Capítulo tres

Donde trataré de hablar de un doctor barbudo que influyó sobre la vida de mi familia y quizá, a fin de cuentas, en la elección de mi carrera

No sé si esta vez acertaré con el tono, pues esta mañana he llenado la papelera de páginas rotas.

Ayer por la tarde estuve a punto de abandonar.

Mientras mi mujer leía lo que había escrito durante el día, yo la observaba, fingiendo leer el periódico como de costumbre. En cierto momento he tenido la impresión de que se ha quedado muy sorprendida, de pronto ha empezado a echarme unas miradas llenas de sorpresa y pena.

En lugar de hablar conmigo inmediatamente, ha ido a poner el manuscrito en el cajón y se ha tomado bastante tiempo antes de decir con esfuerzo, procurando que su objeción tuviera la menor importancia posible:

—Se diría que no lo quieres.

No tenía necesidad de preguntarle de quién hablaba. Entonces me ha llegado a mí el turno de quedarme boquiabierto y extrañado:

—¿Qué estás diciendo? ¿Por qué no iba a ser Simenon nuestro amigo? —he exclamado.

—Bueno…

Yo trataba de descubrir sus pensamientos e intentaba acordarme de lo que había escrito.

—Quizá me equivoco, pues, ya que tú lo dices, pero he tenido la impresión leyendo ciertos párrafos que sientes por él verdadero odio. Entiéndeme, no uno de esos odios que uno confiesa, sino algo más hondo y terrible… más…

No dijo la palabra, lo hice yo por ella… «más vergonzoso…» Dios mío, nada más lejos de mi espíritu. No sólo he mantenido siempre con Simenon cordiales relaciones, sino que incluso se convirtió muy pronto en amigo de la familia y nuestros espaciados viajes veraniegos los hicimos casi todos para irlo a ver a él precisamente en los sucesivos domicilios que tuvo, mientras vivió en Francia: Alsacia, Porquerolles, Charente, Vendée y otros. Quizá incluso si recientemente he aceptado una gira semiofícial que me ofrecieron llevar a cabo por Estados Unidos fue sólo porque sabía que podría verle a él en Arizona, lugar donde entonces vivía.

—Te juro… —empecé a decir gravemente.

—Te creo. Serán los lectores quizá los que no te creerán.

Ha sido culpa mía, estoy seguro. No estoy acostumbrado a manejar la ironía y me doy perfecta cuenta de que lo hago muy mal. Precisamente ha ocurrido porque he querido tratar con ligereza, por una especie de pudor, un asunto difícil, más o menos penoso para mi amor propio.

Lo que yo he tratado de hacer, en definitiva, es ajustar una imagen a otra imagen, un personaje no a su sombra sino a su doble. Y Simenon ha sido el primero en animarme a ello.

Añado, para tranquilizar a mi mujer —que es de una fidelidad casi salvaje respecto a sus amistades—, que Simenon, como ya dije ayer con otras palabras, porque estaba bromeando, no tiene nada de aquel muchacho cuya seguridad agresiva más de una vez me había molestado; al contrario, actualmente se ha vuelto taciturno y habla con cierta vacilación sobre todo de las cosas que calan hondo en su alma, duda antes de lanzar una afirmación y busca —casi lo juraría— mi aprobación por anticipado.

Seguiré molestándole todavía un poco más. Será la última vez. La ocasión es magnífica y no puedo resistir la tentación.

En los cuarenta volúmenes poco más o menos que Simenon ha dedicado a mis investigaciones, hallaríamos quizá unas veinte alusiones a mis orígenes, a mi familia, ha hablado algo de mi padre y de su profesión de administrador, ha mencionado el colegio de Nantes donde cursé parte de mis estudios, ha hablado también brevemente de mis dos cursos de medicina.

Le han hecho falta casi ochocientas páginas para contar mi infancia hasta la edad de dieciséis años. Poco importa que lo haya hecho bajo la forma de una novela, que los personajes sean verdaderos o no; ha considerado que su héroe no estaría verdaderamente completo si no se le veía acompañado de sus padres y abuelos, de sus tíos y tías, de los que nos cuenta sus preocupaciones y sus enfermedades, sus pequeños defectos, sus fibromas; hasta el perro de la vecina tiene derecho a media página.

No me sabe mal. Si lo menciono es para defenderme por adelantado de la acusación que se me podría hacer de que hablo de los míos con excesiva complacencia.

Para mí un hombre sin pasado no es un hombre. En el transcurso de ciertas investigaciones me ha ocurrido muchas veces que he dedicado más tiempo a la familia y al ambiente del sospechoso que al mismo sospechoso, y ha sido así precisamente cómo he logrado descubrir el quid de lo que habría podido ser un misterio.

Se ha dicho y es verdad que he nacido en el Centro, no lejos de Moulins, pero no recuerdo que haya quedado precisado que la propiedad que administraba mi padre fuera una propiedad de tres mil hectáreas en la que había unas veintiséis alquerías.

Mi abuelo, al que conocí, tenía una de esas alquerías y había sucedido a tres generaciones por lo menos de Maigrets que habían labrado esta misma tierra.

Una epidemia de tifus, en la época en que mi padre era joven, diezmó a la familia, que constaba de siete u ocho hijos. Sólo sobrevivieron dos, mi padre y una chica que luego se casaría con un panadero e iba a fijar su residencia en Nantes.

¿Por qué mi padre fue a estudiar al instituto de Moulins, rompiendo así con la antigua tradición? Me inclino a creer que el cura del pueblo se interesó por él, pero no por ello rompió con la tierra. Después de haberse pasado dos años en una escuela de agricultura volvió al pueblo y entró al servicio del castillo como ayudante de administrador.

Siempre me molesta un poco hablar de él. Tengo la impresión de que la gente se dice:

«Ha guardado de sus padres la imagen que uno se forma de ellos cuando es un niño».

Y durante largo tiempo me he preguntado a mí mismo si no me equivocaba, si mi espíritu crítico no me había fallado; pero he encontrado después otros hombres como él, sobre todo entre los de su generación y la mayoría de las veces de la misma clase social, de esa clase social a la que podríamos llamar clase media.

Para mi abuelo las personas del castillo, sus derechos, sus privilegios y su comportamiento estaban más allá de toda discusión. Lo que pensaba de ellos en el interior de sí mismo jamás lo he sabido. Yo era todavía muy joven cuando murió. Sin embargo, estoy persuadido, al recordar ciertas miradas y ciertos silencios sobre todo, que su aprobación no era una aprobación pasiva, ni siquiera era siempre una aprobación. No era tampoco resignación, al contrario, procedía de cierto orgullo y se basaba sobre todo en el sentido del deber.

Es este sentimiento el que ha subsistido en hombres como mi padre mezclado a una reserva y a un deseo de honradez que ha podido hacer creer que se trataba de resignación.

Me acuerdo de él perfectamente. Conservo fotografías. Era muy alto y delgado y su delgadez se veía acentuada todavía más por unos pantalones estrechos que unas botas de cuero recubrían hasta debajo de la rodilla. Siempre lo vi así, era para él una especie de uniforme. No llevaba barba, pero sí unos grandes bigotes de un rubio rojizo en los que en invierno, cuando regresaba a casa, sentía al abrazarle pequeños cristalitos de hielo.

Nuestra casa estaba edificada en el patio del castillo, era una bonita casa de ladrillo rojo de un solo piso que se levantaba por encima de unos bajos, donde vivían varias familias de criados, palafreneros y guardias cuyas mujeres en su mayor parte trabajaban en el castillo de lavanderas, costureras o pinches de cocina.

En este patio mi padre era algo así como un soberano al que los hombres se dirigían quitándose el sombrero.

Una vez por semana más o menos, se marchaba en un carruaje de noche o por la tarde acompañado de uno o varios colonos para ir a vender o a comprar algunas bestias en alguna feria lejana; feria de la que no regresaba hasta el día siguiente al caer la tarde.

Su despacho estaba en otro pabellón separado, tenía sobre los muros fotografías de los caballos y bueyes premiados, los calendarios de las ferias y a menudo, secándose a medida que avanzaba la estación, el más hermoso haz de trigo que se había cosechado en aquella tierra.

Hacia las diez atravesaba el patio y penetraba en un dominio aparte. Rodeando los pabellones, subía los peldaños de aquella escalera que los campesinos no hollaban jamás y permanecía cierto tiempo tras los espesos muros del castillo.

Era para él lo que es para nosotros el informe de cada mañana en la Policía Judicial. Siendo niño, yo me sentía orgulloso de verle marchar tan erguido sin ninguna señal de servilismo hacia aquella escalera cuyos prestigiosos peldaños subía con tanta prestancia.

Hablaba poco y casi nunca se reía, pero cuando llegaba a darse el caso, uno se quedaba muy sorprendido al escuchar aquella risa joven, casi infantil, y al verle divertirse con ingenuas chanzas.

Cosa rara, al revés de la mayoría de la gente que yo conocía, mi padre no bebía. A cada comida le ponían en la mesa una pequeña botella reservada exclusivamente para él, llena hasta la mitad de un ligero vino blanco de la cosecha de la propiedad, y nunca le vi tomar otra cosa, ni siquiera en las bodas y entierros. Cuando iba a las ferias y se veía obligado a frecuentar las fondas, le traían siempre una taza de café, cosa que le encantaba.

Yo lo veía como un hombre ya de cierta edad. Tenía cinco años cuando murió mi abuelo. Mis abuelos maternos vivían a más de cincuenta kilómetros de allí y sólo íbamos a verlos dos veces al año. Por eso los traté poco. No eran campesinos. En un importante pueblo tenían un colmado con sala de café al lado, como suele ocurrir en los pueblos.

Hoy no me atrevería a afirmar que no fue ésta la razón por la que nuestras relaciones con ellos no fueron más estrechas.

Tenía yo poco más de ocho años cuando acabé por darme cuenta de que mi madre estaba encinta. Por una serie de frases cazadas al azar y por ciertos cuchicheos, comprendí más o menos que el acontecimiento resultaba inesperado. Por lo visto, después de mi nacimiento, los médicos habían dicho que era improbable que mi madre pudiera volver a tener hijos.

Todo esto lo he ido reconstruyendo poco a poco, trozo a trozo. Creo que con los recuerdos de la infancia siempre ocurre lo mismo.

En este tiempo, en el pueblo vecino, más importante que el nuestro, vivía un médico de barba roja y puntiaguda, llamado Gadelle —Víctor Gadelle si no me equivoco—, del que todo el mundo hablaba mucho y con gran misterio, posiblemente debido a su barba. Tanto se hablaba de él, que yo no estaba lejos de considerarlo una especie de diablo.

Existía un drama en su vida, un verdadero drama, el primero del que yo tuve conocimiento y que me impresionó mucho, tanto más porque influiría profundamente en nuestra familia y por tanto en toda mi existencia.

Gadelle bebía, bebía mucho más que cualquier campesino del país, y no sólo de vez en cuando, sino todos los días; bebía desde la mañana a la noche, bebía lo bastante como para esparcir en medio de una caldeada habitación un fuerte olor a alcohol, que yo aspiraba siempre con disgusto.

Además era muy poco cuidadoso de su persona. Iba sucio, permítaseme emplear la palabra.

¿Cómo podía ser el amigo de mi padre teniendo tales defectos?

Era un misterio para mí. El hecho era que a menudo venía a verle para hablar con él; en casa llegaba cumpliendo casi un rito; tan pronto como ponía los pies en ella cogía una botella de aguardiente del aparador. Aquella botella no servía casi para nadie más.

Del primer drama entonces apenas me enteré. La mujer del doctor Gadelle estaba encinta por sexta o séptima vez. Yo la veía ya como una vieja a pesar de que no debía tener más allá de unos cuarenta años.

¿Qué ocurrió el día del alumbramiento? Al parecer, Gadelle llegó a su casa más borracho que nunca y mientras esperaba que llegara el momento, a la cabecera de la cama de su mujer, continuó bebiendo.

La espera fue más larga de lo normal. A los niños los habían llevado a casa de los vecinos. Hacia la madrugada, como todavía no había sucedido nada, la cuñada del doctor, que había pasado la noche en la casa, se había marchado para ir a echar un vistazo a su hogar.

Al parecer se oyeron gritos y alboroto y muchas idas y venidas en casa del médico.

Cuando entraron vieron a Gadelle llorando en un rincón. Su mujer había muerto y el niño también.

Largo tiempo después yo aún sorprendía más de una vez a las comadres diciéndose al oído unas a otras con indignadas maneras o simplemente con consternación:

—¡Fue una verdadera carnicería!…

* * *

Durante meses tuvimos el caso Gadelle. Era el objeto de todas las conversaciones y como era de esperar tenía dividido al país en dos bandos.

Algunos —y eran muchos— iban a la ciudad, cosa que entonces era un verdadero viaje, para consultar al médico, mientras otros, indiferentes o confiados por lo menos, continuaban haciéndose visitar por el barbudo doctor.

Mi padre no me dijo nunca nada sobre el particular. Me veo, pues, reducido a hacer simples conjeturas.

Gadelle, desde luego, nunca cesó de venir a vernos. Entraba en casa como de paso en el transcurso de sus visitas y se continuó haciendo lo mismo de siempre, ponerle la botella de canto dorado delante.

Ahora bebía menos, sin embargo. Se decía que ahora nunca se le veía borracho. Una noche fue llamado de la alquería más lejana del pueblo para un parto y salió brillantemente del trance.

Al volver pasó por mi casa. Estaba muy pálido y recuerdo cómo mi padre le estrechó la mano con una insistencia que no era del caso, como si tratara de animarle, como si pretendiera decirle: «Ya ves como no todo se ha perdido».

Mi padre siempre confiaba en las personas. Nunca le oí formular un juicio sobre nadie sin que le permitiera defenderse, ni siquiera cuando la oveja negra del dominio, un colono de lo más insolente del que había tenido que denunciar sus malversaciones al castillo, lo acusó de no sé qué.

Es seguro que si después de la muerte de su mujer y de su hijo el doctor no hubiera encontrado a nadie que le hubiera tendido la mano, habría estado perdido.

Mi padre lo hizo. Y cuando mi madre quedó en estado, cierto sentimiento que me resulta difícil de explicar, pero que comprendo perfectamente, le obligó a ir hasta el final.

Tomó sus precauciones, sin embargo. Por dos veces durante los últimos días del embarazo llevó a mi madre a Moulins para consultar con un especialista.

Llegó el momento. Un criado de las cuadras montado a caballo fue a buscar al médico hacia la medianoche.

No me hicieron abandonar la casa, donde quedé encerrado en mi habitación terriblemente impresionado, aunque como todos los chiquillos del campo desde muy pequeño tenía ya ciertos conocimientos sobre estas cosas.

Mi madre murió a las siete de la mañana, al amanecer, y cuando bajé la escalera, el primer objeto que atrajo mi atención, a pesar de estar profundamente emocionado, fue la botella que había encima de la mesa del comedor.

Fui, pues, hijo único. Una chica de los alrededores vino a instalarse en mi casa para cuidar de mí y del hogar. Después nunca más vi al doctor Gadelle franquear el umbral de mi casa, pero nunca tampoco le oí a mi padre decir ni una palabra respecto a él.

Un período muy gris y confuso siguió a este drama. Yo iba a la escuela del pueblo. Mi padre cada vez hablaba menos. Tenía treinta y dos años y sólo ahora me doy cuenta de lo joven que era.

No protesté cuando a los doce años me internaron en el instituto de Moulins, ya que era imposible llevarme allí cada día.

Sólo permanecí en aquel lugar unos meses. Me sentía muy desgraciado, completamente extraño en aquel mundo nuevo que se me antojaba hostil, pero nada le dije a mi padre, que me traía a casa todos los sábados por la tarde. Jamás me quejé.

A pesar de todo debió de darse cuenta, pues en las vacaciones de Pascua, su hermana, cuyo marido había abierto una panadería en Nantes, de repente vino a vernos y me di cuenta de que aquello formaba parte de un plan urdido ya por correspondencia.

Mi tía, que tenía la tez sonrosada, empezaba a engordar. No tenía hijos y lo sentía.

Durante varios días le vi mariposear a mi alrededor como si tratara de domarme.

Me hablaba de Nantes, de su casa situada cerca del puerto, del buen olor del pan caliente, de su marido que se pasaba toda la noche frente al horno y que dormía de día.

Se mostraba muy alegre. Yo había adivinado y me sentía resignado. O más exactamente, no me gusta esta palabra, había aceptado.

Mi padre y yo sostuvimos una larga conversación, mientras paseábamos por el campo después de la misa. Fue la primera vez que me habló como a un hombre. Se preocupaba de mi porvenir y veía la imposibilidad de que pudiera estudiar en el pueblo y al mismo tiempo sopesaba los inconvenientes que representaban para mí vivir en Moulins interno, alejado de toda vida familiar normal.

Hoy día sé lo que pensaba. Se daba cuenta de que la compañía de un hombre como él, que vivía recluido en sí mismo, acompañado sólo de sus pensamientos, no era la más adecuada para un muchacho que tenía aún toda la vida por delante.

Me fui con mi tía, con una enorme maleta traqueteante tras de nosotros en el coche que nos condujo a la estación.

Mi padre no lloró. Yo tampoco.

* * *

Esto poco más o menos es todo lo que sé de él. Durante años, en Nantes, yo fui el sobrino del panadero. Me acostumbré a la compañía de aquel hombre del que veía cada día el pecho velludo bajo la rojiza luz del horno.

Pasaba todas las vacaciones con mi padre. No me atrevo a decir que éramos como un par de extraños. Yo tenía mi vida personal, mi ambición y mis problemas.

Amaba a mi padre, lo respetaba, pero no trataba de comprenderle.

Y esto duró años. ¿Ocurre siempre así? Tengo cierta tendencia a creer que sí.

Cuando comencé a sentir curiosidad era ya demasiado tarde para empezar a preguntar lo que tanto habría deseado saber, y me reprochaba no habérselo preguntado cuando aún estaba allí para poderme contestar.

Mi padre murió a los cuarenta y cuatro años de una pleuresía.

Yo era un muchacho que había empezado a estudiar medicina.

Las últimas veces que había ido al castillo, me había impresionado el enrojecimiento de las mejillas de mi padre y sus ojos que por la noche se tornaban brillantes y febriles.

—¿Ha habido tuberculosis en la familia? —le pregunté un día a mi tía.

Como si se tratara de una deshonrosa tara me contestó:

—¡Nunca, jamás, sólo faltaba! ¡Todos han sido unos robles! ¿No te acuerdas de tu abuelo?

De él precisamente era de quien me acordaba. Recordaba cierta tosecilla seca que él achacaba siempre al tabaco. Y por muy lejos que fuera yo en mis recuerdos, siempre acudía a mi memoria aquel ligero fuego en las mejillas de mi padre.

Mi tía también tenía aquel color sonrosado.

—Tener que vivir siempre con el calor de la panadería es fatal —se quejaba ella a veces.

Murió de lo mismo que su hermano diez años más tarde.

En cuanto a mí, al volver a Nantes, donde tenía que ir a buscar mis cosas antes de empezar una nueva existencia, dudé bastante tiempo antes de presentarme en el domicilio personal de uno de mis profesores para pedirle que me auscultara.

—¡No hay ningún peligro por ese lado! —me dijo tranquilizándome.

Dos días después, tomaba el tren de París.

* * *

Mi mujer no se va a enfadar esta vez, si vuelvo a hablar de Simenon y de la imagen que él ha creado de mí, pues se trata de discutir un punto que ha hecho surgir en uno de sus libros, uno de los más recientes, y que me atañe de un modo particular.

Es una de las cosas que más me han molestado —y no me refiero a pequeñas cuestiones de indumentaria que antes me he divertido en traer a cuenta.

No sería hijo de mi padre si no fuera tan pundonoroso en lo que concierne a mi trabajo, a mi carrera, y precisamente es de eso de lo que se trata.

Tengo la impresión, la impresión desagradable, de que Simenon trata hasta cierto punto de excusarme ante los ojos del público por haber ingresado en la policía. Estoy seguro de que muchos creen que yo acepté esta profesión sólo como un medio de ir tirando.

Desde luego no cabe duda de que yo había elegido la carrera de medicina por mi plena voluntad, sin verme empujado a ella por unos padres más o menos ambiciosos, como a menudo suele suceder.

Hacía años que había dejado de pensar en esto y no me planteaba ningún problema a este respecto cuando de repente, debido a ciertas frases escritas sobre mi vocación, el problema poco a poco fue surgiendo en mí.

No hablé de ello con nadie, ni siquiera a mi mujer. Aún hoy tengo que sobreponerme a cierto pudor para poner las cosas en su punto, o al menos para tratar de hacerlo.

En uno de sus libros, Simenon ha hablado de «recomponedor de destinos», y no se ha inventado la palabra, es completamente mía: la debí dejar escapar algún día mientras estábamos charlando.

Me estoy preguntando si todo no habrá venido de Gadelle, cuyo drama, me he dado cuenta de ello después, me impresionó bastante más de lo que yo creía.

Porque era médico y porque había fracasado, la profesión médica se revistió a mis ojos de un extraordinario prestigio, se convirtió en una especie de sacerdocio.

Durante años, casi sin darme cuenta, he tratado de comprender el drama de este hombre que se encontró ante un destino superior a su capacidad.

Y me acordaba de la actitud de mi padre respecto a él. Me pregunto si mi padre habría comprendido lo mismo que yo, si había sido por eso que pese a todo le había dejado tentar su suerte.

De Gadelle, insensiblemente, he pasado a ocuparme de la mayoría de las personas que he conocido, personas sencillas casi todas, de vida limpia en apariencia y que, sin embargo, un día u otro se habían tenido que enfrentar con su destino.

No se olvide que no son los pensamientos de un hombre adulto los que yo trato de consignar aquí sino las maquinaciones de un niño primero y luego de un adolescente.

La muerte de mi madre aparecía ante mis ojos como un drama, ¡tan estúpido, tan inútil!

Y todos los otros dramas que yo conocía me sumergían en una especie de furioso desespero.

¿No se podía luchar contra aquello? Había que admitir que no había en ningún lugar algún hombre más inteligente capaz de decir a los otros —un hombre al que yo veía representado más o menos bajo los rasgos de un médico de cabecera, de un Gadelle que no hubiera fracasado— dulcemente, firmemente:

—Se equivoca usted. Actuando así fatalmente fracasará. Su verdadero sitio está ahí y no allí.

Creo que era esto: tenía la oscura sensación de que la mayoría de la gente no estaban donde debían, que trataban de representar un papel superior a su talla y que, por consiguiente, antes de empezar ya habían perdido la partida.

Nadie piense que estoy tratando de convertirme en Dios Todopoderoso.

Tras haber intentado comprender a Gadelle y el comportamiento de mi padre respecto a él, continuaba mirando a mi alrededor y me planteaba las mismas preguntas.

Baste un ejemplo que les hará sonreír. Éramos cincuenta y ocho en mi clase, cincuenta y ocho alumnos de distintos niveles sociales, con cualidades, ambiciones y defectos diferentes; pues bien, cierto año me dediqué a trazar el destino ideal de todos mis condiscípulos; para mis adentros les llamaba el abogado… el recaudador…

Durante cierto tiempo me entretuve en adivinar de qué iban a morir las personas que tenía a mi alrededor.

¿Se comprende ahora mejor por qué tuve la idea de querer ser médico? La palabra policía en esta época para mí sólo servía para evocar el urbano del pueblo estacionado en la esquina de la calle. Y aunque había oído hablar de policía secreta, no tenía ni la más ligera idea de lo que ésta podía ser.

De repente me encontré con que tenía que ganarme la vida. Había llegado a París sin tener ni siquiera una vaga noción del empleo que iba a escoger. Dado que no había podido acabar mis estudios, sólo podía esperar entrar en un despacho. Con esta idea, y con escaso entusiasmo, me puse a leer la serie de anuncios de colocaciones de los periódicos. Mi tío me había ofrecido quedarme con él en la panadería y enseñarme el oficio, pero el ofrecimiento había sido en vano.

En el pequeño hotelito que yo habitaba, en la orilla izquierda, vivía en el mismo rellano de la escalera un hombre que me intrigaba, un hombre de unos cuarenta años en quien yo encontraba, Dios sabe por qué, cierta semejanza con mi padre.

En el físico, desde luego, era lo más diferente posible del hombre rubio y delgado de hombros caídos al que yo había visto siempre con botas.

Éste era más bien bajo, macizo, moreno, con una incipiente calva que cuidadosamente tapaba peinando los cabellos hacia la frente y unos bigotes negros con las puntas vueltas cuidadosamente hacia arriba con tenazas.

Iba siempre correctamente vestido de negro y llevaba un abrigo con cuello de terciopelo, lo que explicaba el origen de cierto otro abrigo, y un bastón con puño de plata maciza.

Me parece que el parecido con mi padre residía en el aire que tenía; en cierto modo de andar sin apresurarse jamás, en el modo de escuchar, de mirar, en cierta manera en el modo como se recluía en sí mismo.

El azar hizo que me lo encontrara en un restaurante del barrio, uno de precio fijo. Me enteré de que cenaba allí casi cada noche, y de pronto, sin ninguna razón precisa para ello, me hice a la idea de trabar conocimiento con él.

Era en vano que tratara de imaginarme qué era lo que podía hacer aquel hombre en la vida. Debía de ser soltero porque vivía solo. Lo oía levantarse por la mañana y volver por la noche a horas irregulares.

No recibía nunca a nadie y la única vez que lo vi acompañado estaba conversando en una esquina del bulevar Saint-Michel con un individuo de tan mal aspecto que en aquel entonces se le habría considerado un apache.

Estaba a punto de encontrar una colocación en una casa de pasamanería de la calle Victoires. Tenía que volver allí al día siguiente con referencias. Las había pedido a mis antiguos profesores.

Aquella noche en el restaurante, me sentí empujado no sé por qué instinto y me decidí a levantarme de la mesa en el preciso momento en que mi vecino de escalera colocaba su servilleta en su cajoncito, de modo que me vi precisado a abrirle la puerta.

Reparó en mí y tal vez adivinó mi deseo de hablarle, pues me dirigió una animadora mirada.

—Muchas gracias —me dijo.

Después, como permanecí de pie en la acera, añadió:

—¿Va al hotel?

—Sí, tal vez… no sé…

Hacía una hermosa noche de finales de temporada. Los muelles no quedaban lejos y se veía la luna por entre los árboles.

—¿Está solo en París?

—Sí, estoy solo.

Sin pedir mi compañía, la aceptaba, lo admitía como un hecho consumado.

—¿Busca trabajo?

—¿Cómo lo sabe?

No se tomó la molestia de contestar, se metió una pastilla en la boca. Pronto tenía que saber por qué. Tenía mal aliento y lo ignoraba.

—¿Ha llegado de provincias?

—De Nantes, pero soy de pueblo.

Hablaba con él con toda confianza. Era la primera vez, desde que estaba en París, que había encontrado a un compañero, y su silencio no me molestaba ni poco ni mucho, tal vez porque estaba acostumbrado a los benévolos silencios de mi padre.

Le había contado casi toda mi vida cuando llegamos al «Quai des Orfèvres» por el otro lado del puente Saint-Michel.

Ante la gran puerta entreabierta se paró y me dijo:

—¿Quiere esperarme un momento? En seguida habré terminado.

Un agente de policía uniformado estaba haciendo guardia en la puerta. Tras haber andado arriba y abajo un rato le pregunté:

—¿Esto es el Palacio de Justicia?

—Esta entrada es la del local de la «Sûreté».

Mi vecino del rellano se llamaba Jacquemain, Era soltero, en efecto; lo supe este día mientras paseábamos a lo largo del Sena, cruzando varias veces los mismos puentes, teniendo casi siempre la masa del Palacio de Justicia dominando nuestras sombras.

Era inspector de policía y me habló de su trabajo brevemente, como lo habría hecho mi padre, con honda satisfacción.

Lo mataron tres años después, antes de que yo llegara a estos mismos despachos del «Quai des Orfèvres» que tanto prestigio tenían ante mis ojos. El accidente ocurrió al lado de la Puerta de Italia en el transcurso de una refriega. Una bala que ni siquiera le estaba destinada le dio en pleno pecho.

Su fotografía, junto con otras, todavía puede verse en uno de estos cuadros enmarcados de negro con el letrerito arriba de: «Muerto en acto de servicio».

Habló poco. Lo que más hizo fue escucharme, cosa que no me impidió hacia las once de la noche decirle con voz temblorosa de impaciencia:

—¿Cree usted verdaderamente que sería posible?

—Mañana por la noche se lo podré decir seguro.

No se trataba de entrar por la puerta grande en la «Sûreté». Aún no había llegado la hora de los títulos, y había que empezar por abajo.

Mi única ambición era ser aceptado en cualquier comisaría de París, en ser admitido a descubrir por mí mismo un aspecto del mundo que el inspector Jacquemain sólo me había dejado entrever.

En el momento de despedirnos en el rellano de la escalera de nuestro hotel, que después fue derribado, me preguntó:

—¿Le molestaría mucho tener que ir de uniforme?

Tuve un pequeño sobresalto —lo confieso—, un pequeño sobresalto que no le pasó por alto y que no debió gustarle.

—No —contesté yo en voz baja.

Y lo llevé, no por mucho tiempo, siete u ocho meses. Como tenía las piernas muy largas y era muy delgado y ágil, aunque hoy día esto pueda resultar algo extraño, me dieron una bicicleta, y para ayudarme a conocer aquel París en el que continuamente me perdía, fui encargado de repartir pliegos a los diferentes despachos oficiales.

¿Simenon ha contado esto? No lo recuerdo. Durante meses, inclinado sobre mi bicicleta, me deslicé entre los coches y los autobuses, algunos de ellos todavía arrastrados por caballos, que sobre todo cuando bajaban de Montmartre me daban un miedo espantoso.

Los funcionarios llevaban todavía redingots y sombreros de copa alta y a partir de cierta graduación lucían el chaqué.

Los agentes eran en su mayor parte hombres de cierta edad, de nariz la mayoría de las veces colorada, a quienes a menudo se veía en el mostrador de un bar en compañía de los cocheros y de quienes se burlaban los «chansonniers» sin ninguna vergüenza.

Yo aún no me había casado. Me fastidiaba llevar aquel uniforme para hacerles la corte a las chicas. Llegué a la conclusión de que mi verdadera vida no empezaría hasta el día en que entraría por la gran escalera del edificio del «Quai des Orfèvres» no como simple mensajero portador de pliegos oficiales sino como inspector.

Cuando le notifiqué mis ambiciones al vecino del rellano no se rió de mí, me miró con aire soñador y murmuró:

—¿Por qué no?

No podía suponer que iría tan pronto a su entierro. Mis pronósticos sobre los destinos humanos dejaban bastante que desear.