¡Un piso, otro piso, más pisos aún!
De vez en cuando, casi siempre a la par de las convulsiones políticas, se producen disturbios en las calles que no son sólo la manifestación del descontento popular. Se diría que en cierto momento se produce una brecha, que invisibles esclusas son abiertas y se ven surgir en los barrios ricos seres cuya existencia suele ignorarse en aquellos lugares. Parecen haber aparecido allí por milagro y se les ve pasar bajo las ventanas de la misma manera que se miraría a los rufianes y a los bandidos surgir de pronto de la lejanía de la edad media.
Lo que más me sorprendió cuando se produjo tan violento fenómeno tras las revueltas del 6 de febrero, fue la extrañeza de que dio muestras la prensa en general al día siguiente.
Aquella invasión durante algunas horas del centro de París no de manifestantes, sino de individuos desharrapados que daban más miedo que una manada de lobos, había venido de repente a alarmar a unas personas que por su profesión conocen casi tan bien como nosotros el hampa de una capital.
París tuvo miedo en aquella ocasión. Pero al día siguiente, una vez restablecido el orden, París olvidó que aquel populacho no había sido eliminado, sino simplemente que había vuelto a su guarida.
¿Acaso no estaba para eso la policía, para hacer que se mantuvieran allí? ¿Se sabe acaso que existe una brigada que se ocupa exclusivamente de los doscientos o trescientos mil norteafricanos, portugueses y rumanos que viven en la zona del distrito XX, que acampan allí para hablar con más propiedad, que apenas conocen nuestra lengua o la ignoran completamente y que obedecen a otras leyes y a otros instintos diferentes a los nuestros?
En el «Quai des Orfèvres» tenemos unos mapas donde están marcados una especie de islotes con lápices de colores, los judíos de la calle Rosiers, los italianos del barrio de L’Hôtel de la Ville, los rusos de Termes y de Denfert-Rochereau…
Algunos desean vivamente que se les permita asimilarse y las dificultades no proceden de éstos precisamente, pero los hay que, formando grupos o bien aisladamente, se mantienen expresamente al margen y llevan, mezclados entre la gente que no se fija en ellos, una existencia misteriosa.
Casi siempre suelen ser personas con aire inocente, dedicadas a pequeños delitos, a pequeñas suciedades cuidadosamente disimuladas, quienes me preguntan con un ligero temblor en los labios que yo conozco perfectamente:
—¿No siente asco a veces?
No hablan de nadie en particular, sino del conjunto, de todos aquellos que nos dan trabajo. Les gustaría que nosotros les libráramos de sucios secretos, de vicios inéditos, de toda la podredumbre de la que se indignarían, pero en la que secretamente se deleitan.
Éstos son los que más les gusta emplear el nombre de bajos fondos.
—¡Debe usted de ver de todo en los bajos fondos!
Prefiero no contestarles nada. Me los quedo mirando sin ninguna expresión en la cara, y ya deben comprender lo que aquello quiere decir, pues en general se molestan y no dicen nada más.
He aprendido mucho de la calle. He aprendido también en las ferias y en los grandes almacenes, en todos aquellos lugares donde se acumula la gente.
He hablado de mis experiencias en la estación del Norte.
Pero es en los «meublés», sin duda, donde mejor he conocido a los hombres, a estos precisamente que tanto miedo dan a la gente de los barrios elegantes cuando por casualidad se abren las esclusas.
Los zapatos claveteados, para eso no eran necesarios, pues no se trataba de recorrer kilómetros y kilómetros de acera, sino de circular por así decirlo por lo alto.
Cada mañana repasaba las fichas de algunas decenas y centenares de hoteles, «meublés» generalmente, donde resultaba muy raro encontrar ascensor. Había que subir seis o siete pisos por unas escaleras estrechas y sofocantes inundadas de un acre olor de indigente humanidad.
Los grandes hoteles de puertas giratorias con criados de librea a cada lado tienen también sus dramas y secretos en los que la policía cotidianamente va a meter también la nariz.
Pero es sobre todo en estos millares de hoteles sin nombre, desconocidos, en los que apenas se fija uno, donde vive una población flotante difícil de controlar y que raramente tiene los papeles en regla.
Íbamos de dos en dos. A veces en los barrios peligrosos incluso éramos más. Se escogía la hora en la que la mayoría de la gente suele estar acostada, un poco después de medianoche.
Entonces empezaba una especie de pesadilla, siempre igual, con los mismos detalles, el guardián de noche, la patrona o el patrón medio dormido tras su despacho, que se despertaba de mala gana y trataba de ponerse a cubierto inmediatamente.
—Ya saben que aquí nunca pasa nada…
Antes los nombres se encontraban inscritos en el libro de registro. Después, cuando salió el carnet de identidad como cosa obligatoria, tenían que rellenar las fichas.
Uno de nosotros se quedaba abajo. El otro subía. Algunas veces, a pesar de haber tomado todas las precauciones, nuestra llegada era avisada y desde la planta baja oíamos cómo se despertaba toda la casa cual una colmena en ebullición, idas y venidas en las habitaciones y pasos furtivos en la escalera se percibían perfectamente.
A veces encontrábamos una habitación vacía, con la cama aún caliente y arriba la claraboya del techo aparecía abierta.
Normalmente conseguíamos llegar hasta el primer piso sin haber alarmado a los ocupantes. Nos contestaban con un gruñido y pronto se oía hablar en una lengua casi siempre extranjera.
—¡Policía!
Todos comprendían perfectamente aquella palabra. Y gentes en camisa, otros completamente desnudos, hombres, mujeres y niños se agitaban bajo una tenue luz, y rodeados de mal olor abrían las más extrañas maletas para buscar un pasaporte oculto bajo sus cosas.
Es preciso haber visto la ansiedad de aquellas caras, sus gestos de sonámbulos y aquella extraña humildad que sólo se encuentra entre los desarraigados. Podría llamársele, incluso, orgullosa humildad.
No nos detestaban. Simplemente éramos los dueños. Teníamos —o por lo menos ellos lo creían así— el más terrible de los poderes, el de poder mandarlos otra vez al otro lado de la frontera.
Para algunos el hecho de estar ahí representaba largos años de astucia o de paciencia. Habían llegado a la tierra prometida. Poseían documentos auténticos o falsos.
Mientras nos los tendían, con el miedo terrible de pensar que pudiéramos metérnoslos en el bolsillo, instintivamente trataban de ablandamos con una sonrisa balbuciendo algunas palabras en francés:
—«Missié li commissaire».
Las mujeres raramente conservaban su pudor, y a menudo podía leerse cierta agitación en su mirada y parecían hacer un gesto vago hacia la cama en desorden. ¿Nos sentíamos tentados? ¿No nos gustaría?
Y, sin embargo, aquel extraño mundo tenía su orgullo, un orgullo aparte de todo que no acierto a describir. ¿El orgullo de las fieras acaso?
En efecto, nos miraban pasar un poco con los mismos ojos con que lo hacen las fieras desde sus jaulas, sin saber si íbamos a castigarles o a acariciarles.
A veces se veía a uno de ellos blandir sus papeles y presa del pánico empezar a hablar volublemente en su lengua, gesticulando, llamando a los otros para que le ayudaran, esforzándose en hacernos creer que él era un hombre honrado, que todas las apariencias eran falsas… Algunos lloraban y otros se mantenían quietos en su rincón, feroces como si estuvieran prestos a lanzarse encima de nosotros de un salto, pero en realidad resignados.
Verificación de identidad. Es así como se le llama a esto en lenguaje administrativo. Aquellos cuyos papeles están en regla, sin que el caso ofrezca ninguna duda, se les deja en su habitación y se les oye encerrarse de nuevo con un suspiro de alivio.
Los otros…
—¡Bajen!
Cuando no lo comprenden, hay que acompañarse con el ademán. Se visten hablando solos. No saben lo que deben, ni lo que pueden, llevarse consigo. A menudo, tan pronto como nosotros hemos vuelto la espalda, van a buscar su tesoro, lo que llevan escondido, para metérselo en el bolsillo o debajo de la camisa.
Una vez en la planta baja, se forma un pequeño grupo, y nadie habla, cada uno piensa sólo en su propio caso y en la manera cómo va a defenderse.
En el distrito de Saint-Antoine hay hoteles en los que en una sola habitación llegué a encontrar siete u ocho polacos la mayoría de los cuales estaban acostados sobre el suelo.
Uno solo estaba inscrito en el registro. ¿Lo sabía el dueño? ¿Le pagaban algo por los durmientes suplementarios? Es más que probable, pero éstas son cosas que es inútil tratar de probarlas.
Los otros no tenían la documentación en regla, como era de suponer.
¿A qué se debían dedicar cuando al amanecer se veían obligados a dejar la habitación?
Sin el carnet de trabajo les resultaba imposible ganarse la vida de un modo regular. Sin embargo, no se morían de hambre.
Y había, y los hay, miles y decenas de millares en el mismo caso.
A veces se les encuentra dinero en los bolsillos u oculto en algún armario o más a menudo todavía escondido dentro de los zapatos. Se trata entonces de saber de qué modo se lo han procurado y empieza entonces el tipo de interrogatorio más agotador que existe.
Aunque comprendan el francés, simulan no entenderlo, se te quedan mirando a los ojos con un aire de lo más ingenuo y no cesan de repetir que son inocentes.
Es inútil interrogar a los otros al respecto. Nunca se traicionan. Contarán siempre la misma historia.
Y sin embargo, el sesenta y cinco por ciento de los crímenes cometidos en París y los alrededores son cometidos por extranjeros.
Escaleras, escaleras y siempre escaleras. Y no sólo de noche, sino también de día, y chicas por todos lados, profesionales y de las otras, algunas jóvenes y guapas venidas Dios sabe por qué de regiones lejanas.
Yo conocí a una, una polaca, que compartía con cinco hombres una habitación de hotel en la calle de Saint-Antoine, y era ella quien les indicaba dónde podían dar un buen golpe, y luego, a su manera, recompensaba a los que habían tenido éxito en la empresa, mientras los demás se mordían los puños en la habitación y la mayoría de las veces se echaban después ferozmente sobre el extenuado ganador.
Dos de ellos eran unos verdaderos brutos, de una fuerza extraordinaria, pero ella no les temía ni poco ni mucho, los mantenía a raya sólo con una sonrisa o un fruncimiento de cejas. Después de un interrogatorio en mi propio despacho, tras una frase pronunciada en su idioma, le vi pegarle una sonora bofetada a uno de aquellos gigantones.
—¡Deben ver ustedes de todo!
En efecto, de todo, hombres y mujeres de todas clases, hombres y mujeres en toda clase de situaciones y de todas las escalas sociales, se les ve, se toma nota y se trata de comprender.
No de comprender algún humano misterio. Posiblemente ha sido contra esta novelesca idea contra la que más he protestado casi airado. Ésta es precisamente una de las razones por las que escribo este libro, para corregir ciertas cosas.
Simenon ha tratado de explicar esto, lo reconozco. Pero no por ello me he molestado yo menos al ver que en algunos de sus libros lanzaba yo ciertas sonrisas y tomaba ciertos aires que jamás he tenido y que habrían extrañado a mis colegas.
La persona que mejor ha comprendido todo esto, sin duda, ha sido mi mujer.
Cuando vuelvo de mi trabajo, jamás me pregunta con curiosidad sobre nada, sea cual sea el asunto en que me halle ocupado.
Por mi parte yo tampoco le hago lo que podríamos llamar confidencias. Me siento a la mesa como cualquier otro funcionario que regresa de su despacho. Entonces, en pocas palabras, como si hablara consigo mismo, hablaré a lo mejor de una detención o de un interrogatorio, hablaré del hombre o de la mujer sobre los que estoy investigando.
Si Luisa me pregunta algo, casi siempre se refiere a algo técnico.
—¿En qué distrito?
O bien.
—¿Qué edad tiene?
O…
—¿Cuánto tiempo lleva en Francia?
Porque todos estos detalles han acabado por ser tan reveladores a sus ojos como lo son para nosotros mismos.
Nunca me pregunta sobre el aspecto sórdido o lamentable de la cuestión.
¡Y Dios sabe bien que no es por indiferencia por su parte!
—¿Ha ido su mujer a verlo a la Prevención?
—Sí, esta mañana.
—¿Ha llevado el niño con ella?
Se interesa por los niños en particular por razones sobre las que no tengo por qué insistir. Siente atraída su atención por todos aquellos que tienen niños y sería un error creer que los invertidos, los malhechores o los criminales no los tienen.
Nosotros incluso tuvimos en casa a uno, una chiquilla, a quien envié a su madre a la cárcel para el resto de sus días, pero nosotros sabíamos que el padre cuidaría de ella tan pronto como volviera a ser un hombre normal.
La chiquilla todavía continúa viniéndonos a ver. Es ya toda una muchacha y mi mujer está muy orgullosa de poder ir con ella de compras a los grandes almacenes por la tarde.
Lo que quiero hacer notar, sobre todo, es que en nuestro comportamiento con aquellos de quienes nos ocupamos no hay ni sensiblería ni dureza, ni odio, ni piedad, en el sentido que habitualmente se da a esta palabra.
Trabajamos con los hombres. Observamos su conducta. Registramos unos hechos y tratamos de establecer otros.
Nuestro trato con ellos hasta cierto punto es simplemente técnico.
Cuando siendo aún joven visitaba yo un hotel de ínfima categoría de la bodega al granero, penetrando en los alvéolos de las habitaciones y sorprendiendo a la gente en su sueño y en su más cruda intimidad, examinando documentos con lupa habría podido decir sin temor a equivocarme lo que ocurriría con cada uno de ellos.
Ciertos rostros me eran ya familiares. París no es tan grande para que en ciertos medios no se tropiece uno siempre con los mismos individuos.
Ciertos casos, asimismo, se reproducen casi de un modo idéntico, las mismas causas producen los mismos resultados.
El desgraciado procedente de Europa central que ha economizado durante meses o años para poderse pagar falsos pasaportes en una agencia clandestina de su país y que cree que ya está a salvo porque ha podido cruzar la frontera sin tropiezos, caerá irremisiblemente en nuestras manos en un plazo de seis meses a un año lo más tarde.
Y más todavía, si quisiéramos podríamos seguirle con el pensamiento desde la frontera, prever en qué distrito, en qué restaurante, a qué hotel irá a parar.
Sabemos por medio de quién intentará procurarse el carnet de trabajo indispensable, verdadero o falso. Bastará con que vayamos a detenerle en la cola que se forma cada mañana delante de las grandes fábricas de Javel.
¿Para qué darnos trabajo y perseguirle cuando fatalmente ya irá a parar adonde tiene que llegar?
Lo mismo ocurre con la joven criada aún sin ajar a quien vemos bailar por primera vez en ciertas salas. ¿Cómo decirle que lo mejor que puede hacer es volver a casa de sus señores y evitar la compañía de aquel muchacho de provocativa elegancia?
No serviría de nada. Volvería a lo mismo. La veremos en otras salas, después cualquier noche se parará ante la puerta de cualquier hotel del distrito de los Mercados de la Bastilla.
Diez mil sucumben por término medio cada año, diez mil que dejan su pueblo y llegan a París como muchachas de servicio y a quienes bastan algunos meses o algunas semanas para perderse irremisiblemente.
¿Y qué decir de un muchacho de dieciocho o veinte años que trabaja en una fábrica y de pronto se pone a vestirse de cierta manera, toma aires distinguidos y empieza a sentarse en la barra de ciertos bares?
No se tarda en verle con un traje nuevo, zapatos brillantes y una corbata de seda artificial.
Acabará entre nosotros también. Llegará con cínica sonrisa o fingiendo humildad tras una tentativa de robo o de atraco, a no ser que prefiera formar parte de los que se dedican a robar coches.
Hay ciertos indicios que jamás le permiten a uno equivocarse, y son estas señales en definitiva las que aprendemos a conocer cuando se nos ha hecho pasar a través de todos los equipos andando kilómetros y kilómetros de acera, subiendo piso tras piso, para ver toda clase de tugurios y mezclarse con la muchedumbre.
Por eso el apodo de «zapatos claveteados» jamás lo hemos considerado como un insulto, al contrario.
A los cuarenta años hay muy pocos en el «Quai des Orfèvres» que no conozcan con toda familiaridad a los carteristas. Se sabe incluso dónde se les podrá encontrar tal día con ocasión de tal ceremonia o tal gala.
Del mismo modo se sabe que no tardará en haber un robo de joyas porque a un especialista a quien muy pocas veces se ha podido sorprender en plena acción, empiezan a irle mal las cosas. Ha dejado su hotel del bulevar Hausmann por un hotel más modesto de la República. Desde hace quince días no paga. La mujer con quien vive empieza a hacerle escenas y no se ha comprado ningún sombrero hace ya mucho tiempo.
No se le puede seguir paso a paso: nunca habría bastantes policías para vigilar a todos los sospechosos. Pero no por eso deja de tenérsele en observación. Los que hacen la calle quedan advertidos de que tienen que vigilar sobre todo las joyerías.
Se sabe cómo actúa. Y se sabe también que no actuará de otro modo.
No siempre se tiene éxito, claro. La cosa resultaría demasiado fácil. Pero tarde o temprano se acaba por cogerle con las manos en la masa. A veces, tras haber tenido una discreta entrevista con su compañera, a quien se ha dado a entender que su porvenir sería bastante menos problemático si nos contara algunas cosas.
Se habla mucho en los periódicos de los ajustes de cuentas de Montmartre o del distrito de la calle Fontaine, los disparos en plena noche siempre excitan a la gente. Pero estos asuntos son los que menos trabajo nos dan en el «Quai».
Conocemos a las bandas rivales y estamos al tanto de sus intereses y de los puntos de litigio entre ellas. Conocemos también sus odios y sus agravios personales.
Un crimen conduce a otro. ¿Ha sido muerto Luciano en un bar de la calle Douai? Los corsos se vengarán irremisiblemente en un plazo más o menos corto. Y casi siempre habrá alguno de ellos que nos avisará antes.
—Algo se está tramando contra Dédé Pies Planos. Se esconde o sale sólo acompañado de dos pistoleros.
El día en que Dédé sucumba a su vez, hay nueve probabilidades contra una de que recibamos una llamada telefónica más o menos misteriosa, poniéndonos al corriente de la historia con todos sus detalles.
—¡Uno menos!
Arrestamos a los culpables, desde luego, pero esto carece de importancia. Este tipo de gente sólo se extermina entre ella, por razones que sólo a ellos incumben en nombre de cierto código que aplican con todo rigor.
Es a eso a lo que se refería Simenon cuando en el transcurso de nuestra primera entrevista declaraba categóricamente:
—Los crímenes de los profesionales no me interesan.
Lo que no sabía, lo aprendió luego, es que hay muy pocos crímenes de otra clase.
No hablo de los crímenes pasionales, que la mayoría de las veces no tienen ningún misterio. Son simplemente el desenlace lógico de una crisis aguda entre dos o más individuos.
No hablaré tampoco de las cuchilladas que suelen darse un par de borrachos un sábado o un domingo por la noche.
Aparte de estos accidentes, los crímenes más frecuentes son de dos clases:
El asesinato de alguna vieja solitaria por uno o varios malhechores y la muerte de una prostituta en algún alejado solar.
En el primer caso es rarísimo que el culpable se nos escape. Casi siempre suele ser un joven, uno de esos de quienes ahora mismo he hablado, uno que ha dejado la fábrica hace sólo unos meses para representar el papel de malo.
Se ha fijado en un estanco, en una mercería o en un pequeño comercio en una calle poco frecuentada.
A veces incluso ha comprado un revólver. Otras veces se contenta con un martillo o con una llave inglesa.
Casi siempre conoce a la víctima y de diez veces nueve aquélla en uno u otro momento lo ha favorecido con sus bondades.
No iba decidido a matar. Se ha puesto un pañuelo en el rostro para no ser reconocido.
El pañuelo se le ha caído o bien la anciana se ha echado a gritar.
Y ha tirado. La ha matado, pero ha seguido tirando hasta haber vaciado todo el cargador. Si ha sido de un golpe que la ha matado, la ha golpeado diez veces, veinte, salvajemente se diría; en realidad, sólo lo ha hecho porque está aterrorizado.
Quizá les sorprenderá que cuando lo tenemos delante sin ninguna esperanza de salvación ya, pero aún tratando de fingir, le digamos simplemente:
—¡Idiota!
Es raro que a estos tipos el crimen no les cueste la cabeza. Lo menos que sacan son veinte años y esto si tienen la suerte de que se interese por su caso algún abogado del tribunal.
En cuanto a los asesinos de prostitutas, es un milagro que consigamos atraparlos. Son las investigaciones que requieren más tiempo, las más fatigosas, las más repugnantes que he conocido.
Suele empezar con un saco que un marinero pesca en cualquier parte del Sena y que casi siempre contiene un cuerpo mutilado. Falta la cabeza, un brazo o las piernas.
Transcurren semanas a menudo antes de que pueda realizarse la identificación. Generalmente se trata de una mujer de cierta edad ya, de las que no se llevan al cliente al hotel o a su habitación, sino que se contentan del resguardo de una empalizada o del umbral de una casa.
Se ha dejado de verla en el barrio, un barrio que tan pronto como cae la noche queda sumergido en el misterio y en silenciosas sombras.
Las que la conocen no tienen ningunas ganas de ponerse en contacto con nosotros. Si se les pregunta contestan evasivamente.
Tras mucha paciencia se acaba por saber cuáles eran sus clientes más habituales, hombres aislados, solitarios, hombres sin edad, de los que apenas si se recuerda vagamente su silueta.
¿La han matado por dinero? Es imposible, casi no tenía nada.
Y es a uno de esos viejos casi siempre al que le ha dado la locura, o bien se trata de alguien que ha venido de otro lado, de uno de esos locos que a intervalos regulares notan que se les acerca la crisis y saben exactamente lo que van a hacer; toman con una lucidez increíble precauciones de las que los otros criminales son incapaces.
No se sabe exactamente cuántos son. Cada capital tiene los suyos que una vez dado el golpe se sumergen durante un tiempo más o menos largo en el anonimato.
Son tal vez gente respetable, padres de familia o empleados modelos. A qué se parecen nadie lo sabe y cuando por casualidad se ha cogido uno resulta casi imposible sacar alguna conclusión lógica de todo aquello.
Tenemos estadísticas más o menos precisas de toda clase de crímenes.
Excepto de uno:
Del de envenenamiento.
Y todas las aproximaciones resultan hasta cierto punto equivocadas.
Cada tres o seis meses en París o en provincias, en una pequeña ciudad o en el campo, el azar hace que un médico examine más de cerca el caso de una muerte y quede intrigado de ciertas características que descubre.
He dicho azar, porque habitualmente se trata de uno de sus clientes, de alguien a quien él ha visto enfermo largo tiempo. Ha muerto de repente en su cama, en el seno de su familia que presenta todas las señales clásicas de pena.
Los parientes no quieren ni oír hablar de autopsia. El médico sólo se decide a ello si sus sospechas son muy fuertes.
A veces semanas después del entierro es una carta anónima la que descubre a la policía unos detalles a primera vista increíbles.
Insistiré sobre todo lo que se necesita para que se abra una investigación de este tipo. Las formalidades administrativas son complicadas, la mayoría de las veces se trata de la esposa de un granjero que espera desde hace años la muerte de su marido para liarse con el criado y a quien de pronto se le acaba la paciencia.
Ayuda a la naturaleza, como dicen algunos crudamente.
Otras veces es el hombre, pero es más raro el caso, quien se desembaraza de su mujer enferma que se ha convertido sólo en una carga para la casa. Se les descubre por azar. ¡Pero cuántos casos no habrá en que el azar no interviene! Lo ignoramos. Sólo podemos arriesgarnos a lanzar hipótesis. Somos bastantes los de esta casa y también los de la calle de Saussaies que creemos que de todos los crímenes que suelen quedar sin castigo es éste precisamente en el que se dan más casos.
Los otros crímenes, esos que tanto interesan a los novelistas y a los psicólogos, suelen ser tan poco corrientes que sólo requieren una parte insignificante de nuestra actividad.
Y, sin embargo, son éstos los que mejor conoce el público. Son estos asuntos precisamente los que más ha contado Simenon y supongo que serán los que más seguirá contando.
Quiero hablar de los crímenes que suelen cometerse en los medios donde sería menos de esperar y que son como la desembocadura final de una larga y sórdida fermentación.
Una calle cualquiera, limpia, arreglada en París o en los alrededores. Gentes con una casa confortable, una vida familiar y una profesión honorable.
Nunca habíamos tenido que traspasar aquel umbral. A menudo se trata de un medio en el que difícilmente seríamos admitidos, un sitio en el que no caemos bien y en el que nos sentiremos cohibidos.
Pero alguien ha muerto de muerte violenta y henos a nosotros llamando a aquella puerta y encontrarnos rostros herméticos, una familia en la que cada miembro parece guardar su secreto.
Aquí la experiencia adquirida durante años en las calles, en las estaciones, en los «meublés», no cuenta para nada. No interviene para nada tampoco esta especie de respeto que parecen sentir los de abajo ante la autoridad de la policía.
Nadie teme ser llevado de nuevo a la frontera. Nadie va a ser llevado tampoco a algún despacho del «Quai» para ser sometido durante horas a un agotador interrogatorio.
Las personas que tenemos ante nosotros son las mismas buenas personas que nos habrían preguntado tal vez:
—¿No les entra asco a veces?
Es con ellos que sentimos asco. No en seguida. El trabajo es lento y pesado.
Eso cuando una llamada por teléfono de un ministro, de un diputado o de alguna personalidad importante no trata de echarnos a un lado.
Hay que hacer saltar poco a poco una enorme capa de barniz de respetabilidad, existen los secretos de familia más o menos repugnantes, que todo el mundo pretende ocultarnos y que es preciso poner en claro sin preocuparnos de las malas caras ni de las amenazas.
A veces, son cinco o seis y más los que están de acuerdo en mentir sobre ciertos hechos, mientras disimuladamente tratan de echarse la culpa unos a otros.
Simenon me describe, muy contento de poderlo hacer, gruñón y de mal humor mirando el fondo de la gente e interrogando ásperamente.
Ha sido en estos casos que él me ha visto ponerme así, ante eso que podríamos denominar los crímenes de «amateur» que se acaba siempre por descubrir que son crímenes de interés.
No crímenes por dinero. Quiero decir que no son crímenes cometidos por el inminente deseo de poseer dinero, como en el caso de los truhanes jovencitos que asesinan a las viejas.
Tras estas fachadas de respetabilidad existen intereses mucho más complicados, a largo plazo, que se aúnan con un fuerte deseo de mantener la respetabilidad. A veces la cosa se remonta a años y oculta vidas enteras dedicadas a malversaciones e intrigas.
Cuando por fin estas personas se ven acorraladas y precisadas a confesar, entonces surge un verdadero barboteo de indignidades. Ante todo sienten un pánico, un terrible terror de las consecuencias.
—Pero es imposible que el nombre de nuestra familia se vea envuelto en el lodo, ¿verdad? Hay que encontrar una solución.
Y a veces se encuentra, cosa que lamento. Algunas personas que sólo habrían tenido que dejar mi despacho para ir directamente a una de las celdas de la Santé, han desaparecido de la circulación, porque existen influencias contra las que un inspector de policía, e incluso un comisario, nada pueden.
—¿No llegan a sentir asco?
Jamás lo he sentido. Siendo inspector de los «meublés», me pasaba los días y las noches subiendo escaleras de mugrientas casas superhabitadas, cada una de cuyas puertas se abría descubriendo una miseria o un drama. La palabra asco no es la más apropiada tampoco para designar mi estado de ánimo ante los millares de profesionales de todas clases que me han pasado por las manos.
Jugaban su partida y la habían perdido. Casi todos eran buenos jugadores y algunos incluso una vez condenados, me pedían que los fuera a ver a la cárcel y allí hablábamos como dos buenos amigos.
Podría citar a más de uno que me pidió por favor que asistiera a su ejecución y que me reservó su última mirada.
—¡Me comportaré perfectamente, ya lo verá!
Ponían lo que podían de su parte. No siempre todos lograban el éxito.
Yo me llevaba en el bolsillo sus últimas cartas, que enviaba añadiendo unas cuantas palabras de mi puño y letra.
Cuando volvía a casa, a mi mujer le bastaba con mirarme, no tenía que preguntarme nada para saber cómo había ido todo.
En cuanto a los otros, sobre los que prefiero no seguir hablando, también Luisa conocía perfectamente el significado de cierto mal humor, mi particular manera de sentarme al volver por la noche y de llenar mi plato. En tal caso nunca preguntaba nada.
Cosa que prueba de un modo bien claro que no estaba destinada a los «Canales y Puertos».