Tres minutos después de que el Buick se hubiese perdido dentro del callejón, un pequeño coche negro patinó al girar desde la avenida Lexington hacia la calle 112.
Grave Digger conducía, encendidas las luces cortas, y Coffin Ed recorría con sus ojos penetrantes la fila de coches aparcados, en busca del Buick negro.
De pronto, el calefactor había comenzado a funcionar y el hielo se fundía sobre el parabrisas. El viento soplaba en ese momento desde el este y ya no caía aguanieve. Los neumáticos producían un sonido suave sobre la resbaladiza capa helada que cubría la calle de asfalto mientras el coche volvía a su línea recta de avance. Pero casi de inmediato torció hacia la derecha y Grave Digger se vio obligado a girar el volante hacia la izquierda para mantener su curso en línea recta.
—Se me ocurre que esto es como la caza de un ganso silvestre —dijo Coffin Ed—. Es difícil figurarse que exista alguien tan idiota en estos tiempos.
—¿Cómo puedes saberlo? —le respondió Grave Digger—. Hasta el presente este chico no ha ganado ningún premio.
Se hallaban en la mitad de la manzana de casas abandonadas y viejas, entre los edificios más miserables, cuando advirtieron que una motocicleta con sidecar giraba desde la Tercera Avenida, en el otro extremo del Callejón.
Casi de forma mecánica, ambos prestaron atención. Ninguno de los dos reconoció el vehículo; no sabían nada de su historia, ni de su uso ni de su dueño. Pero ambos sabían que cualquier persona que en una noche como ésa circulase en un vehículo abierto exigía una investigación.
El conductor de la motocicleta les vio en el mismo momento en que ellos le vieron a él. Vio un pequeño coche negro que avanzaba como un cangrejo a través de la calzada desierta. A pesar de lo mucho que se había empeñado durante años para mantenerse fuera del camino de ese coche, le conocía como a una plaga.
El hombre llevaba un mono color marrón oscuro, una chaqueta militar de fajina y un gorro de cazador a cuadros, forrado de piel.
El sidecar no tenía asiento y, en su lugar, había dos ruedas de coche, enteras, con sus neumáticos, cubiertas con un lienzo encerado negro.
Cuando Coffin Ed vio qué eran los objetos cubiertos con el lienzo encerado, dijo:
—¿Tú ves lo mismo que yo?
—Pues sí —respondió Grave Digger y apretó el acelerador.
Si los neumáticos hubiesen sido más pequeños, el motociclista podría habérselos tragado, tal como los traficantes de marihuana se tragan los porros cuando la policía los acosa. Pero, en cambio, disparó su motocicleta hacia adelante, con el faro encendido para cegar a los dos detectives, mientras se inclinaba lo más posible hacia el lado derecho, de modo que quedase fuera de la línea de fuego. El rugido del motor llenó la noche, como si hubiese un jet despegando en el Callejón.
Al mismo tiempo Grave Digger encendió las luces largas del coche. Coffin Ed había desenfundado su pistola y luchaba para bajar el cristal de la ventanilla. Pero no tuvo tiempo.
Los dos vehículos, de frente, rugieron mientras se arrojaban uno contra otro a través de la calzada resbaladiza.
Grave Digger quiso anticiparse a las intenciones de su adversario. Le vio inclinado hacia la derecha, por encima del sidecar. Sabía que ese tío se habría figurado que ellos pensarían que debía inclinarse hacia la izquierda, para equilibrar el peso del sidecar, lo que le facilitaría cualquier maniobra rápida. Supuso que el hombre, en el último instante, haría un giro cerrado hacia la derecha, frenando apenas para describir un triángulo que le permitiese pasar por el lado izquierdo del coche, junto al conductor y lejos del arma de Coffin Ed.
De modo que hizo saltar al pequeño coche a la izquierda, apretó el freno y las ruedas traseras patinaron hasta que el lado izquierdo de la calle quedó bloqueado.
Pero aquel tío se había anticipado a los pensamientos de Grave Digger. Se elevó sobre el asiento, como lo haría un indio de Hollywood sobre la silla de su poni pinto, y giró hacia su izquierda, a noventa grados, acelerando a fondo para deslizarse sin tocar casi el suelo.
Su intención era pasar junto al coche por el lado derecho y al infierno con los disparos que le hiciesen.
Ambos conductores calcularon mal el factor de tracción de la calzada. La cobertura rígida y helada era engañosa; los neumáticos la mordieron y se aferraron a ella. El sidecar chocó contra el extremo delantero derecho del parachoques del coche, de forma tangencial, y la motocicleta giró sobre sí misma con toda la fuerza de su motor. El coche se balanceó sobre sus ruedas traseras e hizo que Grave Digger perdiese el dominio del volante. La motocicleta se precipitó sobre un coche aparcado junto a la acera, rebotando como una bola de goma; la pierna del conductor se rozó contra una columna herrumbrosa de hierro y el vehículo volvió a enfrentar el extremo por el que había entrado al Callejón.
Coffin Ed estaba paralizado por la ventanilla a medio abrir, con su arma inutilizada, y gritaba con toda la voz:
—¡Alto o disparo!
El motociclista oyó las palabras de Ed por sobre el rugido del motor, mientras luchaba por mantener su vehículo sobre la acera y evitar roces laterales contra las columnas de las escaleras, de un lado, y los coches aparcados, del otro.
El coche de los detectives estaba atravesado en la calzada y apuntaba hacia la acera en ángulo, pero mantenía, a pesar de todo, una dirección más o menos recta.
—Ya le tengo —dijo Grave Digger, mientras retrocedía y pisaba el acelerador.
Pero no había enderezado las ruedas después de su cerrado giro hacia la izquierda, y el coche, en lugar de meterse en la calle, se movió hacia la izquierda y fue a dar de lado contra un Chevy aparcado allí. La puerta del Chevy se hundió y el parachoques delantero izquierdo del pequeño coche policial se arrugó como si fuese una delgada lámina de hojalata. El cristal del faro delantero se esparció por la calzada y el sonido lacerante del metal contra metal despertó a todo el vecindario.
Lo que quedaba por hacer era retroceder, enderezar la dirección y comenzar la maniobra otra vez.
Grave Digger se había enloquecido a tal punto con ese giro de los hechos que siguió apretando el acelerador y se zafó del Chevy, gracias a los caballos de fuerza de su motor. Su parachoques delantero izquierdo, casi deshecho, enganchó el parachoques trasero izquierdo del Chevy y ambos se rompieron y fueron a dar bien lejos de sus respectivos coches.
El detective dejó que rebotaran en la calzada y se precipitó tras la motocicleta que nuevamente había saltado a la calle y describía un giro sobre dos ruedas para dirigirse hacia el norte, hacia la Tercera Avenida.
Ya eran sobre las cuatro y media de la mañana y los grandes camiones de carga estaban en la calle, en viaje desde el oeste, a través de los túneles que atraviesan el río Hudson, y hacia el norte, a través de la isla de Manhattan, en dirección a toda la región septentrional del estado de Nueva York: Troy, Albany, Schenectady, o camino de Boston.
Un camión con remolque avanzaba hacia el norte por la Tercera Avenida cuando Grave Digger desembocó en ella de modo tal que, por unos segundos, pareció que el pequeño coche se metería debajo del camión. Coffin Ed se hallaba asomado a su ventanilla, empuñando la pistola. Aunque se echó atrás, su arma estaba a la vista cuando pasaron junto a la cabina del conductor.
Los ojos del conductor del camión se desorbitaron.
—¿Has visto ese cañón? —le preguntó a su auxiliar.
—Esto es Harlem —le respondió el auxiliar—. Es un sitio de locos, hombre.
El conductor blanco y el auxiliar de color se sonrieron el uno al otro.
La motocicleta giraba hacia el oeste por la calle 114 cuando Grave Digger logró enderezar el coche luego de sus zigzagueos. El hielo que se fundía sobre el cristal del parabrisas le dificultaba la visión y comenzó a hacer funcionar las escobillas. Por un momento no pudo ver nada, pero, de todos modos, giró con la esperanza de no fallar.
En realidad describió una curva demasiado cerrada y chocó contra el arcén, en la esquina. La cabeza de Coffin Ed golpeó contra el techo.
—Maldita sea, Digger, me estás sacudiendo para matarme —se quejó el detective.
—Todo lo que te digo es que he tenido noches mejores que ésta —murmuró Grave Digger a través de sus dientes apretados.
Tuvieron a la vista la motocicleta hasta que giró hacia el norte por la Séptima Avenida, pero no pudieron disminuir la distancia que separaba ambos vehículos. Por unos momentos se les perdió de vista. Cuando llegaron a la Séptima Avenida ya no la vieron más.
Tres camiones avanzaban en línea por el carril externo y un cuarto estaba sobrepasando al que iba a la cabeza.
—No queremos perder a ese crío —dijo Grave Digger.
—Marcha por la acera —dijo Coffin Ed que se había inclinado por la ventanilla del lado derecho.
—Dispárale por encima de la cabeza.
Coffin Ed acomodó su brazo izquierdo sobre el borde de la ventanilla, apoyó el extremo del largo cañón niquelado sobre la muñeca izquierda y disparó hacia la noche. Una llama saltó hacia la oscuridad y tres manzanas más adelante una farola se extinguió.
La motocicleta abandonó la acera para regresar a la calzada, al frente de la fila de camiones. Grave Digger se metió tras el camión que circulaba por el carril interno y conectó su sirena.
En la calle 116 Coffin Ed dijo:
—Sigue en línea recta. Querrá llegar al límite del condado.
Grave Digger se desvió hacia la izquierda del parquecillo que se extiende entre los carriles que suben y los que bajan y comenzó a circular por el carril izquierdo. Las escobillas del parabrisas habían limpiado dos medias lunas en el cristal sucio y ahora se veía el camino expedito a través de ellas. El detective apretó el freno hasta el suelo, acercándose a la motocicleta, pero con el parquecillo divisorio interpuesto.
—Desacelérale un poco, Ed —pidió a su compañero.
El parquecillo, limitado por una valla baja, de alambres, estaba a un nivel más elevado que el de la calzada y cubría los neumáticos de la motocicleta, que avanzaba a excesiva velocidad para correr el riesgo de disparar contra su faro.
Sobrepasaron otros dos camiones que se dirigían hacia el norte y durante unos momentos ambos carriles quedaron vacíos frente a ellos. El coche se mantuvo a la misma altura que la motocicleta.
Coffin Ed advirtió:
—Cuidado con él, Digger, está a punto de intentar alguna triquiñuela.
—Tiene tanto miedo de las esquinas como nosotros —respondió Grave Digger—. Querrá hacernos chocar contra algún camión.
—Ya se ha adelantado a aquellos dos.
—Será mejor que ahora me mantenga detrás de él.
En la calle 121, Grave Digger retomó los carriles de la mano derecha de la circulación.
Una manzana más adelante un camión frigorífico había encendido sus luces amarillas de giro para tomar el carril interno y adelantarse a un camión abierto que transportaba planchas de metal.
El conductor de la motocicleta podría haber pasado por el lado interno, pero se mantuvo detrás del camión frigorífico hasta que éste ocupó el carril izquierdo, de modo que ambos lados de la calzada quedaron bloqueados.
—Ahora, dispárale al neumático —ordenó Grave Digger.
Coffin Ed se inclinó para sacar la cabeza por la ventanilla, apuntó con cuidado apoyándose sobre su muñeca izquierda y disparó los dos últimos proyectiles. Ninguno de los disparos dio en la motocicleta, pero el quinto y último proyectil del arma de Coffin Ed era siempre una bala trazante, a raíz de que una noche el detective se había visto atrapado en un tiroteo en plena oscuridad. Ambos policías siguieron la trayectoria fosforescente y blanquecina, que pasó junto al neumático trasero de la motocicleta, dio contra la toma de aire de una alcantarilla, rebotó allí para describir un ángulo apenas agudo y se sepultó en el neumático externo trasero del camión abierto que transportaba las planchas de metal. El neumático estalló y se fue de lado. El conductor sintió que el camión se sacudía y apretó el freno.
Todo esto echó por tierra los cálculos del motociclista, que había pensado meterse a toda velocidad por entre los dos camiones y salir disparado hacia delante antes de que el camión frigorífico pudiese sobrepasar al otro. Cuando ambos camiones estuviesen a sus espaldas, bloquearían la calzada y le darían ocasión de huir casi sin inconvenientes.
Estaba acelerando detrás del camión abierto cuando estalló el neumático y el conductor accionó el freno. Giró bruscamente hacia la izquierda, pero no lo hizo a tiempo.
Tres delgadas láminas de acero inoxidable, de un metro ochenta de ancho, con dos trozos de tela roja flameando a los lados, formaban una hoja de menos de un centímetro de espesor. Este filo golpeó al motociclista por sobre el cuello de la chaqueta, en la parte visible de su garganta, que estaba estirada y tensa a causa del esfuerzo físico. La velocidad que llevaba era de casi cien kilómetros por hora y aquel filo le separó la cabeza del tronco como si fuese la hoja de una guillotina.
La cabeza rodó por encima de las planchas de metal mientras que el cuerpo se mantenía a horcajadas sobre el asiento y las manos permanecían aferradas a los manillares. Una corriente de sangre saltó de la yugular cercenada, pero el cuerpo completó la maniobra que el cerebro le había ordenado y pasó junto al camión, siguiendo el plan primero del motociclista.
El conductor del camión miró por la ventanilla para observar el paso del otro camión, mientras seguía frenado para tratar de detenerse. Pero en cambio vio a un hombre sin cabeza que le sobrepasaba, montado en una motocicleta con sidecar y que dejaba tras de sí una corriente de sangre que fluía a impulsos del viento y de la que emanaba vapor.
El conductor jadeó apenas y perdió el sentido.
Su pie aflojó la presión sobre el freno y el embrague, de modo que el camión siguió su avance.
La motocicleta, conducida por un hombre sin cabeza, siguió ondulando sobre la calzada a toda velocidad.
El conductor del camión frigorífico que circulaba junto al camión abierto no podía creer lo que sus ojos veían. Encendió las luces largas, iluminó con sus rayos al motociclista descabezado y, a toda prisa, apagó sus luces. Parpadeó con fuerza. Era la primera vez en su vida que se dormía conduciendo, pensó; y Dios mío, ¡qué pesadilla! Volvió a encender las luces y allí seguía, aún. Hombre o alucinación, tenía que alejarse, aunque fuese a dar al mismo infierno. Comenzó a poner en funcionamiento sus luces de giro, todas a la vez, como si hubiese enloquecido, aporreó la bocina y apretó más el acelerador y luego echó una mirada hacia el otro lado.
El camión que llevaba las planchas de metal giró gradualmente hacia la derecha, a causa de un defecto del mecanismo de la dirección. Subió a la acera y comenzó a elevarse por los amplios escalones de piedra de una elegante iglesia para familias negras.
Sobre el frente de la iglesia, en una vitrina iluminada, se leía el anuncio del tema del sermón del día:
¡Cuidado!
La muerte está mucho más cerca que lo que piensas
La cabeza rodó dentro del camión ya casi detenido, cayó a la acera y rodó luego hasta la calzada. Grave Digger, que se acercaba a gran velocidad, vio algo que parecía un balón con un gorro rebotando sobre el asfalto negro. El objeto atravesó el rayo de una de sus luces, pero le era visible sólo la parte superior, de modo que no logró reconocerlo cuando lo vio.
—¿Qué es lo que ha caído? —le preguntó a Coffin Ed.
Coffin Ed se había quedado con la mirada fija, como si estuviese petrificado. Tragó con esfuerzo.
—La cabeza —respondió.
Los músculos de Grave Digger se estremecieron espasmódicamente. Con un movimiento automático apretó a fondo el freno.
Un camión, que el detective no había visto, se acercaba por detrás y no pudo detenerse a tiempo. Chocó contra el pequeño coche con poca fuerza ya, pero fue suficiente. Grave Digger voló hacia delante; el borde inferior del volante le dio en mitad del plexo solar, golpe que le hizo bajar la cabeza; la boca se estrelló contra el borde superior del volante, con lo cual se magulló los labios y se partió dos dientes superiores.
Coffin Ed se precipitó de cabeza contra el parabrisas e hizo un agujero en el cristal de seguridad. Pero la dureza de su cráneo le salvó de una herida mayor.
—Maldición —siseó Grave Digger, mientras se enderezaba y escupía trozos del volante—. Más me hubiese valido pillarme la gripe asiática.
—También a mí, Digger, bien lo sabe Dios —dijo Coffin Ed.
De forma gradual el cuerpo descabezado que iba sobre la motocicleta había ido perdiendo sangre y sus músculos se aflojaron. La motocicleta comenzó a oscilar; describiendo una trayectoria que iba de un lado a otro de la calzada, atravesó la calle 125, eludiendo apenas a un taxi, rodeó con limpieza la gran columna de un reloj en la esquina y se estrelló contra una puerta con rejas de hierro de una joyería barata, de la que se desprendió un rótulo que aseguraba:
Créditos para todos; incluso la muerte.