14

El apartamento estaba en la quinta y última planta de un viejo edificio de frente de piedra, en la calle 110, con vistas hacia el lago del Central Park.

Muchachos y niñas de color, con conjuntos de patín y vestidos de ballet, patinaban a las dos en punto de la tarde, cuando Grave Digger y Coffin Ed aparcaron su coche casi destrozado frente al edificio.

Los detectives se detuvieron durante unos instantes para observar a los jóvenes.

—Me hace recordar a Gorki —siseó Grave Digger.

—¿El escritor o el usurero? —preguntó Coffin Ed.

—El escritor, Máximo. En ese libro que se titula El mirón.

Un muchacho se hundió a través del hielo y desapareció. La gente corrió para intentar salvarle, pero no le pudieron hallar… no pudieron hallar ni siquiera rastros de él. Había desaparecido bajo la capa de hielo. En ese momento algún gracioso preguntó:

—Pero ¿de verdad había allí algún muchacho?

Coffin Ed tenía una expresión solemne.

—Es decir, que piensa que el agujero en el hielo ha sido un acto de Dios.

—Habrá de pensarlo.

—Como nuestro amigo Baron, ¿verdad?

En silencio subieron los viejos escalones de mármol y abrieron la antigua, exquisitamente tallada puerta de madera con paneles de cristal biselado.

—Han sido gentes ricas las que han vivido aquí en otros tiempos —observó Coffin Ed.

—Aún las hay —dijo Grave Digger—. Sólo han cambiado de color. Los negros ricos siempre viven en lugares abandonados por los blancos ricos.

Anduvieron a través de un recibidor de paredes recubiertas de madera de roble, con lámparas de cristal manchado, hasta llegar a un desvencijado ascensor.

Un hombre de piel muy negra, cabellos rizados y grises y aspecto apergaminado, que llevaba una librea vieja y gastada, y que estaba sentado sobre una banqueta tapizada, se puso de pie con lentitud y preguntó con tono cortés:

—¿A qué piso, caballeros?

—Al último —respondió Coffin Ed.

El viejo apartó su mano cubierta con un guante de algodón, como si el mando del ascensor se hubiese puesto de pronto al rojo vivo.

—El señor Holmes no está —dijo.

—La señora Holmes sí —respondió Coffin Ed—. Tenemos una cita con ella.

El viejo sacudió su cabeza algodonosa.

—No me ha dicho nada al respecto —aseguró.

—Pues ella no te dice todo lo que hace, abuelo —le replicó el detective.

Grave Digger extrajo una suave libreta de piel de su bolsillo interno y mostró su chapa.

—Somos los hombres —sibiló.

Con obstinación el viejo negó con la cabeza.

—Eso no le interesa al señor Holmes. Él es El Hombre.

—Está bien —parlamentó Coffin Ed—. Llévanos arriba. Si la señora Holmes no quiere recibirnos, nos volverás a traer aquí. ¿De acuerdo?

—Es un pacto de caballeros —dijo el ascensorista.

Grave Digger eructó mientras el antiguo ascensor crujía en su camino hacia el quinto piso.

—Eso nos descalifica —observó Coffin Ed—. Los caballeros no eructan.

—Los caballeros no comen oreja de cerdo ni coles —respondió Grave Digger—. Y no saben lo que se pierden.

El viejo se mantuvo como si nada oyese.

Casper tenía toda la planta quinta para sí. Originalmente estaba construida para dos familias, con dos puertas enfrentadas en un pequeño pasillo para el ascensor, pero una había sido sellada y sólo era practicable la otra, pintada de rojo, con una pequeña chapa de bronce, en el centro del panel del medio, que decía Casper Holmes.

—Bien podría poner Jesucristo —comentó Grave Digger.

—Ve con calma con esta señora, Digger —pidió Coffin Ed antes de oprimir el botón del timbre.

—¿No lo hago siempre? —respondió Grave Digger.

Un joven negro, con una chaqueta blanca inmaculada, abrió la puerta. La abrió tan silenciosamente que Grave Digger se sobresaltó. El joven tenía rizos negros y brillantes que parecían haber sido trozos de carbón, una frente aterciopelada apenas grasienta y ojos marrón oscuro, con una zona blanca que más parecía agua estancada por la falta total de inteligencia que demostraba. Su nariz chata se extendía hacia las mejillas estrechas cortadas por una anchísima boca de labios apretados. La boca estaba llena de dientes blancos y parejos.

—¿Los señores Jones y Johnson? —preguntó.

—Como si no lo supieras —le respondió Grave Digger.

—Por aquí, por favor, señores —dijo el joven y les condujo hacia una habitación del frente, junto al recibidor.

El sirviente les abandonó junto a la puerta.

Era una habitación grande, con ventanas que miraban hacia el Central Park. A la distancia, por sobre las copas de los árboles se elevaban las torres del Rockefeller Center y el Empire State Building, entre la densa niebla. El espectáculo le hizo pensar a Coffin Ed en el salón de fumar del City Club.

Grave Digger alzaba bien alto sus pies para no tropezar en las espesas alfombras orientales; Coffin Ed observaba el mobiliario con cierta preocupación y se preguntaba dónde podría sentarse.

En un pasadiscos había apilados varios clásicos de jazz y cuando los detectives entraron al cuarto Louis Armstrong interpretaba uno muy antiguo: Where the Chickens don’t Roost so High.

—Mi mujer y yo solíamos bailar esto en el Savoy… antes de que lo echaran abajo —dijo Grave Digger y comenzó a atravesar el cuarto.

El detective aún llevaba puesto sombrero y abrigo y comenzó a ejecutar los pasos de un antiguo jitterbug con total abandono. Sus labios hinchados picoteaban el aire aromático y las puntas de su abrigo revoloteaban con libertad.

Coffin Ed se mantuvo de pie junto a un sofá Luis XIV, masajeándose las costillas.

—Digger, eres un viejo —le dijo—. Esos pasos que estás dando han desaparecido junto con los cuellos de celuloide.

—Pues no me he enterado —respondió Grave Digger, suspirando.

La señora Holmes entró a la habitación a través de una puerta interna tal como lo haría una bailarina de strip-tease que se presentara en un escenario. La dueña de casa se detuvo, la boca abierta por el asombro, y puso sus manos sobre las caderas.

—Si quiere bailar, vaya al salón de baile Theresa —dijo con su fría voz de contralto—. Esta tarde hay una función a hora temprana.

Grave Digger quedó congelado, con un pie en el aire y Coffin Ed se echó a reír:

—¡Ja, ja!

Ambos se volvieron, a la vez, y observaron a la señora Holmes.

La mujer tenía el tipo de belleza que se había hecho corriente en 1930 en una comedia musical representada por gente de color, que se había titulado Brownskin Models. Era más bien baja y pechugona, con un trasero en forma de pera y piernas delgadas. Tenía cabello corto, rizado, cara en forma de corazón y expresivos ojos marrones de largas pestañas. Su boca era como un clavel rojo.

Llevaba pantalones de lamé dorado, tan justos que cada estremecimiento de sus músculos era perfectamente visible. Su cintura estaba marcada por un cinturón de piel negro, de diez centímetros de ancho, decorado con figuras doradas. Cubiertos por un jersey azul de seda, sus senos emergían como si apuntasen a matar a todo hombre que se les cruzara. Unas zapatillas turcas negras con bordes dorados y las puntas vueltas hacia arriba hacían pensar que sus pies eran demasiado pequeños para sostenerla. La combinación de uñas esmaltadas de dorado, relucientes anillos y tintineantes brazaletes y pulseras, daba a sus manos el aspecto de un escaparate de joyería.

Ambos hombres se quitaron deprisa sus sombreros y adquirieron una expresión torpe, ovejuna.

—Sólo estaba relajándome un poco —siseó Grave Digger—. Hemos pasado una noche muy dura.

La mujer le miró los labios hinchados y en sus facciones se dibujó una sonrisa lenta, insinuante.

—No tendría que ser tan apasionado en el amor —murmuró.

Grave Digger sintió que su cara quemaba. Coffin Ed parecía tener problemas para decidir qué haría con sus pies.

La señora Holmes se dirigió hacia un par de sillones que flanqueaban una imitación de chimenea en el lado opuesto del salón. Sus caderas ondulaban con el movimiento suave y atormentador de quien ha nacido para tentar. Grave Digger pensaba cómo podría hacer para ponerle las manos en la cintura, en tanto que Coffin Ed se decía que esa mujer era de las que son capaces de pegarle fuego a un hombre y luego enviarle al río.

Los leños cerámicos de la chimenea eléctrica esparcían su resplandor rojizo. La mujer se sentó de espaldas a las ventanas y dobló una pierna sobre el asiento, por debajo de su cuerpo. Sabía que la luz roja reflejada sobre los colores de su piel y de su ropa le daba un aire exótico. Sus ojos relucían.

Les indicó que se sentaran en el sillón colocado frente a ella. Quedaba en el centro una mesa redonda, muy grande, que se alzaba hasta la altura de las rodillas y que había sido hecha cortándole las patas a una mesa de comedor. Estaba cubierta con los periódicos y diarios del domingo. La cara de Casper espiaba por debajo de los titulares que hablaban del robo.

—Ustedes quieren hablarme acerca de mi primo —dijo la señora Holmes.

—Pues se trata de esto —dijo Coffin Ed—. Estamos tratando de hallar la conexión entre Black Beauty y un hombre llamado Baron.

La señora Holmes comenzó a responder con un bello fruncimiento de su entrecejo.

—Eso no significa nada para mí. No conozco a nadie que se llame Black Beauty ni Baron.

Los detectives la miraron con fijeza durante un segundo. Grave Digger se inclinó hacia delante y colocó su sombrero sobre los periódicos. Ninguno de los dos detectives se había quitado el abrigo.

—Black Beauty es su primo —dijo Grave Digger.

—Oh —respondió la señora Holmes—, no oí jamás que nadie le llamara con ese nombre. ¿Quién se lo ha dicho a usted?

—Está en los periódicos —intervino Coffin Ed.

—De verdad —los ojos de la mujer se habían dilatado. Luego giró apenas, de modo que las luces rojizas brillaran sobre la piel negra y los dibujos dorados de su cinturón—. No los he leído. Me encontraba tan abatida —la señora Holmes se estremeció y cubrió su cara con las manos. Sus senos temblaron; observándolos, Grave Digger se preguntaba cómo lograría ella semejante cosa.

—Comprendo —dijo Coffin Ed, con tono de simpatía—. Lo que no entiendo es cómo supo usted que se trataba de su primo, Junior Ball, ya que todos los diarios se refieren a él con el nombre de Black Beauty.

La señora Holmes se quitó las manos de la cara y observó al detective con mirada arrogante.

—¿Me está examinando? —preguntó con una voz imperiosa y fría.

—Más o menos —respondió Grave Digger con uno de sus siseos y dejando que su voz sonara seca.

La señora Holmes se puso de pie bruscamente.

—Entonces tendrán que marcharse.

Coffin Ed arrojó una mirada acusadora a Grave Digger, luego miró a la señora Holmes y extendió sus manos con gesto conciliatorio.

—Escuche, señora Holmes, hemos pasado una noche larga y difícil. Sólo queremos apresar a los ladrones que han robado a su marido. Sabemos que también usted, tanto como él, está ansiosa porque les echemos mano. No queremos discutir con usted. Es la última cosa que querríamos hacer. Estamos siguiendo una pista endeble. ¿No podrá usted tolerarnos durante unos pocos minutos?

La mujer paseó su mirada de Coffin Ed a Grave Digger, que le devolvió un bofetón dado con la vista. Pero con palabras densas, secas, aseguró:

—No he querido decirle lo que usted ha comprendido. Mis nervios están demasiado tensos hoy.

—También los míos —respondió la dueña de casa con aspereza en la voz.

Luego siguió mirando los ojos rapaces, cálidos de Grave Digger hasta que su cuerpo pareció disolverse. Por fin volvió a sentarse como si se encontrara extenuada.

—Pero si ustedes se comportan civilizadamente, les ayudaré todo cuanto me sea posible —se aplacó la señora Holmes.

Coffin Ed exprimía su cerebro para hallar un modo de plantear sus preguntas.

—Pues, la cosa es… —dijo—. Querríamos saber qué hacía Ball… cuál era su ocupación.

—Era diseñador de modas —respondió la mujer—. Y fabricaba artículos de piel.

La señora Holmes advirtió la mirada que Grave Digger dirigía a su cinturón y se estremeció apenas.

—¿Fue él quien hizo su cinturón? —preguntó el detective.

Como si fuera a negarse a responder, la señora Holmes dudó un instante, pero luego, con tono inseguro, dijo:

—Sí.

Grave Digger había logrado interpretar algunos de los dibujos dorados que cubrían el cinturón. Representaban a una serie de Panes con hombres y mujeres desnudos aprisionados en grotescas posturas entre sus cuernos. De pronto le surgió la idea de que alguno de esos dioses Pan, que él mismo había pintado, era el que había corneado a Junior Ball.

Coffin Ed desarrolló la idea:

—¿Habrá trabajado alguna vez para Baron? —preguntó—. ¿Le habrá diseñado algo?

—Ya le he dicho a usted que no conozco a ese Baron —respondió la mujer con la voz aún áspera—. ¿Qué tiene que ver él en todo esto?

—Pues verá usted —respondió el detective, y repitió el relato de Roman—. Ya ve usted cuánto tiene que ver —concluyó—. Su primo, Ball, y este hombre, Baron, estaban de acuerdo en alguna clase de estafa.

La señora Holmes frunció el entrecejo, pero esta vez sin ninguna belleza.

—Es posible —admitió—. Aunque no puedo comprender por qué Junior tendría que haberse mezclado en cualquier clase de estafa. Le iba bien en su propio campo de negocios; no necesitaba nada. Y tampoco puedo comprender por qué este hombre, Baron, puede ayudarles a encontrar a los atracadores que han robado a mi marido.

—En primer lugar, él les vio bien de cerca —explicó Coffin Ed—. Además ha hablado con ellos; conoce cómo son sus voces.

—Y tenemos la corazonada de que les conocía de antes —agregó Grave Digger.

La señora Holmes compuso un suspiro teatral.

—Me he habituado a muchas cosas extrañas desde que mi marido trabaja en política —dijo—. Pero toda esta terrible, espantosa violencia, es demasiado para mí. —Un temblor recorría el cuerpo de la mujer, estremeciéndolo.

Grave Digger pasó la lengua por sus labios hinchados; pensaba en alguna de las mujeres solitarias de la ciudad, que no había podido visitar en los últimos días.

La mujer comprendió cuáles eran sus pensamientos y le dirigió una veloz mirada de arriba abajo; por un instante sus grandes ojos marrones se mostraron desnudos; luego giró la cara para quedarse observando el fuego con una expresión triste.

—Será mejor que yo no le pille en una calle oscura —susurró Grave Digger con una voz tan densa que resultaba poco comprensible.

La señora Holmes se volvió y se puso a mirarle con fijeza.

—¡Oh! —exclamó. La luz roja que le iluminaba la cara parecía provenir de debajo de su piel marrón—. Creí que había dicho… —Había pensado que el detective había dicho: «Será mejor que yo no la pille en una calle oscura». Por un instante se sintió confusa. Luego se puso furiosa consigo misma—. Ya les he ayudado todo cuanto me era posible —dijo con brusquedad, y de inmediato comenzó a temblar de verdad—. Por favor, márchense. Ya no puedo soportar más esto. —Sus ojos relucían con las lágrimas. Así se la veía más deseable que en su actitud arrogante.

Coffin Ed se puso de pie y golpeó el hombro de Grave Digger.

Grave Digger salió de su trance casi de un brinco.

—Una sola cosa más —pidió Coffin Ed—. ¿Sabe usted si Junior vio a su marido anoche?

—No lo sé. No me pregunte ya nada más —dijo a puntó de echarse a llorar—. Todo lo que sé es lo que he leído en los periódicos. No he hablado con Casper. Aún está en coma. Y no sé… —se detuvo como si un pensamiento la acabase de iluminar y luego agregó—: Si ustedes están tan interesados en los negocios de Junior, vayan calle 19 abajo a hablar con su socio, Zog Ziegler. Él ha de saber.

Por un momento los dos detectives se inmovilizaron en una rigidez imperceptible, como si estuviesen escuchando un sonido que les hubiese llegado desde muy lejos.

—Zog Ziegler —repitió Coffin Ed con voz sin inflexiones—. ¿Usted sabe su dirección?

—Está en la calle 19 Este, en algún lugar —respondió la mujer—. Vayan y lo encontrarán. Sabrán cuál es la casa en cuanto la vean.

La señora Holmes parecía estar histéricamente ansiosa por verles marcharse.

—Buenos días, señora Holmes, y gracias —dijo Coffin Ed.

—Nos ha ayudado usted más de lo que cree —agregó Grave Digger.

La dueña de casa se puso rígida al oír la sutil burla que había en esas palabras, pero no dijo nada ni les miró.

El muchacho de la boca ancha y la chaqueta blanca apareció en la puerta como por arte de magia, y les condujo hasta la puerta del piso.

Después de una interminable demora, el crujiente ascensor hizo su aparición. El viejo ascensorista de la cabeza algodonosa se negó a mirarles por razones de incumbencia personal. Los detectives le dejaron en su soledad.

Cuando salieron a la calle, grandes copos de nieve se desprendían de un cielo gris y sólido. El aire inmóvil se había templado apenas y los copos se quedaban en el lugar en que caían, porque su propio peso les impedía rodar.

—Ella sabía lo que yo quise decirle, la bruja tentadora.

—Todos lo sabíamos.

—No ha respondido a tu pregunta.

—Ha dicho lo suficiente.

Se detuvieron a observar su coche estropeado antes de entrar en él.

—Tendremos que cambiar esta basura antes de ir a la parte baja de la ciudad —dijo Grave Digger—. Nos tomarán por lo que no somos.

—Podemos regresar a la jefatura y salir en mi coche.

—Podemos detenernos de camino en el bar de Fat, por un par de tragos.

—El whisky no nos ayudará a pensar mejor —advirtió Coffin Ed.

—Diablos, aporreado como estoy ahora, eso ya no importa —repuso Grave Digger.