Casper Holmes se hallaba internado, otra vez, en el hospital.
Sus ojos y su boca estaban cubiertos de vendas; no veía ni podía hablar; varios tubos se perdían dentro de sus fosas nasales y le habían inyectado morfina suficiente como para dormir a una mula.
Pero aun así estaba consciente y alerta. Sus oídos no habían sufrido ningún daño y, a ciegas, era capaz de escribir.
Todavía representaba el papel de una divinidad.
A las once en punto de aquella noche se celebró la conferencia de prensa que había sido anunciada para las diez de la mañana, en contra de la opinión de los médicos del hospital y del suyo privado.
La habitación que ocupaba Holmes estaba llena de periodistas y fotógrafos. La mandíbula del enfermo sobresalía de las almohadas, rígida y agresiva. Sus manos eran expresivas: Casper desplegaba todas las artimañas de su oficio.
Había garrapateado una declaración que aseguraba que los atracadores habían recibido el soplo de que él sería depositario de una segunda suma importante de dinero y que habían intentado un segundo golpe antes de salir de la ciudad.
Casper tenía entre sus manos una libreta y un bolígrafo mediante los cuales contestaría las preguntas que le formulasen.
Y las preguntas se sucedieron, duras y veloces.
El interrogado garabateaba sus respuestas, arrancaba las páginas de la libreta y las tendía en dirección a los pies de la cama.
Pregunta: ¿Le han enviado una segunda suma de dinero?
Respuesta: No, diablos.
Pregunta: ¿De dónde sacaron la información?
Respuesta: Pregúnteselo a un adivino.
Pregunta: ¿Cómo se enteraron de la entrega del dinero, la primera vez?
Respuesta: No puedo decirlo.
Pregunta: ¿Por qué se escurrió del hospital en un coche fúnebre?
Respuesta: La seguridad personal está antes que nada.
Pregunta: ¿Para qué fue a su oficina?
Respuesta: Por motivos privados.
Pregunta: ¿Por qué estaba allí su mujer?
Respuesta: Yo le había pedido que fuera.
Pregunta: ¿Cómo le localizaron a usted los detectives Jones y Johnson?
Respuesta: Pregúnteselo a ellos.
Pregunta: ¿Qué piensa de todo lo sucedido?
Respuesta: Que he sido afortunado.
Y así siguió la reunión. Holmes no dejó que se entreviese nada de la verdad.
Más tarde, mantuvo una entrevista privada con su abogado de color, Frederick Douglas Henderson. Para él garabateó algunas instrucciones.
«Haga levantar los cargos que pesan contra el detenido Roman Hill, no procesado, entréguele un talón firmado por usted, por la suma de 6500 dólares, y hágale salir del país en el primer barco que zarpe. Luego archive el reclamo firmado por él de los 6500 dólares hallados en el cuerpo del ladrón blanco. Luego llame a Clay y dígale que guarde los efectos hallados en el cuerpo para entregármelos a mí, en persona. ¿Entendido?».
El abogado Henderson leyó las instrucciones con aire preocupado.
—¿El cuerpo de quién? —preguntó.
Casper escribió: «Él lo sabe».
Cuando el abogado se marchó, Holmes garabateó a lo ancho de una página de su libreta: «Mantén la boca cerrada».
Llamó con un timbrazo a la enfermera y garabateó: «Un sobre».
La enfermera regresó con el sobre. Casper dobló la nota, la metió dentro del sobre y lo cerró. Luego escribió el nombre del destinatario: señora Leila Holmes, y tendió el sobre hacia la enfermera.
Leila estaba internada en la habitación contigua, pero la enfermera no le entregó la nota.
La paciente estaba dentro de una tienda de oxígeno, recibiendo plasma, desde el momento mismo de la operación. Su estado era gravísimo.
Big Six se hallaba en otra habitación privada, más pequeña y barata, cuyo pago corría por cuenta de Joe Green.
Había caído en estado de coma. El cuchillo aún estaba dentro de su cabeza. Los médicos tenían tomada la decisión de dejarlo allí hasta que se produjera un enquistamiento en el cerebro, que permitiese intentar la extracción del arma. No había antecedentes de operaciones similares practicadas con éxito y los neurólogos y especialistas en cirugía cerebral de todo el país, estaban con un ojo puesto en el caso.
El cuerpo de George Drake fue hallado poco después de medianoche por un camarero que regresaba a su casa luego del trabajo.
Era el octavo cadáver en la morgue de Harlem ese fin de semana, producto de lo que después se llamaría «el caso Casper».
Grave Digger y Coffin Ed trabajaron durante toda la noche en la jefatura de zona, escribiendo su informe. Se limitaron a los hechos desnudos, sin ornatos de ninguna clase, omitiendo referencias a los negocios privados de Casper y a su vida doméstica. Sin embargo, el escrito se extendió sobre catorce folios.
Nevó durante toda la noche y el lunes por la mañana no se advertían signos de que la nevada amainara. Las enormes barredoras de succión estaban en funciones desde la medianoche y las cuadrillas de barrenderos de nieve de la ciudad trabajaban sin cesar, lentamente, perdiendo la carrera contra los copos.
A las once en punto de esa mañana Roman Hill se embarcaba en una nave de carga fletada hacia Río de Janeiro. Antes de hacerse cargo de sus faenas, depositó seis mil quinientos dólares en la caja de seguridad del capitán. Sassafras le había ido a despedir. Mientras se alejaba del puerto, luego de ver zarpar el barco, se encontró con un hombre cuya cara le recordaba la de Roman. El hombre tenía una habitación en Brooklyn y la invitó a tomar una copa en un bar cercano. La chica no vio ningún motivo por el cual tuviese que recorrer todo el camino de regreso a Harlem en medio de esa nieve, cuando podía encontrar las mismas cosas en Brooklyn y aguardar a que terminara la borrasca.
Cinco minutos antes del mediodía dos detectives de la Patrulla de Coches Robados hicieron un descubrimiento: localizaron el Cadillac dorado en el salón de exposiciones de un concesionario Cadillac en el centro de Broadway. Había estado aparcado frente a la entrada del taller mecánico, cubierto de nieve, cuando los encargados del taller lo descubrieron esa mañana al llegar para cumplir su horario de trabajo.
Nadie parecía saber cómo había llegado el coche hasta ese lugar. En el momento de marcharse todos, la semana anterior, el vehículo se encontraba junto con los demás modelos de muestra y el salón se había cerrado a las ocho de la noche del sábado anterior.
Uno de los vendedores más antiguos de la firma, Herman Rose, se asemejaba no poco a la descripción que Roman Hill había dado del individuo llamado Bernard Kaufman, que había actuado como notario en la operación de venta que él había hecho con el señor Baron.
Pero no había cargos contra él y nadie podía identificarle, de modo que nada podía hacerse.
Grave Digger y Coffin Ed fueron citados al despacho del inspector jefe, que se hallaba en el edificio de la Jefatura Central, en la calle Centre, para una hora después de la comida.
La oficina estaba llena de policías y detectives blancos, incluidos un ayudante del fiscal y un investigador especial delegado por el jefe de policía de la ciudad.
Se les preguntó por qué habían intentado apresar a los ladrones por sí mismos, utilizando a la señora Holmes como anzuelo, en lugar de haber llamado a la jefatura de zona para recibir instrucciones del oficial que se hallase a cargo.
—Queríamos salvar la vida de Casper —respondió Coffin Ed—. Si la policía hubiese rodeado la manzana, esos bandidos le habrían asesinado, sin duda.
El inspector jefe asintió. De todos modos él había planteado la pregunta porque así se lo habían ordenado.
Lo que la superioridad quería saber, en realidad, era la opinión de ambos detectives en cuanto a la participación de Casper en el asunto.
—¿Quién puede saberlo? —dijo Grave Digger.
—No hay pruebas —dijo Coffin Ed—. Todo lo que sabemos es lo que ha dicho su mujer.
—¿Detrás de qué estaba ella? —preguntó el inspector jefe.
—No lo hemos investigado aún —admitió Coffin Ed—. Tenemos algunos datos de ese otro caso, pero aún no hemos trabajado en eso.
El inspector jefe les comunicó que toda una dotación de detectives de las oficinas de Seguridad, Almacenes y Transportes, junto con dos expertos de la agencia de detectives Pinkerton, había registrado la oficina de Casper y el resto del edificio y había interrogado a todos los demás inquilinos y al administrador. Pero no habían logrado hallar los cincuenta mil dólares.
—Vosotros conocéis Harlem, muchachos, y también conocéis a Holmes —dijo el jefe—. ¿Dónde podría haber escondido la pasta?
—Si la tiene —siseó Grave Digger.
—Ése es el problema de los cincuenta mil dólares —definió Coffin Ed.
El asistente del fiscal de distrito resumió:
—Todo lo que puedo decir acerca de este caso es que apesta.
Y ya había caído la noche del lunes.
Las cuadrillas de barrenderos de nieve habían perdido la carrera. La ciudad estaba cubierta por el manto blanco.
El habitual estrépito de la ciudad estaba acallado, convertido en un silencio misterioso por una capa de cuarenta centímetros de nieve.
Grave Digger y Coffin Ed estaban en la oficina del capitán en la jefatura de Harlem, hablando del caso con su amigo y superior, teniente Anderson.
Grave Digger apoyaba una de sus nalgas en el borde del escritorio del capitán, en tanto que Coffin Ed se había apoyado contra un radiador, en un rincón, entre las sombras.
—Sabemos que lo ha hecho —decía Grave Digger—. ¿Pero cómo probarlo?
Las venas de las sienes de Anderson estaban hinchadas y sus pálidos ojos azules estaban perdidos en la lejanía.
—¿Por qué relacionasteis la estafa de Baron y el caso Casper? —preguntó el teniente.
Grave Digger hizo chasquear los labios.
—Era fácil —dijo Coffin Ed—. No hay otra cosa.
—Y nosotros hemos tenido suerte —admitió Grave Digger—. Fue como Leila Baron lo ha dicho: adivinó lo que había sucedido.
—Pero vosotros la habéis descubierto —replicó Anderson.
—En eso hemos tenido suerte —respondió Coffin Ed.
—¿Y cuál era el plan de ella?
—Tal vez no lo sepamos nunca, pero nos hemos hecho una reconstrucción aproximada —respondió Coffin Ed—. Leila Baron conocía a aquel vendedor, Herman Rose. Casper había comprado su Cadillac en ese concesionario. Cuando conoció a Roman y supo que él había ahorrado seis mil quinientos dólares para comprar un coche, comprometió a Rose y a Junior Ball (o Black Beauty, si quieres llamarle así) para montar el timo. Rose proporcionaría el coche; seguramente él tiene llave del salón de exposiciones, porque ha estado mucho tiempo allí y goza de confianza. Y también actuaría como notario público. Luego su papel terminaría. Baron haría que Roman recorriera esa calle desierta en la que Black Beauty, disfrazado de vieja, simularía haber sido atropellado. Sin duda habrían pensado también en qué modo le quitarían el coche a Roman y se quedarían con el dinero. Nunca lo sabremos con exactitud, a menos que ellos mismos nos lo dijeran. Tal vez ella tenía planeado asustarle y obligarle a que abandonase el país.
»Sea como fuere, aquellos atracadores disfrazados de policías se metieron por esa misma calle, mientras huían, y alcanzaron a ver la función. Vieron que el Cadillac atropellaba a la vieja; vieron que la vieja se ponía de pie. De inmediato comprendieron que se trataba de una trampa, y en la excitación del momento decidieron aprovecharse de ella para sus propios fines. Se apoderarían de otro coche cuyo robo no sería denunciado y se llevarían algo más de dinero. Y atropellaron a la falsa víctima con el fin deliberado de matarla.
—No tenían que hacer eso por fuerza —contradijo Anderson—. Podrían haberse apoderado del Cadillac y del dinero de cualquier manera.
—Pero querían pisar sobre seguro. Con la falsa víctima muerta de verdad, nadie iría a hacer una denuncia a la policía. Y les sería posible utilizar el Cadillac todo el tiempo que quisiesen sin el temor de que los arrestaran.
—Hijos de puta de la peor calaña —dijo Anderson.
—Ésa es nuestra idea acerca de la conexión entre los dos casos —concluyó Grave Digger—. En ambos hay una maldad espantosa.
—¿Pero por qué llevaron el coche hasta la agencia, luego? —se preguntó Anderson.
—Porque era lo más seguro, una vez que ya no lo necesitaban —respondió Coffin Ed—. El nombre y las señas del concesionario estaban escritos en una tarjeta pegada al cristal de la ventanilla trasera. Roman y su chica no la habían visto.
Anderson siguió meditando.
—¿Y no creéis que la mujer de Casper tenga algo que ver con el caso de él? —preguntó.
—No lo creo —dijo Grave Digger—. Ella le odia.
—De saberlo antes, le habría pasado el soplo a la policía —agregó Coffin Ed.
—Hasta intentó darnos una pista, pero no la comprendimos a tiempo —admitió Grave Digger—. Ha sido cuando nos envió a la cueva de Zog Ziegler. Ha de haberse figurado que allí alguien sabría algo del asunto y que nosotros nos enteraríamos, sin que ella tuviese necesidad de decirnos nada.
—Pero nos hemos figurado que nos daba algún dato acerca de Baron y nos hemos perdido lo otro —dijo Coffin Ed.
—Pero al fin ella os ayudó a salvarle —dijo Anderson—. ¿Cómo lo explicáis?
—No ha querido que esos pandilleros que la habían golpeado y robado vencieran a Casper —supuso Grave Digger.
—Además, es posible que aún piense que Casper es un gran hombre —agregó Coffin Ed.
—Él es un gran hombre —aseguró Grave Digger—. Según los principios comúnmente aceptados.
Anderson extrajo su pipa del bolsillo lateral de su chaqueta y la limpió con un diminuto cortaplumas sobre un folio de informe. Luego la llenó con tabaco que sacó de una pequeña bolsa de piel y encendió una cerilla en un borde del escritorio. Cuando la pipa estuvo encendida, retomó la conversación.
—Puedo comprender que Casper haya planeado un atraco como éste. Tal vez no se le haya ocurrido pensar que alguien podría resultar muerto o herido si las cosas no iban bien. Los únicos perjudicados podrían haber sido unos pandilleros de otra ciudad. ¿Pero por qué su mujer tenía que mezclarse en una estafa oportunista y barata como ésa? Es una mujer hermosa, toda una dama. Puede dedicarse a cien actividades que la mantengan ocupada.
—Diablos, la razón es evidente —dijo Coffin Ed—. Si tú fueses una mujer y tuvieras un marido que anda por ahí con muchachitos, ¿qué harías?
Anderson se puso encarnado.
Transcurrieron algunos minutos. Nadie dijo una sola palabra.
—Puedes oír tus propios pensamientos moviéndose en este silencio —comentó Coffin Ed.
—Como en un armisticio, cuando los cañones dejan de disparar —dijo Anderson.
—Esperemos que no haya que pasar otra vez por eso —suspiró Grave Digger.
—Otra cosa que he estado pensando es por qué Casper ha ido a su oficina al salir del hospital, cuando está visto que no ha escondido el dinero allí —prosiguió Anderson.
—Eso sí que es un problema —admitió Coffin Ed.
Una vez más se sumergieron en un silencio profundo.
—Quizá para sacarse de encima a los de la Pinkerton, que ya le pisaban los talones, o para tenderles una trampa a los atracadores, por si aún se hallaban por aquí. De todos modos, ha sido una maniobra para distraer la atención.
—Sí —dijo Grave Digger—. Hemos dejado algo fuera.
—Hemos dejado fuera aquello de Ziegler. Grave Digger giró y sus ojos se fijaron en Coffin Ed.
—Sí; quizá estemos dejando de lado eso mismo.
—¿Qué? ¿Sabes qué es? —preguntó su compañero.
—Sí, en este momento se me ha ocurrido.
—A mí también. La pandilla que lo ha hecho.
—Sí; es tan evidente como tu nariz.
—Ése es el problema. Es demasiado evidente, maldita sea.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Anderson.
—Te lo diremos luego —respondió Coffin Ed.
No había forma de circular calle abajo por la 134.
Grave Digger y Coffin Ed aparcaron el Plymouth en la Séptima Avenida, que había sido abierta por los camiones interestatales, y avanzaron entre la nieve que les llegaba hasta las rodillas.
El señor Clay estaba echado sobre un viejo sillón cubierto con un trozo de terciopelo verde descolorido, en el salón delantero del primer piso, que le servía de despacho. Había vuelto la cara contra la pared y la espalda hacia la calle cubierta de nieve, pero no dormía.
Desde la ventana, una lámpara de pie, que se mantenía permanentemente encendida, arrojaba su luz dudosa a través de la oscura pantalla.
Clay era un viejo diminuto, de piel apergaminada, ojos marrones casi vacíos y cabello largo y motoso. Como de costumbre, estaba vestido con una levita, pantalones a rayas negras y grises y anticuados botines negros, abotonados hasta el tobillo, con adornos de piel de ante. Llevaba cuello de pajarita y una corbata de lazo que se mantenía en su lugar con un alfiler rematado en una perla grisácea. Sus quevedos pendían de un lazo negro, prendido a la solapa de la levita, descansaban dentro del bolsillo superior de un chaleco gris de doble botonadura.
Cuando Grave Digger y Coffin Ed entraron a la tienda, sin moverse, Clay preguntó:
—¿Eres tú, Marcus?
—Ed Johnson y Digger Jones —respondió Coffin Ed.
El señor Clay se volvió, puso sus pies en el suelo y quedó sentado sobre el sillón. Se acomodó los quevedos sobre la nariz y observó a los detectives.
—No os sacudáis la nieve sobre mi suelo —ordenó con su vocecita quejumbrosa—. ¿Por qué no os habéis sacudido fuera?
—Un poco de agua no le hará nada a este lugar —aseguró Grave Digger—. Irá bien para asentar el polvo.
El señor Clay observó la boca hinchada del detective.
—¡Ja! Alguien te ha dado a ti, esta vez —dijo.
—No siempre puedes tener la suerte de tu lado —filosofó Grave Digger.
—Con el calor que tenéis aquí dentro, estaréis preparando momias —comentó Coffin Ed.
—No habréis venido aquí para quejaros de la calefacción —explotó el señor Clay.
—No, hemos venido a examinar los efectos de un cadáver que tenéis aquí.
—¿Qué cadáver?
—El de Lucius Lambert.
El señor Clay se negó de plano:
—No le podéis ver.
—¿Por qué?
—Casper no quiere que nadie lo toque. —¿Casper ha reclamado el cadáver de la Morgue?
—Lo ha reclamado un pariente, pero Casper pagará el funeral.
—Eso no le otorga derechos legales —dijo Coffin Ed—. Nosotros obtendremos una orden del pariente. ¿Cómo se llama?
—No tengo la obligación de decíroslo —dijo el señor Clay obstinadamente.
—No, pero un día u otro tendrás que hacerlo —amenazó Grave Digger—. No puedes tener cadáveres aquí sin autorización.
—¿Qué queréis con sus efectos?
—Sólo mirarlos. Puedes venir con nosotros si quieres.
—No quiero mirarlos; ya los he visto. Enviaré a Marcus con vosotros. —Alzó la voz para llamar—: ¡Marcus!
Un hombre alto, de piel clara, labios indefinidos y modales de viejo estilo inglés entró al salón. Era el embalsamador.
—Hazles ver a estos detectives los efectos de Lambert —ordenó el señor Clay—. Y mira que no se lleven nada.
—Sí, señor —dijo Marcus.
Les condujo hacia un depósito del sótano, junto al cuarto de embalsamamiento, donde se guardaban las ropas y efectos de los cadáveres, dentro de pequeños cestos de mimbre, hasta que fuesen reclamados por los parientes del muerto.
Marcus sacó de un anaquel uno de aquellos cestos y lo depositó sobre una mesa.
—Está a disposición de ustedes —dijo y se dirigió hacia la puerta. Allí giró e hizo un guiño—. No hay nada de valor; había una caja de calcetines y el viejo ya los ha marcado.
—¡Si lo sabrás tú! —murmuró Coffin Ed.
Les bastaron unos instantes. Grave Digger apartó las ropas hasta descubrir la caja de calcetines.
Era una caja negra con una franja dorada a lo ancho, preparada para doce pares de calcetines. Estaba sellada con un trozo diminuto de papel adhesivo.
Grave Digger desprendió el papel y sacó dos pares de calcetines de fina seda, envueltos por separado en papel color oro. Debajo había otro paquete hecho con igual papel. Puso el paquete sobre la mesa y lo abrió.
Contenía cincuenta billetes de a mil, nuevos.
—Así tenía que ser —dijo—. Snake Hips era el único a quien él se lo podía haber dado. Y ni hemos pensado en él durante todo este tiempo.
—Lo hemos tenido delante de las narices —admitió Coffin Ed—. Este chico jamás habría bailado en la calle semidesnudo en una noche como la del sábado sólo para demostrarle al camarero que le daba calabazas. Deberíamos haberlo comprendido antes.
—Y también estaba en la pandilla. Por eso tendríamos que haberlo comprendido. Casper le dio el paquete al pasar junto a él.
—¿Por qué crees que lo ha dejado aquí, Digger?
—En ningún otro lugar estaría más seguro que aquí y quizá no se le haya ocurrido que nosotros averiguaríamos que el nombre verdadero de Snake Hips era Lucius Lambert.
—¿Qué haremos con esto?
—Pues cerrar el paquete y volverlo al cesto y no decir nada a nadie —respondió Grave Digger.
—¿Y llevarnos el dinero?
—¡Pues claro, maldita sea! Llevarnos el dinero.
—Casper sabrá que lo tenemos nosotros.
—Lo sabrá, sí. Y maldito lo que podrá hacer al respecto. Eso le va a caer muy mal. Querrá liquidarnos, dejarnos sin trabajo. Pero no puedes dejar sin trabajo a dos detectives con veinticinco mil en el bolsillo. Y con todo lo que ahora sabemos de él, ni siquiera se atreverá a intentarlo.
—Me gustaría verle la cara cuando venga por la pasta —sonrió Coffin Ed.
—Sí; le estallarán varias arterias, me figuro.
Dos días más tarde la Fundación para la Ecología del New York Herald Tribune, que en verano envía de vacaciones al campo a niños de todas las razas y todos los credos, recibió una donación anónima de cincuenta billetes de mil dólares. Los directores de la fundación ni siquiera parpadearon: estaban habituados a recibir ese tipo de donaciones.
En ese mismo día, cuando estaba a punto de abandonar el hospital, Casper recibió un telegrama anónimo.
El texto decía: «El crimen no paga».