18

Grave Digger y Coffin Ed aguardaban, sentados dentro del coche, con las luces apagadas, en la calle 19. El motor funcionaba a mínimo régimen de revoluciones y las escobillas del limpiaparabrisas oscilaban de uno a otro lado.

La nieve seguía cayendo. Los administradores de los elegantes apartamentos que alternaban con las residencias privadas habían contratado peones para que limpiasen la nieve de las aceras. Ya no caían aquellos copos enormes de la primera hora de la tarde. En ese barrio las calles estaban casi por entero limpias.

—Tengo la impresión de que nos estamos perdiendo algo —siseó Grave Digger.

—Yo también —concordó Coffin Ed—. Pero tenemos que tener algo para empezar.

—Tal vez este chico se tope con algo.

Coffin Ed observó su reloj.

—Las siete y cuarto. Hace diez minutos que está allí. Si hasta ahora no se ha topado con nada, ya no lo hará.

—Mándale la señal.

Coffin Ed hizo sonar la bocina según la señal convenida. Los detectives permanecieron con la vista fija en el espejo retrovisor.

Roman salió de la casa. Alguien, fuera del campo visual de los que aguardaban en el coche, le observaba marcharse. Roman se encasquetó la gorra y se echó a andar.

Cuando llegó junto al coche, Grave Digger se inclinó, abrió la puerta trasera del coche y ordenó:

—Adentro.

Una cabeza se asomó por la puerta entreabierta de la casa, espió durante un par de segundos y luego desapareció. La puerta volvió a cerrarse.

—¿Qué has sacado en limpio? —preguntó Coffin Ed.

—¡Fiiuuuu! —silbó Roman. Una capa de sudor brillaba sobre su piel suave y oscura—. Nadie conoce al señor Baron —dijo—. Al menos todos ellos dicen que no le conocen. —Volvió a silbar—. ¡Jesús todopoderoso! ¡Esos tíos! ¡Y son ricos! ¡Y bien educados, también!

—Te han dejado fuera de combate, ¿eh? —dijo Coffin Ed con aire ausente.

Los detectives intercambiaron una mirada.

—Lo mejor será que pasemos por el hospital otra vez —sugirió Coffin Ed. Su tono era de desánimo y perplejidad.

—Perderíamos tiempo —dijo Grave Digger—. Será mejor que llamemos.

Coffin Ed rodeó Gramercy Square y se detuvo frente a un tranquilo y discreto bar de Lexington. Bajó del coche y fue hacia el bar.

Blancos elegantemente vestidos bebían sus aperitivos en una atmósfera de dorada penumbra que destilaba promiscuidad. Coffin Ed se sentía tan incómodo como el Santo Padre en el Vaticano: no permitió que el ambiente le perturbara.

Con expresión indiferente, un camarero le comunicó que no había teléfono en el lugar. Los parroquianos sentados frente a la barra le miraron con disimulo.

Coffin Ed hizo centellear su chapa ante los ojos del camarero.

—Dime eso mismo otra vez y te quedarás sin trabajo —advirtió.

Sin cambiar de expresión el hombre indicó:

—Al fondo, a la derecha.

El detective ahogó su impulso de darle un golpe y se dio prisa para llegar hasta el teléfono. Un hombre salía de la cabina; otro esperaba su turno para entrar. Coffin Ed exhibió una vez más su credencial y exigió prioridad.

Obtuvo la comunicación con la recepcionista del hospital.

—El señor Holmes se encuentra descansando y no puede ser molestado —respondió una voz fría, con acento que no admitía réplica.

—Habla el detective de la jefatura de barrio, Edward Johnson; se trata de un problema que exige urgente atención —respondió.

—Le pondré con la supervisora —dijo la recepcionista.

La enfermera supervisora era paciente y gentil. Dijo que el señor Holmes no se encontraba bien y que por ningún motivo podía ser molestado en ese momento; incluso había pospuesto para las diez su entrevista con la prensa y el doctor le había suministrado un sedante.

—No puedo decir que la creo, pero ¿qué puedo hacer? —estalló la ira de Coffin Ed.

—Exactamente —respondió la supervisora y cortó la comunicación.

El detective llamó a la casa de Casper. La señora Holmes contestó a la llamada. Coffin Ed se identificó. Leila Holmes nada dijo.

—¿Ha estado en comunicación con Casper? —preguntó él.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Me ha llamado esta tarde.

—¿Durante esta última hora?

—No.

—¿Puedo preguntarle cuándo espera que él regrese a casa?

—Me ha dicho que regresará en la tarde del martes… si no surgen complicaciones.

Coffin Ed dio las gracias, colgó el auricular y regresó al coche.

—Esto me sabe mal —observó Grave Digger.

Coffin Ed se dirigió a regular velocidad hacia la avenida Lexington y en la calle 35 en dirección a Park Avenue, donde el tráfico se movía con mayor rapidez. Bordeó la estación Grand Central por la rampa superior, patinando en las curvas cerradas y recibiendo varias maldiciones de los conductores de taxis.

—Si conozco a Casper, sé que se irá del infierno de ese hospital lo más pronto que le sea posible —murmuró mientras aceleraba para subir hacia la calle 50.

—A menos que se esté ocultando —propuso Grave Digger.

Desde el asiento trasero intervino Roman:

—Si ustedes hablan del señor Holmes, ya ha abandonado el hospital.

El coche se desvió de su trayectoria y apenas evitó el choque contra un Lincoln que avanzaba por el carril central. Coffin Ed se acercó a la acera, frenando entre dos coches que marchaban a gran velocidad y aparcó junto a la esquina de la calle 51. Junto con Grave Digger fijó sus ojos en Roman.

—Al menos es lo que ha dicho esa gente que estaba en aquella casa de allá abajo —se defendió Roman—. El señor Holmes llamó a uno de ellos desde el hospital y le dijo que estaría en su casa a las ocho… a un tío que se llama Johnny.

—Faltan trece minutos para las ocho —dijo Coffin Ed tras mirar su reloj—. Querría tener a esa supervisora…

—La ha instruido él; ya sabes cómo es Casper —interrumpió Grave Digger con expresión ausente.

Los dos detectives pensaban a toda prisa.

—Si tú fueses Casper y quisieras escurrirte, ¿cómo lo harías? —preguntó Grave Digger.

—No soy Casper, pero alquilaría una ambulancia.

—Eso es demasiado evidente. El lugar está lleno de periodistas y, si alguien le estaba acechando, también vería el ardid.

—Un coche fúnebre —sugirió Coffin Ed—. Con tanta gente como la que muere en ese hospital…

—¡Clay! —gritó Grave Digger, interrumpiéndole.

Miraron a su alrededor. A ambos lados de la calle se alzaban edificios de oficinas y unas pocas casas de apartamentos inexpugnables.

—Tenemos que conseguir un teléfono —dijo Grave, Digger, y luego con una idea repentina ordenó—: Ve hacia la 17.

La jefatura 17 estaba en la calle 51, entre las avenidas Lexington y Tercera. Llegaron en dos minutos.

Coffin Ed llamó a Clay, mientras Grave Digger aguardaba. Habían dejado a Roman, esposado, dentro del coche.

—Servicios fúnebres Clay —respondió a la llamada la voz quejumbrosa del viejo.

—Clay. Ed Johnson y Digger Jones aquí. ¿Has enviado un coche fúnebre para llevar a Casper a su casa?

—Estoy enfermo y fatigado de que todo el mundo quiera custodiar el coche que he enviado por Casper —tartajeó el viejo—. Él ya se lo ha pedido a los muchachos de Joe Green… como si él no pudiese cuidarse con lo débil que se encuentra. Y además ha pretendido mantenerlo en secreto. Luego la Pinkerton ha enviado a sus hombres…

—¿Qué? ¿La agencia Pinkerton?

—Eso es lo que me han dicho. Que enviarían a tres hombres de los suyos para…

—¡Jesucristo bendito! —exclamó Coffin Ed antes de cortar la comunicación—. Ponme con la agencia de detectives Pinkerton —pidió al operador de la centralita.

Cuando dejó de hablar, ambos detectives se miraron con los ojos oscurecidos por la preocupación.

—Sin duda ya le han echado mano. Pero ¿por qué? —dijo Coffin Ed.

—Ése no es el problema ahora —siseó Grave Digger—. La cuestión es, ¿dónde?

—Tiene que existir alguna conexión —aseguró Coffin Ed—. Nosotros no la hemos advertido, eso es todo.

—Aún nos queda una carta, que se podría jugar. Representaremos el papel de un tío que se llama Bernard Kaufman.

—Deberíamos conocer su verdadero nombre.

—No importa ahora; podemos jugarla, ya que es lo único que nos queda por jugar —sostuvo Grave Digger—. Tal vez así logremos que Baron quede al descubierto.

Coffin Ed comenzó a comprender la idea.

—Pues sí, podría dar resultados —admitió—. Pero necesitaremos a la amiga de Roman.

—Pues a buscarla, y deprisa. Ya ha corrido demasiado tiempo.

Fueron hasta el coche y se lanzaron hacia Roman:

—Tenemos que armar una trampa para Baron, hijo, y para eso necesitaremos a tu reina africana; para que le identifique —explicó Coffin Ed.

—No puedo hacer eso —respondió Roman—. Ustedes no la necesitan para eso.

—Os necesitamos a ambos y no hay tiempo para discusiones. La vida de un hombre está pendiente de esto, la vida de un hombre importante para nosotros, para la gente de color, sea como sea que mires el asunto… y tal como están las cosas. Si nos ayudas, luego te ayudaremos nosotros. Pero si no lo haces, te crucificaremos. ¿Has tenido frío alguna vez?

—Sí, señor, muchas veces.

—Pero nunca tanto como el que te haremos pasar Te llevaremos al río, te amarraremos los pies y te colgaremos sobre el agua, con toda esa nieve que cae de los puentes.

Roman comenzó a tiritar ante la sola idea.

Tiempo después Coffin Ed admitiría que esa amenaza sólo podía haber sido eficaz con un chico de Alabama.

—Si yo le digo dónde está, usted no la arrestará, ¿no? —pidió Roman—. Ella no ha hecho nada.

—Si nos ayuda a arrestar a Baron, le daremos una condecoración —prometió Coffin Ed.

Estaban dentro de la oficina vacía de la casa de alquiler de botes, junto al lago, frente a la casa de apartamentos en que vivía Casper Holmes, haciendo una llamada.

Hacía frío y el ambiente estaba húmedo; una capa de tres centímetros de hielo cubría el piso.

Coffin Ed hablaba a través de los dientes finos de un peine de caucho aplicado al micrófono del teléfono.

—Habla Bernie —dijo—. Escucha y no hables. La poli ha interferido tu línea. Dile a Baron que se ponga en contacto conmigo de inmediato.

—No sé de qué está hablando —dijo una voz llena de frialdad al otro extremo de la línea.

El detective colgó.

Grave Digger preguntó con la mirada.

Su compañero se encogió de hombros.

Roman y Sassafras, de pie a un lado y esposados juntos, le miraban como si él fuese el depositario de sus sentidos.

—Si usted ha querido imitar al Bernard Kaufman que firmó ese billete de venta que el señor Baron le ha dado a Roman, no se parecía a él para nada —dijo Sassafras con desdén.

Pero los detectives ya habían pensado en ello.

—Ya veremos si da o no resultado —les dijo Grave Digger.

Flanquearon a la pareja esposada y se dirigieron hacia afuera en dirección al Plymouth de Coffin Ed.

Estaba aparcado entre dos coches cubiertos de nieve, casi invisibles bajo la capa blanca, frente a la entrada de la casa de apartamentos de Casper, pero al otro lado de la calle. El Plymouth de Coffin Ed no parecía un coche de policía.

Coffin Ed abrió la puerta, se sentó al volante y puso en marcha el motor y los limpiaparabrisas. Grave Digger se sentó junto a él. Roman y Sassafras se acurrucaron en el asiento trasero.

Roman aún llevaba su traje de marinero; Sassafras vestía el mismo conjunto del día anterior, con excepción del gorro de punto rojo, que había cambiado por otro, verde.

Los peatones, enceguecidos a medias por la nieve, no les prestaban atención.

Sassafras se inclinó hacia Roman y con tono de conspiradora le susurró:

—Aún no he tenido noticias de mi amigo.

Había estado oculta durante todo el día y no se había enterado de que su amigo, a pesar de toda su experiencia, había perdido la cabeza.

—Pero en cuanto las tenga…

—Cierra la boca —dijo Roman, nervioso—. No las tendrás.

—¡Ah, muy bien! —exclamó indignada la joven y se apartó hacia el rincón opuesto.

El Plymouth apuntaba hacia la Quinta Avenida, que limita al Central Park por el oeste. Todos los autobuses dé la Quinta Avenida que se dirigían hacia el norte, giraban en la esquina de la calle 110 y luego se separaban hacia sus diversos destinos, unas calles más arriba. La oficina de control de las líneas, donde se comprobaban los horarios y se producían los reemplazos de personal, estaba al otro lado de la esquina del lado norte de la calle 110. Al lado había un bar que enfrentaba a la plaza. Allí se hallaba el teléfono público más cercano.

Coffin Ed se volvió en el asiento y dijo:

—Vosotros, queremos que vigiléis esa puerta que está al otro lado de la calle. Si veis que sale alguien a quien conozcáis, sea quien sea, nos diréis quién es.

—Sí, señor —respondieron los dos jóvenes al unísono y se dedicaron a observar la puerta.

Un hombre gordo y bajo salió del edificio Llevaba un abrigo Chesterfield azul, un pañuelo blanco de seda y un sombrero Homburg negro Grave Digger paseó sus ojos de la cara de Roman a la de Sassafras. Ninguno de los dos hizo ningún signo de reconocimiento.

Una pareja de mediana edad salió luego; una mujer con una niñita de la mano entró; un hombre alto, con un abrigo deportivo se precipitó hacia afuera.

Leila Holmes apareció a través de la puerta. Llevaba pantalones negros, botas negras de piel de conejo y un amplio abrigo de visón. Una bufanda de lana, color de trigo, estaba anudada en torno a su cabeza.

La mujer comenzó a caminar deprisa hacia la esquina de la Quinta Avenida.

Coffin Ed hizo avanzar el Plymouth por el carril lateral. Se adelantó a la mujer que andaba deprisa por la acera opuesta y luego disminuyó su velocidad.

Una de las farola esparcía su luz blanca dibujando un círculo sobre la nieve blanca.

Cuando Leila llegó al círculo de luz, Sassafras exclamó:

—¡Allí está el señor Baron!

Roman se puso rígido y se inclinó hacia delante para ver mejor. Sus ojos parpadearon.

—¿Dónde?

—¡Al otro lado de la calle! —chilló Sassafras con su voz aguda—. ¡Con un abrigo de visón! ¡Es él!

—¡Eso es una mujer! —vociferó Roman—. ¿Te has vuelto loca?

—Por supuesto que es una mujer —volvió a chillar Sassafras con voz airada—. ¡Reconocería a esa bruja en cualquier lugar!

Coffin Ed ya había avanzado y describía un giro en U para enfrentar a Leila.

—¡Maldición, chica! ¿Por qué no me lo habías dicho? —gritó Roman, cuyos ojos no dejaban de parpadear.

—¿Te figuras que yo te diría que él era una mujer? —dijo Sassafras con tono triunfante.

El Plymouth estaba frente a Leila, algunos pasos más adelante. Grave Digger descendió, saltó por encima de un montón de nieve y se deslizó por entre dos coches aparcados. Leila no le vio hasta el momento en que él la tomó del brazo.

Su cara giró con rapidez, tensa de terror; sus grandes ojos marrones se habían convertido en mares de miedo; una capa grisácea le cubría la piel oscura y suave.

Luego reconoció al detective.

—¡Quíteme esa mano sucia de encima, policía asqueroso! —chilló con furia mientras sacudía el brazo para librarse de Grave Digger.

—Venga, al coche, señor Baron —siseó Grave Digger con su tono más meloso—, o le daré una buena bofetada aquí mismo, en la calle.

La sangre que le afluía a la cara le daba la apariencia de un rostro indio tatuado; los ojos de Leila relumbraban como los de un gato, centelleaban con furia animal. Pero dejó de resistirse. Con voz ahogada amenazó:

—Quédate tranquilo, macho, ya me ocuparé de que Casper te reviente por esto.

—Casper no vivirá para hacerlo, a menos que le encontremos deprisa —le respondió el detective.

—¡Oh, Dios! —sollozó Leila, y perdió el sentido.

Grave Digger tuvo que alzarla en brazos para llevarla hasta el coche. Coffin Ed abrió la puerta delantera y la instalaron entre ambos, en el asiento del frente.

—¿Cómo me descubrieron? —preguntó la mujer.

—Por deducción lógica —respondió Coffin Ed—. Tenía que ser una mujer o tenía que estar en alguna pandilla. Y en ninguna pandilla la conocían.

—Sólo conocen a Casper —dijo Leila, con amargura.

Grave Digger observó su reloj.

—Ocho y diecinueve minutos —siseó—. Nuestra, única posibilidad está en que Casper es un tío duro, en lo que usted nos diga y en la prisa que ponga en hacerlo.

Leila Holmes quiso disculparse.

—Yo no he estado en ese asunto, si eso es lo que ustedes se figuran…

—Sin introducciones —rugió Coffin Ed.

—Sólo he adivinado lo ocurrido —prosiguió Leila—. Reconocí al hombre blanco cuando nos detuvo, después de atropellar a Junior. No sé por qué…

—Eso para después.

—Le vi hablando con Casper el viernes por la mañana. Sabía que era un forastero. Luego recordé que Casper había pedido una conferencia con Indianapolis el jueves por la noche, inmediatamente después de haber hablado con Grover Leighton. En ese momento me pregunté si andaría…

Grave Digger estalló:

—¡Por el amor de Dios, al grano!

—Luego, cuando supe que eran los mismos que habían robado a Casper, comprendí que él les había pagado para que lo hicieran. —Aspiró con dificultad y en su cara se dibujó una mueca extraña—. Nadie puede robar a Casper, a menos que él esté de acuerdo.

—Así es —admitió Coffin Ed.

—¿Pero para qué toda esa violencia? ¿Por qué le buscan ahora?

Leila Holmes suspiró.

—Es posible que él quiera zafarse de ellos.

—¿Traicionarles? —Coffin Ed parecía un tanto perplejo—. ¿Traicionar a esos tíos tan peligrosos?

—¿Por qué no? —dijo Leila con sorna—. Casper traicionaría a su misma madre; y no le tiene miedo a nadie que camine sobre dos piernas. Les traiciona primero, y luego les vende. Es posible que el maletín estuviese lleno de periódicos en el instante del atraco.

—Le matarán —concluyó Coffin Ed.

—No antes de recuperar el dinero —corrigió Grave Digger—. ¿Dónde lo ha metido? —preguntó a Leila.

—En algún rincón del edificio donde tiene la oficina —respondió la mujer con voz incolora—. No ha ido a ningún otro lugar.

Grave Digger volvió a consultar su reloj. Las ocho y veinticuatro minutos.

El Plymouth ya estaba en camino.

—Aguanta, hijo —siseó Grave Digger con su voz pastosa, mientras buscaba su revólver niquelado de cañón largo dentro de la funda que colgaba de su hombro y comenzaba a comprobar si estaba totalmente cargado—. Ya llegamos.