Capítulo cinco

Donde se trata un poco de todo: de botas claveteadas, de apaches, de prostitutas, de bocas de calefacción, de aceras y de estaciones

Hace años, algunos tuvieron la idea de fundar una especie de club para hacer una comida mensual; se llamaría «La comida de las botas claveteadas». Se acordó que el aperitivo se tomaría en la «Brasserie Dauphine». Se discutió también quién sería y quién no sería admitido. Con toda seriedad muchos se preguntaron si los de la otra casa, quiero decir los de la calle de Saussaies, debían ser considerados como parte de los nuestros.

Después, tal como era de esperar, las cosas no siguieron adelante. En esta época éramos por lo menos aún cuatro los comisarios de la Policía Judicial que nos sentíamos muy orgullosos de llevar el sobrenombre de «Los botas claveteadas», que nos fue dado por los «chansonniers» y que ciertos jóvenes inspectores apenas salidos de las escuelas empleaban de vez en cuando para designar a los veteranos que habían pasado por aquello.

Antes, desde luego, hacían falta varios años para conseguir ascender, pues con los exámenes no bastaba. Un inspector, antes de ser ascendido, debía haber gastado las suelas de sus zapatos en casi todos los servicios.

No resulta fácil dar a las nuevas generaciones una idea más o menos exacta de lo que esto significaba.

«Zapatos claveteados» y «Grandes bigotes»: estas dos palabras acudían espontáneamente a los labios cuando se hablaba de la policía.

Yo, desde luego, durante años también llevé aquellos zapatos. Y no sólo por placer. No como los caricaturistas parecían insinuar porque considerábamos aquel calzado como el súmmum de la elegancia y del confort, sino por razones bastante menos elevadas.

Los llevábamos exactamente por dos razones. La primera porque nuestro sueldo sólo nos permitía, como vulgarmente se dice, atar los dos cabos. A menudo oigo hablar de la alegre vida sin preocupaciones de principios de siglo. Los jóvenes mencionan con envidia los precios de esta época: el «londrés» a veinte céntimos y las comidas de a duro con vino y café. Lo que suele olvidarse es que al principio de su carrera un funcionario ganaba algo menos de cien francos.

Cuando yo «hacía la calle» andaba en mi jornada de trabajo, que a menudo era una jornada de trece o catorce horas, kilómetros y kilómetros de acera, en cualquier estación del año.

El problema del arreglo de mis zapatos fue uno de nuestros primeros problemas conyugales.

Cuando a final de mes yo le daba el sobre del sueldo a mi mujer, ella hacía con su contenido unos cuantos montoncitos.

—Para el carnicero… Para el alquiler… Para el gas…

Casi no quedaba nada para el último montoncito de las monedas blancas.

—Para tus zapatos.

El sueño dorado siempre era el mismo: poder comprar otros nuevos; pero durante largo tiempo fue sólo esto: un sueño. A menudo, yo tardaba semanas en confesarle a Luisa que las suelas de mis zapatos, a través de los clavos, se habían vuelto porosas y bebían ávidamente el agua de los charcos.

Si hablo aquí de esto no es con encono, sino alegremente; creo que es necesario hablar de esto para dar una idea de la vida de un funcionario de policía. No había aún taxis, pero aunque las calles hubieran estado llenas de ellos, también nos habrían resultado inaccesibles, del mismo modo que nos lo eran los fiacres, vehículos que sólo utilizábamos en circunstancias muy especiales.

Para los de la brigada de la calle, nuestro cometido consistía precisamente en ir de un lado a otro de las aceras, meternos entre la gente, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana.

¿Por qué cuando vuelvo pensar en aquello tengo un recuerdo de lluvia sobre todo? Parece como si durante años sólo hubiera estado lloviendo continuamente, como si las estaciones del año en esta época no fueran las mismas. Seguramente esto es debido a que la lluvia añadía a nuestra tarea algunas pruebas suplementarias. No sólo eran los zapatos los que quedaban empapados. Las hombreras del abrigo se iban convirtiendo poco a poco en dos compresas frías, el sombrero goteaba y las manos entumecidas se iban hundiendo cada vez más en los bolsillos.

Las calles estaban menos iluminadas que ahora. Cierto número de ellas, en los arrabales, no estaban pavimentadas. Al oscurecer, las ventanas dibujaban sobre el negro de la noche cuadrados luminosos, las casas en gran parte estaban iluminadas aún con petróleo o más pobremente aún por velas.

Y encima había que habérselas con los apaches.

Era una moda en los arrabales jugar con el cuchillo en la sombra, y no siempre para alcanzar la cartera o el reloj de un burgués. Se trataba sobre todo de probarse a sí mismo que se era un hombre, «un valiente», de sorprender a las desgraciadas chicas de faldas negras plisadas y gran moño que hacían la calle bajo un farol de gas.

No íbamos armados. Muy en contra de lo que se imagina la gente, un policía de paisano no tiene derecho a llevar un revólver en el bolsillo, y si en ciertos casos lo llevamos es contra el reglamento y bajo nuestra responsabilidad.

Los jóvenes no podían permitirse tal lujo. Y existían cierto número de calles, por el lado de la Villette, de Ménilmontant y de la Puerta de Italia, donde apenas nos atrevíamos a poner los pies; hasta el ruido de nuestros propios pasos hacía acelerar el latido de nuestros corazones.

El teléfono fue también, durante largo tiempo, un mito inaccesible para nuestro presupuesto. Cuando me retrasaba varias horas no era cosa de llamar a mi mujer para tranquilizarla, y se pasaba largas horas solitarias bajo la luz de gas Auer de nuestro comedor, escuchando atentamente todos los ruidos de la escalera y calentando y recalentando cuatro o cinco veces la cena.

En lo referente a los bigotes de las caricaturas, también son auténticos.

Un hombre sin un buen bigote habría sido considerado un simple criado.

El mío era de guías muy largas, pelirrojo pero un poco más oscuro que el de mi padre. Con el tiempo las guías se fueron acortando y el bigote quedó convertido en algo semejante a un cepillo de dientes hasta que acabó por desaparecer completamente.

Es cierto que la mayoría de los inspectores de entonces lucían grandes bigotes de un negro betún como aparece en las caricaturas. Esto fue debido a que, por misteriosas razones, la profesión, durante largo tiempo, atrajo la atención de los hombres procedentes del Macizo Central.

Hay muy pocas calles en París por las que no haya arrastrado mis zapatos, con la mirada al acecho, y he aprendido a conocer a todo este pequeño mundo bullicioso de la calle, desde el mendigo al tocador de acordeón, desde la vendedora de flores hasta el carterista, pasando por la prostituta y la vieja borracha que pasa la mayor parte de sus noches en las comisarías.

He hecho los «mercados», la noche, la plaza Maubert, los muelles y los bajos muelles.

He hecho también las «multitudes», el gran trabajo, la Feria du Troné y la Feria de Neuilly, las carreras de Longchamps y las manifestaciones patrióticas, los desfiles militares, las visitas de los soberanos extranjeros, los cortejos en landó, los circos ambulantes y la Foire aux Puces.

Después de algunos meses o años de ejercer este trabajo, se tiene en la cabeza un extenso repertorio de siluetas y rostros que quedan grabados para siempre.

Querría (pero resulta difícil) dar una idea exacta de nuestras relaciones con esta clientela, sobre todo con aquellos que periódicamente tenemos que arrestar.

Inútil es aclarar que el lado pintoresco del asunto no existe en absoluto para nosotros. Nuestra mirada perdida en las calles de París se hace necesariamente profesional, se acostumbra a ciertos detalles familiares, se fija en tal o cual particularidad y saca las consecuencias pertinentes del caso.

Lo que más me sorprende en el momento en que tengo que hablar de esto es el fuerte lazo que se traba entre el policía y la caza que éste está obligado a cobrar. En el policía, salvo raras excepciones, hay una total ausencia de odio.

Y también una total ausencia de compasión en el sentido habitual que se suele dar a esta palabra.

Nuestras relaciones podríamos decir que son meramente profesionales.

Vemos demasiadas cosas, no resultará difícil creerlo, para que nos podamos sorprender a la vista de ciertas miserias y de ciertas perversiones. No sentimos odio hacia las segundas, pero tampoco se nos encoge el corazón, como al que no está habituado, ante las primeras.

Existe, cosa que Simenon ha tratado de hacer comprender sin lograrlo, una especie de espíritu familiar entre ellos y nosotros, por muy paradójico que esto pueda parecer.

No quieran hacerme decir lo que no digo. Estamos unos a cada lado de la trinchera, bien entendido. Pero nos sentimos sumergidos hasta cierto punto en el mismo baño.

La prostituta del bulevar de Clichy y el inspector que la vigila llevan ambos los zapatos rotos, a los dos les duelen los pies de tanto haber paseado arriba y abajo de la acera. Aguantan la misma lluvia y el mismo viento glacial, la tarde y la noche tiene para ambos el mismo color y los dos ven casi con los mismos ojos el reverso de la gente que circula a su alrededor.

Ocurre lo mismo en una feria en la que el ladrón se mezcla con la gente. Para él, una feria, una reunión cualquiera de algunos centenares de individuos no significa alegrías, caballitos, circos o bollos, sino cierto número de carteras reposando en ingenuos bolsillos.

Para el policía es lo mismo. Y tanto el uno como el otro reconoce a la primera ojeada al provinciano satisfecho de sí mismo que hará de víctima ideal.

¡Cuántas veces no me ha pasado andar siguiendo a algún carterista ya conocido por mí, «el Cordel», por ejemplo, como le llamábamos nosotros! Él sabía que yo andaba tras de él, que espiaba hasta sus más mínimos gestos. Sabía que yo a mi vez también sabía que él estaba enterado de que yo estaba allí.

Su trabajo consistía en apropiarse, a pesar de todo, de una cartera o un reloj, el mío de impedírselo o de cogerlo con las manos en la masa. ¡Pues bien! Llegó a ocurrir que «el Cordel» se volviera a mirarme y me sonriera. Yo le sonreía también.

Incluso a veces llegaba a hablarme y a decirme suspirando:

—¡La cosa será difícil!

Yo no ignoraba que él no comería si no conseguía salir con bien de su trabajo.

Tampoco él ignoraba que yo ganaba cien francos al mes, sabía cuál era el estado de mis zapatos y que mi mujer me estaba esperando en casa con impaciencia.

A este tipo lo arresté al menos diez veces simpáticamente, diciéndole:

—¡Ya estás!

Y él se quedaba tan satisfecho como yo. Aquello quería decir que aquella noche comería en la comisaría y dormiría bajo techo. Los hay que conocen tan bien la «casa» que hasta preguntan:

—¿Quién está de servicio esta noche?

Porque hay algunos que les dejan fumar y otros no.

Durante un año y medio las aceras me parecieron un lugar ideal, porque después fui designado a los grandes almacenes.

En lugar de la lluvia, del frío, del sol y del polvo, tuve que pasarme los días respirando un aire recalentado con aromas de cheviot, de algodón, de linoleum y de hilo.

Entonces, de trecho en trecho, en los pasillos que separaban las distintas secciones, había unas bocas de aire caliente que enviaban de abajo arriba aire seco y ardiente. La cosa iba muy bien cuando se entraba allí mojado. Se instalaba uno delante de una de aquellas bocas y en seguida alrededor de uno flotaba una nube de vapor.

Pero después de algunas horas de vigilancia, uno empezaba a circular sobre todo alrededor de las puertas, que al abrirse dejaban entrar por lo menos un poco de oxígeno.

Lo importante era mostrarse muy natural, Como un cliente más. Cosa nada fácil cuando en aquella sección se vendían fajas, lencería femenina o madejas de seda.

—Le ruego que me siga sin hacer escándalo.

Algunos comprendían en seguida de qué se trataba y nos acompañaban sin decir nada hasta el despacho del director. Otros en cambio lo tomaban muy mal y respondían de malas maneras o se lanzaban a simular una verdadera crisis de nervios.

También aquí nos las teníamos que haber con una clientela regular. Lo mismo en el «Bon Marché» que en el «Louvre» o en el «Printemps», nos encontrábamos siempre con ciertas siluetas familiares, mujeres de mediana edad la mayoría de ellas, que almacenaban cantidades inimaginables de mercancías de todas clases en un bolsillo especialmente preparado que llevaban oculto entre el vestido y las enaguas.

Un año y medio ahora no me parece mucho tiempo, pero entonces cada hora me resultaba tan larga como las que se pasan esperando en casa del dentista.

—¿Estarás en las «Galerías» esta tarde? —me preguntaba a veces mi mujer—. Tengo que ir allí precisamente a comprar unas cuantas cosas.

No nos hablábamos. Fingíamos no conocernos. Era divertidísimo. A mí me gustaba verla ir tan satisfecha de una sección a otra y comprobar que de vez en cuando me guiñaba el ojo discretamente.

No creo que ella se haya preguntado nunca si se podía haber casado con alguien que no fuera un inspector de policía. Conocía el nombre de todos mis compañeros, hablaba con naturalidad incluso de los que no conocía, de sus manías, de sus éxitos o de sus fracasos.

Tardé años en decidirme, un domingo por la mañana en que estaba de servicio, a introducirla en el famoso edificio del «Quai des Orfèvres»; no se sorprendió lo más mínimo de nada. Iba de un lado a otro como si estuviera en su propia casa, y buscaba ávidamente todos los detalles que ya conocía de oídas.

Su único comentario fue:

—Resulta menos sucio de lo que había creído.

—¿Por qué tenía que estar sucio?

—Los lugares donde sólo viven hombres nunca están tan limpios como los otros. Y huelen de un modo especial.

No la hice entrar en la Prevención; allí sí que habría encontrado que olía, y fuerte.

—¿Quién se sienta ahí?

—Torrence.

—¿El gordo? Tendría que haberlo supuesto. Es como un niño. Todavía se divierte grabando sus iniciales en la madera de la mesa.

»¿Y dónde está aquel que siempre está andando? El tío Lagrume, quiero decir.

Ya que antes he hablado de zapatos, será mejor que cuente esta historia referente al personaje que acaba de mencionar mi mujer.

Lagrume, el tío Lagrume, como le llamábamos, era el mayor de todos nosotros, aunque no había conseguido pasar jamás del grado de inspector. Era un hombre alto y triste. En verano tenía reuma, y al empezar los primeros fríos, su bronquitis crónica le proporcionaba una tos cavernosa que se oía de una parte a otra de la Policía Judicial.

Afortunadamente, no estaba siempre en el local. Hablando de su tos, había tenido la imprudencia de decir un día:

—El médico me ha recomendado que procure que me dé el aire.

Desde entonces aire no le faltó. Tenía largas piernas y enormes pies; era a él a quien se confiaban las búsquedas más extrañas a través de París, aquellas que le obligan a uno a recorrer la ciudad en todas direcciones, día tras día, sin que se pueda tener ni siquiera la esperanza de alcanzar un resultado satisfactorio.

—¡De eso, sólo puede encargarse Lagrume!

Todo el mundo sabía lo que aquello quería decir excepto él, que escribía con toda seriedad algunas indicaciones en su cuaderno de notas, cogía el paraguas bajo el brazo y se marchaba tras habernos hecho un ligero saludo a todos.

Me estoy preguntando ahora si no tendría entonces plena conciencia del papel que estaba representando. Era un resignado. Hacía años y años que tenía a la mujer enferma, una mujer enferma que lo esperaba en casa para que limpiara y arreglara el hogar. Y cuando se casó su hija, estoy convencido de que era él el que se levantaba por la noche para atender al bebé.

—¡Lagrume, todavía hueles a caca de niño!

Una vieja había sido asesinada en la calle Caulaincourt. Era un crimen sin importancia, del que apenas se había ocupado la prensa; la víctima era una rentista completamente gris, casi sin relaciones.

Siempre suelen ser éstos los casos más difíciles de resolver. Hallándome confinado en los grandes almacenes, y atareadísimo con la proximidad de las fiestas de Navidad, no me quedaba ni tiempo para pensar en aquello, pero como todos los de la casa, supe todos los detalles referentes a la investigación.

El crimen había sido cometido con la ayuda de un cuchillo de cocina que había sido encontrado en el lugar del suceso. Aquel cuchillo era el único indicio. Era un cuchillo de lo más vulgar, de esos que se venden en todas las tiendas y bazares grandes y pequeños. El fabricante, que al final fue hallado, dijo que había vendido millares de ellos por París y los alrededores.

Era un cuchillo nuevo. Lo debían de haber comprado expresamente para aquella ocasión. Aún podía leerse el precio escrito con lápiz-tinta sobre el mango.

Fue este detalle lo que permitió tener la esperanza de encontrar al comerciante que lo había vendido.

—¡Lagrume! Preocúpese de este cuchillo.

Lo envolvió en un trozo de periódico, se lo puso en el bolsillo y se marchó.

Partió de viaje por todo París, y el viaje duró nueve semanas. Todas las mañanas se presentaba a la misma hora en el despacho, en el mismo despacho donde por la noche encerraba el cuchillo en uno de los cajones de la mesa. Todas las mañanas se le veía coger el arma, metérsela en el bolsillo, tomar su paraguas y marcharse, tras haber saludado, siempre con el mismo gesto, a la ronda.

Llegué a saber hasta el número de tiendas que podían haber vendido aquel cuchillo, pues el hecho se hizo legendario. Sin salir del circuito de París había más de veinte distritos por recorrer, era algo que daba vértigo sólo de pensarlo.

Y no se trataba de ir con algún vehículo de aquí para allá. Había que ir andando de calle en calle y casi de puerta en puerta. Lagrume llevaba en el bolsillo un plano de París en el que hora tras hora iba señalando unas cuantas calles.

Creo que al final ni sus mismos jefes sabían qué trabajo era el que le habían encomendado.

—¿Está disponible Lagrume?

Alguien contestaba que estaba destacado y dejaban de ocuparse de él. Fue un poco antes de las fiestas de Navidad, ya lo he dicho antes. El invierno era lluvioso y frío, la calle estaba resbaladiza y Lagrume no por ello dejaba de pasear su bronquitis y su tos cavernosa de la mañana a la noche, sin cansarse y sin preguntarse siquiera si aquello tenía algún sentido.

La novena semana, después del nuevo año, en el momento en que las heladas eran más fuertes, se le vio llegar a las tres de la tarde con la misma calma y con el mismo aire lúgubre de siempre, sin el menor destello de alegría en la mirada.

—¿Está aquí el jefe?

—¿Lo has encontrado?

—Sí, lo he encontrado.

No en una tienda ni en una cuchillería, ni en una casa especializada en artículos de cocina; recorrer todo aquello no había servido de nada.

El cuchillo había sido vendido por un vendedor del bulevar Rochechouart. El comerciante reconoció su letra y se acordó de un joven que llevaba un pañuelo verde atado al cuello. Le había comprado el cuchillo hacía unos dos meses. Dio toda clase de señas del muchacho, y el joven fue arrestado y ejecutado al año siguiente.

En cuanto a Lagrume, murió en plena calle, no de su bronquitis, sino de un ataque al corazón.

* * *

Antes de hablar de las estaciones, y sobre todo de cierta estación del Norte con la que siempre me da la sensación de que tengo que ajustar cuentas aún, es preciso que hable de algo, aunque no me guste hacerlo.

Me han preguntado a menudo, al hablar de mis comienzos y de mis distintos cargos:

—¿Hizo usted también la brigada de costumbres?

Ahora ya no se la llama así. Púdicamente se la ha dado el nombre de «Brigada Mundana».

¡Pues sí! También estuve un tiempo haciendo este trabajo, como la mayor parte de mis compañeros. Muy poco tiempo, desde luego, apenas unos meses. Y aunque ahora me doy cuenta de que era necesario pasar por aquello, guardo de esa época un recuerdo un poco confuso y un tanto desagradable. He hablado de la familiaridad que se establece naturalmente entre los policías y aquellos que éstos se ven precisados a vigilar. Por la fuerza de los hechos es natural que también exista en este sector, lo mismo que en los otros. En éste es todavía más natural que exista. En efecto, la clientela de cada inspector, si es que se le puede dar este nombre, se compone de un número relativamente restringido de mujeres, que uno se encuentra casi todos los días en los mismos lugares, en la puerta del mismo hotel o bajo el mismo farol de gas, en las escaleras o en las terrazas de las mismas «Brasseries».

Yo no tenía entonces la corpulencia que he ido adquiriendo con los años, y según parece, daba la impresión de ser más joven de lo que realmente era.

Si se recuerda lo de los pastelillos del bulevar Beaumarchais, se comprenderá perfectamente que en ciertos dominios yo fuera más bien tímido. La mayoría de los agentes de las costumbres se trataban de tú a tú con las chicas, sabían sus nombres y motes, y era como una tradición cuando las metían en el coche, en el curso de una redada, decirse riendo a la cara las palabras más ordinarias y obscenas.

Una costumbre que habían adquirido estas damas también, era la de levantarse las faldas y mostrar su detrás con un gesto que ellas consideraban sin duda como la última injuria, y que acompañaban además con desafiantes palabras.

Debí de ponerme colorado las primeras veces; me ruborizaba aún fácilmente. Ellas se dieron cuenta, pues hay que reconocer que si algo tienen estas mujeres es una cierta experiencia sobre el carácter de los hombres.

De repente me convertí, si no en la bestia negra, por lo menos en el objeto de sus burlas.

En el «Quai des Orfèvres» nunca me llamaban por mi verdadero nombre, y estoy convencido de que muchos de mis colegas ni siquiera sabían cuál era… Yo no lo habría escogido por mi gusto, pero tampoco me avergonzaba de él.

¿Fue una pequeña venganza de un inspector que se enteró del asunto?

Yo estaba encargado del barrio de Sebastopol, que, alrededor de los mercados, se veía frecuentado por mujeres de la más baja extracción, sobre todo por cierto número de viejas prostitutas que habían hecho de aquellos parajes su refugio.

También era allí donde las principiantes apenas desembarcadas de Bretaña o de cualquier otro sitio hacían sus primeras armas, de modo que uno se encontraba allí con los dos extremos: las chiquillas de dieciséis años que los chulos se disputaban y las arpías sin edad que sabían defenderse perfectamente por sí solas.

Un día empezó la pesada broma, pues aquella broma se convirtió en seguida en una broma pesada. Pasaba yo por delante de una de aquellas viejas paradas ante la puerta de un destartalado y mugriento hotel, cuando le oí lanzarme muy sonriente, por entre sus gastados dientes, la siguiente frase:

—¡Buenas noches, Julio!

Creí que había dicho aquello porque sí, pero al cabo de unos momentos fui saludado otra vez con las mismas palabras:

—¿Qué tal, Julio?

Después, cuando formaban un grupito, se echaban a reír como locas y empezaban a hacer comentarios entre ellas difíciles de transcribir.

Yo sabía perfectamente lo que habrían hecho muchos si hubieran estado en mi lugar. No hacía falta más que embarcarlas hacia Saint-Lazare y dejarlas allí el tiempo suficiente para que reflexionaran.

Con aquello habría bastado, y a partir de entonces me habrían tratado con más respeto.

Pero no lo hice. Ni por un sentido de estricta justicia ni tan siquiera por piedad.

Posiblemente dejé de hacerlo simplemente porque no quería tomar parte de aquel juego. Prefería simular que no me enteraba de lo que estaba pasando. Esperaba que ya se cansarían, pero estas mujeres son como los chiquillos, no se cansan nunca de gastar bromas.

El famoso Julio pronto entró a formar parte de una canción que empezaban a cantar y a vociferar tan pronto como yo aparecía en la esquina de la calle.

Otras me decían cuando les revisaba el carnet:

—¡No seas burro, Julito! ¡Eres tan castizo!

¡Pobre Luisa! Su terrible miedo durante este período de nuestra vida no era el de verme sucumbir a alguna tentación, sino el que trajera alguna mala enfermedad a casa. Cogí pulgas. Cuando entraba en casa mi mujer me hacía quitar la ropa y tomar un baño, mientras ella cepillaba a fondo mi traje en el rellano de la escalera o delante de la ventana abierta.

—¡Has debido tocar más de una hoy! ¡Límpiate bien las uñas!

¿No decían acaso que se podía coger la sífilis hasta a través de un simple vaso?

Aquello no fue agradable, pero aprendí lo que tenía que aprender. ¿No había sido yo quien libremente había escogido mi trabajo?

Por nada del mundo habría pedido que me cambiaran el trabajo. Sin embargo, mis jefes, por sí mismos, hicieron lo necesario (supongo que para mejorar el rendimiento del trabajo más que por consideración hacia mí) para que las cosas cambiaran.

Fui enviado a las estaciones. Más exactamente se me destinó un sombrío y siniestro edificio llamado la estación del Norte.

* * *

Como en los grandes almacenes, había la ventaja de que se estaba a cubierto de la lluvia. Pero ya no se podía decir lo mismo del frío y del viento, pues no existe lugar en el mundo donde haya más corrientes de aire que en una sala de espera de la estación del Norte y, durante meses, le hice la competencia con el reuma al viejo Lagrume.

No vaya nadie a imaginar que estoy diciendo todo esto compadeciéndome de mi suerte y que estoy pintando con gran complacencia el reverso de la medalla de mi oficio.

Yo era completamente feliz. Me sentía dichoso cuando recorría las calles y también lo era cuando vigilaba a los llamado cleptómanos en los grandes almacenes.

Tenía la impresión de que iba avanzando paulatinamente en el aprendizaje de un oficio cuya complejidad cada vez se me hacía más patente.

Al ver la estación del Este, por ejemplo, siempre invariablemente me entristezco porque evoca en mí las movilizaciones. La estación de Lyon, en cambio, lo mismo que la de Montparnasse, me hace pensar en las vacaciones.

La estación del Norte, la más fría, la más desapacible de todas, evocan en mí la áspera y amarga lucha por el pan cotidiano. Será tal vez porque conduce hacia las regiones de las fábricas y de las minas.

En la madrugada, en los primeros trenes de la noche que vienen de Bélgica y de Alemania, suelen viajar algunos estafadores, algunos traficantes de rostro duro como el día que se filtra a través de los cristales.

No son siempre pequeños estafadores. A veces son profesionales del tráfico ilegal internacional con sus secuaces, sus hombres de paja, sus guardaespaldas, personas que se juegan el todo por el todo y que están prestas a defenderse por todos los medios.

Apenas ha acabado de pasar este gentío cuando empiezan a llegar los trenes de mercancías que no vienen de alegres pueblos del Oeste o del Sur, sino de aglomeraciones negras e insanas.

En dirección contraria, hacia Bélgica, la frontera más cercana, es por donde tratan de huir todos aquellos que quieren dejar el país por diversas razones.

Centenares de personas esperan en aquel ambiente gris, lleno de humo y de sudor; se agitan, van de un lado a otro, de las taquillas a las consignas interrogando con la mirada los tableros de anuncios que señalan las llegadas y salidas de los trenes, comen, beben cualquier cosa rodeados de niños, perros y maletas, y casi siempre son gente que ha dormido poco, que el miedo de llegar tarde ha puesto nerviosos o tal vez el miedo a ese mañana que van a buscar fuera.

Todos los días me pasaba horas observándoles buscando entre aquellos rostros uno más insondable, más cerrado, con los ojos más fijos, el de un hombre o de una mujer que se está jugando la última carta.

El tren llega, va a partir dentro de pocos minutos. Sólo falta cruzar cien metros y entregar un billete, alguien lo aprieta fuertemente en su mano. Las agujas avanzan por sacudidas sobre la enorme esfera amarillenta del reloj. ¡Todo o nada! Es la libertad o la cárcel. O algo peor.

Yo tengo dentro de mi cartera una fotografía o una indicación, a veces solamente la descripción técnica de una oreja.

Ocurre a veces que se dan cuenta en seguida, hay un choque de miradas. Casi siempre el hombre comprende al momento.

Lo que sigue depende del carácter que tenga, del riesgo que corre, del dominio de sus nervios, a veces de un simple detalle, de que esté una puerta abierta o cerrada, de que nos separe una maleta por casualidad. Algunos tratan de huir, y empiezan entonces la loca carrera a través de grupos de gente que protesta y se asusta, a través de los vagones parados, de las vías y de las agujas.

Tuve dos casos de esos. Uno de ellos se trataba de un chico muy joven. Los dos hombres, con tres meses de diferencia, obraron de la misma manera.

Ambos se metieron la mano en el bolsillo como para coger un cigarrillo. E instantes después, en medio del gentío, con los ojos fijos en mí se disparaban una bala en la cabeza.

No sentían odio hacia mí ni yo hacia ellos. Simplemente ambos hacíamos nuestro trabajo. Ellos habían perdido la partida, esto era todo, y se retiraban.

Yo también la había perdido. Mi deber habría sido llevarlos vivos ante la justicia.

Vi marchar millares de trenes. Y vi llegar millares, siempre la misma cola de gente que se apresura hacia no se sabe qué.

En mí, lo mismo que entre mis compañeros, se ha convertido ya en un vicio. Aunque no esté de servicio, si por casualidad, yendo con mi mujer de vacaciones, mi mirada al ir posándose en las diversas caras de la gente acaba por descubrir a alguien que tiene miedo, sea cual sea su modo de disimularlo, instintivamente me detengo.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué te paras?

Hasta que estamos instalados en nuestro departamento, mejor dicho, hasta que el tren ha arrancado, mi mujer no está completamente segura de que verdaderamente iremos de vacaciones.

—¿De qué vas a preocuparte ahora? ¡No estás de servicio!

A veces he llegado a seguirla suspirando y volviendo por última vez la cabeza hacia alguna cara misteriosa que desaparece entre el gentío. Cosa que lamento.

Y no creo que esto me ocurra sólo por un sentido profesional ni tan siquiera por amor a la justicia.

Lo repito, es algo más, es una partida que se está jugando, una partida que no termina nunca. Una vez se ha empezado resulta difícil por no decir imposible dejar de jugar. La prueba está en que aquellos de nosotros que se retiran, a menudo a su pesar, acaban casi siempre montando una agencia privada de policía.

No conozco a uno que tras haber echado pestes durante treinta años contra las miserias de la vida de un policía, no esté presto a reemprender el servicio, aunque sea gratuitamente.

Conservo un recuerdo siniestro de la estación del Norte. No sé por qué revive siempre en mi imaginación, envuelta en una niebla espesa y húmeda, al amanecer, con un gentío con los ojos llenos de sueño que anda como una manada hacia las vías o hacia la calle de Mauberge.

Los destellos de humanidad que he visto allí son de lo más desesperados, y ciertos arrestos que efectué en aquel lugar me dejaron más bien una sensación de remordimiento que la satisfacción profesional del deber cumplido. Sin embargo, si me dieran a escoger todavía ahora preferiría ejercer mi trabajo en cualquier andén, que ir a una estación de lujo a coger un tren para cualquier soleado rincón de la Costa Azul.