Capítulo ocho

La Plaza de los Vosges, una señorita que va a casarse y los papeles de la señora Maigret

—A fin de cuentas —ha dicho Luisa—, no veo que haya tanta diferencia.

Yo siempre la miro con cierta ansiedad mientras ella lee lo que acabo de escribir, tratando de contestar por adelantado a las objeciones que pueda hacerme.

—¿Diferencia entre qué?

—Entre lo que tú cuentas de ti y lo que Simenon lleva dicho.

—¡Ah!

—Quizá sería mejor que no te diera mi opinión.

—¡No, no, claro que no!

Lo que no impide que si verdaderamente tiene razón Luisa, me habré tomado un trabajo inútil. Y es muy posible que tenga razón, que yo no haya sabido hacer lo que pretendía, presentar las cosas tal como habría querido hacerlo. Entonces, la famosa frase sobre lo de las verdades fabricadas que resultan más verdaderas que las auténticas no sería solamente una paradoja. He hecho lo que he podido. Sólo que al principio había un montón de cosas que me parecían esenciales, algunos puntos que quería desarrollar ampliamente y que he abandonado a la mitad del camino.

Sobre un estante de la biblioteca tengo alineados todos los volúmenes de Simenon, que pacientemente he señalado con lápiz azul; por adelantado me las prometía muy felices rectificando todos los errores que ha cometido, sea porque no estaba enterado, sea para darle más pintoresquismo u otras veces, simplemente, porque no se atrevía a telefonearme para verificar algún detalle.

¡Y total, para qué! Hacer tal cosa sólo me haría comportarme como un hombre puntilloso, y empiezo a creer, incluso yo, que todo esto no tiene tanta importancia.

Una de las manías de Simenon que más me ha molestado, ha sido la de embrollar las fechas, de poner al principio de mi carrera investigaciones que han tenido lugar más tarde o viceversa, de tal modo que mis inspectores salen a veces como si fueran muy jóvenes cuando en realidad ya eran padres de familia en la época en cuestión, o al revés.

Tenía incluso la intención, lo confieso ahora que he renunciado a ella, de establecer, gracias a los cuadernos de recortes de periódicos que mi mujer tiene siempre al día, una cronología de los principales casos en los que me he visto envuelto.

—¿Por qué no? —me dijo Simenon—. Es una excelente idea. Así se podrán corregir mis libros en la próxima edición.

Y añadió, sin ironía:

—Pero, amigo mío, será preciso que sea tan amable que haga el trabajo usted mismo, porque yo jamás he tenido el valor de volver a leer una página mía.

He dicho todo lo que quería decir; si lo he dicho mal, ¡qué se le va a hacer! Mis colegas ya me comprenderán, y también todos aquellos que más o menos son del oficio, y ha sido sobre todo para éstos que yo tenía un gran interés en poner las cosas en su punto, en hablar, más que de mí, de nuestra profesión.

Me parece que debo de haber olvidado algo importante. Oigo cómo mi mujer está abriendo con precaución la puerta del comedor donde estoy trabajando y viene hacia mí de puntillas.

Me ha dejado un papelito sobre la mesa antes de retirarse por el mismo procedimiento por el que ha entrado. Leo, escrito a lápiz: «Plaza de los Vosges».

No puedo impedir sonreír con íntima satisfacción, porque esto prueba que ella también siente la necesidad de rectificar algunos detalles, por lo menos, uno, y en definitiva por la misma razón que yo, por fidelidad.

Por fidelidad a nuestro apartamento del bulevar Richard-Lenoir, que no hemos abandonado jamás, en el que todavía estamos, aunque sólo pasemos en él unos cuantos días al año, porque vivimos en el campo.

En muchos de sus libros, Simenon nos hacía vivir en la plaza de los Vosges, sin dar ninguna explicación sobre el caso.

Voy a cumplir, pues, el encargo de mi mujer. Es cierto que durante algunos meses vivimos en la plaza de los Vosges. Pero no estábamos en nuestra casa. Aquel año, nuestra propietaria se decidió, por fin, a hacer las obras que la casa necesitaba desde hacía ya largo tiempo. Los obreros levantaron los andamios delante de nuestras ventanas. Otros trabajaban en el interior, agujereando los muros y el suelo para instalar la calefacción central. Nos habían dicho que aquello duraría tres semanas a lo sumo. Pero después de dos semanas todo estaba casi igual, y justamente en este momento se declaró una huelga entre los obreros, huelga cuya duración resultaba imposible de determinar.

Simenon iba a marcharse a África, e iba a pasar allí casi un año.

—¿Por qué, mientras esperan que se terminen las obras, no se instalan en mi apartamento de la plaza de los Vosges?

Por eso vivimos allí, en el 21, para ser más precisos, sin que por ello se nos pueda tachar de infidelidad a nuestro viejo bulevar.

Hubo un momento en que, sin avisármelo, me jubiló, cuando yo aún no lo estaba y me faltaban aún bastantes años para llegar a estarlo.

Acabábamos de comprar nuestra casita de Meung-sur-Loire, y nos pasábamos todos los domingos que yo tenía libres arreglándola. Simenon vino a vernos allí. El cuadro le gustó tanto que en el siguiente libro se anticipó a los acontecimientos, me hizo envejecer sin ninguna clase de reparo y me dejó instalado allí definitivamente.

—Eso servirá para cambiar un poco el ambiente —me dijo cuando le hablé de ello—. Ya empezaba a cansarme del «Quai des Orfèvres».

Permítaseme subrayar esta frase, que encuentro tremenda. Es él, ¿comprenden ustedes?, quien empezaba a cansarse del «Quai», de mi despacho, del trabajo cotidiano de la Policía Judicial.

Cosa que no le impidió en lo sucesivo y que no le impedirá de ahora en adelante relatar investigaciones antiguas, siempre sin citar fechas, poniéndome tan pronto sesenta años como cuarenta y cinco.

De nuevo tengo aquí a mi mujer. En esta casa no tengo despacho, no lo necesito. Cuando quiero trabajar me instalo delante de la mesa del comedor y Luisa se va inmediatamente para encerrarse en la cocina, cosa que siempre le gusta. Ahora la miro, creyendo que me va a decir algo. Pero es otro papelito que llevaba en la mano lo que viene a depositar tímidamente delante de mí.

Esta vez es una lista, como cuando voy a la ciudad y me escribe en una hoja de carnet lo que tengo que traerle.

Encabeza la lista mi sobrino, y ya sé el porqué. Es el hijo de su hermana. Lo hice entrar en la policía hace ya tiempo, en una edad en que el muchacho se creía en posesión del fuego sagrado.

Simenon ha hablado de él; después, de pronto, el muchacho ha desaparecido en sus libros, y yo adivino cuáles son los escrúpulos de Luisa. Seguramente cree que para algunos lectores tal cosa debió parecer un tanto extraña, que tal vez habrán creído que su sobrino cometió alguna tontería.

La verdad es muy sencilla. No se mostró a la altura de lo que se había esperado de él. Y no resistió por mucho tiempo la insistencia con que su suegro, fabricante de jabón de Marsella, le ofrecía un puesto en la fábrica.

Después viene el nombre de Torrence, del gordo Torrence, el alegre Torrence (creo que Simenon, en algún sitio, lo dio por muerto al ocupar el puesto de uno de mis inspectores; según él, lo mataron a mi lado en un hotel de los Champs-Elysées).

Torrence no tenía ningún suegro metido en jabones. Pero tenía unas terribles ansias de vida al mismo tiempo que un sentido del negocio muy poco compatible con la existencia de un funcionario.

Nos dejó para fundar una agencia privada de información, una agencia muy bien montada. Y durante largo tiempo continuó viniendo a vernos al «Quai» para que le echáramos una mano, le diéramos una información o simplemente para volver a respirar un poco el aire de la casa.

Posee un enorme automóvil americano, que se para de vez en cuando delante de nuestra puerta; cada vez viene acompañado de una chica guapa, siempre distinta, y nos la presenta a todos con toda sinceridad como su prometida.

Leo el tercer nombre: el joven Janvier, como siempre le hemos llamado. Aún está en el «Quai». ¿Todavía seguirán llamándole «el joven»?

En su última carta me anuncia, no sin cierta melancolía, que su hija va a casarse con un politécnico.

Y luego viene el nombre de Lucas, que siendo la hora que es, debe hallarse sentado como de costumbre en mi despacho, ocupando mi puesto y fumando una de mis pipas que, con lágrimas en los ojos, me pidió que se la dejara como recuerdo.

Una última palabra queda al final de la lista.

Acabo de ir a la cocina, donde me he encontrado con la sorpresa de ver que hace un sol radiante. Tengo la costumbre de cerrar las persianas para trabajar en una penumbra que me parece más favorable a mi labor.

—¿Has acabado ya con todo lo de la lista?

—No. Hay en ella una palabra que no puedo descifrar.

Luisa casi se ha enfadado.

—No importa.

—¿Qué es?

—Nada. No vale la pena.

Naturalmente, yo he insistido.

—¡La «prunelle»! —me ha dicho ella finalmente, casi avergonzada.

Sabía que yo me iba a echar a reír, y en efecto, así ha sido.

Cuando se trataba de mi famoso sombrero hongo, de mi abrigo con cuello de terciopelo, de mi estufa de carbón y de mi atizador, yo me daba perfecta cuenta de que ella consideraba completamente infantil mi afán de rectificar.

Pero ella tampoco ha podido resistir la tentación, y ha hecho cuatro garabatos ilegibles expresamente, estoy seguro, por una especie de vergüenza de escribir esta palabra, «prunelle», al final de la lista; un poco como cuando en la lista de las compras que tengo que hacer en la ciudad añade un artículo específicamente femenino que sólo con cierto reparo me pide que le traiga.

Simenon ha hablado de cierta botella que siempre teníamos dentro del aparador de nuestro piso del bulevar Richard-Lenoir (y que ahora tenemos aquí). Es un licor que mi cuñada, siguiendo una tradición casi sagrada, nos trae en buena cantidad de Alsacia aprovechando su viaje anual.

Sin fijarse, Simenon ha escrito que era «prunelle».

Y no es tal cosa, es aguardiente de frambuesa. Para un alsaciano éste es un detalle de terrible importancia, que marca una señalada diferencia.

—Voy a corregirlo, Luisa. Tu hermana estará contenta.

Esta vez he dejado la puerta de la cocina abierta.

—¿Nada más?

—Dile a Simenon que estoy haciendo unos calcetines de punto para…

—¡Pero no se trata de ninguna carta, mujer!

—Es verdad. Pero acuérdate de decírselo cuando le escribas. Y que no se olviden de mandarnos la foto que nos han prometido.

Ha añadido:

—¿Puedo poner la mesa?

Esto es todo.

FIN