Capítulo dos

Donde se trata de la verdad tal como es, cosa que no convence a nadie, y de las verdades «arregladas», que resultan más verdaderas que las auténticas

Cuando se ha sabido que estaba escribiendo este libro y que el editor de Simenon me había ofrecido publicarlo, antes de leerlo e incluso antes de que estuviera escrito el primer capítulo, he notado entre mis amigos un clima de aprobación algo movido. Estoy seguro de que se decían unos a otros: «¡Ahora le ha tocado el turno a Maigret!».

En el transcurso de estos últimos años, en efecto, tres al menos de mis viejos colegas, de los de mi generación, han escrito y editado sus memorias.

Me apresuro a hacer notar respecto a esto que al obrar así han seguido una vieja tradición de la policía parisiense, gracias a la cual contamos entre otras con las memorias de Macé y las del gran Goron, ambos jefes, en su época, de lo que entonces se llamaba la «Sûreté». Desgraciadamente, el más ilustre de todos, el legendario Vidocq, no nos ha dejado ningún recuerdo escrito de su propia mano que nos permita compararle con las descripciones que los novelistas nos han hecho de él a menudo bajo su verdadero nombre o bien como en el caso de Balzac dándole el nombre de Vautrin.

No soy yo quien debe asumir la tarea de defender a mis colegas, pero no puedo por menos de anotar una objeción que a menudo he oído.

Al leerlos (me han dicho a veces) se diría que han sido tres siempre, por lo menos, los que han encontrado la solución de los casos célebres.

Se refieren sobre todo al asunto Mestorino, que hizo bastante ruido no hace mucho.

Incluso yo podría haberme mencionado también como uno más en el asunto de la resolución de este caso, pues un caso de tal envergadura requiere la colaboración de todos los servicios. En cuanto a lo del interrogatorio final, a lo que de este famoso interrogatorio de veintiocho horas que se cita hoy día como un ejemplo, fuimos no cuatro sino seis al menos los que nos relevamos para volver a hacer las preguntas una a una, de todos los modos imaginables, con lo que ganábamos poco a poco una pequeñísima parte de terreno.

Se necesitaría tener muy mala intención para poder decir en estas condiciones quién de nosotros en un momento dado ha sido el que ha disparado el gatillo que ha provocado la confesión.

He de añadir también que el título de memorias no ha sido escogido por mí; lo he puesto a falta de otro mejor.

También ha ocurrido (hago resaltar esto mientras corrijo las pruebas) que en lo referente a los subtítulos, lo que al parecer se conoce con el nombre de encabezamiento de capítulo, me ha pedido el editor permiso para ponerlos después, por razones tipográficas, ha tenido la amabilidad de decirme; en realidad, creo que ha sido para darle un poco de ligereza a mi obra.

De todos los quehaceres que he tenido que realizar en el «Quai des Orfèvres», lo único que he hecho siempre a gusto ha sido la redacción de los informes. ¿Será acaso debido a un atávico recuerdo de exactitud? ¿A unos escrúpulos en los que vi a mi padre debatirse antes que yo?

A menudo he oído la típica frasecita irónica ya clásica:

—En los informes de Maigret lo que más hay son paréntesis.

Probablemente porque lo quiero explicar todo, porque no me parecen las cosas lo bastante simples y claras.

Si se entiende por memorias el relato de los hechos en los que me he visto mezclado en el transcurso de mi carrera, creo que el público se sentirá decepcionado.

En el transcurso de casi medio siglo no creo que haya habido más de unos veinte casos verdaderamente sensacionales, comprendiendo dentro de ellos a los que ya he hecho alusión, es decir: el caso Bonnot, el caso Mestorino, el caso Landrú, el de Sarret y algunos más.

Mis colegas, mis antiguos jefes en ciertos casos, ya han hablado de ellos extensamente.

De las otras investigaciones, de aquellas que resultaban interesantes por sí mismas, pero que no estuvieron en primera página de los periódicos, Simenon se ha encargado ya de ellas.

Esto me lleva adonde quería llegar, adonde quiero ir a parar desde que he empezado este manuscrito, es decir, a la verdadera razón de ser de estas memorias que en realidad no son tales, y ahora menos que nunca sé cómo voy a expresar lo que siento.

He leído en los periódicos que Anatole France, que debía de ser un hombre inteligente y lleno de ironía, habiendo posado para un retrato ante el pintor Dongen no sólo no quiso que le fuera entregado el cuadro, sino que incluso prohibió que fuera expuesto al público.

Fue en esta misma época cuando una célebre actriz intentó emprender un proceso sensacional contra un caricaturista que la había dibujado en una forma que ella consideraba ultrajante para su carrera.

Yo no soy ni académico ni «vedette» de teatro. No creo ser un hombre lleno de susceptibilidades. Jamás, en el transcurso de mis años de carrera, he mandado una sola nota de rectificación a la prensa a pesar de que en los periódicos he visto criticados más de una vez mis acciones y mis métodos.

No le está permitido a todo el mundo encargar un retrato a un pintor, pero hoy día todos tenemos a nuestra disposición a los fotógrafos. Y creo que todo el mundo ha experimentado esta extraña desazón que nos coge ante una imagen de nosotros mismos que no ha resultado totalmente exacta.

¿Comprenden lo que quiero decir? Me avergüenza un poco insistir sobre ello. Sé que toco un punto esencial, ultrasensible, y, cosa que raramente me ocurre, de repente siento el temor de hacer el ridículo.

Creo que me daría igual que se me pintara bajo unos trazos completamente distintos a lo que soy hasta el punto si se me apura de rozar la calumnia, pero volvamos a la comparación de la fotografía. El objetivo de la cámara no permite la inexactitud absoluta, la imagen es distinta sin serlo. Ante la prueba que os tienden y que tenéis bajo vuestros ojos os sentís a menudo incapaces de saber decir cuál es el detalle que resulta chocante, de poder decir qué es «aquello» que no es vuestro, «aquello» que no podéis reconocer como vuestro.

¡Pues bien! Durante años tal ha sido mi caso en presencia del Maigret de Simenon, al que he visto tomar de día en día proporciones más gigantescas a mi lado hasta el punto de que la gente me llegaba a preguntar de buena fe si yo copiaba el modo de ser de tal personaje, si verdaderamente Maigret era el apellido de mi padre y si no lo había adoptado del de las novelas.

He tratado de explicar lo mejor posible cómo sucedieron las cosas. Al principio el asunto no parecía que tuviera que adquirir mayor trascendencia.

Aunque sólo hubiera sido por la edad, la vista de aquel muchacho, que el bueno de Javier Guichard me había presentado un día en su despacho, más me habría inducido a encogerme de hombros que a desconfiar de él.

Y sin embargo, meses más tarde me hallaba cogido entre las ruedas de un engranaje del que ya no he podido salir jamás y del que estas páginas que estoy emborronando no me van a librar tampoco, desde luego.

—¿De qué se queja usted? Se ha hecho célebre.

¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! Es muy fácil decir esto cuando uno no ha tenido que pasar por este trance. He de confesar, sin embargo, que en ciertos momentos y en determinadas circunstancias, no es desagradable la cosa. Y no sólo por una satisfacción de amor propio. A menudo es ventajoso por razones de orden práctico. ¡Miren! Aunque sólo sea para obtener un buen asiento en el tren o en un restaurante lleno a rebosar, o simplemente por no tener que hacer cola.

Durante todos estos años no he protestado y tampoco me he quejado nunca a los periódicos.

Y no voy a pretender tampoco que lo estaba pasando horrible durante todos estos años. Sería falso y exagerado, y detesto las exageraciones.

Pero me prometí que algún día diría con toda tranquilidad, sin amor ni odio, todo lo que tengo que decir y que de una vez para siempre pondría las cosas en su punto.

Y ha llegado ese día.

¿Por qué he llamado a mi obra Memorias? No lo sé. No soy el responsable de ello, repito. La palabra no es de mi elección.

No trataré en ellas ni de Mestorino, ni de Landrú, ni del abogado del Macizo Central que exterminaba a sus víctimas sumergiéndolas en una bañera llena de cal viva.

Simplemente se trata sólo de confrontar un personaje con otro, una verdad con otra.

* * *

Vais a ver en seguida lo que algunos entienden por verdad. Era en el comienzo, en la época de este baile antropométrico que sirvió, junto con otras manifestaciones más o menos espectaculares y de buen gusto, al lanzamiento de lo que empezaba a llamarse ya los «primeros Maigret», dos volúmenes titulados El ahorcado de Saint-Pholien y El fallecido Monsieur Gallet. Estos dos libros no voy a ocultar que los leí en seguida.

Y todavía me parece estar viendo a Simenon llegando al despacho al día siguiente muy contento de sí mismo, con más seguridad todavía si es posible que antes, pero con cierta pequeña ansiedad reflejada en su mirada:

—¡Ya sé lo que va a decirme! —me lanzó tan pronto como yo intenté abrir la boca.

Y andando de un lado a otro me empezó a decir:

—Sé perfectamente que estos libros están llenos de inexactitudes técnicas. Sería tarea inútil intentar contarlas. Sepa usted que todas son intencionadas, y voy a decirle por qué.

No tengo anotado todo su discurso, pero me acuerdo de la frase esencial, frase que a menudo me ha repetido después con una satisfacción rayana en sadismo:

—La verdad nunca parece verdadera. No me refiero sólo a la literatura o a la pintura. No es preciso mencionar lo que ocurre con las columnas dóricas cuyas líneas nos parecen completamente perpendiculares y que dan esa impresión precisamente porque son ligeramente curvas. Si fueran rectas sería cuando las veríamos curvadas, ¿comprende?

En esta época le gustaba todavía dárselas de erudito.

—Cuéntele usted cualquier cosa a alguien. Si no la arregla, les parecerá siempre a todos increíble y artificial. Arréglela usted y parecerá más auténtica que la verdad misma.

Hacía resaltar extraordinariamente estas últimas palabras, como si se tratase de un descubrimiento sensacional.

—Más auténtico que la misma verdad. ¡Nada que digamos! Pues, mire: yo le he convertido a usted en alguien más real que usted mismo.

Ante eso perdí hasta la voz, y todavía hoy, el comisario que soy, ese comisario «menos auténtico que el ficticio», no ha sabido aún qué objetar.

Y él, con abundantes ademanes y cierto deje belga en el habla, venga decirme que las investigaciones, mis investigaciones, tal como él las había contado eran más verosímiles (¿tal vez dijo más exactas?) que como yo las había vivido.

Durante nuestros primeros encuentros, en otoño, no le faltaba aplomo. Al contrario, lo tenía en tal abundancia que podía haberlo vendido al por mayor a todos los tímidos de la tierra.

—Me sigue usted bien, comisario…

Había decidido suprimir el «señor».

—En una auténtica investigación, son ustedes cincuenta o más ocupándose de la búsqueda del culpable. No sólo usted y sus inspectores siguen la pista, sino que toda la policía del país es puesta en marcha. Se investiga en las estaciones, en los muelles y en las fronteras. Y no menciono siquiera a los soplones ni a los aficionados que gustan de entrometerse en el caso.

»¡Trate usted en doscientas o doscientas cincuenta páginas de una novela de dar una imagen un tanto exacta de esta especie de avispero! Tendría que ser una novela desbordante como un río, y el lector se sentiría terriblemente descorazonado; al cabo de pocos capítulos, se encontraría embrollado y confundido.

»En la realidad, ¿qué puede impedir que se produzca esta confusión? ¿Cuántos trabajos no hay que pasar cada mañana para poner a cada uno en su lugar y no desviarse de la trama del asunto?

Me tosió triunfalmente a la cara.

—¿Y quién es el que se ocupa de eso? Usted, que es quien dirige la investigación. Sé perfectamente que un comisario de la Policía Judicial, un jefe de brigada especial, no recorre las calles en persona para ir a interrogar a las porteras y a los taberneros.

»No ignoro tampoco que salvo en casos excepcionales, no se pasa usted las noches tomando el fresco y aguantando la lluvia en las calles desiertas esperando que se ilumine una ventana o que se abra tal o cual puerta.

»Pero nada importa que no sea usted mismo el que esté allí aguardando, ¿verdad?

¿Qué le podía contestar a esto? Desde cierto punto de vista no carecía de lógica.

—¡Hay que simplificar! La primera cualidad, la esencial de una verdad, es que sea simple. Yo ya he hecho eso, simplificarla. Ha reducido a su más sencilla expresión los engranajes que funcionan a su alrededor sin que por esto el resultado haya variado lo más mínimo.

»Donde cincuenta inspectores más o menos sumergidos en el anonimato se mueven desordenadamente, he puesto sólo tres o cuatro con una destacada personalidad.

Traté de decir:

—A los otros no les ha gustado.

—No escribo para dos o tres docenas de funcionarios de la Policía Judicial. Cuando se escribe un libro sobre los maestros, deja uno de contentar quiera o no a decenas de millares de maestros. Pasaría lo mismo si uno se decidiera a escribir algo sobre los jefes de estación o las oficinistas. ¿Dónde iríamos a parar por ese camino?

—Al hallazgo de diferentes clases de verdad.

—Estoy tratando de demostrarle que la mía es la única valedera. ¿Quiere que le ponga otro ejemplo? No es preciso haber pasado en este edificio las horas que yo he pasado para saber que la Policía Judicial, al formar parte de la Prefectura de Policía, sólo puede actuar en los alrededores de París, y algunas veces, por extensión, en el departamento del Sena.

»En El difunto señor Gallet narro una investigación que tiene lugar en el Centro de Francia.

»¿Fue usted allí, sí o no?

Era que sí, claro.

—Estuve allí, sí, pero en una época en que…

—En una época en que durante tiempo trabajó usted no para el «Quai des Orfèvres» sino para la calle de Saussaies… Pero ¿por qué molestar la atención del lector con estas sutilezas administrativas?

»Sería preciso explicar al principio de cada investigación: Esto ocurrió en tal año, en el que Maigret estaba empleado en el servicio de…

»Déjeme terminar…

Tenía una idea en la cabeza y sabía que iba a tocar un punto débil.

—¿Es usted por sus costumbres y modo de actuar e incluso por su carácter un hombre del «Quai des Orfèvres» o un hombre de la calle de Saussaies?

Ruego a mis colegas de la Seguridad Nacional, entre los que cuento con buenos amigos, que me disculpen, pero todo el mundo sabe que hay una rivalidad, por no decir algo más fuerte, entre las dos instituciones.

Admitamos lo que Simenon había comprendido desde un principio, o sea, que en esta época había dos tipos de policía muy distintos.

La de la calle de Saussaies, que dependía directamente del ministro del Interior, se veía precisada, quieras o no, a ocuparse de tareas políticas.

No lo critico, pero confieso que en lo que a mí atañe prefiero no encargarme de estas cosas.

Nuestro campo de acción en el «Quai des Orfèvres» es más restringido, más vulgar, podríamos decir. Nos contentamos con ocuparnos de los malhechores de todas clases y en general de todo lo que puede incluirse dentro de la palabra policía precisada todavía más por la palabra «judicial».

—Estará usted de acuerdo conmigo, pues, en que es un hombre del «Quai». Está usted orgulloso de ello. Perfectamente, yo he hecho de usted un hombre del «Quai». He tratado de encajarle perfectamente en el ambiente, pero ¿será preciso tratar también de las minucias porque usted tiene la manía de la exactitud? ¿Voy a tener que enturbiar un poco esa imagen explicando que en tal año, por complicadas razones, usted cambió provisionalmente de casa, cosa que le permitió trabajar por toda Francia?

—Pero…

—Un momento. El primer día que le encontré, le dije que yo no era periodista sino novelista, y me acuerdo que le prometí al señor Guichard que nunca mis novelas revelarían ninguna indiscreción que pudiera plantear dificultades a la policía.

—Sí, pero…

—Pardiez, ¡escúcheme, Maigret!

Era la primera vez que me llamaba así. Era también la primera vez que aquel muchacho me hacía callar.

—He cambiado todos los nombres excepto el suyo y el de dos o tres de sus colaboradores. He tenido buen cuidado en cambiar también el nombre de las localidades. A menudo incluso, para mayor precaución, he cambiado las relaciones familiares de los personajes.

»He simplificado; muchas veces he dejado la cosa sólo en un interrogatorio cuando en realidad usted utilizó por lo menos cuatro o cinco, he puesto dos o tres pistas a seguir en circunstancias en las que tuvo usted diez ante sí.

»Creo que soy yo quien tiene razón y quien está en lo cierto.

»Le he dado una prueba de ello.

Me señaló un montón de novelas que había dejado encima de mi despacho y en las que yo al llegar ni me había fijado.

—Todo esto son libros escritos por los especialistas en cuestiones policíacas en el transcurso de los últimos veinte años. Relatos verdaderos, llenos de esa clase de verdad que a usted tanto le gusta.

»Léalos. En la mayoría de los casos conoce usted ya estas investigaciones, que aquí se explican con todo detalle.

»¡Pues bien! Estoy seguro de que no las reconocerá usted, precisamente porque la preocupación de objetividad falsea esa verdad que siempre es, que siempre debe ser, algo muy sencillo.

—Bueno, y…

Ahora voy, en seguida diré lo que me interesa. Fue en este momento cuando supe dónde me apretaba el zapato.

Tenía razón en todo lo que había dicho, demonio. Yo mismo me había reído de que hubiera reducido de tal manera el número de inspectores, de que me hiciera pasar la noche bajo la lluvia como un inspector y que, voluntariamente o no, hubiera confundido la «Sûreté» con la Policía Judicial.

Lo que me extraña en el fondo era que todavía no podía llegar a confesarme a mí mismo…

Dios mío, ¡qué difícil es todo esto! ¿Se acuerdan ustedes de aquello que les he dicho del señor y de la fotografía?

Recordamos simplemente el detalle del sombrero hongo. No me importa cubrirme de ridículo confesando que este idiota detalle me ha hecho sufrir más que todos los otros.

Cuando el joven Sim entró por primera vez en el «Quai des Orfèvres», yo conservaba todavía un sombrero hongo dentro del armario, pero sólo lo llevaba en ocasiones muy especiales: para los entierros o las ceremonias oficiales.

Pero se dio el caso de que yo tenía colgada en mi despacho una fotografía tomada hacía ya varios años con ocasión de no sé qué congreso, en la que se me veía luciendo aquel maldito sombrero.

Cosa que todavía hace que hoy día, cuando me presentan a alguien, tenga que oír:

—¡Toma! Ha cambiado usted de sombrero, ¿eh?

En cuanto al famoso abrigo con cuello de terciopelo no fue conmigo, sino con mi mujer, que Simenon sostuvo un día una conversación. Tuve uno, desde luego. Varios incluso, como todos los hombres de mi generación. Tal vez fue en 1927, en un día frío y lluvioso, cuando se me ocurrió comprarlo.

No soy presumido. Me preocupo muy poco de la elegancia, pero tal vez debido a esto me horroriza llamar la atención, y mi sastrecillo judío de la calle de Turenne no siente más ganas que yo de que la gente se vuelva a mi paso.

«¿Es culpa mía si yo lo veo así?», habría podido responderme Simenon al igual que el pintor que le hace la nariz chata a su modelo o le pone los ojos bizcos.

Todo aquello no se lo dije aquella mañana. Púdicamente me contenté con decir mientras echaba una ojeada afuera:

—¿Y resulta totalmente imprescindible tener que «simplificarme» hasta este punto?

—Al principio, sí. Es preciso que el público se acostumbre a usted, a su aspecto, a su aire; me parece que acabo de encontrar la palabra: de momento usted es sólo una silueta, una espalda, una pipa, un modo de andar y de gruñir.

—Gracias.

—Los detalles irán apareciendo poco a poco, ya lo verá. No sé el tiempo que esto me va a llevar. Lentamente, empezará usted a vivir de un modo más sutil y más complejo.

—Es alentador.

—Por ejemplo, hasta ahora aún no ha tenido vida familiar, a pesar de que el bulevar Richard-Lenoir y la señora Maigret constituyen casi la mitad de su existencia. Hasta este momento se ha limitado a llamar por teléfono, pero ahora le verán allí.

—¿En bata y zapatillas?

—E incluso en su cama.

—Duermo con camisón —dije yo con ironía.

—Ya lo sé. Esto le completa. Incluso si se hubiera adaptado a llevar pijama yo le habría puesto un camisón.

Me estoy preguntando cómo habría terminado aquella conversación —probablemente habría acabado en una terrible disputa— si en aquel momento no se me hubiera anunciado que un soplón de la calle Pigalle había pedido permiso para hablarme.

—O sea —le dije a Simenon mientras me tendía la mano—, que usted se siente satisfecho de sí mismo.

—Todavía no, pero todo llegará.

¿Podía decirle acaso que de ahora en adelante le prohibía servirse de mi nombre? Legalmente sí. Pero la cosa habría dado lugar a un proceso de los llamados parisinos que me habría cubierto de ridículo.

Aunque el personaje se hubiera llamado de otra manera, no por eso habría dejado de ser yo, o más exactamente, este yo simplificado que al decir de su autor progresivamente se iría complicando.

Lo peor fue que durante años, cada mes iba a encontrarse en un libro de cubiertas fotográficas a un Maigret que me imitaba cada vez más.

¡Y si hubiera sido sólo en los libros! Para colmo el cine iba a tomar cartas en el asunto y también la radio y más tarde la televisión.

Es una sensación de lo más raro ver en la pantalla ir y venir, hablar y sonarse las narices a un señor que pretende ser uno mismo, que os imita ciertos gestos, pronuncia frases que uno ha pronunciado antes, en circunstancias vividas en unos escenarios que han sido minuciosamente reconstruidos.

Con el primer Maigret del cine de Pierre Renoir, el parecido estaba más o menos respetado, me habían hecho un poco más alto y esbelto. El rostro naturalmente era distinto, pero ciertos gestos eran tan míos que sospecho que el actor me debía haber observado antes, sin yo darme cuenta.

Algunos meses más tarde había bajado veinte centímetros de estatura y lo que había perdido en altura lo había ganado en peso; bajo el aspecto de Abel Tarride me convertí en un tipo obeso y bonachón y tan blando que parecía un animal a punto de echar a volar hacia el techo. ¡Y no hablemos de los guiños con que yo subrayaba mis propios éxitos y mi agudo ingenio!

No me quedé hasta el final de la película, y no por ello se acabaron mis preocupaciones.

Harry Baur era, sin duda, un gran actor, pero en esta época tenía casi veinte años más que yo y sus facciones eran a la vez desdibujadas y trágicas.

¡Sigamos adelante!

Tras haber envejecido veinte años, me rejuvenecí de otros tantos bastante más tarde con cierto tipo llamado Préjean a quien nada tengo que reprochar —lo mismo que a los demás—, pero que se parece bastante más a ciertos jóvenes inspectores de hoy día que a los de mi generación.

Recientemente se me ha hecho engordar de nuevo, un engorde por todo lo alto a punto de estallar al mismo tiempo que bajo los rasgos de Charles Laughton me ponía a hablar la lengua inglesa como si fuera mi lengua materna.

Entre todos ellos, gracias a Dios, ha habido uno por lo menos que ha tenido el placer de burlar a Simenon y de encontrar que mi verdad era mejor que la suya.

Pierre Renoir no me puso ningún sombrero hongo sobre la cabeza, eligió un sombrero corriente y vestidos parecidos a los que llevan todos los funcionarios, sean o no de la policía.

Me estoy dando cuenta de que sólo he hablado de pequeños detalles, de un sombrero, de un abrigo, de una estufa de carbón, probablemente ha sido debido a que fueron estos detalles los que más llamaron mi atención.

Nadie se extraña de verse convertido en un hombre y luego en un viejo, pero a un hombre le basta con recortarse la punta de las guías del bigote para no ser capaz de reconocerse ni él mismo.

Prefiero hablar de una vez para siempre de esto que yo considero como pequeñas debilidades antes de comparar a fondo los dos personajes.

Si Simenon tiene razón, cosa bastante probable, lo mío parecerá una estupidez al lado de su famosa verdad simplificada —o arreglada— y yo voy a parecer un sabihondo que se complace en retocar personalmente su retrato.

Ahora, ya que he empezado por los trajes, es preciso que siga por ese camino, aunque sólo sea para mi tranquilidad personal.

Simenon me ha preguntado hace poco —de hecho también él ha cambiado, ya no es aquel muchacho que encontré en el despacho de Javier Guichard—, me ha preguntado, como iba diciendo, con cierta ironía:

—¿Qué? ¿Cómo va el nuevo Maigret?

He tratado de contestarle con sus mismas palabras de antes.

—¡Se está perfilando! Todavía es simplemente una silueta. Un sombrero. Un abrigo; pero el sombrero es verdaderamente el suyo y el abrigo también. Poco a poco todo se irá haciendo, tal vez llegará a tener piernas, brazos y quizá hasta un rostro. Incluso tal vez llegará a pensar por sí mismo sin la ayuda de un novelista.

Ahora Simenon tiene poco más o menos la misma edad que tenía yo cuando nos encontramos por primera vez. En aquella época tenía tendencia a considerarme como un hombre maduro y en su interior quizá me llamaba incluso viejo.

No le he preguntado qué pensaba de mí actualmente, pero no he podido dejar de decirle:

—¿Sabe usted que con el tiempo ha empezado usted a andar, a fumar en pipa, y a beber, como lo hace su Maigret?

Cosa que es verdad y que me ha proporcionado, nadie se atreverá a negarlo, una sabrosa venganza.

Es un poco como si al final empezara a creerse que se ha convertido en mí.