Capítulo uno

Donde agradezco la ocasión que se me presenta de poder explicar mis relaciones con un tal Simenon

Fue en 1927 o en 1928. No tengo buena memoria para las fechas y no soy de esos que guardan cuidadosamente notas o apuntes sobre sus actos, cosa que suele darse frecuentemente en nuestro trabajo y que para algunos ha resultado a veces muy útil y provechoso. Ha sido recientemente que me he acordado de los cuadernos en los que mi mujer, durante largo tiempo sin yo saberlo, casi a escondidas, ha ido reuniendo los artículos de los periódicos a mí concernientes.

Hubo cierto asunto que nos trajo muchos quebraderos de cabeza aquel año (podría encontrar la fecha exacta, pero no me veo con ánimos de ir a hojear los cuadernos). Poco importa. Mis recuerdos de entonces son muy precisos en cuanto al tiempo. Era un día cualquiera de principios de invierno, uno de esos días sin color, grises y blancos, lo que yo suelo llamar una jornada administrativa porque se tiene la impresión de que nada interesante puede ocurrir en una atmósfera semejante, uno de esos días en que en el despacho se tienen ganas, por aburrimiento, de poner al día los informes, de acabar con los informes que vienen arrastrándose desde hace largo tiempo, de dar por terminado el trabajo habitual.

Si insisto sobre este fondo gris, carente de todo relieve, no es por pintoresquismo, sino para demostrar cuán banal fue aquel acontecimiento en sí mismo, ahogado entre los mil aconteceres de un día también banal.

Eran alrededor de las diez de la mañana. El informe estaba terminado hacía casi media hora; había sido corto.

Todo el mundo sabe, poco más o menos, en qué consiste el informe de la Policía Judicial, pero en aquella época la mayoría de parisienses se habrían visto en un apuro para decir qué tipo de administración era el que había en el «Quai des Orfèvres».

A las nueve, un timbre llama a los diferentes jefes de servicio para que acudan al gran despacho del director, cuyas ventanas dan sobre el Sena. La reunión no tiene nada de particular. Todo el mundo se encamina hacia allí fumando su pipa o su cigarrillo y casi siempre con un expediente bajo el brazo. El día parece que todavía no haya empezado, todos creen percibir aún cierto aroma de café con leche y «croissants». Se dan la mano. Se habla en «ralenti» mientras se espera que lleguen todos.

Después, cada uno, cuando le toca, pone al jefe al corriente de los sucesos que se han producido en su sector. A veces algunos permanecen de pie junto a la ventana, mirando pasar los taxis y los autobuses bajo el puente de Saint-Michel.

En contra de lo que la gente podría figurarse, allí no se habla sólo de criminales.

—¿Cómo está su pequeña, Priollet? ¿Qué tal va del sarampión?

Yo me acuerdo de haber oído dar, con gran competencia, magníficas recetas de cocina.

A veces se habla de cosas más serias, desde luego, por ejemplo del hijo de un diputado o de un ministro que ha hecho alguna tontería y continúa haciéndolas tranquilamente, al que es urgente hacer entrar en razón pero sin escándalo. O bien de un extranjero muy rico que recientemente ha pasado a ocupar un palacete de los Champs-Elysées y por el que el gobierno empieza a preocuparse, o de una chiquilla recogida hace ya algunos días en la calle y a la que no reclama nadie a pesar de haberse publicado su fotografía en todos los periódicos.

Se está entre gente del oficio, y los acontecimientos sólo se examinan desde un punto de vista estrictamente oficial, sin palabras inútiles; así todo resulta sencillo. Es el simple quehacer cotidiano.

—¿Qué, Maigret, aún no ha conseguido arrestar al polaco de la calle Birague?

Me apresuraré a decir que yo no tengo nada especial en contra de los polacos. Si tan a menudo hablo de ellos no es porque se trate de un pueblo particularmente feroz o pervertido. Lo único que ocurre es que en esta época en Francia faltaba la mano de obra, y el país se dedicaba a importar polacos por millares para colocarlos en las minas del norte. En su país, desgraciadamente, se les reclutaba por pueblos enteros, hombres, mujeres y niños, y eran metidos en trenes casi como en otras épocas se reclutaba la mano de obra negra.

Muchos de ellos demostraron ser unos excelentes obreros y se convirtieron en honorables ciudadanos. Pero también hubo producto de desecho como era de esperar, y este producto de desecho durante algún tiempo nos dio buenos trabajos.

Trato, al hablar así, de una manera un tanto deshilvanada de mis preocupaciones del momento, de ambientar al lector.

—Jefe, preferiría dejarlo suelto dos o tres días. Hasta hoy no nos ha conducido a ninguna parte. Tiene que acabar encontrándose con sus cómplices.

—El ministro se está impacientando a causa de los periódicos…

¡Siempre los periódicos! Siempre, ante todo, el miedo a la prensa y a la opinión pública. Apenas se ha cometido un crimen cuando ya se nos exige encontrar al criminal cueste lo que cueste. Ya es bastante si no se nos dice al cabo de pocos días:

—Cojan a alguien, sea quien sea, entretanto, para calmar la opinión pública.

Tal vez más adelante hablaré otra vez del polaco, pero esta mañana no era él el tema de conversación, sino un robo que acababa de ser cometido con una nueva técnica, cosa rara.

Tres días antes, en el bulevar de Saint-Denis, al mediodía, a la hora precisamente en que la mayoría de las tiendas cierran porque es la hora de la comida, un camión se había parado frente a una pequeña joyería. Unos hombres habían descargado una enorme caja y la habían dejado contra la puerta, luego se habían marchado otra vez con el camión.

Centenares de personas habían pasado por delante de esta caja sin sentir atraída su atención. El joyero, al volver del restaurante donde había ido a tomar un bocado, había fruncido el ceño. Al separar la caja, ahora muy ligera, había reparado en que había sido hecha una abertura por el lado donde estaba arrimada a la puerta; asimismo había también una abertura en dicha puerta, y como era de suponer, todos los estantes de la tienda habían sido robados, al igual que la caja fuerte.

Es el tipo de investigación pesada y sin ninguna brillantez, que puede arrastrarse durante meses y que exige emplear más hombres. Los ladrones no habían dejado la menor huella ni ningún objeto comprometedor.

El hecho de que el método fuera nuevo no nos permitía empezar a investigar entre una clase u otra de maleantes; teníamos la caja, desde luego, grande y barata, y desde hacía tres días una buena docena de inspectores andaban visitando todos los fabricantes de cajas e igualmente recorrían todas las empresas que solían utilizar cajas de gran tamaño.

Acababa de regresar a mi despacho y estaba empezando a redactar un informe cuando sonó el timbre del teléfono interior:

—¿Es usted, Maigret? ¿Quiere venir a mi despacho un momento?

Nada había de sorprendente en aquello. Cada día, poco más o menos, el gran jefe suele llamarme una o varias veces a su despacho fuera de las horas de trabajo: lo conozco desde la infancia, a menudo había pasado sus vacaciones cerca de nosotros en el Allier, y había sido amigo de mi padre.

El gran jefe, a mis ojos, era verdaderamente el jefe principal en toda la acepción de la palabra, era con quien había hecho mis primeras armas en la Policía Judicial; sin protegerme, propiamente hablando, me había seguido discretamente desde lo alto, era él a quien yo había visto vestido de negro y cubierto con un sombrero hongo dirigirse completamente solo, bajo el fuego de las balas, hacia la puerta del pabellón en la que Bonnot y su banda resistían a la policía y a los gendarmes desde hacía dos días.

Estoy hablando de Javier Guichard, el de los ojos maliciosos y los largos cabellos blancos de poeta.

—Pase, Maigret.

El día era tan oscuro, aquella mañana, que la lámpara de pantalla verde de su despacho estaba encendida. A su lado, en un sillón, vi a un joven que se levantó para tenderme la mano cuando fuimos presentados.

—El comisario Maigret. El señor Jorge Sim, periodista…

—Periodista, no; novelista —dijo el joven protestando sonriente.

Javier Guichard sonrió a su vez. Poseía una gama de sonrisas que podían expresar los distintos matices de su pensamiento. Usaba también de cierta ironía perceptible sólo para aquellos que lo conocían perfectamente, para los otros parecía simplemente un ingenuo.

Me habló con gran seriedad, como si se tratara de un asunto de importancia o de un personaje célebre.

—El señor Sim necesita conocer, para escribir sus novelas, el funcionamiento de la Policía Judicial. Tal como me acaba de decir, gran parte de los dramas humanos se desarrollan en esta casa. Me ha dicho también que lo que le interesa conocer no es el engranaje de la policía, pues de eso puede ampliamente documentarse en cualquier parte, sino el ambiente en el que se desarrollan las operaciones.

Yo no cesaba de echarle ojeadas al muchacho; debía de tener unos veinticuatro años, era delgado y llevaba el cabello casi tan largo como el del jefe, no parecía tener dudas sobre nada y mucho menos sobre su persona.

—Maigret, ¿quiere hacerle los honores de la casa?

Y, cuando me iba a dirigir hacia la puerta, oí cómo el tal Sim decía:

—Perdone, señor Guichard, pero se le ha olvidado decirle al comisario…

—¡Ah! Sí, tiene razón. El señor Sim, como ya ha dicho, no es un periodista. No corremos el riesgo de que luego vaya a contarles a los periódicos cosas que no deben ser publicadas. Sin que yo se lo pidiera me ha prometido utilizar en sus novelas sólo lo que podrá ver u oír aquí bajo una forma lo suficientemente diferente para que tal cosa no nos cree ninguna dificultad.

Me parece estar oyendo todavía al jefe supremo añadir gravemente estas palabras mientras se inclinaba sobre el correo que tenía encima de la mesa:

—Puede usted confiar en él, Maigret; me ha dado su palabra.

Cosa que no impedía que Javier Guichard se hubiera dejado meter en un lío; yo ya lo estaba presintiendo y después tuve la prueba plena. Guichard se había metido en un lío no sólo vencido por el atrevimiento de su joven visitante, sino también por otra causa que sólo más tarde supe. El jefe, aparte de las horas de servicio, tenía una pasión: la arqueología. Formaba parte de varias cultas sociedades y tenía escrita una obra (que yo nunca había leído) sobre los lejanos orígenes de París.

Sim, nuestro hombre, lo sabía, me estoy preguntando si por azar, y había tenido buen cuidado de hablarle de ello.

¿Sería tal vez debido a esto que ahora yo me veía molestado personalmente? Casi cada día alguien en el «Quai» tiene que soportar la pesada carga de las visitas, la mayoría de las veces se trata de extranjeros importantes relacionados en cierto grado con la policía de su país; otras veces son simplemente electores influyentes de provincia que llegan exhibiendo orgullosamente una carta de recomendación del diputado de su distrito.

La cosa ya se ha convertido en una simple rutina.

Pero normalmente un inspector se encarga del asunto. Es preciso que se trate de una personalidad muy encumbrada para que un jefe de sección sea molestado.

—Si quiere —propuse yo—, iremos primero al departamento de antropometría.

—Si no le es molestia, preferiría empezar por la antecámara.

Ésta fue mi primera sorpresa. Había dicho aquello muy amablemente con una mirada desarmante y había añadido:

—¿Sabe?, tengo interés en seguir el camino que sus clientes recorren normalmente.

—En tal caso, habría que empezar por la Prevención; la mayoría de ellos pasan la noche allí antes de sernos enviados.

A lo que el joven contestó tranquilamente:

—Ya visité la Prevención la otra noche.

No tomaba notas. No traía bloc ni estilográfica. Permaneció varios minutos en la sala de espera acristalada donde enmarcados en negro se hallan expuestos los retratos de los miembros de la Policía muertos en acto de servicio.

—¿Cuántos suelen morir al año por término medio?

Después me pidió si podía ver mi despacho; justamente entonces los obreros estaban arreglándolo y yo ocupaba provisionalmente otro en el entresuelo, un viejo despacho de típico estilo administrativo antiguo, polvoriento, lleno de viejos muebles de madera negra y con una estufa de carbón de ese modelo que aún se ve en algunas estaciones ferroviarias de provincias.

Era el despacho en el que yo había hecho mis primeras armas, había trabajado allí casi quince años como inspector y he de confesar que sentía cierta ternura por aquella enorme estufa que ahora ya no podía ver enrojecida en invierno y a la que tenía costumbre de cargar hasta los topes.

Era casi una manía, un tic. A mitad de un interrogatorio difícil, me levantaba y empezaba a atizar el fuego, después comenzaba a echarle crepitantes paletadas de carbón con toda tranquilidad mientras mi cliente me seguía con los ojos, extrañado.

Ahora dispongo de un despacho moderno, provisto de calefacción central, y sin embargo añoro mi vieja estufa, pero jamás lograré, ni pediré, claro (me dirían que no igualmente), que se me permita tenerla conmigo en el nuevo local.

Perdonen que me extienda en tales detalles, pero yo ya sé a lo que voy.

Mi huésped miraba mis pipas, mis ceniceros, el reloj de mármol negro que hay sobre la chimenea, la pequeña palangana de esmalte de detrás de la puerta, la toalla que siempre huele a perro mojado.

No me hacía ninguna pregunta técnica. Los expedientes no parecían interesarle ni poco ni mucho.

—Por esta escalera iremos a parar al laboratorio.

Una vez allí se quedó contemplando el techo en parte acristalado, los muros, el suelo, los maniquíes que se utilizan para ciertas reconstrucciones, pero no se preocupó de observar nada en especial, ni examinó los complicados aparatos, ni se interesó lo más mínimo por el trabajo que allí se hacía.

Siguiendo la costumbre, intenté decirle:

—Al aumentar centenares de veces cierto texto escrito y al compararlo con otro…

—Ya lo sé, ya lo sé.

Fue entonces cuando me preguntó negligentemente:

—¿Ha leído usted a Hans Gross?

Jamás había oído pronunciar tal nombre. Después me enteré de que se trataba de un juez de instrucción austríaco que hacia 1880 ocupó la primera cátedra de criminología científica de la universidad de Viena.

Mi visitante se había leído aquellos dos gruesos volúmenes. Lo había leído todo, cantidades de libros cuya existencia yo ignoraba y cuyos títulos él citaba con toda naturalidad.

—Sígame por aquí, por favor, voy a mostrarle los ficheros donde están guardados los…

—Ya sé, ya sé.

Empezaba a ponerme nervioso. Se hubiera dicho que sólo me había estorbado en mi trabajo para que le ayudara a contemplar los muros, los techos, los suelos, en fin, para mirarnos a todos como si estuviera efectuando un inventario.

—A esta hora vamos a encontrar un verdadero gentío en antropometría, ya deben haber terminado con las mujeres. Ahora les toca a los hombres…

Había unos veinte, todos desnudos. Los habían cogido en el transcurso de la noche y ahora estaban esperando que les tocara el turno de pasar a la sección de medidas y de fotografía.

—En fin —me dijo el joven—, ya sólo me falta ver la enfermería especial de Prevención.

Fruncí las cejas.

—No se permite entrar allí a los forasteros.

Es uno de los lugares menos conocidos; en este lugar los criminales y los sospechosos son examinados por los médicos y se les somete a una serie de tests mentales.

—Paul Bourget tenía la costumbre de asistir a esas sesiones —me contestó tranquilamente mi visitante—. Pediré autorización.

Ahora recuerdo todo aquello sólo de un modo vago. Si no hice todo lo posible por abreviar la visita fue en principio debido a la recomendación del jefe supremo, y también porque aquel día no tenía nada importante que hacer. Acompañando a mi visitante conseguía matar el tiempo al menos.

Volvió a pasar por mi despacho, se sentó y me tendió su petaca.

—Veo que usted también fuma en pipa; me gustan los fumadores de pipa.

Tenía allí encima una media docena de pipas esparcidas aquí y allá y se puso a examinarlas como un buen conocedor.

—¿En qué asunto está trabajando actualmente?

Con el tono más profesional que pude le hablé del golpe dado por los ladrones, de la caja depositada en la puerta de la joyería y le hice notar que era la primera vez que se había utilizado tal técnica.

—No —me dijo él—. Ya la utilizaron hace ocho años en Nueva York, delante de una tienda de la Octava Avenida.

Debía sentirse satisfecho de sí mismo, pero he de confesar que no tenía ningún aire pedante. Fumaba su pipa gravemente, como para parecer diez años mayor y quedar así en el mismo plano que el hombre ya maduro que era yo entonces.

—Mire, señor comisario, los profesionales no me interesan. Su psicología no presenta ningún problema. Son gentes que realizan su trabajo y nada más.

—¿Qué es, pues, lo que le interesa?

—Los otros. Los que son como usted y como yo y que acaban un buen día matando sin estar preparados para ello.

—Hay muy pocos.

—Ya lo sé.

—A no ser los crímenes pasionales…

—Los crímenes pasionales tampoco son interesantes.

Esto poco más o menos es todo lo que acude a mi memoria de este encuentro. Debí de hablarle incidentalmente de un caso que había requerido mi atención unos meses antes, justamente porque no se trataba de profesionales; era algo referente a una muchacha y un collar de perlas.

—Gracias, señor comisario. Espero tener el placer de verle otra vez.

Para mis adentros yo me dije: «Espero que no».

* * *

Pasaron semanas, meses. Una sola vez, en pleno invierno, tuve la impresión de reconocer a Sim en el gran pasillo de la Policía Judicial. Iba de un lado para otro.

Una mañana encontré en mi despacho, al lado del correo, un pequeño libro con una cubierta horriblemente ilustrada, del tipo de esas que llevan los vendedores de periódicos o que se ven entre las manos de las modistillas. Se titulaba La muchacha de las perlas, y el nombre del autor era Jorge Sim.

No tuve la curiosidad de leerlo. Leo poco, y nunca novelas populares. No sé ni siquiera dónde lo eché, probablemente en el cesto de los papeles, y dejé de pensar en ello durante unos días.

Un día por la mañana, encontré otro libro idéntico en el mismo sitio de la mesa del despacho y, desde entonces, cada mañana un nuevo ejemplar aparecía al lado de mi correo. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que mis inspectores, sobre todo Lucas, me lanzaban de vez en cuando divertidas miradas. Lucas acabó diciéndome, después de haber mariposeado un tanto en torno al tema, un día al mediodía cuando íbamos a tomar el aperitivo juntos a la «Brasserie Dauphine»:

—Mire por dónde se está usted convirtiendo en un héroe de novela, ¿eh, jefe?

Se sacó el librito del bolsillo.

—¿Lo ha leído?

Me confesó que era Janvier, el más joven de la brigada entonces, quien cada mañana colocaba uno de esos libros en mi despacho.

—En ciertos aspectos, el personaje se le parece. Fíjese.

Tenía razón. Se me parecía como un dibujo hecho a lápiz sobre el mármol de una mesa de café por un caricaturista «amateur» se parece a un ser de carne y hueso.

Parecía más gordo, más pesado, con, permítaseme la expresión, una pesadez sorprendente.

En cuanto al argumento, era irreconocible, y en el transcurso de la obra me veía empleando unos métodos por lo menos completamente inesperados.

Aquella misma noche encontré a mi mujer con el libro entre las manos.

—Me lo ha dado la lechera. Según parece, en él se habla de ti. Aún no he tenido tiempo de leerlo.

¿Qué podía hacer? Tal como había dicho Sim, no era cosa de periódico. Tampoco se trataba de ningún libro en serio, sino de una publicación barata a la que habría sido ridículo dar importancia.

Había empleado mi verdadero nombre, pero podía decirse tranquilamente que en la tierra había un buen número de Maigrets. Sin embargo me prometí recibirlo muy ásperamente si de nuevo por casualidad me lo volvía a encontrar; estaba seguro de que evitaría prudentemente poner los pies en la Policía Judicial.

Pero me equivocaba. Un día, mientras daba con los nudillos en la puerta del jefe sin haber sido llamado, para preguntarle una cosa, oí cómo decía animadamente:

—Pase, Maigret. Justamente iba a llamarle. Tenemos aquí a nuestro amigo Sim.

El amigo Sim estaba tan tranquilo. Completamente tranquilo y a sus anchas, con una pipa más grande que nunca entre los labios.

—¿Cómo está, señor comisario?

Y Guichard empezó a decirme:

—Acaba de leerme unas páginas de una novela que ha escrito sobre esta casa.

—Ya lo sé.

Los ojos de Javier Guichard reían, pero esta vez era yo, al parecer, quien pagaba el pato.

—Me ha dicho también una serie de cosas que le interesarán. Ahora se las repetirá a usted.

—Es muy sencillo. Hasta ahora en Francia, en la literatura, salvo raras excepciones, el papel simpático de la intriga siempre lo ostentaba el malhechor; la policía continuamente se veía ridiculizada o algo peor.

Guichard meneaba la cabeza en sentido aprobatorio.

—Es verdad, ¿no?

Era verdad, desde luego, y no sólo en la literatura, sino también en la vida corriente. Aquello me recordaba algo particularmente desagradable de mis comienzos, de la época en que yo «hacía la calle». Estaba a punto de arrestar a un carterista, a la salida del metro, cuando de pronto el tipo se puso a gritar yo no sé qué: quizá «¡Al ladrón!».

Instantáneamente, veinte personas se me echaron encima, les expliqué que pertenecía a la policía y que el individuo que se alejaba era un carterista. Estoy convencido de que todos me creyeron. Pero no por eso dejaron de retenerme lo más posible por todos los medios, permitiéndole así a mi carterista largarse tranquilamente.

—¡Qué le parece! —volvía a decir de nuevo Guichard—. Nuestro amigo Sim se propone escribir una serie de novelas en las que la policía saldrá tal como es.

Hice una mueca que no se le escapó al gran jefe.

—O casi como es, vaya —dijo corrigiéndose—. ¿Me comprende usted? Este libro es sólo un esbozo de lo que piensa hacer.

—Ha utilizado mi nombre.

Creí que el joven iba a quedarse confundido y que se excusaría. Nada de eso.

—Espero que esto no le habrá molestado, señor comisario. Es más fuerte que yo. Cuando he imaginado a un personaje bajo un determinado nombre, me resulta imposible cambiarlo, He tratado en vano de reunir todas las sílabas imaginables para sustituir la de la palabra Maigret. Al final he tenido que renunciar a ello. No habría sido mi personaje.

Dijo lo de mi personaje tranquilamente, y, lo más grave, es que yo no dije nada, tal vez porque estaba delante Javier Guichard y me estaba mirando con ironía.

—Esta vez no se va a tratar de ninguna colección popular, sino de lo que él llama… ¿Cómo ha dicho usted, Sim?

—Semiliteratura.

—Y usted piensa contar conmigo para…

—Me gustaría conocerle más.

Ya he dicho al principio que no tenía dudas sobre nada. Creo que ahí residía toda su fuerza precisamente. Había sido en parte gracias a eso que había conseguido meter en el juego al gran jefe, que se interesaba por todo lo humano y que me dijo muy serio:

—Sólo tiene veinticuatro años.

—Me resulta difícil describir a un personaje si no sé cómo se comporta durante todas las horas del día. Por ejemplo, no sería capaz de hablar de los millonarios hasta que hubiera visto a alguno en bata tomar su huevo pasado por agua por la mañana.

Esto pasó hace ya largo tiempo, y me estoy preguntando por qué misteriosa razón mi jefe y yo escuchamos todo aquello sin echarnos a reír.

—En fin, que usted querría…

—Conocerle mejor, verle vivir y trabajar.

Naturalmente, el jefe no me daba ninguna orden. En tal caso yo me habría rebelado. Durante cierto tiempo, no estuve muy seguro de que no me estuviera gastando una broma; conservaba rasgos de carácter de ciertos aspectos del barrio latino, de la época en que en este barrio se estilaban aún las bromas.

Probablemente fue por no querer aparentar que me tomaba el asunto demasiado en serio por lo que dije, encogiéndome de hombros tranquilamente:

—Estoy a su disposición.

Entonces Sim se levantó satisfecho.

—Manos a la obra, pues.

A la luz del tiempo esto puede parecer ridículo. Era en la época en que el dólar valía cantidades astronómicas. Los americanos prendían fuego a sus puros con billetes de mil francos. Los músicos negros eran los amos de Montmartre y las ricas damas maduras se hacían robar sus joyas en los tés danzantes por «gigolos» argentinos.

«La Garçonne» alcanzaba tirajes astronómicos y la policía encargada de velar por las buenas costumbres se veía desbordada por los «partouzes» del Bois de Boulogne a quienes apenas se osaba intervenir en sus operaciones por temor a molestar en sus asuntos a personajes consulares.

Los cabellos de las mujeres se estilaban cortos, los vestidos también, y los hombres llevaban unos zapatos puntiagudos y pantalones ajustados.

Todo esto no explica nada, ya lo sé. Pero todo forma parte de todo. Aún me parece estar viendo de nuevo al joven Sim entrar por la mañana en mi despacho como si se hubiera convertido en uno de mis inspectores diciéndome amablemente: «No se moleste, por favor…» mientras se sentaba en un rincón.

No solía tomar notas. Preguntaba pocas cosas, tenía bastante más tendencia a lanzar rotundas afirmaciones. Me dijo (lo que no quiere decir que yo lo creyera) que las reacciones de alguien a una afirmación son más reveladoras que sus respuestas a una cuestión precisa.

Una mañana en que íbamos a tomar el aperitivo a la «Brasserie Dauphine», Lucas, Janvier y yo como de costumbre, él también nos acompañó.

Y una mañana a la hora del informe, lo encontré instalado en un rincón del despacho del jefe.

Esto duró algunos meses. Cuando le pregunté si escribía me contestó:

—Sí, escribo novelas baratas para ganarme la vida. De las cuatro a las ocho de la mañana. A las ocho acabo mi trabajo. No empezaré las novelas semiliterarias hasta que me encuentre preparado.

No sé lo que entendería por estar preparado, pero después de un domingo en que le invité a comer al bulevar Richard-Lenoir y en el que le presenté a mi mujer, cesó de repente de efectuar sus visitas al «Quai des Orfèvres».

Resultaba extraño no verlo allí en su rincón, levantándose cuando yo me levantaba, siguiéndome cuando yo me marchaba y acompañándome paso a paso a lo largo y a lo ancho de mi despacho. En el transcurso de la primavera recibí una invitación verdaderamente inesperada:

Jorge Sim tiene el honor de invitarle al bautismo de su barco, el «Ostrogodo». Oficiará el señor cura de Notre-Dame el martes próximo en el muelle del Vert-Galant.

No fui. Supe por la policía del distrito que durante tres días y tres noches una pandilla de energúmenos había armado una juerga fenomenal a bordo de un barco amarrado en medio de París enarbolando un gran estandarte.

Una vez, atravesando el Pont-Neuf, vi el barquito en cuestión, y al pie del mástil vi a uno que estaba dándole a la máquina, cubierto con una gorra de capitán.

La semana siguiente el barco ya no estaba allí, y el muelle del Vert-Galant había recuperado de nuevo su aspecto habitual. Casi un año después recibí otra invitación, esta vez escrita en una de nuestras fichas dactiloscópicas.

Georges Simenon tiene el honor de invitarle al baile antropométrico que tendrá lugar en la «Bola Blanca» para conmemorar la publicación de sus novelas policíacas.

Sim ya era Simenon.

Más exactamente, viéndose ya todo un personaje, había tomado de nuevo su auténtico nombre.

No me preocupé de ello. No fui al susodicho baile. Al día siguiente me enteré de que el prefecto de policía había ido. Fue por los periódicos, sí, por los periódicos y en primera página, que me enteré de que el comisario Maigret acababa de hacer una ruidosa entrada en la literatura policíaca.

Aquella mañana, cuando llegué al «Quai» y subía la gran escalera, sólo vi divertidas sonrisas y alegres miradas a mi paso.

Mis inspectores hacían todo lo posible para mantenerse serios.

Mis colegas, a la hora del informe, fingían tratarme con más respeto.

Sólo el jefe supremo se comportaba con naturalidad, como si nada hubiera ocurrido, y me preguntaba con aire ausente:

—Y usted, Maigret, ¿qué tiene entre manos?

En las tiendas del barrio Richard-Lenoir no había comerciante que no le mostrara el periódico a mi mujer, con mi nombre en grandes caracteres, mientras le preguntaban impresionados:

—Es su marido, ¿verdad?

Sí, era yo, ¡por desgracia!