Donde como los pastelillos de Anselmo y Geraldina en las mismas narices de los «Canales y Puertos»
¿Acaso mi padre y mi abuelo se preguntaron alguna vez si habrían podido ser otra cosa de lo que fueron? ¿Llegaron a tener otras ambiciones? ¿Anhelaron una suerte diferente?
Es terrible haber vivido tan largo tiempo con las personas y no saber nada de lo que ahora parece algo esencial. A menudo me he planteado este problema y siempre he tenido la impresión de encontrarme montado a caballo entre dos mundos totalmente ajenos el uno al otro.
No hace mucho tiempo Simenon y yo hablamos de esto en mi apartamento del bulevar Richard-Lenoir. No logro recordar si fue la víspera de su partida a los Estados Unidos. Se paró ante la ampliación de la fotografía de mi padre que había visto durante años y años en la pared del comedor.
Mientras la examinaba con particular atención me lanzaba de vez en cuando cortas ojeadas escrutadoras, como si tratara de establecer comparaciones, cosa que le hacía ponerse soñador.
—En definitiva, Maigret, llego a la conclusión de que usted nació en el ambiente ideal, en el momento ideal de la evolución de una familia para llegar a cumplir una alta tarea, como se decía antes, o, si se prefiere, para llegar a ser un funcionario de elevada categoría.
Aquello me impresionó porque yo ya había pensado lo mismo de un modo más impreciso, menos personal. Había comprobado que éramos muchos los que estábamos empleados allí que procedíamos de familias campesinas; éramos muchos los que habíamos perdido el contacto con la tierra poco ha.
Simenon continuó diciendo como si lo lamentara, como si envidiara mi suerte:
—Yo pertenezco a una generación más adelantada que usted. Tengo que remontarme hasta mi abuelo para que resulte el equivalente de su padre. Mi padre era ya un funcionario.
Mi mujer lo miraba atentamente, esforzándose por entenderle. Adquirió un tono más ligero para decir:
—Normalmente yo tendría que haber ingresado en las profesiones liberales desde abajo y pasar toda clase de penalidades hasta llegar a ser médico de barrio, abogado o ingeniero. O ser…
—¿O ser qué?
—O ser un amargado, un rebelde. Es algo que debe ocurrir a mucha gente, si no habría un verdadero enjambre de médicos y abogados. Estoy convencido de que yo soy de la clase de personas que proporciona un mayor número de fracasados.
No sé por qué de repente me acuerdo ahora de esta conversación. Probablemente se debe a que estoy evocando mis comienzos y que estoy tratando de recordar el estado de mi espíritu en esta época.
Estaba solo en el mundo y acababa de llegar a un París desconocido para mí, en el que la riqueza resultaba más ostentosa aún que hoy día.
Dos cosas impresionaban al recién llegado: esta riqueza, de una parte, y de otra, la pobreza, y yo pertenecía a este lado.
Una gran mayoría vivía ante los ojos del pueblo una vida de ocio llena de sufrimiento, y los periódicos daban cuenta de los hechos y andanzas de estas personas que no tenían más preocupación que satisfacer sus placeres y vanidades.
Sin embargo, ni por un momento sentí la tentación de rebelarme. No los envidiaba ni deseaba llegar a parecerme a ellos jamás. No comparaba mi suerte con la suya.
Para mí formaban parte de un mundo distinto como el de otro planeta.
Recuerdo que en aquel entonces tenía un apetito insaciable, un apetito legendario ya desde mi niñez. En Nantes mi tía contaba de buena gana que ella me había visto comer, al volver del instituto, un pan de cuatro libras, cosa que no me había impedido cenar tranquilamente dos horas después.
Ganaba muy poco dinero y mi mayor preocupación estribaba en satisfacer este apetito. El lujo yo no lo veía en las terrazas de los cafés famosos, ni en los escaparates de la calle de la Paix, sino mucho más prosaicamente en los mostradores repletos de las charcuterías.
Conocía, en las rutas que solía recorrer, cierto número de charcuterías que me tenían fascinado y en la época en que aún circulaba por París en uniforme, inclinado sobre mi bicicleta, calculaba mi tiempo cuidadosamente para poder tener los minutos necesarios para poder comprar y devorar andando por la acera un poco de salchichón o un poco de paté acompañado de un panecillo comprado en la panadería de al lado.
Con el estómago repleto me sentía feliz, lleno de confianza en mí mismo. Hacía mi trabajo a conciencia. Le daba suma importancia a cualquier trabajo que me fuera encargado. Y ni hablar de horas suplementarias; estaba completamente convencido de que todo mi tiempo pertenecía a la policía y me parecía lo más natural del mundo trabajar catorce o quince horas.
Si hablo de eso no es para ponerme méritos, sino simplemente porque era el modo de pensar corriente en estos tiempos.
Pocos agentes tenían una instrucción superior a la primaria. Gracias al inspector Jacquemain, en los altos medios se sabía —pero yo aún ignoraba que lo supieran y quiénes eran los que lo sabían— que yo había empezado estudios superiores.
Tras algunos meses me sentí vivamente sorprendido al verme designado para un puesto que se me antojaba algo inesperado: el de secretario del comisario de Policía del barrio de Saint-Georges.
Este trabajo en aquel entonces, sin embargo, tenía un nombre muy poco brillante. A ejercer este empleo se le llamaba ser el perro del comisario.
Me quitaron la bicicleta, el quepis y el uniforme. Me quitaron también la posibilidad de pararme en una charcutería en el transcurso de mis encargos por las calles de París.
Me alegré extraordinariamente de no llevar uniforme el día en que al pasar por una acera del bulevar Saint-Michel oí una voz gritar a mi espalda.
Era un muchacho alto, vestido con una bata blanca que corría para alcanzarme.
—¡Jubert! —grité yo a mi vez.
—¡Maigret!
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Y tú?
—Mira, no puedo pararme ahora. Ven a buscarme a las siete a la puerta de la farmacia.
Jubert, Félix Jubert, era uno de mis compañeros de la escuela de medicina de Nantes. Sabía que había interrumpido sus estudios al mismo tiempo que yo, pero creo que no por las mismas razones. No era un vago, pero era muy duro de mollera para todo; me acuerdo que decían de él:
—Estudia hasta que le sale humo de la cabeza, pero al día siguiente, ni así sabe nada.
Era muy alto, huesudo, con una gran nariz, los rasgos muy marcados, los cabellos pelirrojos y siempre con la cara llena de granos, pero no de esos pequeños granitos de acné que hacen desesperar a los jóvenes, sino de unos granos grandes de un rojo violáceo, que continuamente cubría de pomadas o medicinas.
Fui a esperarle aquella misma noche a la puerta de la farmacia donde trabajaba desde hacía algunas semanas. En París no tenía familia. Vivía por la parte de Cherche-Midi, en casa de una gente que tenían dos o tres pensionistas.
—Y tú, ¿qué haces?
—He entrado en la policía.
Aún me parece estar viendo sus ojos color violeta, claros como los de una muchacha, tratando de ocultar su sorpresa.
Su voz resultaba verdaderamente cómica cuando repitió mis palabras:
—¿La policía?
Se quedó mirando mi traje, y a su pesar echó una ojeada a su alrededor como si tratara de ver al agente en funciones de la esquina de la calle para establecer una comparación.
—Soy el secretario del comisario.
—¡Ah! ¡Ya comprendo!
¿Fue por quedar bien? ¿O tal vez por incapacidad de explicarme o de ser comprendido que no le dije que tres semanas antes llevaba aún uniforme y que mi ambición habría sido entrar en la «Sûreté»?
Secretario, a sus ojos, a los ojos de muchas personas, era algo perfecto lleno de distinción; yo iba limpio y trabajaba en un despacho con libros a mi alrededor y una pluma en la mano.
—¿Tienes muchos amigos en París?
Aparte del inspector Jacquemain se puede decir que no conocía a nadie; en la comisaría yo aún era el nuevo, aquel a quien todos tratan con cierta distancia.
—¿Y no tienes ninguna amiguita tampoco? ¿Qué haces en tus ratos libres, pues?
Desde luego, tampoco tenía ninguna amiga. Estudiaba para llegar a alcanzar cuanto antes el fin propuesto, había decidido presentarme a los primeros exámenes que se convocaran.
Aquella noche cenamos juntos. Cuando llegamos a los postres, Jubert empezó a decirme con aire prometedor:
—Tendré que empezar a presentarte.
—¿A quién?
—A unas personas estupendas; son verdaderos amigos, ya verás.
El primer día no dijo más. Y, no sé por qué, estuvimos varias semanas sin vernos. Podría haber dejado de verle para siempre; no le había dado mi dirección y yo no tenía la suya, y no sentía ningún interés en irle a esperar a la salida de la farmacia. Fue por azar que una vez más nos encontramos frente a frente ante la puerta del Teatro Francés; los dos estábamos haciendo cola para entrar.
—Es casualidad, ¿eh? Ya creía haberte perdido de vista. No sé ni siquiera en qué comisaría trabajas. Les he hablado de ti a mis amigos.
Hablaba de un modo tan especial de sus amigos, que habría podido dejar suponer que se trataba de un clan aparte de todos los demás, de una misteriosa secta.
—¿Tienes traje de etiqueta?
—Sí.
No había que añadir que era el de mi padre y que estaba algo pasado de moda porque le había servido para la boda y yo me lo había hecho arreglar para mí.
—Pues el viernes vendrás conmigo. Arréglatelas para quedar libre el viernes a las ocho. ¿Sabes bailar?
—No.
—Bueno, es igual; pero sería preferible que aprendieras. Sé de un sitio que dan unos cursos y no es nada caro. Yo fui allí a aprender.
Esta vez había tomado nota de mi dirección e incluso de la del pequeño restaurante donde yo acostumbraba ir a cenar cuando no estaba de servicio, y el viernes por la noche estaba en mi habitación sentado sobre la cama viendo cómo yo me arreglaba.
—Es preciso que te explique algunas cosas para que no hagas alguna plancha. Nosotros dos seremos los únicos que no seremos de «Canales y Puertos». Ha sido un primo lejano quien me ha presentado al señor y a la señora Léonard; son una gente muy simpática, y su sobrina es la más encantadora de las chicas.
Comprendí al momento que estaba enamorado de ella, y que para mostrarme al objeto de su amor era por lo que me hacía ir hasta allá casi a la fuerza.
—Pero no te preocupes; hay otras chicas también, y todas son estupendas.
Llovía, y para no llegar empapados, cosa que no interesaba, decidimos coger un coche de punto, el primero que yo tomé en París que no fuera por una razón profesional. Recuerdo perfectamente el blanco de nuestras pecheras destacándose bajo la luz de los faroles de gas. Y me parece estar viendo aún a Félix Jubert hacer parar el cochero para bajar a comprar unas flores en una floristería para ponérnoslas en el ojal de la solapa.
—El viejo Léonard —me explicaba—, Anselmo, como le llaman, está retirado desde hace unos diez años. Antes de esto era uno de los más altos funcionarios de «Canales y Puertos», y todavía sus sucesores vienen a consultarle. El padre de su sobrina trabaja también en el mismo sitio. Puede decirse que toda la familia está empleada allí.
Por la manera como hablaba de aquella administración se notaba que para Jubert, hasta cierto punto, aquello representaba el paraíso perdido, que lo habría dado todo para no haber dilapidado aquellos preciosos años estudiando medicina y para haberse podido lanzar a su vez a cursar aquella brillante carrera.
—¡Ya verás!
Y vi. Era en el bulevar Beaumarchais, no lejos de la plaza de la Bastilla, en un edificio ya viejo pero confortable. Todas las ventanas del tercer piso estaban iluminadas y la cara de Jubert al bajar del fiacre me indicó claramente que era allí donde iban a tener lugar aquellas anunciadas mundanerías. Yo no me sentía muy cómodo. Lamentaba haberme dejado llevar hasta allí. El cuello duro me molestaba; tenía la impresión de que mi corbata se ladeaba continuamente y que una de las colas de mi levita tenía tendencia a levantarse como la cola de un gallo.
La escalera estaba poco iluminada; los escalones estaban recubiertos de una alfombra que me pareció sencillamente suntuosa. Y en las ventanas de los rellanos de la escalera había unos cristales que durante mucho tiempo consideré como el colmo del refinamiento.
Jubert había extendido una capa más gruesa de pomada sobre sus granos, y, no sé por qué, aquello le daba un extraño aspecto en el rostro, como si lanzara reflejos violetas. Tiró con gran solemnidad de una gruesa borla de pasamanería que colgaba delante de la puerta. Oímos en el interior un murmullo de conversaciones con esa nota aguda en las risas que indica cuál es el grado de animación de una reunión mundana.
Una criada con delantal blanco vino a abrirnos, y Félix, mientras le tendía el abrigo, se sintió muy dichoso de poder decir, como alguien ya muy metido en la casa:
—Buenas noches, Clemencia.
—Buenas noches, señor Félix.
El salón era muy grande y estaba poco iluminado; los colores eran sombríos, y en la habitación vecina, que resultaba visible a través de una ancha vidriera, los muebles habían sido arrinconados contra las paredes para que quedara el suelo libre para el baile.
Con aire protector, Jubert me conducía hacia una vieja dama de cabellos blancos que estaba sentada junto a la chimenea.
—Le presento a mi amigo Maigret, de quien ya le he hablado; estaba deseando vivamente conocerla y saludarla.
Sin duda había venido repitiendo aquella frase durante todo el camino, y ahora estaba observándome para ver si saludaba convenientemente y sin timidez; en suma, me examinaba deseando que yo le hiciera quedar bien.
La vieja señora era deliciosa, pequeña, de finos rasgos y cara muy expresiva. Me quedé parado cuando me dijo sonriendo:
—¿Por qué no pertenece usted a «Canales y Puertos»? Estoy segura de que a Anselmo le sabrá mal.
Se llamaba Geraldina. Anselmo, su marido, estaba sentado en otro sillón, y permanecía tan inmóvil que parecía que le hubieran traído allí de una pieza para tenerlo expuesto como una figura de cera. Era muy viejo. Más tarde supe que hacía ya largo tiempo que había sobrepasado los ochenta años, y que Geraldina acababa de cumplirlos.
Alguien tocaba el piano suavemente. El pianista era un gordo muchacho enfundado en un vestido de etiqueta a quien una joven vestida de azul pálido volvía las hojas. Yo sólo le veía la espalda. Cuando me la presentaron, no me atrevía a mirarla de frente; tan azarado estaba, que no sabía qué decir, ni dónde ponerme.
Aún no había empezado el baile. Sobre una mesa había una fuente llena de pastelillos; como Jubert me había abandonado a mi suerte, me acerqué hacia allí, todavía no sé exactamente por qué, no por glotonería ciertamente, pues hambre no tenía y nunca me han gustado los pastelillos.
Cogí uno maquinalmente; después otro.
Alguien dijo:
—¡Chist!…
Otra chica vestida de color rosa, que bizqueaba ligeramente, se puso a cantar de pie al lado del piano; se apoyaba en él con una mano y con la otra manejaba un abanico.
Comía sin parar. No me daba ni cuenta. Y todavía me daba menos cuenta de que la vieja señora me estaba observando con estupor y que otros, dándose cuenta de mis manejos, no apartaban sus ojos de mí.
Uno de los jóvenes dijo algo a media voz a su vecino, y de nuevo se oyó decir:
—¡Chist!…
Se podía contar el número de chicas por la cantidad de manchas claras que se veían entre los trajes negros de etiqueta. Había cuatro. Jubert, al parecer, trataba de atraer mi atención sin conseguirlo, verdaderamente apurado de verme coger los pastelillos uno a uno con aquella tranquilidad para comérmelos concienzudamente. Más tarde me confesó que había sentido pena por mí, pues estaba convencido de que no había comido.
Otros debieron de pensar lo mismo. La canción se había terminado. La muchacha vestida de color rosa saludaba y todo el mundo aplaudía. Fue entonces cuando me di cuenta de que era a mí a quien miraban, a mí, que estaba de pie junto a la bandeja con la boca llena y un pastelillo todavía en la mano.
Estuve a punto de marcharme sin pedir excusas siquiera; deseaba huir literalmente de aquel apartamento donde rebullía un pequeño mundo que me resultaba totalmente extraño.
En aquel momento distinguí una cara en la penumbra, la cara de una muchacha vestida de azul; en aquel rostro se leía una dulce expresión tranquilizadora casi familiar. Se habría dicho que ella me había comprendido y trataba de darme ánimos.
La criada entró con una bandeja llena de refrescos; tras haber comido tanto a destiempo, ahora no me atrevía a coger el vaso que me estaban ofreciendo.
—Luisa, tendrías que pasar los pasteles.
Fue así cómo me enteré que la muchacha del vestido azul se llamaba Luisa y que era la sobrina de los Léonard.
Sirvió primero a todo el mundo antes de acercarse a mí, y al hacerlo me señaló unos pastelillos sobre los que había un pequeño trozo de confitura, al mismo tiempo que con una mirada llena de complicidad me decía:
—Han dejado los mejores, cójalos.
Sólo acerté a contestar.
—¿Sí?
Éstas fueron las primeras palabras que intercambiamos la señora Maigret y yo.
* * *
Estoy seguro de que en cuanto lea lo que estoy escribiendo murmurará encogiéndose de hombros:
—¿A qué viene contar todo esto?
En el fondo está encantada con la imagen que Simenon ha trazado de ella, la de una buena esposa-madre siempre ocupada en sus guisos y siempre preocupada por complacer y mimar al niño grande que es su marido. Estoy seguro de que fue debido precisamente a esto por lo que fue la primera en confesarle una verdadera amistad hasta el punto de considerarle como de la familia y de estar presta a defenderle incluso cuando yo ni siquiera pienso en atacarle. Como todos los retratos, éste que estoy trazando dista mucho de ser exacto.
Cuando la vi aquella famosa tarde era una muchacha un poco rolliza, de lozano rostro, con una viveza en la mirada que no poseía ninguna de sus otras amigas.
¿Qué habría ocurrido si yo no me hubiera comido los pastelillos? Es muy posible que ella no se hubiera fijado en mí hallándome mezclado entre aquella media docena de jóvenes todos pertenecientes, excepto mi amigo Jubert y yo, a los «Canales y Puertos».
Estas tres palabras, «Canales y Puertos», tienen para nosotros un sentido casi cómico, y basta con que uno de los dos lo pronuncie para que inmediatamente soltemos la carcajada. Si oímos mencionarlo en algún sitio todavía ahora no podemos por menos de lanzarnos una intencionada mirada el uno al otro.
Para hacer bien las cosas, tendría que hablar ahora aquí de toda la genealogía de los Schoäller, de los Kurt y de los Léonard, con la que durante largo tiempo estuve muy relacionado y que representa lo que viene llamándose «la familia de la parte de la mujer».
Si van a Alsacia, desde Estrasburgo a Mulhouse posiblemente oirán hablar ustedes de ellos. Fue un Kurt, según creo de Scharrachbergheim, quien bajo el dominio de Napoleón fue el primero en establecer esta tradición casi dinástica de los «Canales y Puertos». Al parecer, en su tiempo se hizo famoso. Formó compañía con los Schoäller, que pertenecen a la misma administración.
Los Léonard, a su vez, entraron en la familia, y después de padres a hijos, de hermano a cuñado o a primo, todos, o casi, formaron parte de la misma institución hasta el punto de que se consideró una verdadera deserción el hecho de que uno de los Kurt se convirtiera en el hombre de negocios más importantes de Colmar.
Todo aquello aquella noche yo apenas podía acertar a adivinarlo gracias a ciertos detalles que Jubert me había dado.
Cuando salimos bajo la lluvia no nos preocupamos de coger un fiacre, pues habríamos tenido verdaderos trabajos para encontrarlo entonces en el barrio. En aquel momento yo no estaba lejos tampoco de lamentar a mi vez el haber, escogido mal mi carrera.
—¿Qué te ha parecido?
—¿Quién?
—¡Luisa! No quiero hacerte ningún reproche, pero la situación era de lo más delicada. ¿Te has fijado con qué tacto te ha tranquilizado y te ha sacado del apuro? Es una chica extraordinaria. Alicia Perret es más brillante, pero…
Yo no sabía quién era Alicia Perret. En toda la noche sólo había conocido a la muchacha del vestido azul pálido que entre baile y baile venía a charlar conmigo.
—Alicia es la que ha cantado. Me parece que no va a tardar en hacerse novia de aquel muchacho que la acompañaba al piano; se llama Luis, y sus padres son muy ricos.
Nos separamos muy tarde aquella noche. Íbamos de bar en bar bebiendo café y resguardándonos de la lluvia. Félix no me soltaba ni a la de tres, me hablaba continuamente de Luisa y trataba de hacerme confesar que era la muchacha ideal.
—Sé que tengo pocas esperanzas —decía—. Sus padres la han enviado a casa de sus tíos los Léonard porque quieren que encuentre un marido de los «Canales y Puertos». Al parecer, en Colmar o Mulhouse no hay nadie disponible: todos pertenecen ya a la familia. Hace dos meses que está aquí y pasará en París todo el invierno.
—¿Lo sabe ella?
—¿Qué?
—Que le están buscando un marido en los «Canales y Puertos».
—Claro, pero no hace caso de tales ideas; es una chica con mucha personalidad, tiene mucha más de la que puedas imaginarte. Todavía no has podido darte cuenta de ello; si bailaras te resultaría más fácil. ¿Por qué no vas a que te den unas cuantas lecciones?
No tomé ninguna lección de baile, afortunadamente. Luisa, muy al contrario de lo que pensaba el bueno de Jubert, detestaba profundamente dar vueltas en brazos de un galán.
Fue al cabo de dos semanas de haber transcurrido estos hechos cuando ocurrió un pequeño incidente al que de momento di una gran importancia y que posiblemente la tuvo, pero en otro sentido.
Los jóvenes ingenieros que frecuentaban los Léonard formaban un grupo aparte y procuraban adoptar un lenguaje que pareciera sólo propio de ellos y de su carrera.
¿Los detestaba yo? Posiblemente, sí. Me molestaba mucho su obstinación en llamarme comisario. Era un juego que ya empezaba a cansarme.
—¡Oye, comisario!… —me gritaban de uno a otro lado de la estancia.
En cierto momento en que Jubert y Luisa charlaban en una esquina del salón, junto a una planta que aún me parece estar viendo, un muchacho bajito y con gafas se acercó a ellos y les dijo algo al oído al mismo tiempo que echaba una divertida mirada hacia donde yo estaba.
Un poco después le pregunté a mi amigo:
—¿Qué te ha dicho?
Evasivamente, me contestó:
—Nada.
—¿Algo malo?
—Ya te lo diré luego.
El muchacho de las gafas repitió sus manejos con otros grupos. Todo el mundo parecía divertirse mucho a mi costa, todo el mundo menos Luisa, que aquella noche rehusó varias veces bailar para quedarse a hablar conmigo.
Una vez estuvimos en la calle, le pregunté a Félix:
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Contéstame sinceramente: ¿qué hacías tú antes de ser el secretario del comisario?
—Pues… pertenecía a la policía.
—¿Ibas de uniforme?
¡Era aquello! El tipejo de las gafas debía haberme visto de uniforme y me había reconocido.
Imagínense ustedes qué tragedia. ¡Un agente de policía mezclado con aquellos señores de los «Canales y Puertos»!
—¿Y qué ha dicho ella? —pregunté con la garganta fuertemente oprimida.
—Ha sido muy amable. Siempre sabe hacer quedar bien. No lo creerás, pero ha dicho…
¡Pobre Jubert!
—Ha dicho que el uniforme debía de sentarte bastante mejor a ti de lo que le habría sentado a él.
A pesar de aquello, el siguiente viernes no fui al bulevar Beaumarchais. Evitaba encontrarme con Jubert. Fue él quien vino a buscarme al cabo de quince días de este suceso.
—El viernes te echaron en falta.
—¿Quién?
—La señora Léonard. Me preguntó si estabas enfermo.
—He estado muy ocupado.
Estaba seguro de que si la señora Léonard había hablado de mí, era porque su sobrina…
¡Bueno! No creo que sea necesario entrar en estos detalles. Bastante me va a costar ya que todo lo que llevo escrito no vaya a parar a la papelera.
Durante tres meses Jubert representó su papel sin sospechar nada; bien es verdad que nosotros tampoco pretendíamos engañarle. Era él quien venía a buscarme a mi hotel y quien me hacía el nudo de la corbata pretextando que yo no sabía hacerlo bien. Era él quien me decía también cuando me veía solo en un rincón del salón:
—Deberías ocuparte un poco de Luisa, no es de buena educación lo que haces.
Era él también quien al salir aún seguía insistiendo:
—Te equivocas si crees que no le interesas, te aprecia mucho. Siempre me pregunta cosas sobre ti.
Hacia Navidad, la chica que bizqueaba un poco se prometió con el pianista, y se les dejó de ver en el bulevar Beaumarchais.
No sé si la actitud de Luisa empezó a desanimar los ánimos o si éramos menos discretos de lo que pensábamos. Pero ocurría que cada viernes la asistencia era menos numerosa en casa de Anselmo y Geraldina.
La gran explicación con Jubert tuvo lugar en febrero, en mi habitación. Aquel viernes no iba de etiqueta, me di cuenta en seguida. Tenía un aspecto amargado y lleno de resignación; gastaba el mismo aire que solían adoptar ciertos grandes actores de la «Comédie Française».
—A pesar de todo he venido a hacerte el nudo de la corbata —me dijo con trágica expresión.
—¿No eres libre, acaso?
—Soy completamente libre, libre como el aire, libre como jamás lo he sido.
Y, de pie ante mí, con mi corbata blanca en la mano, me miraba fijamente a los ojos:
—Luisa me lo ha dicho todo.
Yo caí de las nubes. A mí no me había dicho nada, y yo tampoco a ella, desde luego.
—¿De qué hablas?
—De ti y de ella.
—Pero…
—Le he planteado la cuestión. Fui a verla ayer expresamente.
—¿Qué cuestión?
—Le pregunté si se quería casar conmigo.
—¿Y te contestó que no?
—Claro, me dijo que no, que me apreciaba mucho, que siempre sería su mejor amigo, pero que…
—¿Te habló de mí?
—No.
—¿Entonces?
—¡Lo he comprendido todo! Tendría que haberlo comprendido ya la primera noche, al ver que mientras tú comías los pastelillos ella te miraba con gran indulgencia. Cuando las mujeres miran de esta manera a un hombre que se está comportando como tú lo hacías…
¡Pobre Jubert! Lo perdimos de vista casi en seguida, del mismo modo que perdimos de vista a todos aquellos señores de los «Canales y Puertos» que mariposeaban alrededor de los Léonard.
Durante años no supimos de él. Tenía ya casi cincuenta años cuando un día, en la Cannebiére, en Marsella, entré en una farmacia para comprar aspirinas. No leí el nombre en la fachada. Oí una exclamación:
—¡Maigret!
—¡Jubert!
—¿Qué ha sido de ti? Soy un estúpido al preguntártelo, estoy enterado de todo por los periódicos. ¿Cómo está Luisa?
Después me habló de su hijo mayor, que por una graciosa ironía de la suerte estaba preparando el ingreso en los «Canales y Puertos».
* * *
Con Jubert de menos en el bulevar Beaumarchais, las fiestas de los viernes cada vez resultaban menos animadas, a veces no había nadie que pudiera tocar el piano. En estas ocasiones, era Luisa quien tocaba y yo quien le volvía las páginas, mientras una o dos parejas bailaban en el comedor, que ahora parecía excesivamente grande.
No recuerdo haberle pedido a Luisa que se casara conmigo. La mayor parte del tiempo hablábamos de mi carrera, de la policía, de llegar a ser inspector.
Le dije lo que iba a ganar cuando por fin fuera nombrado para el «Quai des Orfèvres», y añadí que aún tardaría por lo menos tres años en entrar y que hasta entonces mi sueldo sería insuficiente para mantener dignamente una familia.
Le conté también las dos o tres entrevistas que había tenido con Javier Guichard, el gran jefe ya, que no había olvidado a mi padre y me había tomado un poco bajo su protección.
—No sé si le gusta vivir en París. Yo me veré obligado a vivir toda la vida aquí.
—De todas maneras, en una ciudad también se puede llevar una existencia tan tranquila como en provincias, ¿no cree?
Un viernes no encontré a ninguno de los invitados; sólo vi a Geraldina, que vino a abrirme personalmente la puerta vestida de seda negra, y con cierta solemnidad me dijo:
—¡Pase!
Luisa no estaba en el salón. No había ni bandeja con pasteles ni refrescos. La primavera había llegado y la chimenea estaba apagada. Me pareció como si no tuviera dónde apoyarme; me quedé con el sombrero en la mano y me sentí incómodo dentro de mi traje de etiqueta y de mis brillantes zapatos.
—Oiga, joven, ¿cuáles son sus intenciones?
Fue aquél quizá uno de los momentos más penosos de mi vida. La voz de Geraldine me parecía seca, acusadora.
No me atrevía a levantar la mirada. Sobre la alfombra de flores sólo veía el borde de un vestido negro del que sobresalía la punta de un puntiagudo zapato. Mis orejas estaban rojas como el fuego.
—Le juro que… —balbuceé.
—No le pido que jure. Lo único que le pregunto es si tiene usted intención de casarse con ella.
Por fin la miré. No recuerdo haber visto jamás un rostro de anciana que expresará más afectuosa malicia.
—¡Claro!
Al parecer (según me dijeron después), me levanté como un resorte y repetí con voz más fuerte:
—¡Claro!
Y grité por tercera vez:
—¡No faltaría más, claro!
No levantó ni siquiera la voz para decir:
—¡Luisa!
Y Luisa, que estaba detrás de una puerta, entró torpemente en la estancia. Estaba tan colorada como yo.
—¿Qué te había dicho? —le dijo su tía.
—¿Qué? —dije yo, interviniendo en la conversación—. ¿Acaso no lo creía ella así?
—No estaba segura. Era la tía quien decía que…
Pasemos a otra cosa. Estoy persuadido de que la censura conyugal cortará este trozo.
El viejo Léonard, desde luego; he de confesar que se mostró menos entusiasmado; jamás me perdonó que no perteneciera a los «Canales y Puertos». Era muy viejo, casi centenario, estaba clavado en aquel sillón por los achaques y al mirarme meneaba la cabeza como si hubiera algo que no funcionara del todo bien en la marcha del mundo.
—Será preciso que le den unos días de permiso para ir a Colmar. ¿Qué le parece para las vacaciones de Pascua?
Fue la anciana Geraldina quien escribió varias cartas a los padres de Luisa (para amortiguar el golpe, como ella decía) anunciándoles la noticia.
Para Pascua sólo logré obtener cuarenta y ocho horas de permiso. Pasé la mayor parte de ellas en los trenes, pues entonces no eran tan rápidos como ahora.
Fui recibido correctamente, sin delirio.
—El mejor medio de saber si las intenciones de los dos son serias es que os mantengáis alejados uno de otro durante cierto tiempo. Luisa se quedará aquí este verano. En otoño volverá usted a vernos.
—¿Puedo escribirle?
—Sí, pero sin exageración; una vez por semana.
Esto parece cómico en nuestros días. Pero entonces era algo muy serio. Me prometí a mí mismo, sin que esto deba interpretarse como un signo de oculta crueldad, que Jubert sería mi testigo de boda. Me dirigí a la farmacia del bulevar Saint-Michel para hablar con él, pero ya no estaba allí y nadie sabía lo que había sido de él.
Pasé parte del verano buscando un apartamento, y encontré éste del bulevar Richard-Lenoir.
—Será de momento, ¿sabes? Hasta que encuentre algo mejor. Cuando sea nombrado inspector…