16

Ya eran más de las cuatro cuando Grave Digger y Coffin Ed salieron del restaurante de Fat: aproximadamente a la hora en que Casper terminaba su entrevista con la policía.

No habían pensado en quedarse allí tanto tiempo, pero el lugar estaba atestado de jugadores y regentes de burdeles, todos curiosos acerca del atraco a Casper, y los detectives habían querido recoger las impresiones de la gente, para ver qué se sabía sobre forasteros que anduviesen por allí, de parranda.

Los jugadores no se habían topado con dinero fresco; y si lo habían hecho, no estaban dispuestos a admitirlo. Las prostitutas no se habían hallado con clientes nuevos o, al menos, con ninguno que dispusiese de mucho dinero.

—Si me hubiese visitado alguno —dijo una de esas mujeres—, le habría esposado junto con dos chicas, y le habría encadenado a una cama, porque necesito dinero y mucho.

Pee Wee, el gigantesco camarero negro, les había preparado unos tragos de whisky caliente con té, para prevenir gripes y neumonías. Antes de que pudiesen comprobar para qué eran buenos esos poderosos tragos, se sintieron prisioneros de las agonías de un tremendo apetito.

Entonces había llegado Fat; con su apariencia de una piel escaldada de hipopótamo y había dicho que estaba a punto de sacar un jamón Smithfield del horno. Y así se resolvió la situación.

Comieron el jamón con boniato, mientras Grave Digger mantenía a toda la audiencia en trance con el relato detallado de aquel motociclista que había perdido la cabeza.

En el momento en que salieron a la calle, ambos detectives querían creer que aquellos sucesos habían sido obra de duendes y trasgos.

La nieve caía sobre un aparente campo de algodón sin límites, y las calles estaban cubiertas por una capa de más de dos centímetros de espesor. Aparcado junto a la acera, el coche casi inútil, parecía un objeto abandonado. Aún no habían ido a la jefatura.

Grave Digger se aferró a la manga de Coffin Ed y le hizo detenerse para intentar un intercambio de ideas sobre criminología.

—Considera la situación de un detective —explicó—. Como tú o yo. Atracan a un hombre en la calle. El ladrón golpea a la víctima en la cabeza, le deja inconsciente y huye. Nadie le ha visto, la víctima no le conoce. Luego llegamos nosotros. No sabemos maldita cosa. Tampoco sabemos si el hombre ha sido robado. Toda la prueba que tenemos es su palabra. Pero todo el mundo espera que nosotros salgamos de carrera y le echemos el guante a los criminales, como si tuviésemos un seguro contra ladrones.

—Quizá esperan que nos arrastremos olfateándoles, como si fuésemos sabuesos humanos —dijo Coffin Ed—. Quizá piensan que nuestras narices están para eso.

—Este Casper —reflexionó Grave Digger—. Tiene más dobleces que una cuba llena de serpientes.

Se metieron dentro del coche. Normalmente a esa hora ya estaría todo oscuro, pero la sábana de nieve parecía iluminar las calles. Los pocos coches que circulaban lo hacían arrastrándose como babosas, dejando tras de sí líneas negras sobre la superficie blanca.

—Dos lagartos machos como tú y yo no sacaremos nada de esos pececillos dorados de la ciudad —aseguró Coffin Ed—. Sólo lograremos que todo el mundo tenga un miedo de mil infiernos y que congelen todos nuestros esfuerzos.

—Tendríamos que utilizar algún cebo —sugirió Grave Digger.

—En eso mismo he estado pensando.

El capitán Rice estaba a cargo de la jefatura. Los detectives le pidieron autorización para llevar consigo al prisionero, a fin de que identificara a Baron, si lograban dar con él.

El capitán les dijo que un detective de Homicidios se había llevado a Roman Hill a la Oficina de Identificación Criminal, que se hallaba en Jefatura Central, pero les entregó una orden para que pudiesen recogerle allá. Roman era considerado preso de la jefatura zonal, hasta que se presentara ante la corte, al día siguiente.

Los detectives cambiaron su coche por el nuevo Plymouth de Coffin Ed y bajaron por el Paseo del Este. Coffin Ed iba al volante; en general no le importaba que Grave Digger condujera un coche oficial, pero por el Plymouth él había tenido que poner su propio dinero.

Las pequeñas barredoras de nieve, similares a tractores, ya estaban trabajando en las calles principales, deslizándose como escarabajos anaranjados, apilando la nieve junto a las aceras para que los camiones la recogiesen y la arrojaran al río.

Los neumáticos resonaban sobre la capa de nieve y las escobillas del limpiaparabrisas oscilaban a uno y otro lado.

Hablaron del chubasco de nieve de 1949, cuando el tráfico de la ciudad se había visto paralizado por una capa de nieve de más de noventa y cinco centímetros de espesor.

A su izquierda, mientras avanzaban, remolcadores invisibles, a no ser por sus luces verdes y rojas, apenas sombras por entre la cortina blanca, elevaban la cacofónica sinfonía de sus sirenas. Las luces de las destilerías de petróleo, sobre la margen opuesta del East River, no se veían.

Un ferry-boat estaba amarrado en el muelle de la calle 79 cuando ellos pasaron por allí, y de él descendían los trabajadores que habían cumplido su día de faena en la isla Welfare.

—Maldición, se está yendo el día —observó Grave Digger.

Comenzaban a sentir la presión del tiempo. Un conjunto de temores indefinidos les había devuelto la sobriedad.

Coffin Ed apretó el acelerador.

Hallaron a Roman en un pabellón del primer piso de la Jefatura Central, en la calle Centre.

La jefatura y su anexo, al otro lado de la calle, eran los únicos edificios iluminados en la zona. Los rascacielos del cercano distrito de Wall Street se erguían oscuros y fantasmales contra el insondable cielo gris.

Entregaron la orden del capitán Rice al detective de Homicidios y se llevaron al preso. No tenía mucho peor aspecto que por la mañana, después de los golpes que había recibido en la cabeza. Sólo la sangre coagulada de algunas heridas, que su cabello corto y rizado ocultaba.

—¿Queréis llevaros al otro también? —preguntó el detective—. El camarero del bar París.

—¿Aún está aquí?

—Está aquí y aquí se quedará hasta que haya visto todas las fotografías del archivo… a menos que vosotros le necesitéis.

—Quédatelo tú —respondió Grave Digger—. Nosotros no haremos nada con él.

Esposaron a Roman y le llevaron hasta el Plymouth. Coffin Ed había dejado el motor en marcha y las escobillas del limpiaparabrisas también funcionaban. Pero tuvo que quitar la nieve de todas las ventanillas antes de ponerse en marcha otra vez.

Se alejaron un par de manzanas de la jefatura y Coffin Ed detuvo el coche.

—¿Tienes ropas de marinero? —preguntó el detective.

—Sí, pero no las llevo nunca —respondió Roman.

—¿Dónde las tienes?

—A bordo.

—Muy bien, iremos a Brooklyn a buscarlas y te las pondrás —dijo Coffin Ed mientras volvía a avanzar lentamente sobre la nieve.

Cuando volvió a sonar la campanilla del teléfono, Leila Holmes pensó que sería Casper, otra vez.

—Sí —su voz era tan fría que podría haber congelado a cualquiera.

—Que se ponga Casper —ordenó una voz masculina.

La mano que sostenía el auricular tembló. Leila creía reconocer esa voz, pero no estaba del todo segura.

—Está en el hospital aún —respondió y un temor indefinible hizo que su voz sonara a graznido—. Ha empeorado, está en coma.

—A otro con esa historia —dijo la voz—. Aquel golpe fue como lamer una roca; no era para poner a nadie en estado de coma.

Ahora estaba segura. Era una voz sureña, con acento de Mississippi. Era la voz de un hombre blanco.

La señora Holmes comenzó a temblar y sus senos se movían dentro del jersey de seda azul como si fuesen de jalea moldeada.

—Llame al hospital si no me cree —dijo, furiosa consigo misma por haber adoptado un tono defensivo, por no haber podido controlarse. Se sentía aterrada. Había algo sádico e inhumano en esa voz—. Aún está en coma —insistió.

—Si él quiere recuperar una parte de los cincuenta mil, siquiera, será mejor que se mueva de allí —advirtió la voz—. Y más deprisa que un negro sucio.

Esa expresión paralizó el temor de Leila Holmes y lo cambió por un arrebato de ira.

—¿Quién eres tú, bastardo idiota? —gritó casi.

Un chasquido maligno le llegó a través del auricular.

—Soy el hombre que puede ayudarle a recuperar su dinero… a cambio de una parte —explicó la voz.

Leila intentó pensar algo, pero no sabía cómo.

—Será mejor que le llames al hospital —dijo, por último.

—Le llamarás tú, encanto. Ya he llamado seis veces y no puedo lograr que se ponga. De modo que tú lo harás, cariñito.

—¿Qué debo decirle? —preguntó, y luego agregó, insultante—: Orejas encarnadas.

—Yo te pondré tus orejitas encarnadas si te pillo —respondió la voz—. Dile sólo lo que te he dicho y que, si quiere el trato, que reciba mi llamada.

La señora Holmes recordaba lo que Casper le había ordenado acerca de mantener cerrada su boca. Si se equivocaba, él se pondría furioso. No sabía qué hacer.

—Ese asunto puede esperar, ¿verdad?

—¿Hasta cuándo?

—Hasta que él salga del hospital.

—¿Cuándo será eso?

—¿Cuándo? —Se sintió atrapada—. No lo sé. Pregúntale a la gente del hospital.

—No le estás haciendo ningún favor, muñeca —se burló la voz—. No le gustará nada esto cuando descubra lo que se pierde.

—¡De acuerdo, hijo de puta! —estalló Leila Holmes—. Le llamaré y tú me llamarás luego.

—¿Para qué? Mi negocio ha de ser con él. Y no puede esperar. Si Casper quiere quedarse en el hospital con la cabeza bajo la almohada, sólo será para su desgracia. Y ya me buscaré otro modo de hacerme con mi parte.

La ira de la señora Holmes estalló en vulgaridades, como le ocurría cada vez que se hallaba acorralada.

—Por los clavos de Cristo, llama después de las ocho —dijo, exasperada—. No sé qué diablos…

Pero no tuvo tiempo para terminar la frase. Un suave ¡click! la interrumpió y la comunicación quedó cortada. Se quedó sentada, mirando el auricular. Volvió a temblar. El terror la recorría como un veneno.

—¿Qué diablos le diré ahora? —se preguntó.

A las seis y veinte sonó el teléfono.

Una correcta voz masculina respondió:

—H. Exodus Clay, funerales. Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?

—Agencia de detectives Pinkerton —dijo una voz—. Póngame con su jefe.

Era una voz sureña, con acento de Mississippi. Era la voz de un hombre blanco. El empleado respondió:

—Sí, señor. Ya mismo, señor.

Un instante después la voz quejosa de Clay se hizo oír a través del teléfono.

—¿Qué hay?

—Agencia de detectives Pinkerton —repitió la voz.

—Ya lo ha dicho antes —replicó con rudeza Clay—. Aquí mi funeraria. Adelante.

—Enviaremos tres hombres para custodiar la ambulancia que usted mandará para recoger al señor Holmes —le informó la voz.

Durante la hora anterior, esa misma voz había repetido las mismas palabras a otros dieciséis servicios de ambulancias y funerarias de Harlem, sin obtener el resultado que buscaba. Pero esta vez el esfuerzo se vio compensado.

—No es una ambulancia lo que le enviaré —dijo Clay con acritud—, sino un coche fúnebre.

A través del auricular se oyó un chasquido.

—Eso es lo que se necesita. ¿A qué hora lo enviará?

—Casper ya ha hecho arreglos para obtener sus propios guardias —replicó Clay con una nota de orgullo racial en su voz delgada y displicente—. Aquí todos somos partidarios de nuestro propio barrio. No necesitamos despliegue de detectives profesionales con ametralladoras para ir calle abajo, por unas pocas manzanas. Infórmele a sus jefes que todo está previsto.

—Eso me parece muy bien —dijo la voz—. Pero hemos sido contratados por el comité central del partido. Cubriremos a esos guardias que Casper ha contratado.

—Pues tendrán que darse prisa. El coche saldrá dentro de media hora.

—Perfecto —respondió la voz—. No interferiremos los planes de Holmes; nos hemos de mantener en la retaguardia. Ni siquiera es necesario que usted le advierta de nuestra presencia.

—No se preocupe —aseguró Clay con tono sarcástico—. Nadie me paga para que haga publicidad de la agencia Pinkerton.

Y con esas palabras colgó el auricular.

Sobre el puente Brooklyn el tráfico se hallaba paralizado.

Un camión remolque había patinado sobre un trozo de calzada cubierta de hielo luego del paso de un autobús, cuyo calefactor había fundido la nieve en ese sitio. El camión rozó un costado de otro autobús.

No había heridos, pero el parachoques del camión había abierto un agujero en el costado del autobús y separar los dos vehículos requería tiempo.

Grave Digger y Coffin Ed estaban atrapados en la fila de coches y hervían de impotencia. Tenían la idea de que el tiempo se precipitaba como un maniático armado de un cuchillo y de que ellos estaban atados de pies y manos. No podían volver atrás, no podían escurrirse hacia un lado, no podían abandonar el coche en el puente y echarse a andar.

En el asiento trasero iba Roman, vestido con su traje de marinero, la cabeza cubierta con la gorra y las manos esposadas que reposaban sobre sus rodillas.

Grave Digger miró el reloj. Las seis y veinte. La nevada disminuía de intensidad.

—Preferiría que una boa constrictor me mordiese el culo antes de estar sentado aquí a la espera de que pase algo, y ni siquiera sé qué —comentó con amargura.

—Todo lo que yo espero, es que separen esa chatarra —rezongó Coffin Ed.

Eran las siete y tres minutos cuando giraron en la Tercera Avenida para avanzar por la calle 19, en busca de la casa.

La hallaron enseguida. Era un edificio de cuatro plantas, con frente de ladrillos amarillentos, con toldos a listas en todas las ventanas, cargados en ese momento con la nieve que había caído. En la planta baja, un salón de ventanas amplias y coloridas daba a un cantero cubierto de hierba. Las cortinas de las ventanas eran transparentes, de seda azul pálido; por detrás, eran visibles las siluetas de muchas personas moviéndose en una frenética zarabanda. Escalones negros conducían hasta una puerta cubierta con una placa de bronce ennegrecido rodeada por un marco blanco. En el panel superior se veía un llamador de forma vagamente obscena; por encima había una lámpara antigua de coche.

Coffin Ed avanzó para aparcar sobre esa acera, tres puertas más abajo. Con un movimiento simultáneo, los detectives se volvieron hacia Roman.

—Queremos que vayas hasta esa casa de allí detrás y que preguntes por Junior Ball —siseó Grave Digger.

—No comprendo —respondió Roman.

—Déjame hablar a mí —pidió Coffin Ed a su compañero.

Grave Digger hizo un gesto de asentimiento con la mano.

Coffin Ed repitió la orden.

—Sí, señor —respondió Roman y luego preguntó—: ¿Y qué le diré si está allí?

—No está allí —le explicó Coffin Ed—. Ha muerto. Ellos lo saben, pero tú puedes no saberlo. Acabas de desembarcar y has venido en busca de Ball porque éstas son las señas que él te ha dado la última vez que tu barco tocó este puerto.

—¿Se supone que soy uno de ésos?

—Así es.

—¿Qué debo hacer cuando me digan que ha muerto?

—No te lo dirán. Te invitarán a entrar, te pedirán que esperes. Te dirán que Ball regresará en unos minutos.

—¿Qué debo hacer mientras esté esperando?

—Diablos, chico, ¿en dónde has pasado la vida? Eso es una cueva de maricas. Ya se encargarán ellos de que sepas qué hacer.

—No me gusta eso —murmuró Roman.

—¿Qué clase de idiota eres tú? Esto no es el puerto. Esto es cosa fina. ¿O crees que te encontrarás en una de esas casas que hay cerca de Gramercy Square, esas de cien dólares? Intentarán enredarte, pero antes querrán asegurarse de ti. Siéntate y bebe algo, muéstrate incómodo…

—No me resultará difícil.

—Haz como si estuvieses esperando a Ball. Luego, después de unos cinco minutos, muéstrate impaciente. Recorre el salón con los ojos. Y pregúntale a quien sea que esté contigo cuándo llegará Baron.

—¡Baron! —Roman se enderezó en el asiento—. ¿El señor Baron? ¿El tío que me ha vendido el coche? ¿Estará allí?

—No lo sabemos. Puede que sí, puede que no. Si le ves en el momento de entrar, ponle la mano encima, no le sueltes y grita para que vayamos a auxiliarte.

—No necesitaré ningún auxilio —declaró Roman.

—Sí, lo necesitarás —le contradijo Coffin Ed—. Porque no queremos hacerle daño. Simplemente échale mano, no le sueltes y grita.

—¿Y qué hay si me ataca con una pistola? —quiso saber Roman.

—Si le aprietas fuerte, se olvidará de la pistola.

—Estoy preparado, si ustedes también —dijo Roman.

—De acuerdo —respondió Coffin Ed—. Iré marcha atrás hasta la puerta contigua a la casa. Cuando oigas que hago sonar la bocina un toque largo y dos cortos, sal de allí.

—Sí, señor. Pero quisiera poder ver al señor Baron antes.

—También nosotros, también nosotros —le aseguró Coffin Ed.

Grave Digger se inclinó hacia el asiento trasero, abrió las esposas de Roman y se las quitó.

—Bien, adelante —dijo el detective—. Recuerda bien esto: puedes echar a correr, pero no podrás ocultarte.

—No pienso correr —prometió.

Le observaron caminar con su paso de marinero hasta la puerta de bronce, le vieron estudiar el llamador como si no supiese qué hacer con él y, por último, advirtieron que llamaba a la puerta golpeándola con sus nudillos.

—Jamás debe haber desembarcado este chico —observó Coffin Ed.

Grave Digger gruñó.

Luego, desde el coche, vieron que la puerta se abría; un instante después, Roman entraba y la puerta se cerró tras él. Coffin Ed puso en marcha el motor y retrocedió.