenido lugar allí dentro.
Las paredes estaban chorreando materialmente sangre. La había en la bañera, en el lavabo, en todas partes.
Pero no estaba la cabeza de la víctima.
Tambaleándose, retrocedió, plantándose en el centro del dormitorio.
Rodeó la cama y vio el cuerpo de la serpiente que aún palpitaba en bruscas sacudidas. Maldijo en voz alta y, volviéndose, tomó la pequeña bolsa de gamuza que quedaba sobre la sábana.
Tras él, una voz dijo:
—Están llegando, sargento.
Dio un brinco, avergonzándose de haberse asustado por la simple voz de un policía.
—Que pasen.
El negro miraba aterrorizado la bolsa que el sargento sostenía en las manos. Con voz ahogada balbuceó:
—¡No la abra, sargento, sólo quémela!
—¿Qué dice?
—¡Es un sikidy!
—No diga tonterías. Eso son supersticiones.
—¡No la abra!
Mascullando entre dientes, el sargento abrió la bolsita y vació su contenido sobre la cama, cerca de las manchas de sangre que había dejado la serpiente.
Aparecieron cinco dientes de perro ensartados en un pequeño alambre, dos plumas de algún ave exótica, un mechón de cabellos castaños, la uña de un dedo humano y un pedazo de algo apergaminado y amarillento.
—¡Condenación! —jadeó Crazy—. Esto parece…
—Piel de un cadáver, sargento.
Antes que pudiera responder, el agente negro salió de estampida. Casi tropezó con tres hombres vestidos de paisano. Dos de ellos eran mulatos, de rostro agradable e inteligente. El tercero era blanco y contaría cuarenta años.
Se quedaron tan estupefactos como antes el sargento.
Éste gruñó:
—Ahí lo tienen…, el sueño de un sádico hecho realidad. Hay huellas por todas partes. Ese condenado matarife ni siquiera llevaba guantes y ha dejado impresiones de sus manos ensangrentadas en todo lo que tocó…
Crazy salió del cuarto para dar un vistazo al resto de la casa. Todo estaba en perfecto orden. Encendió un cigarrillo y permaneció más de una hora revisándolo todo sin hallar nada que no fuera lo que cabía esperar, en un lugar lujoso como aquél, donde había vivido una mujer hermosa, rica y de exquisito gusto.
Cuando regresó al dormitorio vio a los expertos del departamento que le miraban perplejos.
—Bueno —estalló—. ¿Qué es lo que pasa?
—Todo esto es muy raro, Crazy —dijo el perito en huellas—. En mi vida vi nada igual.
—¿Quiere decir que aún no ha «levantado» las huellas del asesino?
—¿Qué huellas?
Crazy pegó un bote.
—¿Está loco? Las hay a todo alrededor. Puede verlas a simple vista… Mire ésa, por ejemplo… cinco dedos perfectos, además de una parte de la palma de la mano. ¿Qué infiernos quiere?
—Huellas sí…, todas las que quiera. Pero impresiones digitales, ni una.
—¡Maldita sea mi estampa! Hubiera jurado que eran huellas de manos desnudas, que el tipo no llevaba guantes…
—Y no los llevaba. Esas huellas fueron impresas con las manos desnudas.
—¿Está burlándose de mí?
—Nunca en mi vida hablé más seriamente. Son huellas de dedos, sin ninguna duda, pero de unos dedos sin huellas papilares. No hay líneas radiales, ni curvas, círculos ni nada que se parezca siquiera a una huella dactilar.
—Eso es absurdo.
—De acuerdo.
—¿No las hay en ninguna?
—Absolutamente en ninguna.
—Maldito si lo entiendo. ¿Qué clase de truco utilizó ese engendro?
—No me lo pregunte porque lo ignoro.
—Pero tendrá usted una idea por lo menos… Es nuestro experto, ¿no?
—Seguro, lo soy. Pero la idea que se me ocurre es todavía más absurda.
—Suéltela de todos modos.
—Sólo se me ocurre pensar en las manos de un cadáver en descomposición, Crazy.
El sargento casi se cayó de espaldas.
—¿Se ha vuelto loco usted también? —jadeó.
—Las huellas dactilares no se pueden borrar y usted lo sabe. Sólo la descomposición de los tejidos después de la muerte consigue que desaparezcan…
El sargento sintió un extraño frío en todos sus miembros. Empezó a preguntarse si sería él quien estaba volviéndose loco…