Eran las cuatro en punto cuando Casper terminó su entrevista con los policías rubios y los rubios a medias. Habían estado presentes el inspector jefe, el inspector a cargo de la división Homicidios, el teniente Brogan, un detective taquígrafo de Homicidios y dos tenientes de las Oficinas de Jefatura Central.
Le habían tratado con gentileza, con todo el respeto debido a la extraordinaria sensibilidad de un político que se dedica a obtener votos pero, sin embargo, Holmes se había sentido como en un exprimidor.
Sobre lo que más habían martillado había sido el misterio de la filtración de la fecha de entrega del dinero. Uno u otro de los policías insistió una y otra vez en que los atracadores tenían que haber obtenido el dato de alguna parte, que no podía haberles caído del cielo, hasta que Casper estalló.
—¡Pues yo se lo he pasado! Yo he dejado filtrar la noticia. Yo les he dicho venid y lleváoslo. Pateadme mi cabeza, hijos de puta, matad a un par de personas. ¿Eso es lo que pensáis?
—Podría haber sido alguien de tu organización —le había respondido el inspector jefe.
—De acuerdo, ha sido alguien de mi organización. Id, entonces, y arrestadles. ¡A todos! Antes que nadie, mis dos secretarios. Mi asociado también, a la jaula. Y nada de olvidaros de los que hacen trabajo en la calle. Y ni qué hablar de mi mujer. Llevadles a todos a la parte baja de la ciudad. Allí les aplicaréis el tercer grado, les haréis cosquillas con vuestros juguetes especiales y se verá qué lográis. No lograréis nada, porque ellos no saben nada. O, al menos, si saben, no lo han sabido de mí, porque yo no sabía que el dinero me llegaría hasta que lo tuve delante de mis ojos, maldita sea.
Ninguno de los presentes había parpadeado ante el estallido.
—Grover Leighton ha dicho que te había avisado varios días antes que te llevaría ese dinero el sábado por la noche —había asegurado el inspector jefe con voz calmosa—. No recuerda qué día con exactitud.
—No lo recuerda porque no lo ha hecho —se había enfurecido Casper—. Quizá cree que lo ha hecho. Pero Grover tiene que pensar en los cincuenta estados; y si crees que él puede recordar cada maldito detalle que ha tenido entre manos, le estás adjudicando un cerebro electrónico.
Los policías habían dejado las cosas en ese punto.
En ese momento Casper sufría una jaqueca cuya intensidad le hacía pensar que su publicitado coma habría sido preferible.
Una joven enfermera de color había entrado para limpiar los ceniceros repletos de colillas y trozos de puros. Había abierto la ventana francesa para que se renovase el aire de la habitación y la furia de Casper había aumentado al ver caer los enormes copos de nieve.
—Ahora enviarán rastreadores canadienses —murmuró el enfermo.
La muchachita le miró con una expresión azorada: no sabía si debía responder algo o no. Y comenzó a encaminarse hacia la puerta.
El teléfono de la mesa de noche sonó. Casper alzó el auricular y vociferó:
—Dígales que he muerto.
La voz fría y controlada de la enfermera de recepción preguntó:
—¿Le molestaría ver a la prensa? Nuestro salón de recibo, aquí en la planta, está lleno de periodistas y fotógrafos.
—Dígales que aún estoy en coma.
—Han visto salir a los policías.
—Entonces dígales que se vayan al infierno. Dígales que he tenido un agravamiento. Dígales que he pillado fiebre cerebral. No, no les diga eso. Dígales que ahora estoy descansando y que les veré mañana a las ocho en punto.
—Sí, señor. Y hay una llamada para usted de la agencia de detectives Pinkerton. ¿Se pondrá usted?
Holmes dudó por un instante, mientras apelaba a su sexto sentido que nada le dijo.
—De acuerdo, hablaré con ellos.
Una voz tranquila, suave, preguntó:
—¿El señor Casper Holmes?
—El mismo —respondió Casper.
—Soy Herbert Peters, de la agencia de detectives Pinkerton. El señor Grover Leighton se ha puesto en contacto con nosotros y nos ha pedido que hagamos los arreglos necesarios para que una ambulancia le transporte a usted a su casa, desde el hospital, con las precauciones necesarias.
—¿Y por qué no en carricoche de bebé? —rugió Casper.
Peters emitió un leve chasquido.
—Si usted nos comunica el momento aproximado en que saldrá del hospital, haremos todos los arreglos necesarios.
—Yo me ocuparé de conseguir un transporte para irme de aquí —respondió Casper—. Pero no he pensado en marcharme antes de dos o tres días.
—¿Es decir que usted cree que le permitirán marcharse el martes?
—Eso creo. Pero no creo que necesite de ninguno de ustedes. Si no puedo llegar desde aquí hasta mi casa, lo que necesito es volver a un parvulario.
—No es ésa la situación, señor —dijo Peters—. No ponemos en duda su habilidad para cuidar de su persona por sí mismo. Uno de nuestros hombres ha sido asesinado y, por desgracia, usted es un testigo del asesinato. Mientras usted esté vivo, los asesinos corren peligro de…
—Eso a usted no le interesa, hay algo más —interrumpió Casper.
—O sea que el señor Leighton considera que es esencial que le demos a usted la protección necesaria para una figura pública cuya vida corre peligro.
—El señor Leighton ya ha cometido el error de adelantarse por su propia cuenta —respondió Casper.
—Ése es el motivo por el que no quiere incurrir en otro —dijo Peters—. Ése es el motivo por el que pedimos su cooperación previamente. —Hizo una breve pausa y luego agregó—: Tendremos que protegerle a usted en cualquier circunstancia, le agrade o no; pero todo resultaría mejor si contáramos con su cooperación.
Casper cedió.
—Está bien. Le llamaré mañana y le diré en qué momento será mi salida. ¿Usted estará allí?
—Si no estoy yo, habrá otra persona.
—De acuerdo, deme el número.
Luego de colgar, Holmes aguardó un minuto, luego marcó el número que había anotado.
Una voz desconocida dijo:
—Agencia de detectives Pinkerton.
—Póngame con Herbert Peters.
—¿Quién le llama, por favor?
—Casper Holmes.
Un instante después la voz calmosa de Peters respondió:
—¿Sí, señor Holmes?
—No es más que una comprobación. Tal como estoy no puedo ver a través del teléfono quién me llama en realidad —dijo Casper.
—Comprendo, señor Holmes. ¿Es todo?
—Es todo.
Casper colgó el auricular y se sentó sobre la cama, pensando. La enfermera joven había terminado su tarea y cerraba las ventanas antes de marcharse. Pero él no advirtió sus movimientos.
Holmes levantó el auricular y pidió a la operadora de la centralita del hospital que no le pasara más llamadas.
—Si llama alguien, ¿qué diré?
—Diga que estoy durmiendo y pídales que llamen mañana, después de las ocho.
—Sí, señor.
—Ahora póngame con una línea externa.
Cuando oyó el tono correspondiente, Casper marcó un número.
Una voz de mujer respondió a la llamada:
—Di-i-i-ga.
—¿Marie?
—Sí. ¿Eres tú, Casper?
—Sí. ¿Está Joe?
—Sí. Le llamaré. ¿Cómo está tu cabezota?
—Palpitante. Ponme con Joe.
La oyó llamar:
—¡Joooooe! Es Casper.
Joe Green era uno de los banqueros más poderosos de Harlem; tenía participación en tres loterías.
—Casper, muchacho, ¿cómo te encuentras? —saludó con una voz ronca.
—No existe ningún mal que no se cure con un poco de sueño.
—Nadie puede hacerte daño golpeándote en la cabeza —bromeó Joe—. Pero birlarte todos esos verdes te ha de haber puesto negro.
—No eran míos. No han herido otra cosa que no sean mis sentimientos —aseguró Casper.
—Y tú jamás les perdonarás a esos cerdos que lo hayan hecho.
—Eso es seguro. Pero te he llamado porque necesito en préstamo un par de tus muchachos para esta noche.
—¿Cómo guardaespaldas o como recaderos?
—Saldré de aquí a las siete y media, en uno de los coches fúnebres de Clay…
Joe rió entre dientes:
—Pero que no se te ocurra ir por el camino del cementerio, papito.
Casper respondió con una carcajada.
—Ni tampoco a la casa de Clay. No, iré a mi casa. Me quiero librar de los muchachos de la prensa; tendré que hacer una llamada importante mientras esté de camino. Quiero que tengan que rastrearme.
—De acuerdo —dijo Joe—. ¿Te van bien Big Six y George Drake en el Cadillac? Ellos pueden enfrentar cualquier situación que se presente. ¿O quieres que vaya alguno más?
—No, con ellos será suficiente. Quiero que vayan a buscar el coche fúnebre a la tienda de Clay y que se queden cerca, pero no demasiado. No quiero que la cosa se parezca a una procesión.
—He comprendido, papito. ¿A qué hora?
—Saldré de aquí a las siete y media. Será mejor que estén en la tienda de Clay a las siete.
Joe dudó un instante.
—¿No es posible hacerlo un poco más temprano? Si la nieve sigue cayendo como ahora, no habrá mucha posibilidad de moverse a las siete y media.
—Pues yo me moveré —aseguró Casper.
—Muy bien, papito, te cubriremos —prometió Joe—. No hagas nada que yo no me atrevería a hacer.
—De acuerdo, pues —dijo Casper—. Nos veremos en la iglesia.
Cuando la conexión se cortó, Holmes comenzó a marcar otro número, sin colgar el auricular del teléfono.
Una correcta voz masculina dijo:
—Salón Funerario H. Exodus Clay. Buenas tardes. ¿Podemos servirle en algo?
—No quiero que me entierren, si a eso se refiere —dijo Casper—. Sólo quiero hablar con Clay.
—El señor Clay está descansando; duerme su habitual siesta vespertina. Tal vez yo pueda ayudarle a usted.
—Despiértele —ordenó Casper—. Habla Casper Holmes.
—Oh, señor Holmes. Ya mismo, señor, ya mismo.
Unos momentos más tarde, la voz delgada y quejosa de Clay llegó a través del teléfono:
—Casper, tenía la esperanza de poder cerrar algún trato contigo.
—Y así será, Hank. Pero no es lo que tú piensas. —Sólo unas pocas personas en Harlem sabían que la H del nombre de Clay significaba Henry; la mayoría pensaba que esa letra representaba las palabras Heaven o Hell[2]—. Quiero alquilar un coche fúnebre.
—¿Para ti o para un amigo?
—Para mí.
—Te lo he preguntado porque tengo tres coches fúnebres ahora. El viejo lo uso para la gente pobre, el mediano para los ricos y el más nuevo para las celebridades. Te enviaré el más nuevo.
—No, quiero el mediano. No me interesa atraer la atención de los demás. Quiero escurrirme de este hospital sin que nadie me vea. Y que Jackson conduzca el coche; nadie le mirará dos veces.
—¡Jackson! —repitió Clay—. Oye, Casper, no quiero embrollos con mis coches. Jamás olvidaré los tiempos en que Jackson recorría la ciudad escabulléndose de la policía con mi coche fúnebre lleno de cadáveres.
—¿De qué te quejas? —preguntó Casper—. Jackson te ha hecho buenos negocios.
—Prefiero manejar mis asuntos de forma normal. No creo que vaya a haber una depresión.
—De acuerdo, Hank, hazlo a tu modo. Sólo me interesa que ese coche fúnebre esté aquí, en la puerta trasera, a las siete y media en punto.
—Las calles estarán bloqueadas de nieve a esa hora —advirtió Clay—. ¿No puede ser a hora más temprana? ¿No puedes dejarlo para otro día?
—No. Ponle cadenas. Unos muchachos, los de Joe, seguirán al coche, o sea que nadie debe preocuparse.
—¡Los muchachos de Joe Green! —exclamó Clay con evidente aprensión—. Oye, Casper, si algo le sucede al coche fúnebre, reclamaré al comité nacional del partido para que me lo paguen.
—De acuerdo, hazlo. Y dile a Jackson que, en primer lugar, ha de llevarme hasta mi oficina de la calle 125.
—Díselo tú mismo —respondió Clay, que ya había perdido interés en la conversación y se disponía a seguir durmiendo.
Casper colgó el auricular y buscó su reloj sobre la mesa de noche. Las cinco y trece minutos. A través de las cortinas corridas observó la caída de nieve. Todo lo que sus ojos podían ver estaba blanco, excepto el cielo gris. Eligió un puro, cortó la punta con cuidado y lo hizo girar entre sus labios. Luego abandonó el puro sobre el borde de la mesa de noche, levantó otra vez el auricular y comenzó a marcar un número.
—¿Quiere línea externa? —preguntó la operadora.
—¿Para qué diablos cree usted que estoy marcando un número? —vociferó Casper.
Aguardó hasta escuchar el tono para marcar y comenzó a hacerlo. Oyó que el teléfono sonaba, al otro extremo.
Una fría voz de contralto respondió:
—Sí.
—Leila. Casper —dijo.
—¿Cómo te encuentras, cariño? —preguntó la mujer con el mismo tono con que había dicho sí.
—Oye, estaré en casa sobre las ocho —explicó Casper. Su voz era tan impersonal como la de ella—. Quiero que te quedes ahí hasta que yo haya llegado, o mejor… hasta las nueve. Luego podrás ir donde diablos te dé la gana, ¿comprendes?
—No soy sorda.
—No, pero algunas veces eres idiota.
—Ese golpe en la cabeza no te ha cambiado para nada —observó la mujer.
—Si alguien me llama, dile que aún estoy en el hospital y que no regresaré a casa hasta el martes. Diles que he empeorado, que sigo en coma. ¿Has comprendido?
—Sí, cariño, he comprendido —y en voz baja agregó—: Y me callaré algunas otras cosas, también.
—¿Qué cosas?
—No diré nada. Puede haber alguien interesado por ahí.
—De acuerdo. Y por una vez en la vida, mantén la boca bien cerrada.
—¿Es todo?
Casper colgó y extendió la mano, en busca de su puro, pero antes de que pudiese tocarlo, sonó el teléfono. Alzó el auricular.
—¿Qué hay?
—Conferencia desde Washington D. C. —dijo la operadora—. El señor Grover Leighton. ¿Se pondrá usted?
—Sí.
La voz de Grover, con el típico acento gozoso de Pennsylvania, llegó en una pregunta:
—Casper, ¿cómo te encuentras?
—Estupendamente. Estoy descansando. Es todo lo que puedo hacer de momento.
—Eso es lo que debes hacer. Sigue así. Hemos estado muy preocupados por ti.
—No hay motivos. No puedes hacerle daño a un viejo lobo como yo. —La voz de Casper había adoptado un sutil tono de obsecuencia.
—Eso es lo que les he dicho a todos —aseguró Grover alegremente—. Y tú tampoco te preocupes. Pronto volveremos a estar igual o mejor que antes.
—Oh, no es eso lo que me preocupa —respondió Casper—. Pero algunos policías de por aquí se han mostrado un tanto suspicaces.
—¿Contigo? —Grover parecía sorprendido—. ¿Por qué?
—Trataban de saber de qué manera les podría haber llegado el soplo a los atracadores —dijo Casper—. Y el inspector jefe asegura que tú le has dicho que me habías avisado durante la semana pasada que anoche pasarías por mi oficina con el dinero.
Se produjo una pausa, como si Grover estuviese tratando de recordar algo.
—Pues, creo que le he dicho algo por el estilo —dijo, por último—. Pero es que creo habértelo dicho el miércoles, o tal vez el martes, cuando te llamé para hablar de los grupos de tu distrito.
—Oye, Grover, quiero que lo pienses bien, que intentes recordar. Porque estoy seguro de que no me has dicho nada en ese momento. Tú podrías olvidarte de un tema como ése, pero yo no. Sólo tengo que pensar en mi pequeño grupo de Harlem, mientras que tú debes tener todo el conjunto del país en la cabeza. Y estoy seguro de que no podría haberme olvidado si me hubieses dicho algo, porque a partir de ese momento las cosas se pondrían en marcha.
—Tal vez tengas razón —admitió Grover—. Tenía pensado decírtelo, pero puedo haberlo olvidado. Pero no es importante, ¿verdad?
—Para ti y para mí, no; pero este policía ha estado insinuando que el soplo podría haber salido de mí.
—¡Dios mío! —la voz de Grover sonaba realmente alterada—. Han de estar locos. No estarán tratando de complicarte a ti, ¿verdad?
—No, no es eso. Pero no me ha gustado la insinuación, sobre todo cuando estamos a comienzos de la campaña.
—Tienes razón. Llamaré al inspector jefe y le pondré fin a ese asunto. Y cuando los atracadores sean arrestados ya veremos de dónde han sacado la información. Pero te he llamado para hablar de otra cosa. Le he pedido a la agencia Pinkerton de Nueva York que te vigile. No queremos que esta situación se repita y menos queremos que te suceda algo a ti. Ellos también están interesados en la cuestión, porque han perdido a uno de sus hombres.
—Ya sabes que cooperaré, Grover. Quédate tranquilo. Yo estoy interesado en el tema tanto o más que cualquiera.
—Eso les he dicho. Les he pedido que preparen una ambulancia con un guardia para que te lleve a tu casa cuando te marches de ahí… a menos que tú hayas pensado en alguna otra cosa.
—No, no he pensado en nada. Eso me parece muy bien —aseguró Casper—. Uno de los hombres de la agencia me ha llamado ya; me ha dicho que tú les habías hablado. Le he dicho que le avisaría con anticipación en qué momento saldría del hospital.
—Perfecto, todo está arreglado, pues. —Grover se mostraba aliviado—. Cuídate, Casper. No queremos que te ocurra nada. Los votos de Harlem serán muy importantes en la futura elección. Pueden ser el peso que incline todo el estado de Nueva York a favor de nuestros candidatos.
—De ahora en adelante tendré un cuidado de todos los diablos —prometió Casper.
Grover se echó a reír.
—¡Eres un buen chico! Haznos saber qué podemos hacer por ti.
—De momento nada, Grover. Gracias por todo.
—Oh, no es nada. Ya tendremos que darte las gracias nosotros dentro de muy poco tiempo.
Luego de colgar, Casper encendió su cigarro y, sentado, lo fumó lentamente, con aire pensativo.
—Ahora estamos en la línea de fuego —dijo al vacío, y volvió a levantar el auricular—. Dame línea, cariño —pidió.
Luego marcó un número que correspondía a la parte baja de la ciudad.
—¿Quién podrá ser? —susurró con tono afectado una voz perteneciente a un sexo indefinible.
—Que se ponga Johnny.
—Oh, ¿no quieres hablar conmigo?
Casper no respondió.
—¿Quién le habla, cariño?
—No es cosa tuya, maldita sea.
—¡Oh! ¡Qué rústico!
Casper oyó que depositaban el auricular sobre una mesa. Tras una pausa que a él le pareció mucho más larga de lo necesario, una voz agradable de tenor, masculina, saludó:
—Hola, Casper, nadie más que tú puede haber sido tan poco gentil con Zog.
—Regresaré a casa sobre las ocho —dijo Casper—. Quiero que vayas a verme un poco más tarde.
—Ya sabía yo que no te pasaría nada malo —dijo Johnny, y después preguntó—: ¿A qué hora quieres que vaya?
—Sobre las diez. Usa tu llave para entrar.
—De acuerdo —respondió Johnny.
Cuando Johnny hubo colgado, Casper agitó la horquilla y pidió a la operadora que enviara a la enfermera jefe a su habitación.