17

Un sobrio Cadillac negro estaba aparcado en la calle 134, a pocas puertas de la funeraria de Clay, junto a la acera opuesta. Por su sombría apariencia, bien se le podía tomar como un coche fúnebre.

El motor funcionaba a régimen mínimo de revoluciones y no se le oía. El descongelador funcionaba también, las luces estaban apagadas. Las escobillas barrían el parabrisas.

George Drake estaba sentado al volante, y se limpiaba las uñas con un diminuto cortaplumas de mango de oro. Era un hombre de color, de aspecto común, de edad indefinida. Hasta su cara ropa oscura parecía ordinaria en él. Lo único notable en sus facciones eran sus ojos, que apenas parpadeaban. No parecía hallarse aburrido ni impaciente; tampoco tenía aspecto de persona paciente. Al verle, cualquiera hubiese pensado que esperar a alguien era su tarea habitual.

Big Six estaba sentado junto a Drake, limpiándose los dientes con un viejo palillo de hueso. Su espalda parecía gigantesca dentro del abrigo colorido, ajustado a la cintura con un ancho cinturón. El sombrero negro, de anchas alas, le cubría los ojos. Su cara picada de viruelas era descomunal. Entre los dientes amarillos se advertían espacios vacíos.

Un borracho blanco se tambaleaba entre la nieve que le llegaba a los tobillos. Su sombrero de fieltro oscuro, abollado y sin forma se apoyaba sin firmeza en la parte trasera de su cráneo.

El pelo liso, abundante y grueso estaba echado hacia atrás y descubría una frente tan amplia como la del Eslabón Perdido. La cara blancoazulada, con sus cejas espesas, pómulos altos, facciones rústicas y boca ancha de labios delgados, tenía algo de indígena. Un abrigo azul oscuro, con algunos copos de nieve a un lado, revoloteaba en torno a su cuerpo y, al abrirse, dejaba ver un arrugado traje ordinario de sarga azul, con chaqueta de doble botonadura.

El borracho se detuvo, de pronto, abrió sus pantalones y comenzó a orinar sobre el parachoques delantero del Cadillac, balanceándose hacia atrás y adelante.

Big Six bajó el cristal de su ventanilla y dijo:

—Sal de ahí, hijo de puta. Deja de mearnos el coche.

El borracho se volvió y le miró con ojos negros, inyectados en sangre.

—Te mearé a ti, negrito —murmuró una voz sureña.

—Ya veremos si te atreves —dijo Big Six, que guardó su palillo de dientes en un bolsillo del abrigo y abrió la puerta del coche.

—Déjale ir —dijo George Drake—. Aquí baja Jackson.

—Le voy a aplastar, nada más —anunció Big Six—. No me llevará ni un segundo.

En el espejo del lado derecho, George vio a dos hombres de color que caminaban junto a la casa frente a la cual él estaba aparcado. Llevaban viejas maletas Gladstone y parecían obreros de camino hacia su trabajo. Ambos comenzaron a cruzar la calzada. La ventanilla trasera del Cadillac estaba cubierta por la nieve, de modo que George les perdió de vista.

—¡Hombre, deprisa! —ordenó en el momento en que Big Six le ponía la mano encima al borracho.

El blanco describió un amplio arco con su mano derecha, que había mantenido oculta, y sumergió la hoja de un cuchillo de caza en la cabeza de Big Six. La hoja se deslizó por sobre la sien izquierda y recorrió la parte interna del cráneo para emerger por encima de la sien derecha. Big Six quedó sordo, mudo y ciego, pero no inconsciente. Se inclinó hacia adelante y trastabilló sin rumbo fijo, como un viejo ciego.

—¡Maldicióooon! —gritó George Drake mientras abría la puerta del coche con la mano izquierda y con la derecha buscaba su pistola, por debajo de la chaqueta.

Ya tenía el pie izquierdo en la calzada, enterrado en la nieve, y su mano izquierda se aferraba al borde de la puerta para mantener el equilibrio, cuando un lazo corredizo cayó sobre su cabeza y se sintió arrojado hacia atrás. Una rodilla le golpeó la espalda y sintió un dolor que le hizo pensar que su columna vertebral estaba rota; luego se le cayó el sombrero. Una porra golpeó por encima de su oreja izquierda, luces multicolores estallaron dentro de su cabeza y perdió el sentido.

—Ponlo atrás —ordenó el hombre blanco, desde el otro lado del coche—. Las demás cosas mételas dentro del maletero.

El hombre volvió la cabeza, echó una última mirada a Big Six y se olvidó de él.

Big Six caminaba lentamente por la acera, calle abajo, arrastrando sus pies entre la nieve. La herida casi no sangraba; un hilo de sangre le recorría la mejilla desde el lugar por donde sobresalía la punta del cuchillo. Sus ojos estaban abiertos; aún tenía el sombrero sobre la cabeza. A no ser por el mango de asta del cuchillo y los cinco centímetros de hoja que asomaban al lado opuesto de su cráneo, se le hubiera tomado por un borracho cualquiera. En silencio, Big Six clamaba por la ayuda de George.

El hombre blanco se sentó en la parte trasera del coche y recogió un extremo del lazo. Uno de los hombres de color se sentó al volante; el otro estaba atrás, guardando las maletas Gladstone en el maletero.

Un coche fúnebre negro y reluciente salía con lentitud del garaje de la funeraria. El conductor enderezó la dirección y acercó el vehículo a la acera. Un hombre negro y gordo, que llevaba un uniforme de chófer de tela oscura, descendió para ir a cerrar la puerta del garaje. Luego echó una mirada al Cadillac aparcado al otro lado de la calle.

—Haz centellear las luces —ordenó el hombre blanco desde el asiento trasero.

El conductor encendió las luces largas durante un instante.

Jackson agitó su mano derecha y se introdujo en el coche fúnebre.

La nieve no había bloqueado aún las calles secundarias y el coche fúnebre avanzó con lentitud hasta la Séptima Avenida. El Cadillac le seguía a media manzana de distancia, con las luces de posición encendidas.

El blanco había hecho girar el cuerpo de George Drake sobre el piso; apoyó entonces un pie entre los omóplatos del negro y luego el otro sobre la nuca y tiró del lazo tanto como le fue posible. Lo mantuvo así mientras el Cadillac bajaba por la Séptima Avenida, ya limpia de nieve, y giraba por la calle 125.

Cuadrillas de obreros negros, deseosos de ganarse unos dólares en el día de descanso, apaleaban las montañas de nieve y las cargaban en los camiones del municipio.

Los coches recorrían nuevamente las calles despejadas y borrachos alegres y decidores se encaminaban hacia los bares. Algunos vagos arrojaban puñados de nieve blanda a sus amiguitas, que corrían entre chillidos de regocijo. Un camión de correos se detenía junto a cada buzón para recoger la correspondencia.

Big Six seguía arrastrándose con paso tardo hacia la Séptima Avenida con el cuchillo atravesado en su cráneo. Pasó junto a una joven pareja. La mujer jadeó y se puso pálida.

—Es una broma —le explicó el hombre con aire de conocedor—. Esas cosas se compran en las tiendas de juguetes. Equipos para magos. Te pegas uno a cada lado de la cabeza.

La mujer se estremeció.

—Pues no tiene gracia —dijo—. Un hombre mayor como ése jugando con esas cosas de cuchillos.

En su camino, Big Six pasó junto a una mujer con dos niños, que iban de camino hacia un cine, para una película de terror. Los niños chillaron. La mujer se sentía indignada.

—Tendría que sentirse avergonzado de sí mismo. ¡Asustar así a los niños! —acusó.

Big Six seguía a paso lento, ajeno al mundo exterior. En silencio, la parte racional de su mente iba diciendo: «¡George! George, ese hijo de puta me ha jodido».

Comenzó a atravesar la Séptima Avenida. La nieve se había amontonado sobre el borde de la acera, y sus pies se hundieron en ella. Tropezó pero pudo evitar la caída. Se metió en uno de los carriles, en medio del tráfico. Cruzó frente a un coche que había tomado velocidad. Rechinaron los frenos.

—¡Borracho idiota! —gritó el conductor. Luego vio el cuchillo que sobresalía de las sienes de Big Six.

El hombre descendió del coche de un brinco, corrió hacia Big Six y le tomó del brazo con suavidad.

—Dios del santo cielo —murmuró.

Era un médico de color, joven, que hacía su período de internado en un hospital de Brooklyn. Había visto un caso similar un año atrás. También aquella víctima había sido un hombre de color. El único modo de salvarle era dejar el cuchillo donde estaba.

Una mujer comenzó a descender del coche.

—Dick, ¿puedo ayudarte? —La joven sólo había visto el mango del cuchillo. No había visto la parte de la hoja que asomaba al otro lado.

—No, no, no te acerques —le ordenó—. Ve hasta el bar más cercano y llama una ambulancia… será mejor que vuelvas con el coche hasta el bar de Small. Haz un giro en U.

Mientras la mujer se alejaba, otro coche con dos hombres se detuvo.

—Sí, ayúdeme a acostar a este hombre en la acera. Tiene un cuchillo atravesado en el cráneo.

—¡Jesús crucificado! —exclamó el segundo ocupante del coche, antes de abrir la puerta de su lado y descender—. Cada día piensan alguna nueva manera.

Sobre la Avenida Lexington los coches estaban aparcados en doble fila frente al hospital y una gran cantidad de gente ocupaba la acera fangosa. Fotógrafos y periodistas montaban guardia ante la puerta principal y la salida de ambulancias, observando con atención la salida de cada persona y de cada vehículo. De algún modo se había deslizado la noticia de que Casper Holmes estaba a punto de abandonar el hospital y todos estaban decididos a no dejarle pasar de incógnito.

Dos coches patrulleros habían aparcado al otro lado de la calle; varios policías uniformados habían descendido de ellos y restregaban sus manos enguantadas.

Los copos de nieve seguían cayendo y dejaban un manto blanco sobre abrigos, sombreros y paraguas.

Cuando el coche fúnebre se acercó, los policías despejaron la entrada de coches.

Un fotógrafo abrió la puerta del conductor y la luz de un flash relampagueó sobre la cara de Jackson.

—Es el conductor —advirtió a sus colegas, por encima de su hombro. Luego preguntó—: ¿A quién te llevarás, Jack?

—Al difunto señor Clefus Harper, víctima de una neumonía —respondió Jack con gesto impasible.

—¿Alguien conoce a Clefus Harper? —preguntó el fotógrafo. Nadie lo conocía.

—No me obligues a desenmascararte, Jack —dijo el periodista.

El coche fúnebre descendió por la calzada interna del hospital en dirección a la puerta trasera.

—Sigue, sigue —dijo el hombre blanco, desde el asiento trasero del Cadillac negro—. Les llevará tiempo sacarle afuera y nosotros tenemos que librarnos de este leño.

El conductor aceleró, recorrió la fila doble de coches y atravesó la calle 121.

—¿Está muerto? —le preguntó su compañero.

—Vivo no está —respondió el blanco antes de inclinarse para quitar el lazo del cuello de George Drake.

A continuación, vació los bolsillos del cadáver.

—¿Dónde le dejaremos? —preguntó el conductor en el momento en que se acercaba a la calle 119.

El blanco miró a su alrededor. No era muy conocedor de Harlem.

—Gira hacia abajo por esta calle —dijo—. Creo que será un buen lugar.

El pesado coche se hundió en la nieve.

—¿Podrás llegar hasta la Tercera Avenida? —preguntó el blanco.

—Sí, hombre —aseguró el conductor, confiado—. Un poco de nieve no será lo que detenga a este Cadillac.

El blanco recorrió la calle de una mirada. Nadie a la vista. Abrió la puerta del lado de la acera.

—Acércate a la acera —pidió.

El conductor rozó el arcén.

El blanco hizo rodar el cuerpo de George Drake hacia un montículo de nieve que obstruía la acera. Luego cerró la puerta y miró hacia atrás. El cadáver parecía un borracho caído en la nieve, sólo que no había huellas a su alrededor.

—Hacia arriba —ordenó.

Jackson acercó el coche fúnebre a la puerta trasera del hospital; por esa puerta salían los cadáveres. Él la conocía muy bien.

Descendió del coche, abrió la parte trasera y comenzó a arrastrar hacia sí un gran cesto de mimbre.

Dos empleados de color, muy sonrientes, llegaron a su lado y se llevaron hacia el hospital el cesto de mimbre.

Jackson volvió a su asiento de conductor y esperó. Pasados unos instantes oyó una discusión que se desarrollaba detrás de la puerta frente a la que había aparcado.

—Usted no tiene derecho a venir aquí a meter las narices en los cestos en que se llevan a los cadáveres —decía una voz indignada.

—¿Por qué no? —replica una voz seca y fría—. El hospital pertenece a la ciudad, es público, ¿verdad?

—Llamaré al supervisor —amenazó la primera voz.

—De acuerdo, me marcharé —cedió la voz fría—. No busco a nadie; sólo quería saber cuánta gente muere aquí en un día cualquiera.

—Mucha más gente de la que usted imagina —dijo la primera voz.

Transcurrieron ocho minutos antes de que los empleados del hospital regresasen llevando con esfuerzo el cesto de mimbre ya cargado. La tapa estaba sellada con una abrazadera metálica a la que estaba unida una tarjeta puesta dentro de un marco también metálico. La tarjeta decía:

CLEFUS HARPER

Varón, negro

Destino: Salón Funerario de H. Exodus Clay

Calle 134

Los hombres deslizaron el cesto dentro del compartimiento para el ataúd y comenzaron a cerrar las puertas.

—Yo lo haré —les dijo Jackson.

Los dos empleados sonrieron y volvieron al interior del hospital.

—¿Adónde quiere ir usted, señor Holmes? —preguntó Jackson en un murmullo imperceptible.

—¿Estamos solos? —preguntó Casper en voz baja desde el interior del cesto.

—Sí, señor.

—¿Los muchachos de Joe Green nos siguen en el Cadillac?

—Sí, señor. Están esperando en la calle.

—¿Nadie sabe que ellos nos siguen?

—No, señor. No que yo sepa. Ellos se han quedado a media manzana de aquí.

—Perfecto. Llévame a mi oficina de la calle 125. ¿Sabes dónde está?

—Sí, señor. Arriba del bar París.

—Aparca en doble fila en cualquier sitio bien cercano —ordenó Casper—. Luego ven y abre el cesto. Luego quédate allí, como si estuvieses arreglando algo y vigila la calle. Cuando yo pueda salir sin que nadie me vea, me lo dirás. ¿Has comprendido?

—Sí, señor.

—Estupendo. En marcha.

Jackson cerró la puerta trasera y regresó a su puesto de conductor. El coche fúnebre se deslizó lentamente por la calzada interna.

Antes de llegar a la puerta exterior, fue detenido una vez más por periodistas y fotógrafos. Todos miraron el nombre de la tarjeta del cesto. Uno tomó nota de él. Los demás no se molestaron en hacerlo.

El coche fúnebre giró hacia la calle 125. A media manzana de distancia pasó junto al Cadillac negro de Joe Green. Jackson le echó una mirada. Parecía vacío; eso le preocupó. Avanzó con lentitud, con un ojo puesto en el espejo retrovisor. Cuando ya había recorrido otra media manzana, las luces del Cadillac parpadearon. Se sintió aliviado. A su vez, en respuesta, hizo parpadear sus luces y siguió a poca velocidad hasta girar en la calle 125. Vio que el Cadillac también lo hacía, a media manzana de distancia.

Atravesó Park, Madison y Lenox manteniéndose en el carril de la derecha, para que el tráfico más veloz le sobrepasara.

En la Séptima Avenida dejó que se cruzara una barredora de nieve, pasó a un camión volquete, aparcado junto al reloj y cargado de hombres con una buena cantidad de licor dentro.

—Uno que va a la tienda de H. Clay —bromeó uno de esos hombres.

—No preguntes quién es —replicó otro—. Podría ser tu mamita.

—Si lo sé yo —dijo el primero.

Un Cadillac negro pasó junto al camión, siguiendo las huellas del coche fúnebre, y atravesó lentamente la avenida.

—Ése es el gato de Joe Green —aseguró otro de los peones.

—Pero ésos no son los muchachos de Joe —señaló otro.

—¿Cómo lo sabes? ¿Tú le llevas los negocios a Joe Green?

—Por lo común George Drake conduce y Big Six va junto a él.

—Y el que va atrás tampoco es Joe.

—Vaya, muchachos, a doblar el lomo —dijo el conductor del camión—. Nadie os paga para adivinar en qué anda Joe Green.

El coche fúnebre aparcó en doble fila junto una camioneta Ford, frente a la tienda que flanqueaba un lado del bar París. La tienda estaba abierta y unos pocos clientes se movían en su interior. El bar París estaba tan lleno como de costumbre. Los cristales del frente estaban cubiertos de vapor y desde dentro llegaba el ritmo vivaz de la música del fonógrafo automático.

El Cadillac aparcó en doble fila en la esquina, frente a la tienda United Cigar.

Jackson descendió por el lado del conductor, rodeó el coche fúnebre por el frente y observó la calle en ambas direcciones. Un par de hombres que había salido del bar París echó una mirada al coche fúnebre y se marchó en dirección opuesta.

Jackson se acercó a la parte trasera, abrió las puertas y cortó el sello de metal del cesto con su cortaplumas.

Casper estaba tendido dentro del cesto, vestido por entero, a excepción de la cabeza, que iba descubierta. Llevaba las mismas ropas oscuras con que había entrado al hospital. Un fino sombrero negro, con la copa metida hacia dentro, estaba apoyado sobre su estómago.

—¿Quiere usted que le ayude? —preguntó Jackson en un susurro.

—Puedo ponerme de pie —respondió Casper con rudeza—. Tú cierra las puertas y vigila la calle.

Jackson dejó las puertas apenas entornadas, echó un par de miradas calle arriba y calle abajo, luego observó la acera opuesta. Algunos coches circulaban por la calzada, pasó un autobús; la gente iba y venía por las aceras pisoteando la nieve, que se convertía en agua lodosa.

—¿Dónde ha aparcado el coche de Joe? —preguntó Casper a través de la hendidura que separaba las puertas.

Jackson se sobresaltó. No estaba habituado a que la gente que iba en la parte trasera del coche fúnebre le hablara. Miró calle abajo y dijo:

—Frente a la tienda de tabacos.

—Cuando te marches, hazles un guiño con las luces —ordenó Casper—. ¿Cómo está la calle ahora?

Por un momento no hubo nadie demasiado cercano; nadie parecía estar mirando el coche fúnebre.

—Va bien, si usted sale deprisa —dijo Jackson.

Casper bajó deprisa. De un brinco estuvo en la calle, el sombrero bien encasquetado por encima de su pelo blanco. Sorteó la camioneta Ford de dos zancadas, saltó por sobre la nieve acumulada junto al borde de la acera, resbaló pero pudo mantener el equilibrio y apenas un segundo después estaba junto a la puerta de las escaleras que conducían hacia su oficina, en la planta superior. En el momento de insertar la llave en la cerradura, su espalda estaba vuelta hacia la calle; nadie le había visto saltar del coche fúnebre; nadie le había reconocido; nadie le estaba prestando la más mínima de las atenciones. Logró abrir la puerta y entró. Desde dentro, Jackson le vio volverse y, a través del cristal de la puerta, hacerle señas para que se marchara.

Jackson ocupó una vez más su puesto de conductor, hizo centellear las luces largas y miró hacia el espejo retrovisor.

Las luces largas del Cadillac parpadearon a modo de respuesta.

El coche fúnebre se alejó con lentitud.

El Cadillac avanzó para aparcar en doble fila, en la misma posición que había ocupado el coche fúnebre, junto a la camioneta Ford.

—¿Qué harás con este monumento? —preguntó el conductor.

—Dejarlo aquí, con el motor en marcha —respondió el hombre blanco—. Si Joe Green es un tío de armas llevar, y debe serlo, nadie se meterá con el coche.

El blanco extrajo del bolsillo derecho de su abrigo el revólver corto, especial para la policía, lo sostuvo a la altura de sus rodillas e hizo girar el tambor; luego lo volvió a meter en el bolsillo.

—Yo iré delante —dijo.

Descendió y atravesó la acera, pasó de lado junto a un hombre y a una mujer y tanteó el picaporte de la puerta. Los dos hombres de color le seguían de cerca.

El picaporte giró: la puerta se abría.

—Nos lo ha puesto fácil —dijo el blanco y comenzó a subir por la escalera, pisando a los lados de los escalones y con las puntas de los pies.

Los hombres de color le seguían.

—Cerrad la puerta —susurró el blanco por sobre su hombro.