—Aquí no pasa nada —se dijo Leila Baron Holmes.
Extrajo un pesado llavero del bolsillo de su abrigo de visón y comenzó a buscar la llave que correspondía a esa puerta.
Un lado de su cabeza y sus hombros estaba iluminado por la luz roja del rótulo de neón del contiguo bar París, que penetraba a través del cristal.
En la densa oscuridad del final de las escaleras, un hombre estaba encogido, observándola. El individuo pasó su Colt 38 automática a la mano izquierda, se enjugó la sudorosa palma de la derecha en el abrigo y volvió a empuñar el arma. Se chupó el labio inferior y permaneció expectante.
Leila había encontrado la llave y abrió la puerta. Guardó las llaves en el bolsillo y tanteó la pared de su derecha en busca del interruptor de la luz. Sus dedos enguantados lo localizaron; lo oprimió, pero no se encendieron las luces.
—¡Maldita sea! —dijo con una voz trémula que en vano quiso hacer sonar despreocupada.
Se volvió, cerró la puerta y comenzó a subir la escalera. Su cuerpo temblaba de la cabeza a los pies y debía forzarse para dar cada uno de sus pasos.
La esencia fuerte, provocadora y afrodisíaca de un perfume francés precedía su marcha.
El hombre que estaba en el extremo superior de la escalera se echó atrás y siguió aguardando.
Cuando el pie de la mujer se posó sobre el corredor, el hombre aplicó su antebrazo derecho en torno a la garganta de ella y su codo izquierdo a su espalda, entre los omóplatos, y la alzó del suelo; Leila Holmes casi no podía respirar.
Pateó y golpeó a su atacante, sin resultados positivos, mientras él la llevaba a través del corredor.
—Baja o te romperé el cuello —susurró amenazador el hombre, soplando para quitarse de la cara el pelo perfumado de Leila.
La mujer dejó de luchar y comenzó a revolverse.
El individuo se detuvo frente a la última puerta que se abría a partir del frente y pateó con suavidad la parte inferior.
El panel superior era de cristal opaco y tenía estampadas las palabras:
CASPER HOLMES Y ASOCIADOS
Relaciones públicas
en letras doradas. Pero no había ninguna luz, ni por delante ni por detrás de la puerta, y las letras doradas no eran otra cosa que un brillo indefinido.
De pronto, la puerta se abrió hacia dentro. Sólo se veía el blanco de los ojos de un hombre. El sonido de la respiración ahogada de Leila era profundo en medio del silencio opresivo.
—¿Qué has pillado? —preguntó un susurro.
—Una mujer…, ¿no la hueles? —susurró en respuesta el hombre que había estado vigilando la escalera; luego entró al recibidor de la oficina de Casper, siempre con Leila suspendida en el aire.
—¿Qué es? —preguntó una voz de Mississippi desde la otra habitación.
—Una mujer —repitió el hombre de la escalera, acentuando la palabra en forma subconsciente.
Con especial afán seductor, Leila se restregaba contra él, poniendo su empeño más profundo. Antes de llegar, la joven se había bañado en el perfume afrodisíaco y ese aroma, junto con la hinchazón que le hacía cosquillear la lengua de concupiscencia, hacía estragos en el guardia de la escalera. También contribuía el temblor que agitaba el cuerpo de la mujer. La depositó en el suelo y aflojó la presión del antebrazo para que ella pudiese respirar.
De pronto se encendió una luz en el despacho privado y en un rincón se dibujó el rectángulo de una puerta.
—Tráela —ordenó la voz.
El guardia de la escalera empujó a Leila hacia la puerta; el otro hombre les siguió.
Los ojos de Leila se dilataron, llenos de abyecto espanto, y los sollozos estallaron, incontenibles.
El despacho parecía un matadero. Los cajones estaban abiertos, el suelo cubierto de papeles, los tapizados de piel hechos trizas, algunas ropas guardadas en un armario ya no eran más que hilachas, la caja de seguridad estaba abierta.
Una pesada cortina verde cubría la ventana que daba al patio interno del edificio y los postigos venecianos estaban firmemente cerrados para impedir que se filtrara luz hacia la calle por las dos ventanas del frente.
Los sonidos exteriores eran apenas audibles, a causa de la nieve. Desde el patio interno llegaba, sordo, el rumor de la caída de los copos y del agua circulando por las cañerías. En el interior del edificio el silencio era total. Toda la casa estaba a disposición de esos hombres.
Casper yacía de espaldas sobre la alfombra de color castaño; sus piernas estaban extendidas hacia ambos lados, con los tobillos amarrados a las patas del escritorio con las dos mitades de una extensión de conductor eléctrico. Sólo llevaba sus prendas interiores. Sus brazos estaban doblados de modo que sus manos sobresalían a la altura de los hombros y se hallaban ligadas con un par de esposas que le ceñían también la garganta. Le habían amordazado con su propio pañuelo de seda negra, estrechamente forzado y anudado detrás de su nuca. De sus párpados manaban gotas de sangre que se deslizaban, lentas, a lo largo de sus fosas nasales, corrían hasta las comisuras de los labios y de allí descendían hasta la mandíbula, siguiendo el camino que marcaba la mordaza.
La lámpara del escritorio estaba puesta en el suelo y enfocada en la cara de Casper. Era la única luz que iluminaba el cuarto.
Los ojos de Holmes estaban cerrados y parecía casi muerto. Pero Leila supo, en forma intuitiva, que estaba consciente y alerta. Saberlo le dio fuerzas para no desvanecerse, pero no hizo que disminuyera su terror.
El blanco estaba arrodillado junto a Casper con un cuchillo manchado de sangre que oprimía contra la garganta de su víctima. Había utilizado ese cuchillo para cortarle los párpados, punzarle las fosas nasales y rasgarle la lengua; también le había amenazado con utilizar el cuchillo para privarle de su virilidad.
El pelo negro y áspero del hombre blanco seguía pegado a su cráneo, pero ahora se veían sus fosas nasales blancas. Miró a Leila con sus ojos negros que tenían el brillo brutal de los de una serpiente.
—¿Quién es ésa? —preguntó como si no le interesara la respuesta.
—No lo sé, ha entrado con su propia llave.
—Soy Leila Holmes —dijo ella, con una voz que hacía pensar que tenía la lengua pegada a los dientes.
—La puta de Casper —dijo el blanco mientras se ponía de pie—. Tú sostenla, yo la apuñalaré.
Leila sollozó con fuerza y se acercó al guardián de la escalera, en busca de protección.
—No permitirás que ese desgraciado me haga daño —rogó con la voz adelgazada y temblorosa de terror.
De pronto hubo un cambio.
El guardián negro de la escalera hizo a un lado el cuerpo tembloroso de Leila Holmes y dejó a la vista su 38 automática. No apuntó al hombre blanco con ella: sólo se la mostró.
—Eso no es para mí —murmuró.
El hombre blanco le miró con cara inexpresiva.
—Baja y sigue vigilando —ordenó.
—La puerta está cerrada —respondió el negro.
—Baja, de todos modos.
El guardián no se movió.
—¿Qué harás con ella?
—Matarla, maldita sea, ¿qué te figuras? —respondió el blanco, impasible—. ¿Crees que la dejaré vivir para que pueda enviarme a la silla?
—Podemos usarla para hacerle hablar —argumentó el guardián señalando a Holmes con un gesto de su cabeza.
—¿Y tú te figuras que él hablará para salvar a su puta?
Leila se había movido unos centímetros en dirección al tabique que separaba los dos cuartos y trataba de acercarse a la ventana que daba al patio interior.
—No dejes que me mate —rogó con su vocecita aniñada, para mantener la atención de los hombres lejos de ella.
Tenía la boca abierta; deslizó la punta de la lengua sobre sus labios para hacerlos brillar; se enderezó para hacer bien visibles sus senos e hizo ondular su cuerpo como si su región pélvica tuviese puntos de apoyo giratorios. Apelaba a su sexo y a su raza para pelear por su vida; pero sus grandes ojos marrones estaban inundados de pánico.
El hombre blanco dio la espalda al guardián negro y se acercó a la mujer empuñando el cuchillo, listo para asestar un golpe mortal.
El otro hombre de color intervino:
—Espera, hombre. Éste te disparará.
El blanco se detuvo, pero no se volvió y mantuvo los ojos fijos en Leila.
—¿Qué hay con vosotros, negros? —dijo—. La bruja tiene que callar para siempre y no tenemos toda la noche para hacer tonterías.
La palabra negro le hizo perder terreno. Antes estaban divididos por una mujer. Ahora los separaba la raza. Ninguno de los hombres de color se movió ni dijo una palabra.
Abajo, en el bar París, alguien había puesto una moneda en el fonógrafo y el ritmo lento e hipnótico de una vieja melodía titulada Bottom Blues llegaba, débil, a través del suelo.
El segundo hombre de color decidió actuar como mediador.
—No hay motivo para que os peleéis a causa de una mujer —dijo—. Vamos a ver qué pasa.
—¿Qué pasa con qué? —preguntó el blanco. Sus anchos hombros parecían haberse petrificado por debajo de la amplia chaqueta.
Mientras se movía centímetro a centímetro, Leila aferraba con sus ojos al guardián de la escalera, con una mirada que prometía mil noches de amor frenético.
Durante toda su vida había utilizado el sexo para obtener placer. Ahora lo utilizaba para evitar la muerte y la situación se le hacía difícil. Se sentía tan asexuada como una pata de ternera. Pero todo dependía de ello y forzó las palabras para que atravesasen sus labios torpes y temblorosos.
—No dejes que me mate, por favor, te lo ruego. Te daré dinero… todo el dinero que quieras. Seré la mujer más tierna que jamás hayas tenido. Pero no le dejes…
—Calla, puta —dijo el blanco.
—Déjala que hable —dijo el guardián. El deseo le sacudía como una corriente eléctrica y casi le ahogaba, aplastándole el estómago contra los ríñones.
—Ya hemos hablado por demás —dijo el blanco que se seguía aproximando a Leila y alzaba el cuchillo.
La mano de la mujer voló a cubrir su boca y el gemido no llegó a oírse.
El guardián de la escalera se adelantó y puso la punta del cañón de su arma contra el centro de la espalda del hombre blanco; luego alejó el arma unos centímetros, para que tuviese aire: era una automática y necesitaría respirar antes del disparo.
El blanco comprendió el mensaje. Se quedó rígido, con las manos en alto.
—No dispararás —dijo. Su voz sonaba tan peligrosa como el aviso de una serpiente cascabel.
—No le hagas daño a ella, es todo lo que quiero —respondió el guardián de la escalera con una voz que sonaba igualmente peligrosa.
El segundo hombre de color desenfundó su 38 especial y la empuñó en la mano izquierda, sin apartarla de su cuerpo.
—Esto ya está demasiado difícil —dijo—. Tengo quince mil míos liados en el asunto y si todo explota, los perderé.
—Gallina —susurró Leila, que no dejaba de mirar a los ojos al guardián.
El sudor le cubría las sienes y el labio superior; en el lado izquierdo de su delicada garganta una vena latía con violencia. Leila respiraba como si le fuese imposible aspirar la cantidad suficiente de aire; dentro del jersey de seda azul, sus senos subían y bajaban como un fuelle. El suyo era un número de puro sexo, si es que existía alguno. Pero lo único que le interesaba en este mundo era llegar a la ventana que parecía estar a kilómetros de distancia.
Sin que el guardián de la escalera le pudiese ver, el blanco hizo girar el cuchillo en su mano y asió la punta de la hoja.
—Esta bruja está a punto de gritar en cualquier instante —dijo.
El guardián hizo una oferta:
—Te daré mi parte a cambio de ella.
Leila estaba más cerca de la ventana.
—No perderás —prometió al hombre.
Nadie habló. En el silencio, el ritmo lento e hipnótico que llegaba desde abajo se repetía, interminable, cambiando los instrumentos en solos de ocho compases.
—Trato hecho —dijo el blanco—. Ahora vete a vigilar la puerta.
—Me quedaré aquí… que Lefty vaya a la puerta.
Leila se volvió de espaldas a la ventana y tanteó la cortina. Sus dedos tocaron el cordel de la cortina.
—¡Mátale! —chilló, y tiró del cordel para abrir la pesada cortina.
Todo sucedió en forma simultánea.
La cortina voló hacia arriba, enrollándose sobre el eje superior con un repiqueteo de ruedas de patines.
Leila se echó al suelo en el momento en que el blanco le arrojaba el cuchillo. La hoja se hundió en el estómago de la joven, hasta las cachas.
El guardián de la escalera describió un arco con el cañón de su arma, en busca de un blanco.
Un cristal se hizo añicos y el cuarto estalló con el estampido poderoso, casi un cañonazo, del 38 largo de Grave Digger que, de pie en la escalera de incendios cubierta de nieve, había disparado a través de la reja de hierro de la ventana. A menos de tres centímetros el uno del otro, dos proyectiles se habían incrustado en el corazón del guardián de la escalera.
Al mismo tiempo sonaron dos disparos en el corredor; ruido de metal quebrado y maderas astilladas; una corriente de aire frío invadía el despacho de Holmes.
El ladrón zurdo giró hacia la puerta interna de la oficina y traspuso su umbral con la pistola a la altura de su muslo izquierdo, al estilo de los pistoleros de Hollywood. Sin saberlo, fue al encuentro de un par de pistolas y retrocedió hasta su punto de partida con dos nuevos ojos en su frente y el abrigo flameando en torno a su cuerpo por la fuerza de los impactos.
Con su cara brutal, de cejas espesas, inexpresiva a pesar de todo, el blanco desenfundó su arma. Era veloz como el rayo.
Pero Grave Digger ya había hecho puntería con su revólver de largo cañón apoyado en uno de los hierros de la reja. El primer disparo dio en el brazo derecho del hombre blanco, por sobre el codo, y el segundo en la rodilla izquierda.
De la mano del blanco se desprendió la pistola, mientras él caía de cara sobre la alfombra. El dolor de su rodilla era intenso, pero no emitió ningún sonido. Parecía un tigre herido, silencioso, inválido pero, a pesar de todo, el asesino más sangriento de toda la selva. Sin alzar los ojos, aun sabiendo que no tenía ninguna posibilidad, el blanco giró para tratar de alcanzar su pistola con la mano izquierda.
En ese instante entró al cuarto Coffin Ed y pateó el arma para dejarla fuera del alcance del herido; luego atravesó el despacho y con un disparo hizo saltar el candado de la reja de la ventana.
Grave Digger pateó la reja hacia el interior, terminó de romper los cristales de la ventana con el zapato y entró al despacho, junto con algunos copos de nieve.
Leila estaba acurrucada contra la pared, con las manos aferradas al mango del cuchillo, sollozando y gimiendo suavemente.
Grave Digger se arrodilló, le hizo apartar las manos con gentileza y se las esposó detrás de la espalda.
—No se puede sacar ahora —dijo—. Eso te mataría.
Coffin Ed estaba ocupado en esposar la mano izquierda sana del blanco a su pierna derecha. El hombre le miraba con gesto impasible.
Por fin Casper abrió los ojos. Veía la escena teñida de rojo, a través de la sangre que le cubría las pupilas.
Coffin Ed le liberó de la mordaza.
—Desátame, deprisa —dijo Casper con esfuerzo, hablando por entre la sangre que le llenaba la boca.
Grave Digger abrió las esposas y Coffin Ed le desamarró los tobillos.
Casper se incorporó sobre manos y rodillas y echó una mirada a su alrededor. Sus ojos enfocaron al hombre blanco. Ambos se observaron. Casper divisó el arma caída sobre la alfombra; como un oso, se arrastró hasta el escritorio y la empuñó. Todos le miraban, pero nadie, excepto el blanco, esperaba lo que sucedió a continuación. Casper acertó tres disparos en la cabeza del herido.
Coffin Ed se encegueció de ira. Asestó una patada a la mano de Holmes y le apuntó al corazón:
—¡Maldito hijo de puta! ¡Te mataré! —rugió—. Era nuestro, no tuyo. Tú, hijo de puta, hemos trabajado toda la noche y todo el día, nos hemos cargado cuanto riesgo se presentaba para arrestar a este bandido y tú le matas.
—Ha sido en defensa propia —dijo Casper con la voz pastosa por la sangre que manaba de su lengua casi destrozada—. ¡Vosotros habéis visto que intentaba disparar contra mí!
Coffin Ed alzó su pistola, con el gesto de quien asestará un golpe.
—¡Tendría que sacarte el puerco seso de la cabeza y decir que ha sido un accidente! —rugió.
—Tranquilo, tranquilo, hombre —advirtió Grave Digger—. Tú no eres Dios, tampoco.
Leila se había echado a reír como una histérica.
—¡Ya sabíais qué clase de tío es cuando me arriesgabais a mí y a todo el mundo para salvarle la vida!
Grave Digger observó a Casper mientras se ponía de pie y, tambaleante, se dirigía hacia el armario en busca de algunas ropas.
—¿Tanto significa el dinero para ti? —le preguntó.
—¿Qué dinero? —dijo Casper.
Abajo, en la calle 125 se arremolinaba la gente. El tráfico estaba detenido. El enorme Cadillac negro de Joe Green integraba una fila de coches que se extendía a lo largo de toda la manzana; estaba vacío y tenía el motor en funcionamiento. A ambos lados de la calzada, las aceras estaban cubiertas de todo tipo de individuos. El bar París y el Palm Café, y también el bar Apolo, se hallaban desiertos. Los tres cines de la zona estaban vacíos: la gente los había abandonado en busca de una diversión más interesante.
—¡Maaaldicióoon de Diooos! Un tiroteo cada noche —graznaba algún gracioso—. Es una locura, hombre, una locura.
Desde todas las direcciones posibles, coches patrulla convergían hacia el lugar, ondulando entre los coches detenidos, circulando por donde podían, respetando o no las leyes de tráfico, saltando a las aceras cuando les resultaba más cómodo para avanzar. Sus sirenas ululaban como almas condenadas al fuego del infierno. Sus luces rojas centelleaban como ojos demoníacos.
Los policías emergían de los coches, sus pesadas botas chapoteaban entre la nieve fangosa, y se precipitaban escaleras arriba, como en la introducción de la serie de la tele, titulada Gang Busters.
Y, luego, sus ojos se desorbitaban ante el espectáculo que se les ofrecía.
Coffin Ed estaba llamando para pedir una ambulancia.
Grave Digger había alzado sus ojos, arrodillado junto a Leila Baron, cuya frente acariciaba para consolarla.
—Todo solucionado —siseó—, menos el problema del atraco.