Acerca de una mañana triunfante como una trompeta de caballería, y de un muchacho que ya había dejado de ser delgado, pero que aún no podía llamársele grueso
Todavía ahora puedo recordar el sabor y el color del sol de aquella mañana. Era en marzo. La primavera venía adelantada. Yo había tomado ya la costumbre, siempre que podía, de ir andando desde el bulevar Richard-Lenoir hasta el «Quai des Orfèvres».
Aquel día no tenía ningún trabajo fuera, sólo tenía que clasificar unas fichas de los «meublés», en los despachos más sombríos probablemente que había en todo el Palacio de Justicia, en la planta baja que daba al patio por una pequeña puerta que yo había dejado abierta.
Procuraba estar tan cerca de ella como me lo permitía mi trabajo. Me acuerdo de que el sol cortaba el patio en dos partes y que dividía también por la mitad un coche de la policía que estaba allí parado esperando. Los dos caballos pegaban de vez en cuando sendas patadas sobre el suelo. Tras de ellos había un buen montón de estiércol dorado aún humeante en el aire todavía fresquito de la mañana.
No sé por qué aquel patio me recordaba ciertos recreos del instituto en la misma época del año, cuando el aire de repente empieza a emanar aromas y la piel, cuando uno ha corrido, huele a primavera.
Estaba solo en el despacho. Sonó el timbre del teléfono.
—¿Quiere usted decirle a Maigret que el jefe lo llama?
Era la voz del viejo conserje del despacho de arriba que hacía casi cincuenta años que estaba en su puesto.
—Soy yo.
—Entonces suba.
La gran escalera, siempre llena de polvo, con los rayos oblicuos del sol entrando como en las iglesias, hasta parecía hermosa. El informe de la mañana acababa de terminar. Dos comisarios aún estaban hablando, con sus informes bajo el brazo, cerca de la puerta del gran jefe a la que yo iba a llamar.
Y en el despacho me encontré con el olor de las pipas y de los cigarrillos de los que acababan de salir de allí. Tras Javier Guichard había una ventana abierta, y sobre sus blancos y sedosos cabellos el sol dibujaba arabescos.
No me tendió la mano. En el despacho no lo hacía casi nunca, y sin embargo, nos habíamos hecho amigos, más exactamente había querido honrarnos con su amistad a mi mujer y a mí. Una vez me había invitado a irlo a ver solo a su apartamento del bulevar Saint-Germain. No en la parte rica y snob del bulevar, sino enfrente mismo de la plaza Maubert, una enorme casa nueva que se levantaba entre dos destartalados hotelitos.
Volví otra vez allí con mi mujer. En seguida se comprendieron ambos a las mil maravillas.
Guichard sentía verdadero afecto por ella y por mí y, sin embargo, muchas veces sin proponérselo, nos hizo daño con sus palabras.
Al principio, tan pronto como veía a Luisa, se quedaba mirando su cintura con insistencia, y si nosotros no parecíamos darnos por enterados decía tosiendo ligeramente:
—No olvidéis que quiero ser el padrino. No me hagáis esperar demasiado…
Pasaron años. Le debía extrañar. Me acuerdo que al notificarme mi primer aumento había añadido:
—Esto quizá os va a permitir darme un ahijado.
Jamás comprendió por qué nos poníamos colorados y por qué mi mujer bajaba los ojos, mientras yo trataba de cogerle la mano para consolarla.
Aquella mañana parecía estar muy serio, aunque yo lo veía a contraluz. Me dejó estar de pie, y yo ya empezaba a sentirme molesto de la insistencia con que me examinaba de pies a cabeza como a un recluta.
—¿Sabe usted, Maigret, que está a punto de engordar?
Yo tenía treinta años. Poco a poco había dejado de ser delgado, mis hombros se habían ensanchado, mi pecho se había hinchado, pero todavía no había adquirido mi corpulencia actual.
Pero se presentía. En aquel entonces debía parecer algo fofo como un muñeco. Esto me extrañaba incluso a mí cuando pasaba por delante de un escaparate y lanzaba una ligera y ansiosa ojeada a mi silueta.
Era un poco, un poco demasiado, y todos los trajes me iban estrechos.
—Sí, creo que estoy engordando.
Casi tenía ganas de excusarme por ello. Todavía no había comprendido que se estaba divirtiendo a su manera, como le gustaba hacerlo.
—Creo que sería mejor que le cambiara de servicio.
Había dos brigadas de las que yo todavía no había formado parte, la de juegos y la financiera; esta última constituía para mí una verdadera pesadilla como el examen de trigonometría en el colegio había sido durante largo tiempo el terror de mis finales de curso.
—¿Qué edad tiene?
—Treinta años.
—¡Bonita edad! ¡Estupendo! El joven Lesueur tomará su puesto en «los garnis» desde hoy y usted se pondrá a las órdenes del comisario Guillaume.
Lo había hecho expresamente. Había dicho aquello casi sin levantar la voz, como algo sin importancia, sabiendo perfectamente que el corazón me iba a saltar de gozo en el pecho; allí de pie, delante de él, me parecía estar oyendo triunfantes trompetazos en mis oídos.
De repente, en una mañana que parecía como si me la hubieran escogido expresamente —y aún no estoy muy seguro de que Guichard no lo hiciera así—, se realizaba el sueño de mi vida. Entraba por fin en la Brigada Especial. Un cuarto de hora después, me trasladaba arriba con mi vieja americana del despacho, mi jabón, mi toalla, mis lápices y mis papeles.
Eran cinco o seis en la gran sala reservada a los inspectores de la brigada de homicidios, y, antes de hacerme llamar, el comisario Guillaume me dejaba instalar como si fuera un nuevo alumno.
—¿Qué? ¿Lo remojamos?
No iba a decir que no. Al mediodía llevé muy orgulloso a mis nuevos colegas a la «Brasserie Dauphine».
Los había visto allí a menudo en una mesa distinta a la que yo ocupaba con mis antiguos compañeros, y nos los mirábamos con el envidioso respeto con que se mira en el instituto a los alumnos más avanzados que son tan altos como los profesores y a los que éstos tratan casi de igual a igual.
La comparación era exacta, pues Guillaume vino también con nosotros; el comisario de generosas enseñanzas tampoco quiso faltar.
—¿Qué queréis tomar?
En nuestra mesa teníamos la costumbre de beber un cortado muy pocas veces acompañado de aperitivo. Pero en aquella mesa no podía ser lo mismo.
Alguien dijo:
—Mandarin-curaçao.
—¿Mandarin para todos?
Como nadie protestó, empecé a encargar mandarines. Era la primera vez que lo probaba. Con la borrachera de la victoria aquello apenas me pareció estar ligeramente alcoholizado.
—¿Tomamos una segunda ronda?
¿No era acaso aquél el momento más apropiado para mostrarme generoso? Tomamos tres y cuatro. Mi nuevo jefe, a su vez, quiso pagar él una.
La ciudad estaba a pleno sol. Las calles estaban inundadas de él. Las mujeres vestidas de colores claros eran un encanto. Yo andaba mezclado entre la muchedumbre. Me miraba en los escaparates y no me encontraba tan gordo.
Corría. Volaba. Estaba exultante. En el primer peldaño de la escalera ya empecé a repetir el discurso que llevaba preparado para mi mujer.
Pero en el último momento me caí tan largo como era. Aún no había tenido tiempo de levantarme cuando se abrió la puerta de nuestro piso.
Luisa debía de estar inquieta por mi retraso.
—¿Te has hecho daño?
Cosa curiosa: en el preciso instante en que me levanté y noté que estaba completamente borracho, me quedé estupefacto. La escalera daba vueltas a mi alrededor. La silueta de mi mujer se me aparecía completamente desdibujada. Veía dos o tres bocas y tres o cuatro ojos.
Espero que me crean. Era la primera vez que me sucedía tal cosa en toda mi vida y me sentía tan humillado por ello que no me atrevía a mirar a mi mujer. Me deslicé dentro del piso como un culpable sin acordarme para nada de aquellas frases tan bien preparadas y gloriosas en que había venido pensando.
—Me parece… Me parece que estoy un poco bebido…
Apenas podía hablar. La mesa ya estaba puesta con nuestros dos cubiertos, uno frente a otro, delante de la ventana abierta. Había tenido la intención de llevarla a comer al restaurante, pero ahora no me atrevía a proponérselo. Fue con una voz casi lúgubre que dije:
—¡Ya está!
—¿Qué es lo que está?
¡Tal vez creyó que le decía que me habían echado de la policía!
—He sido designado para el cargo.
—¿Para qué cargo?
Al parecer estaba llorando de despecho y también de alegría cuando dije:
—Para la Brigada Especial.
—Siéntate. Voy a prepararte una taza de café bien cargado.
Trató de hacerme acostar, pero yo no iba a abandonar mi nuevo puesto el primer día. Me bebí un montón de tazas de café muy fuerte. A pesar de que Luisa insistía, no fui capaz de poder tragar nada sólido. Me di una ducha.
A las dos, cuando me dirigía hacia el «Quai des Orfèvres», tenía la tez demasiado sonrosada y los ojos me brillaban de un modo un tanto extraño. Estaba cansado y me parecía que tenía la cabeza vacía. Me senté en mi rincón y traté de hablar lo menos posible. Sabía que mi voz resultaría temblorosa y que quizá no iba a pronunciar bien todas las sílabas.
Al día siguiente, como para ponerme a prueba, se me confió mi primer arresto. Fue en la calle Roi-de-Sicile, en un meublé. El hombre se había escapado hacía ya cinco días. Tenía varias muertes en su activo. Era un extranjero, un checo, si recuerdo bien, un tipo muy fuerte, siempre armado, siempre alerta.
El problema consistía en lograr inmovilizarlo antes de que pudiera tener tiempo de defenderse. Era el tipo de hombre capaz de empezar a disparar contra la gente, de matar a cuantos pudiera antes de dejarse matar él.
Sabía que había llegado al final de su carrera, que la policía le seguía la pista y estaba al acecho.
Siempre se las arreglaba para estar en medio de la gente, pues sabía que nosotros no nos arriesgaríamos a dispararle en tal caso.
Pasé a ser el compañero de inspector Dufour, que se ocupaba de él desde hacía varios días y que conocía todas sus andanzas.
Fue la primera vez también que tuve que disfrazarme. Nuestra llegada al mísero hotel, vestidos normalmente, habría provocado un miedo general que tal vez habría permitido emprender la fuga a nuestro hombre.
Dufour y yo nos vestimos con unos harapos y para darle más verosimilitud a nuestros personajes estuvimos cuarenta y ocho horas sin afeitarnos.
Un joven inspector, especializado en cerraduras, se había introducido en el hotel y nos había hecho una estupenda llave de la puerta de la habitación de nuestro hombre.
Alquilamos otra habitación en el mismo rellano de la escalera, antes de que el checo se fuera a acostar. Serían poco más de las once cuando una señal desde fuera nos anunció que quien subía la escalera era el checo.
La táctica que seguimos no fue idea mía sino de Dufour, que era más viejo en el oficio.
En la habitación contigua, el hombre se cerró y se acostó vestido y todo, seguro porque tenía un revólver cargado al alcance de la mano.
No habíamos dormido, habíamos esperado el alba. Si se me pregunta por qué, les contestaré lo mismo que mi compañero me contestó a mí cuando yo le hice la misma pregunta. Me sentía impaciente por actuar en seguida.
El primer reflejo instintivo del asesino al oírnos habría sido romper la luz de gas que iluminaba la habitación. Nos habríamos encontrado en la oscuridad y de ese modo le habríamos proporcionado una ventaja sobre nosotros.
—Un hombre tiene siempre menos resistencia al amanecer —afirmó Dufour, cosa que luego he tenido más de una ocasión de poder comprobar.
Nos deslizamos por el pasillo. A nuestro alrededor todo el mundo dormía. Fue Dufour quien con infinitas precauciones hizo girar la llave en la cerradura.
Como yo era el más alto y pesado, era quien debía abalanzarse primero, cosa que hice; de un salto me encontré tumbado sobre aquel hombre tendido en la cama, cogiéndole por todos los sitios donde podía. No sé cuánto debió de durar la lucha, pero me pareció interminable. Noté que ambos rodábamos por el suelo. Veía muy cerca de mi cara un rostro feroz. Recuerdo sobre todo unos enormes y deslumbradores dientes blancos. Una mano se agarraba a mi oreja y trataba de arrancármela. No me daba cuenta de lo que estaba haciendo mi compañero, pero de pronto vi una expresión de dolor y rabia en la cara de mi adversario. Noté cómo poco a poco aflojaba su abrazo. Cuando logré volverme, el inspector Dufour, sentado tranquilamente sobre el suelo, tenía uno de los pies de aquel hombre entre las manos, y se habría podido jurar que le había hecho una torsión de dos vueltas por lo menos.
—¡Las esposas! —ordenó.
Yo se las había puesto ya a individuos bastante menos peligrosos y a chicas recalcitrantes. Pero era la primera vez que acababa de hacer un arresto por la fuerza y que el ruido de las esposas ponía fin para mí a una lucha que habría podido acabar mal.
* * *
Cuando se habla del olfato de un policía o de sus métodos, de su intuición, siempre tengo ganas de contestar:
—¿Y por qué no hablar del olfato de un zapatero o de un pastelero?
Uno y otro han pasado por largos años de aprendizaje. Cada uno conoce su oficio y todo lo concerniente a él.
Con un hombre del «Quai des Orfèvres» ocurre lo mismo. Por eso todas las novelas que he leído, incluso las de mi amigo Simenon, son en parte inexactas.
Muchas veces estamos en nuestro despacho redactando informes. Esto es algo que a menudo se olvida, y sin embargo, también forma parte de la profesión. Yo incluso diría que casi pasamos más tiempo con estas cosas administrativas que en investigaciones propiamente dichas.
Acaban de anunciar a un señor de cierta edad que espera en la antesala y que parece estar muy nervioso. Quiere hablar en seguida con el director. No hay por qué decir que el director no tiene tiempo de recibir a todas las personas que se presentan, ya que todos pretenden dirigirse a él personalmente; a sus ojos, su pequeño asunto es el único importante.
Hay una palabra que se repite tan a menudo que parece un «ritornello»; el conserje repite como una letanía: «Es una cuestión de vida o muerte».
—¿Lo recibes tú, Maigret?
Hay un pequeño despacho al lado del de los inspectores especialmente dedicado a este tipo de entrevistas.
—Siéntese, por favor, ¿un cigarrillo?
La mayoría de las veces, antes de que el visitante haya tenido tiempo de decir cuál es su profesión y su situación social, nosotros ya las hemos adivinado.
—Es un asunto muy delicado, ¿sabe? Estrictamente confidencial.
Suele ser el cajero de un banco, o un agente de seguros o un hombre de vida tranquila y arreglada.
—¿Se trata de su hija?
Se trata de su hijo, de su hija o de su mujer. Y casi seríamos capaces de decir palabra por palabra todo el discurso que nos va a soltar.
No. No se trata de que su hijo haya cogido dinero de la caja de sus jefes. Tampoco se trata de que su mujer se haya fugado con un joven.
Es su hija, una muchacha muy bien educada de la que nunca ha habido nada que decir. No salía con nadie, vivía en casa y ayudaba a su madre en las tareas del hogar.
Sus amigas también eran chicas serias. Casi nunca salía sola a la calle.
Y sin embargo ha desaparecido, llevándose parte de sus cosas.
¿Qué se les puede decir? ¿Que seiscientas personas desaparecen cada mes en París y que sólo vuelven a ser encontradas las dos terceras partes más o menos?
—¿Es guapa su hija?
Ha traído consigo varias fotografías, convencido de que servirán para ayudar a encontrarla. Si es guapa, peor; el número de probabilidades de hallarla será menor. Si es fea, en cambio, posiblemente volverá al hogar al cabo de algunos días o dentro de unas semanas.
—Cuente con nuestra ayuda; haremos todo lo que esté de nuestra parte.
—¿Cuándo?
—En seguida.
Va a empezar a telefonearnos cada día, dos veces al menos, y no sabremos qué contestarle; sólo podríamos decirle que no tenemos tiempo de ocuparnos de la señorita.
Casi siempre, tan sólo una breve investigación nos sirve para ayudarnos a saber que un joven inquilino de la misma casa, el mozo del colmado o el hermano de una de sus amigas, ha desaparecido el mismo día que ella.
No se puede rastrear todo París y Francia de cabo a rabo en busca de una muchacha que se ha dado a la fuga; su fotografía solamente irá, la semana próxima, a añadirse a la colección de fotos impresas que se mandan a las comisarías y a los diferentes servicios de la policía de fronteras.
* * *
Las once de la noche. Un telefonazo del centro de la Policía de Socorro, situada enfrente de la policía municipal, donde se centralizan las llamadas y se inscriben sobre un tablero luminoso que ocupa toda una pared.
En el puesto del Pont-de-Flandre acaban de ser avisados de que ha ocurrido algo en la calle Crimée.
Hay que atravesar todo París. Hoy en día, la Policía Judicial dispone de coches, pero antes había que coger un fiacre, más tarde un taxi, y aún no era seguro que se lo pagaran a uno después.
El bar, en la esquina de la calle, todavía está abierto; tiene un cristal roto y se ven unas sombras que se mantienen a una prudente distancia, pues en aquel barrio la gente prefiere pasar inadvertida de la policía.
Los agentes uniformados están ya allí; también una ambulancia, y a veces el comisario del distrito o su secretario.
En el suelo, entre serrín y escupitajos, se ve a un hombre retorcido sobre sí mismo que tiene una mano sobre el pecho, del que mana un hilillo de sangre, que ha formado un charco.
—¡Muerto!
A su lado, sobre el suelo, un maletín que tenía en la mano ha quedado abierto, y de él han caído una serie de postales pornográficas.
El dueño del bar, inquieto, quiere ponerse del lado bueno.
—Todo estaba tranquilo como siempre. La casa no es sitio de barullos.
—¿Lo había visto antes?
—Nunca.
Era de prever. Lo conoce probablemente tan bien como sus propios bolsillos, pero pretenderá hasta el final que era la primera vez que aquel hombre había entrado en su bar.
—¿Qué ha ocurrido?
El muerto es de mediana edad, mejor dicho, sin edad. Sus vestidos son viejos, de dudosa limpieza, el cuello de la camisa es negro y mugriento.
Sería inútil tratar de encontrarle familia y piso. Debía de dormir en los «meublés» de ínfima categoría, y salir de allí para hacer su negocio en los alrededores de las Tullerías y del Palacio Real.
Había en el bar tres o cuatro clientes…
Resultaría inútil preguntar dónde están. Han emprendido el vuelo y no volverán para servir de testigos.
—¿Los conocía?
—Vagamente. De vista, solamente.
¡Pardiez! Se podría contestar por él perfectamente.
—Un desconocido ha entrado y se ha instalado al otro lado del bar, justamente enfrente de él.
El bar está revuelto, los vasos volcados, y huele fuertemente a alcohol barato.
—No se han dicho nada. El que estaba aquí antes parecía tener miedo. Se ha llevado la mano al bolsillo como para pagar…
Es cierto, porque encima no se le ha encontrado ningún arma.
—El otro, entonces, sin decir nada, ha sacado su revólver y ha disparado tres veces. Habría continuado disparando seguramente si el cargador no se le hubiera atascado. Después, tranquilamente, se ha puesto el sombrero y ha salido.
No se necesita tener un gran olfato. El medio en el que hay que buscar es restringidísimo.
No son tantos los que se ocupan de este negocio. Los conocemos a casi todos. Periódicamente caen en nuestras manos, cumplen una condena en la cárcel y vuelven a empezar.
Los zapatos del muerto, que lleva los pies sucios y los calcetines agujereados, tienen una marca de Berlín.
Es un recién llegado. Le deben de haber hecho comprender que no había sitio para él en aquel sector. O se trata simplemente de un subordinado que se dedicaba a guardarse el dinero para él.
La cosa llevará tres días, tal vez cuatro. Poco más, los «garnis» serán todos revisados, y antes de la próxima noche sabremos dónde se alojaba la víctima.
Los de «las costumbres», por su lado, también nos informarán, investigarán a su vez.
Aquella misma tarde, en los alrededores de las Tullerías, se arrestará a alguno de aquellos individuos que ofrecen tales postales a los transeúntes con aires de misterio.
No se les tratará con mucha educación. Y antes todavía se les tenía menos consideraciones que ahora.
—¿Has visto a este tipo antes?
—No.
—¿Estás seguro de que nunca lo habías visto?
Hay un estrecho calabozo, parece un armario; en el entresuelo y en ese lugar se ayuda a este tipo de gente a recordar, y es muy raro que al cabo de un rato no empiecen a golpear fuertemente la puerta.
—Creo que lo vi en…
—¿Cómo se llama?
—Sólo sé su nombre de pila: Otto.
La madeja se irá devanando lentamente, poco a poco, hasta el final.
—¡Es un pede!
¡Perfectamente! El hecho de que se trate de un pederasta restringe todavía más el campo de las investigaciones.
—¿Frecuentaba la calle Bondy?
Tenía que ser así; hay allí un pequeño bar que siempre está lleno de pederastas de cierto nivel social (del más bajo). Hay otro en la calle Lape que se ha convertido en una atracción para los turistas.
—¿Con quién lo viste?
Con esto suele bastar. El resto, cuando se tenga al hombre entre cuatro paredes, no ofrecerá dificultades, bastará con hacerle confesar y que firme su confesión.
* * *
Todos los casos, desde luego, no resultan tan fáciles. Hay investigaciones que requieren meses. A veces se arresta a ciertos culpables después de años, y casi por casualidad.
En todos los casos o casi en todos, el proceso es el mismo.
Se trata de conocer.
De conocer el medio en el que se ha cometido el crimen, conocer el tipo de vida que allí se lleva, las costumbres, las reacciones de la gente que está mezclada en el caso, víctimas, culpables o simples testigos.
Penetrar en su mundo llanamente, sin extrañarse, y hablar naturalmente su lenguaje.
Y dará lo mismo si se trata de una tabernucha de La Villette o de la Puerta de Italia, de los árabes de la Zona, de polacos o de italianos, de las chicas de Pigalle o de los truhanes de Ternes.
Ocurre lo mismo también si se trata del mundo de las carreras o del de los círculos de juego, de los especialistas en abrir cajas fuertes o de los robos de joyas.
Por eso no perdemos el tiempo cuando, durante años, andamos por las aceras, subimos pisos o vigilamos a las ladronas de los grandes almacenes.
Lo mismo que en el caso del zapatero y del pastelero, éstos son los años de aprendizaje; la diferencia es que éstos duran poco más o menos toda nuestra vida, porque los medios en que hay que actuar son prácticamente infinitos.
Las chicas, los carteristas, los jugadores de ventaja, los especialistas en robos a la americana o en el comercio de cheques se reconocen siempre entre ellos.
Lo mismo podría decirse de los policías tras llevar algunos años en el oficio. Y eso sin llevar zapatos claveteados ni bigotes.
Creo que es en la mirada donde hay que buscar la razón de lo dicho, en cierta reacción (o más bien ausencia de reacción), ante ciertos seres, ciertas miserias y ciertas anomalías.
Aunque a los autores de novelas no les guste, el policía es ante todo un profesional. Un funcionario.
No está jugando a un juego de adivinanzas, no se excita ante una caza más o menos apasionante.
Cuando el policía se pasa una noche bajo la lluvia vigilando una puerta que no se abre o una ventana iluminada, cuando en las terrazas de los cafés busca pacientemente un rostro familiar o se dispone a interrogar durante horas a un ser pálido de terror, no hace más que cumplir con su tarea cotidiana.
Se está ganando la vida, se esfuerza tan honradamente como puede en ganar el dinero que el gobierno le da cada final de mes para recompensarle de sus servicios.
Sé que mi mujer, cuando lea estas líneas, meneará la cabeza, me mirará con aire de reproche y quizá murmurará:
—¡Siempre exageras!
Y añadirá, posiblemente:
—Vas a dar de ti y de tus compañeros una idea falsa.
Y tiene razón. Es posible que yo exagere un poco en sentido contrario. Será por reacción contra las ideas preconcebidas que tan a menudo me han molestado.
¡Cuántas veces, tras la aparición de un libro de Simenon, no me han visto mis compañeros entrar de mal humor en mi despacho!
Yo leía en sus ojos que estaban pensando:
«Ahí llega Dios Todopoderoso».
Por eso me gusta tanto emplear esta palabra de «funcionario», que otros juzgan denigrante.
Lo he sido durante casi toda mi vida. Gracias al inspector Jacquemain lo fui casi recién salido de la adolescencia.
Del mismo modo que mi padre en su tiempo se convirtió en administrador de un castillo. Con el mismo orgullo. Con el mismo afán de saber todo lo referente a mi trabajo y de cumplir mi cometido a conciencia.
La diferencia entre los otros funcionarios y los del «Quai des Orfèvres» es que estos últimos, hasta cierto punto, se mantienen en equilibrio entre dos mundos.
Por sus trajes, por su educación, por el piso que habitan y por su manera de vivir, no se distinguen en nada de las otras personas de la clase media, y comparten con ellas el sueño de poseer una casita en el campo.
Pero la mayor parte del tiempo se lo pasan en contacto con el reverso del mundo, con los despojos, el desecho, a menudo con los enemigos de la sociedad organizada.
Más de una vez me ha impresionado este hecho, en una situación extraña que a veces ha llegado incluso a producirme verdadera desazón.
Vivo en un apartamento de burgués, y allí me esperan siempre olorosos platos muy bien aderezados, todo está limpio y es confortable. A través de mis ventanas sólo veo alojamientos parecidos a los míos, mamás que pasean a sus niños por el barrio y amas de casa que van a la compra.
Yo pertenezco a esta clase social, desde luego; a esa clase social a la que pertenecen las buenas personas. Pero conozco también las otras, las conozco lo bastante para que se haya establecido cierto contacto entre ellas y yo. Las chicas del bar por donde paso delante de la República, saben que comprendo su lenguaje y el sentido de sus actitudes. Y el ladrón que se mezcla entre el gentío también. Y lo mismo podría decir de todos los demás con quienes me he encontrado y me encuentro frente a su más secreta intimidad.
¿Basta con esto para crear esta especie de ligazón entre unos y otros?
No trato aquí de excusarlos, de aprobar sus hechos ni de absolverlos. No pretendo tampoco rodearlos de una aureola especial, como estuvo de moda hacerlo en cierta época. Simplemente hay que observarlos considerándolos como un hecho y tratar de conocerlos.
Sin curiosidad, porque la curiosidad pronto se agota.
Sin odio, desde luego.
En resumen, hay que mirarlos como a unos seres que existen y que para el bien de la sociedad y para guardar el orden establecido hay que mantener, quieran o no, dentro de ciertos límites y castigarlos cuando pretenden traspasarlos.
¡Y ellos esto lo saben perfectamente! No sienten odio hacia nosotros. A menudo, dicen:
—Ustedes se limitan a hacer su trabajo.
En cuanto a lo que opinan ellos sobre esta clase de trabajo prefiero no tratar de averiguarlo.
¿Podrá parecer extraño todavía, después de haber dicho esto, que tras veinticinco o treinta años de servicio se ande con paso pesado y la mirada ausente y vacía? ¿No llega a sentir asco?
¡No! ¡Nunca! Ha sido precisamente gracias a mi trabajo que he llegado a adquirir un carácter verdaderamente optimista.
Repitiendo una sentencia de mi profesor de catecismo, diría de buena gana: «Un poco de conocimiento aleja del hombre. Un conocimiento a fondo nos acerca otra vez a él».
Ha sido porque he visto desgracias de todas clases por lo que me he podido dar cuenta de que a menudo suelen estar compensadas por una gran valentía, por la buena voluntad y por la resignación.
Los crápulas completos son muy raros, y la mayor parte de los que yo he conocido, desgraciadamente, actúan lejos de nuestro radio de acción y del alcance de mi mano.
En cuanto a los demás, he tratado de impedir que causaran demasiado daño y de hacer todo lo posible para que paguen por el que han cometido.
Después de esto las cuentas quedan saldadas, ¿no?
No hay por qué hablar más de ello.