Eran las once en punto de la mañana del domingo; la buena gente de color de Harlem iba de camino a la iglesia.
El día se mostraba sombrío, nublado, tan mísero como para hacer pensar dos veces al más endurecido de los pecadores en las cálidas y soleadas avenidas celestiales antes de volverse a la cama a dormir.
Grave Digger y Coffin Ed les miraban con indiferencia mientras se dirigían hacia el hospital de Harlem. Una escena típica de la mañana de un domingo, hubiese sol o lloviese.
Viejas hermanas de culto, de pelo blanco, envueltas como capullos de algodón para rechazar el frío inclemente; sus compañeros masculinos, también de pelo blanco, tropezando con sus chanclos demasiado grandes, como herederos finales del tío Tom, tambaleándose en sus últimos pasos hacia la salvación, con los pies semicongelados.
Parejas de edad madura y sus retoños, producto de la generación de posguerra, la generación próspera, de aspecto santurrón, con sus ropas abrigadas y de buena calidad, marchando para ir a suplicar al Señor que les concediese las bendiciones de las gentes blancas.
Jóvenes que aún no habían llegado, vestidos con trajes ligeros y abrigos comprados más por el color que por la calidad o el corte en tiendas de crédito, con varias capas de papel manila por debajo de sus camisas, para conservar un poco de calor, riendo al oír la compleja palabra de Dios y obrando tal como lo hizo Salomón ante las niñas bonitas de piel castaña.
Mujeres jóvenes que, tan cierto como el infierno, lo harían o caerían muertas en la empresa, cenicientas de frío, vestidas con los increíbles colores de las tinturas americanas baratas, algunas de las cuales, en ese preciso instante, se estaban pillando una neumonía que las habría de llevar ante ese Dios a cuyo culto acudían.
Llegaban desde todos los puntos del barrio.
Marchaban hacia todos los puntos del barrio.
Hacia iglesias grandes e iglesias pequeñas, iglesias de piedra o de las que parecían una tienda cualquiera, hacia los templos construidos por ellos mismos o hacia aquellos comprados de segunda mano.
Hacia iglesias bautistas y metodistas episcopales africanas, o hacia templos metodistas episcopales africanos sionistas; hacia templos de la Sagrada Barca y del Padre Divino y del Padre de la Gracia, de la Zarza Ardiente y hacia iglesias de Dios y Cristo.
Para escuchar a sus predicadores predicando la palabra de Dios: gordos predicadores negros y altos predicadores amarillos; predicadores de cabellos lisos y otros calvos; predicadores de buena familia y advenedizos; hombres predicadores, mujeres predicadoras y niños predicadores.
Para escuchar cualquier sermón que su predicador quisiese predicarles. Pero en esa mañana fría era necesario que el sermón fuese caliente.
Grave Digger y Coffin Ed aparcaron la ruina de su coche frente al hospital Harlem y se dirigieron hacia la ventanilla de recepción.
Pidieron hablar con Casper Holmes.
La pizpireta enfermera negra, joven, que atendía en ese momento, levantó un auricular y dijo algunas palabras. Lo depositó en su sitio y les otorgó una remota y cálida sonrisa.
—Lo siento, pero aún se encuentra en estado de coma —explicó.
—No lo sientas por nosotros, sino por él —le dijo Coffin Ed.
Su sonrisa se heló como si la respuesta que había recibido proviniese de un insecto.
—Dile que somos Digger Jones y Ed Johnson —susurró Grave Digger.
La enfermera observó con fijeza el movimiento de los labios hinchados, llena de horror y fascinación.
—Dile que hemos vencido a los confederados —prosiguió el detective—. Quizá eso le haga salir de su coma.
La cara de la enfermera se torció como si ella hubiese tragado algo desagradable.
—Confederados —susurró la muchacha.
—Ya sabes quiénes son los confederados —intervino Coffin Ed—. Son los que han luchado para que siguiésemos siendo esclavos.
Con una sonrisa de ensayo, quiso probarles que no era quisquillosa en cuanto a chistes sobre la esclavitud.
Ellos la miraron, serios, sin sonreír. Ella aguardó y ellos aguardaron. Por fin, la enfermera volvió a levantar el auricular y repitió el mensaje a la jefa del piso superior.
La oyeron decir:
—No, conferenciantes no; han dicho con-fe-de-ra-dos… Sí…
Depositó el auricular en su sitio y dijo con voz inexpresiva:
—Tendrán que esperar.
Esperaron. Ni siquiera se movieron.
—Por favor, aguarden en la sala de espera —pidió la muchacha.
Detrás de ellos había un pequeño rincón con una mesa y varias sillas, algunas ocupadas ya por personas que esperaban.
—Esperaremos aquí mismo —siseó Grave Digger.
La enfermera frunció los labios. Sonó la campanilla del teléfono. La muchacha escuchó.
—Sí —dijo.
Alzó los ojos y les comunicó:
—El cuarto del señor Holmes está en la tercera planta. El ascensor de la derecha, por favor. La jefa de planta les conducirá.
—Ya lo ves —volvieron a silbar los labios hinchados de Grave Digger—. No sabes lo útiles que son esos confederados.
El cuarto estaba atiborrado de flores.
Casper estaba sentado en una cama blanca, con un turbante de vendas blancas. Su ancha cara negra se erguía agresiva sobre un pijama de seda amarilla. Parecía un reyezuelo africano, pero no era momento para lisonjas.
Las ventanas francesas se abrían sobre un terrado que daba al este. Dos sillas supernumerarias estaban alineadas junto a la cama; al otro lado los restos del desayuno estaban esparcidos sobre una bandeja con ruedas. Los detectives, de una veloz mirada, comprobaron que había sido un desayuno sustancioso: salchichas fritas, huevos escalfados sobre tostadas, copos de maíz con mantequilla, fruta, cereal con nata y una cafetera con su carga de café aromático. Una caja de cigarros habanos descansaba junto a una cesta llena de frutas, sobre la mesa de noche.
Los detectives se quitaron sus sombreros.
—Sentaos, muchachos —invitó Casper—. ¿Qué es eso de los confederados?
Grave Digger miró a su alrededor, en busca de un borde de ventana sobre el cual pudiese asentar sus jamones; fue desilusionado por la ventana francesa y se avino al brazo de una silla. Coffin Ed fue hasta un rincón y apoyó su espalda contra la pared; su cara llena de cicatrices permaneció entre las penumbras.
—Bromeábamos, jefe —susurró Grave Digger—. Hemos pensado que preferirías hablar con nosotros antes de que los rubiecitos de la jefatura se lleguen hasta aquí.
Casper frunció el entrecejo. No le gustaba la insinuación de que prefería hablar con los detectives de color de la jefatura zonal antes de hacerlo con los de la jefatura central. Pero como lo había admitido en forma tácita al aceptar verles, decidió dejar pasar el tema.
—Ha sido un jaleo muy desagradable —afirmó—. Me traerá problemas profesionales.
En ese instante adquirió el aspecto de un potentado sometido a martirio.
—Eso hemos pensado —le respondió Coffin Ed.
Con un movimiento veloz Casper hizo fluctuar su mirada de uno a otro detective.
—Vosotros debéis tener los mismos sentimientos —observó—. ¿Dónde estabais cuando pasó esto?
—Comíamos patitas de pollo en la tienda de Mammy Louise —confesó Grave Digger.
Casper le observó para determinar si estaba de broma; concluyó que no. Abrió la caja de cigarros, eligió uno, con cuidado le cortó un extremo valiéndose de un chisme que tenía sobre la mesa de noche; luego estiró la mano hacia un encendedor de oro, importado, que se hallaba junto a la caja, y encendió la llama. Llevó la llama hasta el extremo del cigarro tal como un joyero utilizaría un diminuto soplete para hacer filigrana de oro. Cerró el encendedor, hizo rodar con lentitud el cigarro por entre sus gruesos labios y exhaló una delgada columna de humo. El buen aroma de tabaco fino hizo que se disiparan los olores de hospital.
Luego de pensarlo, ofreció la caja a los detectives. Ambos se negaron a aceptar.
—Os diré lo que sé, que no es mucho —anunció—. Luego veremos qué se puede sacar en limpio de ello; Vosotros, muchachos, habréis estado trabajando en esto toda la noche.
—Aún lo estamos haciendo —siseó Grave Digger.
—Antes te diremos qué hemos sabido hasta ahora —intervino Coffin Ed—. Un marinero negro, un campesino de Alabama, desembarcó ayer hacia las seis de la tarde. Había trabajado durante todo un año para ahorrar dinero y comprar un coche. Cuando le entregaron la paga, tenía seis mil quinientos dólares en billetes de un dólar dentro de un cinturón especial. El barco amarró en Brooklyn. Eran las ocho de la noche cuando logró llegar al centro de la ciudad. Allí se encontró con su amiga Sassafras Jenkins. Tomaron unos tragos y luego, en un taxi, fueron hasta una oficina en la parte baja de la avenida del Convento, donde tenían cita con un señor Baron, que ha sido el que le vendió el coche.
Casper fumaba su cigarro con calma, su cara negra impasible.
—La cita era a las diez en punto —prosiguió Coffin Ed—. Baron se retrasó media hora. Llegó en un coche, con un hombre blanco. Roman y su chica aguardaban en la acera, frente a la clínica dermatológica que está cerca de la calle 126. El hombre blanco descendió del coche y subió hasta su despacho, en la parte trasera del edificio. Roman y su chica permanecieron abajo, durante otra media hora, junto con Baron, inspeccionando el coche. Se reunió un pequeño grupo de gente que salía del supermercado que está calle arriba. Era un modelo nuevo de Cadillac convertible, con una pintura que le hacía parecer de oro. Baron se lo vendía a Roman por seis mil quinientos dólares.
Casper parpadeó pero nada dijo.
—Tú tienes un Cadillac convertible. ¿Cuánto cuesta? —preguntó Grave Digger.
—Con accesorios, más de ocho mil —respondió Casper.
—Roman ha pagado por el suyo seis mil quinientos —dijo Coffin Ed—. Los tres juntos subieron a la oficina en la que les esperaba el hombre blanco y suscribieron el billete de compra. Sassafras sirvió de testigo y el blanco firmó en calidad de notario público, bajo el nombre de Bernard Kaufman. El hombre blanco se marchó. Luego los tres subieron al coche para hacer un paseo de prueba, a instancias de Baron. Le hizo girar a Roman por la calle sur del convento, por donde habría poco o ningún tráfico, de modo que pudiesen probar la velocidad. Roman apenas había comenzado a acelerar cuando golpeó a una vieja que atravesaba la calzada. Quiso detenerse, pero Baron le urgió para que continuase en marcha. No tenía seguro, el coche aún llevaba las licencias del vendedor, no podía registrarlo a su nombre hasta la mañana del lunes y tampoco tenía licencia de conductor. Su amiga creía que la vieja no había quedado malherida, pero él huyó. No se habían alejado de la manzana cuando un Buick se les acercó y les obligó a detenerse. Tres hombres, vestidos de policías, descendieron y le acusaron de haber cometido homicidio embistiendo a una persona y luego huyendo y obligaron a los tres a descender del coche.
Casper se sentó bien erguido. Su rostro se había vuelto apenas gris.
Coffin Ed aguardó algún comentario, pero no lo hubo.
—Los falsos policías obligaron a Roman y a su chica a subir al Buick, golpearon a Baron, le quitaron los seis mil quinientos dólares y se marcharon en el Cadillac. Hemos estado toda la noche detrás del Buick. Ahora tenemos al coche y a Roman. El asegura que Baron les confesó que la vieja se había puesto de pie luego de que la atropellaran. De modo que han de haber sido los asaltantes del Buick los que la embistieron por segunda vez y la han matado.
La cara de Casper denotaba que se encontraba mal.
—Eso es horrible —dijo.
—Mucho más de lo que tú te figuras —siseó Grave Digger.
—Pero no comprendo qué relación tiene todo eso con el robo.
—Ya llegaré a ese punto —le aseguró Coffin Ed.
Casper no podía ver las facciones de Coffin Ed con claridad, a causa de la penumbra, y eso le inquietaba.
—Acércate y siéntate para que pueda oírte mejor —pidió.
—Hablaré en voz más alta —prometió el detective.
Una oleada de ira invadió la cara de Casper, pero no dijo ni una palabra. Encendió nuevamente su cigarro con el encendedor de oro y se ocultó tras una nube de humo.
—Hasta el momento no tenemos rastros de Baron —prosiguió Coffin Ed—. Hemos interrogado al individuo que administra el edificio en el que se halla su despacho y hemos comprobado que en este momento nadie lo ocupa y está por alquilar. El encargado estuvo fuera anoche entre las nueve y las dos de la mañana. Aún no hemos hallado el Cadillac; nadie ha denunciado su robo. Las agencias de venta están cerradas el sábado, pero tampoco hay denuncia de que alguna haya sido asaltada. Sabemos quién es el dueño del Buick: el administrador de una ferretería de Yonkers. Había aparcado su coche frente a su casa, al regresar de la tienda, a las siete de la noche, y no se enteró del robo hasta esta mañana. Pero eso no nos ayuda en nada. Hemos registrado la lista de notarios del condado de Manhattan. No hemos hallado a nadie que se llame Bernard Kaufman; las señas eran falsas y el sello también.
—Todo eso está perfecto —gruñó Casper con impaciencia—. ¿Pero dónde está la relación?
—Los asaltantes que te robaron a ti embistieron a la vieja de forma deliberada y la mataron, unos pocos minutos después.
—Eso sólo prueba que son unos brutales hijos de puta —dijo Casper, utilizando el vocabulario típico de Harlem y de sus días de juventud—. Pero eso es todo.
—No todo —intervino Grave Digger, con otro de sus siseos.
—La vieja no era una vieja —dijo Coffin Ed—. Era un tío marica conocido por el nombre de Black Beauty.
Casper se ahogó con el humo del cigarro. Grave Digger se acercó a la cama y le palmeó la espalda. La enfermera entró al cuarto y se precipitó hacia el enfermo, aterrada.
—Está bien —farfulló Casper—. Sólo un ahogo.
—Le traeré un vaso de agua y un sedante —dijo la mujer, mientras arrojaba una mirada de reconvención hacia Grave Digger—. Usted no tendría que hablar tanto y no le está permitido fumar. Además, golpear a un paciente en la espalda no es remedio para un ahogo —agregó con los ojos puestos en el detective.
—Da resultado —le repuso Grave Digger.
—Por el amor de Dios, no me moleste ahora —dijo Casper con rudeza, en tanto se enjugaba las lágrimas de sus mejillas con el dorso de la mano—. Estoy ocupado como todos los diablos.
La enfermera se marchó enfadada.
—De acuerdo, maldita sea, era un marica hijo de puta, llamado Black Beauty —le dijo Casper a Coffin Ed—. ¿Y qué?
—Su verdadero nombre es Junior Ball —respondió Coffin Ed—. Esta mañana, a las nueve y media en punto, tu mujer, la señora Holmes, se presentó en la morgue, identificó el cadáver y ha pedido que le sea entregado para ocuparse del entierro.
Casper no demostró que se sintiera ultrajado ni sorprendido, ni que experimentase ninguna otra emoción que los detectives podrían haber previsto. Pero le afloraron ciertas maneras rudas. Escupió trocitos de tabaco húmedo y con una voz ronca de tío que anda en riñas callejeras dijo:
—¡Y qué! Si su nombre era Junior Ball, era primo de mi mujer.
—Lo que querríamos saber es por qué un trío de ladrones que acaba de robarte a ti cincuenta mil atropella al primo de tu mujer y lo mata —explicó Coffin Ed.
—¿Cómo mierda… cómo diablos puedo yo saberlo? —preguntó Casper—. Si crees que ella lo sabe, pregúntaselo, pues.
—Claro que se lo preguntaremos —intervino Grave Digger.
—¡Id, pues, maldita sea! ¡Id y hacedlo! —vociferó el enfermo, con la cara teñida de una sombra brillante de rojo apoplético—. Y no seáis tan infernalmente pesados. Ya os hallaré un día, rastreando el Canal Gowanus.
—No pierdas tus estribos, jefe… a tu edad podría darte un ataque —siseó Grave Digger.
Casper contuvo su ira con esfuerzo. Exhaló el aire de su pecho en un prolongado y doliente quejido. Arrojó el cigarro consumido a medias al suelo y, sin mirar, extrajo otro de la caja. Lo encendió con manos temblorosas.
—De acuerdo, muchachos, metamos mano a toda esa basura —dijo con tono conciliador—. Ya sabéis a qué me refiero. No quiero que el nombre de mi mujer se mezcle en este escándalo.
—Eso es lo que nos hemos figurado —respondió Coffin Ed.
—Y no olvidéis, muchachos, que he sido yo quien os ha metido en vuestros empleos —aseguró.
—Sí, sí, tú y nuestra hoja de servicios en el ejército… —comenzó a decir Grave Digger.
—Sin hablar de nuestros puntuaciones de ochenta y cinco y ochenta y siete por ciento en nuestros exámenes —completó Coffin Ed.
Casper se quitó el puro de entre los dientes y respondió:
—Muy bien, muy bien, o sea que creéis que nadie puede tocaros. —Y extendió hacia ambos lados sus manos—. Yo no quiero haceros daño. Todo lo que quiero es que esos asaltantes hijos de puta sean arrestados con el mínimo de publicidad. —Aspiró el humo del cigarro, lo mandó a sus pulmones y luego lo dejó escapar por las anchas fosas de su nariz—. Y nada os ocurrirá a vosotros si esos hijos de puta resultan muertos. —Les echó, por entre los párpados, una mirada de connivencia.
—Pues eso es lo que nos habíamos figurado, jefe —dijo Coffin Ed.
—¿Qué diablos quieres decir con eso? —Casper se había descontrolado una vez más.
—Nada, jefe. Sólo que los hombres muertos no hablan, eso es todo —respondió Coffin Ed.
Casper no se movió. Miró a uno y otro detective con ojos duros como el granito.
—Si estás insinuando lo que yo creo, os liquidaré a ambos —afirmó con una voz que sonaba amenazadora.
Por un momento sólo se oyó en la habitación el sonido de una respiración anhelosa. Desde el pasillo exterior llegó el sonido de unos pasos apagados. Abajo, en una calle cercana, algún bobalicón estaba acelerando un motor.
Finalmente, Grave Digger habló con voz sibilante:
—No quieras correr ningún peligro, Casper. Nos conocemos todos hace mucho tiempo. Hemos pensado que tú no querrías hablar con nadie en vista de esa campaña que debes organizar para antes de noviembre.
Casper cedió.
—De acuerdo, entonces. Pero no tratéis de aguijonearme, porque no podréis hacerlo. Ahora os diré lo que yo sé y si eso no os satisface, me podréis hacer preguntas. Primero: no he reconocido a ninguno de esos asaltantes hijos de puta, y yo conozco a casi todo el mundo aquí en Harlem, maldita sea, de cara o de nombre. Nadie en esta ciudad podría montar un atraco como éste sin que yo lo sepa, y esto es así también en cuanto a vosotros.
Grave Digger asintió con un movimiento de cabeza.
—De modo que me figuro que son forasteros. Tienen que serlo. Ahora bien, ¿cómo han podido saber que yo recibiría cincuenta mil? Y esto es sólo el problema de los dólares. En primer lugar, no le había dicho a nadie, ni a mis socios, ni a mi mujer, a nadie, nada. En segundo lugar, ni siquiera yo mismo sabía con exactitud cuándo recibiría el dinero. Sabía que lo recibiría en algún momento, pero ignoraba cuál sería, hasta el instante en que el secretario del comité, Grover Leighton, llegó a mi despacho anoche y me los dejó caer sobre mi escritorio.
—Muy temprano te lo han entregado, ¿no es verdad? Muy temprano con respecto de la fecha de la campaña, quiero decir —dijo Coffin Ed.
—Sí. No lo esperaba hasta abril o mayo. Y ya eso sería mucho más temprano que lo habitual. Por lo común ese dinero no llega hasta el mes de junio. Pero ellos quieren que se empiece temprano este año. Esta elección será difícil, con todos esos espacios de televisión y los problemas de guerra y los raciales y toda la basura junta. O sea que los atracadores debían haber sabido el momento de la entrega antes que yo mismo… me refiero al exacto instante de la entrega… y eso es algo que no logro comprender.
—Tal vez el secretario lo haya deslizado por ahí —sugirió Grave Digger.
—Sí. Tal vez las ranas se coman a las serpientes este año —admitió Casper—. Pues no lo sé. Pero no os metáis con él, muchachos. Dejadle fuera de esto, junto con los demás tíos blancos —guiñó el ojo— de Pinkerton, los comisarios e inspectores. Yo… a mí no me importa un bledo lo que ellos hagan. Vosotros me conocéis: yo soy muy realista. No quiero que unos idiotas forasteros me roben. Y quiero que sean pillados… ya me comprendéis. Y si les matáis, pues muy bien. Ya entendéis. Quiero que todos sepan… todos en esta verde tierra maldita… que ningún hijo de puta puede robar a Casper Holmes en Harlem y escurrirse con el dinero.
—Ya hemos comprendido, jefe —aseguró Coffin Ed—. Pero no tenemos pistas. Ya que tú lo conoces todo de arriba abajo, hemos creído que tendrías alguna idea. Por eso hemos querido llegar antes que los confederados.
Casper se permitió una sonrisa mustia, que se desvaneció deprisa.
—¿Y qué hay con vuestros chivatos? —preguntó—. En Harlem se dice que nadie puede hacer ningún plan sin que vuestros chivatos os pasen el soplo.
—Ya los veremos —articuló con dificultad Grave Digger.
—Pues id a verles, entonces —dijo Casper—. Recorred las casas de prostitución, los garitos, ved a los que venden droga y a las putas finas. ¡Maldición! Dos ladrones con cincuenta mil tienen que ir a gastarlos en algún vicio.
—Si aún se encuentran en la ciudad —dijo Coffin Ed.
—¡Si aún se encuentran en la ciudad! —repitió Casper—. Dos de ellos son negros y el blanco es un idiota. ¿Adónde diablos pueden ir? ¿Adónde iríais vosotros si hubieseis robado cincuenta mil? ¿A qué otro lugar podríais ir por diversión? Harlem es la ciudad más grande de la tierra. ¿Os figuráis que ellos se han marchado de aquí?
Ambos detectives refrenaron el impulso de intercambiar una mirada.
Con tono desapasionado Coffin Ed dijo:
—No creas que no lo hemos pensado, Casper. Y hasta lo hemos hecho; sí, desde que supimos lo que había ocurrido. Hay gente que ha sufrido algún daño, otros han muerto. Ya lo leerás en los periódicos. Pero ni una ni otra cosa ha resultado bien. Y hasta nos hemos dado nuestros golpes. Pero, claro, aún estamos aquí.
Casper observó la boca hinchada de Grave Digger.
—Es vuestro trabajo —dijo.