12

Roman se puso de pie y ajustó su cinturón.

—¿Cuándo vendrá este tío? —Ahora se sentía en disposición de tratar de negocios.

Sassafras también se puso de pie y sacudió la falda de su vestido; tenía la cara sudorosa y los ojos adormilados. Su vestido se había estirado hasta perder la forma original.

—Tiene que llegar en cualquier momento —dijo, pero el tono de su voz hacía pensar que le importaba poco que llegase o no.

Roman volvió a dar muestras de inquietud.

—¿Estás segura de que este amigo tuyo nos podrá ayudar? Creo que estamos en apuros y no quiero que nadie se meta para aumentar el jaleo.

Sassafras se pasaba un grasiento peine de asta por el pelo corto y desgreñado.

—No te preocupes por él —dijo—. No va a perder la cabeza.

—Esto de esperar aquí me liquida —se quejó Roman—. Me sabría mejor estar haciendo algo.

—¿A lo que hemos estado haciendo lo llamas nada? —preguntó la chica con aire de recato.

—Quiero decir, hacer algo por el coche —respondió el muchacho—. Pronto será de día y nadie está haciendo nada.

Sassafras se acercó a la estufa, puso más carbón y ajustó la salida de la chimenea. Su vestido estaba estirado y colgaba sobre una de sus piernas.

—Veré si le ha quedado algo de whisky por ahí —dijo y rebuscó sus zapatos por el cuarto, para volver a calzarse; para eso tuvo que meterse detrás de la cortina que servía para separar el armario de las ropas.

Roman la siguió y vio un vestido verde colgado entre las ropas de hombre.

—Éste parece ser un vestido tuyo —dijo con voz cargada de sospechas.

—No empieces esa historia otra vez —respondió la joven—. Tú te figuras que hacen un solo vestido que es el mío. Además, su amiguita tiene casi la misma talla que yo.

—¿Estás segura de que no lleva la misma piel que tú? —preguntó Roman.

Sassafras ignoró la pregunta. Por fin se acercó con una botella de whisky barato que aún conservaba tres cuartas partes de su contenido original.

—Mira, toma esto y cállate —le dijo al dejarle la botella entre las manos.

Roman destapó la botella y dejó que el whisky se escurriese por su garganta.

—No está mal, pero es demasiado suave —dictaminó.

—¿Cómo ibas tú a conocer un whisky barato? —dijo con desdén Sassafras—. Tú, que no has tomado más que basura toda tu vida.

Roman dio otro trago, con lo que el nivel del líquido bajó hasta la mitad de la botella.

—Nena, tengo un hambre que me comería un caballo hasta los cascos y dejaría los huesos uncidos al arado todavía —declaró el muchacho mientras flexionaba sus músculos—. ¿Por qué no miras si la amiguita de tu amigo ha dejado algo de comida en esta cueva?

—Si encuentro algo te pondrás más sospechoso —le respondió Sassafras.

—De todos modos llenaría la tripa.

La chica encontró un trozo de carne salada, media hogaza de pan blanco envuelta en un papel y una botella de miel de caña dentro de un cajón. Luego abrió una de las ventanas traseras y buscó dentro de una caja que hacía las veces de nevera, claveteada bajo el alféizar; allí había una caja con copos de maíz congelados y un bote congelado de melocotones de California.

—No encuentro café —anunció la chica.

—¿Y quién quiere café? —le respondió Roman que había vuelto a tomar otro trago de la botella.

Poco después el cuarto se llenó con el humo y el olor delicioso de la carne frita. Sassafras frió una parte de los copos de maíz junto con la carne. Roman abrió el bote de melocotones con su cortaplumas, pero el contenido era un bloque helado, de modo que lo puso sobre la estufa.

Al no hallar ni un solo plato limpio, Sassafras echó mano del que estaba menos sucio. Fregó un par de tenedores con un paño seco.

Roman se sirvió los copos fritos, la carne frita, y lo roció todo con melaza. Luego se llenó la boca con esa mezcla y aún se metió dentro un trozo de pan seco.

La chica le miró con expresión de disgusto.

—Puedes sacar al muchacho del campo, pero no puedes sacar el campo del muchacho —filosofó mientras con gran delicadeza comía bocados de carne y de pan en forma alternada y sostenía cada copo de maíz entre el pulgar y el índice, según las reglas de la etiqueta.

Roman terminó antes. Se puso de pie y fue a ver el estado de los melocotones. Aún quedaba una parte central congelada. Alzó la botella de whisky y midió su contenido con los ojos.

—¿Quieres que prepare un ponche con el almíbar de los melocotones? —preguntó.

Sassafras le brindó una mirada indiferente.

—No me sabría mal —respondió con tono pulido.

Roman miró a su alrededor en busca de un recipiente para hacer la mezcla; al no ver ninguno, apretó el bote hasta formarle un pico en el borde y vertió el almíbar de los melocotones dentro de la botella. La sacudió por un momento y luego se la pasó a la chica, no sin antes tomar un trago. Sassafras tomó un trago y devolvió la botella.

Muy pronto ambos reían y se manoteaban mutuamente. Lo siguiente fue reincidir en la cama.

—Querría que este hombre se diese prisa en llegar —dijo Roman, con un último esfuerzo para mantener la sensatez.

—¿Qué quieres con eso de salir a buscar un Cadillac viejo, con esta nochecita, si me tienes a mí aquí? —dijo Sassafras.

—Aparca aquí y vayamos andando —dijo Coffin Ed.

Grave Digger maniobró para aparcar a la entrada del Callejón. Era una mañana gris y oscura aún; no había ni un alma a la vista. Descendieron con lentitud, como viejos decrépitos.

—Este carromato parece haber estado en la guerra —siseó Grave Digger.

Tenía tan hinchados los labios que daba la impresión de que su cara le hubiese crecido hacia donde no debía.

—Tú pareces el que ha estado en la guerra —le aseguró Coffin Ed.

—Sí, esperemos que no haya más tíos como aquél en esta covacha.

Hizo el gesto de cerrar con llave la puerta del coche y entonces reparó en el volante retorcido, la parte trasera abollada y el agujero en el parabrisas, y se guardó la llave en el bolsillo.

—No tenemos que preocuparnos; a nadie se le ocurrirá robar esto —murmuró.

—Seguro que no —confirmó Coffin Ed.

Echaron a andar por el pavimento irregular, evitando los montones de hielo y los cuerpos congelados de ratas y gatos muertos. Los camiones de basura no podían entrar en el callejón y los vecinos apilaban las basuras en la calle, durante todo el año. En ese momento los desperdicios formaban pilas compuestas, sobre todo, por huesos de cerdo, hojas de col y botes de hojalata, acumulados contra las paredes de las antiguas cocheras. Entre todos esos montones malolientes, vieron un solitario gato negro sentado sobre sus corvas y masticando un cuero de jamón congelado, que parecía duro como madera.

—Ha de haberlo robado —comentó Coffin Ed—. Aquí nadie debe tirar semejante trozo de carne.

—Con cuidado ahora —recomendó Grave Digger con su voz temblorosa.

Al llegar a la puerta ambos empuñaron sus pistolas e hicieron girar los tambores. Los proyectiles de bronce se destacaron apenas del metal plateado de las armas. Las sombrías figuras de los detectives se movieron como silenciosos fantasmas. Ambos respiraban por la boca, exhalando diminutas nubecillas de vapor en el aire helado.

Grave Digger pasó su pistola a la mano izquierda y pescó una llave en el bolsillo derecho de su abrigo. Cuando hubo introducido la llave en la cerradura, Coffin Ed le ayudó tratando de forzar el picaporte. La cerradura Yale se abrió sin el menor ruido. Coffin Ed empujó la puerta unos centímetros y Grave Digger retiró la llave.

Ambos se aplastaron contra la pared exterior y escucharon. Desde arriba llegaba el sonido de dos personas que estuviesen serrando madera: un hombre que serrara un tronco seco de pino con una sierra grande y un niño que serrase astillas con algún juguete.

Coffin Ed se acercó a la puerta y con un movimiento lentísimo la empujó con el cañón de su pistola. Arriba, las dos personas seguían serrando. El detective metió la cabeza entre el marco y la hoja de la puerta y echó una mirada al interior.

No había puerta al cabo de las escaleras. El espacio correspondiente a esa posible puerta estaba iluminado por una suave luz rosada que hacía visibles las vigas desnudas del techo.

Coffin Ed fue el primero en entrar, pisando el lado externo de los escalones, probando cada uno antes de apoyar todo el peso de su cuerpo.

Grave Digger le dejó adelantarse cinco escalones y siguió con exactitud sus huellas.

Al final de la escalera Coffin Ed se hundió deprisa en la luz rosada, moviendo el cañón de su pistola de izquierda a derecha.

Luego, sin volverse, le hizo señas a Grave Digger para que avanzara.

Uno junto a otro, de pie, observaron las figuras durmientes que estaban tendidas sobre la cama.

El hombre llevaba una camisa de lana a gruesas listas, abierta hasta la cintura, una camiseta burda, pantalones de marinero y unos calcetines sucios, de lana blanca. Una chaqueta de piel estaba caída sobre un par de borceguíes rústicos, sobre el piso, junto a la cama. El muchacho estaba doblado casi en dos, de lado, enfrentando a la mujer, con un brazo sobre el vientre de ella.

La mujer llevaba un vestido rojo de punto y medias negras. Eso parecía ser todo su atuendo. Estaba tendida a medias de espalda, a medias de lado, con las piernas abiertas. La piel negra y aterciopelada era lo único que la cubría hasta la cintura.

Una sola bombilla macilenta, velada por una pantalla rosa, que pendía de un gancho a la cabeza de la cama, iluminaba la escena con cierto aire de intimidad.

Las miradas de los dos detectives recorrieron todo el cuarto, se detuvieron sobre la vieja 45 que estaba sobre el gorro de pelo de conejo, siguieron su camino y regresaron a ella.

Coffin Ed, de puntillas, caminó hasta la mesa y se apoderó del arma. Olió el cañón, sacudió la cabeza y se guardó la pistola en el bolsillo.

Grave Digger, de puntillas, se acercó a la cama y con el cañón de su pistola golpeó las costillas del hombre dormido.

Más tarde admitiría que no tendría que haberlo hecho.

Rondan brincó de la cama como un gato salvaje escaldado.

Quedó de pie de inmediato, como si hubiese sido disparado por una catapulta. Tiró un revés con su mano izquierda, mientras aún volaba por el aire. Le dio a Grave Digger en mitad del vientre y le hizo caer de culo.

Coffin Ed saltó por encima de la cabeza de Grave Digger y lanzó contra Roman una verdadera estocada con el cañón de su pistola.

Pero, mientras aún volaba en el aire, Roman se encogió, giró para recibir el golpe en el trasero y patear la cara de Coffin Ed con sus dos pies cubiertos por los calcetines.

Y entonces comenzaron los chillidos. Chillidos fuertes, agudos, intolerables, que dinamitaban el cerebro y vertían ácido sobre los dientes. Sassafras se había incorporado sobre manos y rodillas en la cama y había abierto al máximo su boca.

Coffin Ed retrocedió hasta la mesa. Sus piernas vacilaron y cayó con estrépito al suelo.

Roman aterrizó sobre sus hombros y las palmas de sus manos, en tanto que sus piernas seguían aún en el aire.

Grave Digger se incorporó apoyado en la mano izquierda, con el pie izquierdo oprimido bajo el peso de su cuerpo y golpeó a Roman en la parte superior del cráneo, con el cañón de su pistola. Pero el abrigo le entorpecía los movimientos y Roman no dio señales de haberlo sentido, sino que de inmediato dobló las piernas por debajo de su cuerpo y se puso de pie, como un acróbata, girando al mismo tiempo que tocaba el piso.

Grave Digger mandó un revés con el mismo impulso con que había dirigido el golpe contra el cráneo de Roman y le dio en la rodilla derecha.

Roman se inclinó hacia un lado, como el pilar de una casa que se desmorona. Coffin Ed trastabilló en dirección a él y le pateó con fuerza la nalga izquierda.

El pelo de Sassafras estaba erizado como las espinas de un puercoespín y sus ojos se veían vidriosos, pero sus chillidos no se interrumpían.

Roman cayó sobre Grave Digger y le aprisionó una pierna, y cuando Coffin Ed saltó hacia delante para patearle, también aprisionó una de sus piernas.

El muchacho se puso de pie, enarbolando en cada mano una pierna de cada detective y los alzó hasta que sus cabezas golpearon contra las vigas del techo.

—¡Corre, Sassy, corre! —gritó—. ¡No es momento para ataques!

La chica dejó de chillar tan bruscamente como había comenzado a hacerlo. Brincó para ponerse de pie y corrió hacia la puerta.

Grave Digger y Coffin Ed hicieron llover golpes de pistola sobre la cabeza de Roman.

El muchacho cayó de rodillas, pero sin soltar las piernas de los dos detectives.

—¡Corre, Sassy! —jadeó.

Pero ella se detuvo junto a la puerta y giró para recoger su nuevo abrigo de piel.

Grave Digger quiso retenerla, pero no lo logró.

—¡Vete al infierno, bocazas! —le gritó Coffin Ed mientras seguía descargando golpes sobre la cabeza del muchacho.

Pero Roman resistió lo suficiente como para que Sassafras se precipitase escaleras abajo con la prisa de un gato callejero asustado. Entonces, sólo entonces, abrió las manos, sonrió con una mueca de tonto y murmuró:

—Cabeza fuerte…

Luego cayó hacia adelante y rodó sobre el suelo.

Coffin Ed saltó hacia la escalera, pero Grave Digger, con un siseo penoso, le pidió:

—Déjala ir, déjala ir. Él se lo ha ganado.