10

Cuando Roman y Sassafras se precipitaron por la escalera de la casa de Lady Gypsy, y se encaminaron hacia el Buick que estaba aparcado junto a la acera, fue una verdadera fortuna que nadie les viese. Porque hasta un ciego podría haberles visto.

Roman se había metido en la cabeza el turbante de adivina de Lady Gypsy, con su enorme ojo de cristal, de modo que llevaba tres ojos, en ese momento, apuntando hacia distintas direcciones. También se había echado sobre su chaqueta de piel y pantalones militares el vestido color de arcoiris, que le estaba corto y por debajo del cual asomaban las botas de soldado. Empuñaba en la mano izquierda su gorro de piel de conejo y su vieja 45 en la mano derecha.

—Si nos sorprenden me haré el loco y me echaré a correr —declaró entre jadeos roncos—. No dispararán contra un adivino loco.

Sassafras emitió una de sus risitas agudas.

Roman le echó una mirada sórdida mientras corría hacia el lado exterior del coche para abrir la puerta y sentarse al volante. Acomodó el gorro de conejo y la pistola en el asiento, entre él y Sassafras, y echó a andar el coche deprisa. Pero su sexto sentido le advirtió que le resultaría más fácil alejarse si conducía a poca velocidad.

Marchaba como un predicador de camino hacia la iglesia cuando llegó a la Tercera Avenida y giró hacia el sur.

Los ocupantes del primero de los coches de policía que llegaba, a toda velocidad, desde el norte, vieron el Buick que avanzaba con lentitud en el momento en que sus neumáticos chirriaban antes de girar en la esquina de la calle 116. No vieron al conductor y no podrían haberse imaginado que el que se arrastraba con esa parsimonia fuese el coche más caliente de todos los que circulaban al este del río Mississippi.

Roman atravesó la calle 114 y aparcó frente a una fábrica de colchones, detrás de un camión abierto.

—Tendré que pensar un poco todo esto —dijo el muchacho.

Sassafras no pudo evitar un nuevo estallido de risa. Y cada vez que miraba a Roman sus carcajadas se hacían más fuertes.

—No es momento para reír —le dijo él, con voz ronca—. Me vas a volver loco.

—Ya sé que no lo es, cariño —admitió la chica, casi sofocada—. Pero nadie que te vea con esas ropas se podría echar a llorar.

—Pues ha sido por tu culpa —acusó Roman—. Llevarme a ver a ese chivato…

—¡Cómo iba a saber yo que era un chivato! —estalló Sassafras—. He ido allá docenas de veces con otros hombres, antes, y nunca… —Se interrumpió con brusquedad.

—Ya me figuro que lo has hecho —le dijo Roman—. No machaques. Nunca se me ha ocurrido que te quedarías tan tranquila mientras yo andaba lejos. No soy tonto.

Sassafras le pasó el brazo por el cuello e intentó atraer la cabeza del joven hacia sí.

—Nunca te he mentido, cariño —le aseguró—. Lo juro sobre una pila de Biblias.

Roman echó la cabeza atrás.

—Oye, chica, éste no es momento para arrumacos. Aquí estoy yo, he perdido la paga de un año, y tú me juras mentiras sobre una pila de Biblias.

—No es una mentira —respondió la muchacha—. Si te tomaras el trabajo de comprobarlo, en lugar de comprar Cadillacs…

—Tú querías el coche tanto como yo.

—¿Y qué si lo quería? Eso no quiere decir que piense que un Cadillac es lo único que Dios ha creado.

—No es momento para discutir —repitió Roman—. Debemos hacer algo… y deprisa. Creo que hasta aquí hemos tenido una suerte de mil diablos, pero no durará para siempre. Nos sorprenderá la policía en este coche caliente y entonces…

Sassafras le interrumpió:

—Podemos ir a ver a un hombre que yo conozco y que está en el negocio de automóviles. Quizá nos ayude.

—Ya he visto a todos los hombres que están en el negocio de automóviles que tenía que ver —respondió Roman—. Ya tengo bastante. Lo que pienso hacer es ver si puedo encontrar a algunos de mis compañeros del barco y pedirles que me ayuden a buscar mi coche.

—Este hombre del que te he hablado puede hacerlo mejor que ellos —le contradijo Sassafras—. Si ese enorme y brillante Cadillac está en algún lugar de Harlem, él es quien mejor puede hallarlo de toda la gente que conozco.

—Si todos esos hombres que conoces… —comenzó a decir el joven, pero Sassafras no le dejó seguir adelante.

—¿Qué hombres?

—Ese gordo calvo que se hace pasar por adivina…

Los labios de la chica se fruncieron.

—No estarás celoso de él, me figuro.

—Maldita sea, es bien cierto que no es ninguna mujer…

—Ese hombre no vale nada.

—Si crees que con eso me convences…

—Pero no se trata de eso —respondió Sassafras—. Apenas le conozco. No es otra cosa que un contacto para negocios.

—¿Qué tipo de negocios?

Sassafras ignoró la pregunta.

—Podemos pedirle que eche una mirada por allí y vea qué puede encontrar —dijo, en cambio—. Y también podremos quedarnos en su casa mientras él haga la búsqueda. Tú no tienes adónde ir.

—Había pensado que me quedaría contigo durante el tiempo en que no pudiera estar en el coche. ¿O es que tienes algún hombre contigo en tu habitación?

—Me enfermas —exclamó Sassafras—. Ya sabes que no puedo tener a ningún hombre en mi habitación, porque esa gente con la que vivo es gente respetable.

—Pues, ¿cómo pagaremos a ese hombre para quedarnos en su casa y para que busque nuestro coche? —quiso saber Roman—. Le he dado al señor Baron hasta el último dólar que tenía.

—Podemos venderle los neumáticos de este coche —sugirió la joven—. También está en el negocio de cosas usadas ese hombre.

—Ya comprendo —respondió Roman—. Pero no soy tan tonto como tú te figuras. Ése es un ladrón de neumáticos.

—Pues y qué si lo es —desafió Sassafras—. Tiene que saber dónde hay coches para saber dónde robar neumáticos. Y eso es lo que tú necesitas: alguien que sepa algo.

—Pues muy bien, entonces, le daremos los neumáticos de este coche y que se largue a buscar. ¿Dónde vive?

—Vive en el Callejón. Tiene un gran depósito allí.

Roman puso en marcha el motor y se dirigió hacia la calle 112; luego giró hacia atrás, en dirección a Lexington. Detrás de los edificios cuyo frente daba a la Tercera Avenida había un pasaje estrecho que torcía hacia la derecha en ángulo recto y seguía un trazado paralelo a las dos calles laterales.

Era un espacio demasiado estrecho para un coche grande —no había lugar suficiente para abrir las puertas y descender del coche— y Roman tuvo que realizar varias maniobras para poder girar en la esquina.

—No me gustaría quedar atrapado aquí —dijo el muchacho—. Sólo se puede salir hacia arriba.

El Callejón estaba limitado por edificios de ladrillo, de dos plantas, todos en diverso estado de abandono, que alguna vez habían sido cocheras de los residentes de las calles 111 y 112. Muchas familias vivían ahora en la segunda planta, antigua vivienda de los sirvientes de otro tiempo, y las cocheras estaban ocupadas por pillos ya retirados. En ellas vivían, además, y se reproducían buenas cantidades de ratas, jugaban algunos niños y las niñas perdían su virginidad.

—Aquí es —dijo Sassafras, mientras señalaba una carcomida puerta de madera, con trozos de hojalata derrumbada claveteados por encima—. Iré a ver si él está.

La puerta estaba asegurada mediante barras de hierro, atornilladas a la madera podrida, y una cerradura de latón de tamaño descomunal.

Roman detuvo el coche y la chica descendió para espiar a través de un agujero que había junto a la cerradura.

—No está —dijo—. No veo la motocicleta dentro.

—¿Qué haremos, entonces? —preguntó Roman.

—Déjame pensar —respondió ella mientras se llevaba los dedos hasta la mejilla sucia de polvo y le miraba con aire ausente—. ¡Oh! —exclamó con la expresión de quien es iluminado por una idea repentina—. Ahora lo recuerdo. Él me ha dado una llave de la puerta.

Sassafras comenzó a rebuscar dentro de su bolso.

—¿Y por qué tenía que darte una llave de su puerta? —preguntó Roman con tono suspicaz.

—Es una llave para su amiguita —respondió la chica con tono frívolo—. Él y yo somos compinches. Y me ha dicho que si ella acertaba a pasar, y él no estaba en la casa, la hiciese entrar.

A la derecha de la puerta cochera, había otra puerta pequeña que daba a una escalera que conducía a la planta superior. Sassafras metió la llave en la cerradura Yale y dijo:

—¡Ya está! Ya podemos ir arriba y esperarle.

—Conoces requetebién a este hombre —señaló Roman.

—Su amiguita y yo somos así —respondió Sassafras, que había alzado la mano con el pulgar y el índice estrechamente apretados—. Iré arriba a buscar la llave de la cerradura grande para que puedas meter dentro el coche y nadie lo vea.

—Esto me sabe tan bien como la avena en un helado —aseguró Roman—. Y no soy ningún borrico.

Pero Sassafras no se había quedado a escucharle. Ya iba, escalera arriba, en busca de la llave. Con ella abrió la puerta cochera y el joven maniobró con el coche para entrar en un ámbito oscuro y húmedo, con vigas desnudas en el techo, piso de piedra y olor a caucho y a tierra mojada. Sobre las paredes, colgado de tableros para herramientas, había un equipo completo para cambiar y reparar neumáticos, pero a la vista no había ningún neumático.

Roman descendió del coche, murmurando algo para sí mismo. Entretanto, la chica había cerrado la puerta y le había echado llave. Luego se dedicó a corretear por la cochera con una despreocupación tan excitada, que cualquiera hubiese dicho que en sus bragas se movían siete mil hormigas reinas.

—Ahora subiremos para esperar allí —dijo, mientras se sacudía como si todas las hormigas le estuviesen mordiendo suavemente.

Arriba había un único cuarto. Tanto en el frente como en la parte trasera se abrían varias ventanas, cuyos cristales estaban cubiertos con linóleo marrón. En el centro, a un lado, se veía una cocina de carbón sin lumbre. El rincón más cercano estaba ocupado por una cama de matrimonio, de hierro, esmaltada de blanco, barata. El rincón opuesto, oculto por una cortina, servía de armario para la ropa. Al otro lado de la cocina se veía una cómoda con un trozo de mármol roto, en la parte superior, sobre la que descansaba una cocinilla de gas, de dos picos. Una mesa cuadrada cubierta de platos sucios ocupaba el centro de la habitación. Junto a las ventanas interiores había otra mesa con un lavabo y aguamanil de porcelana blanca, rajada. El agua llegaba a través de un tubo de goma que salía de un grifo, casi a nivel del suelo. El servicio estaba fuera, detrás del edificio. Lo único que cubría el suelo de madera era una variada colección de ropas masculinas.

Además de una bombilla que colgaba en el centro del cuarto, descendiendo de una de las vigas desnudas del techo, había varias bombillas diminutas, de las que se compran en las tiendas de precio único.

Sassafras encendió la bombilla central y arrojó su abrigo sobre la cama deshecha. Llevaba un vestido rojo de punto, que hacía juego con su gorro, y medias negras.

El cuarto estaba tan frío que el aliento de ambos producía vapor.

—Haré fuego —dijo la joven—. Tú siéntate y ponte cómodo.

Roman la miró con una expresión maligna y cargada de sospecha, pero ella no lo advirtió.

Sassafras se inclinó para mirar dentro de la redondeada panza de la cocina: su culito de pato estiraba la falda del vestido.

Roman puso su gorro de piel de conejo sobre la mesa, junto a un plato sucio, y colocó la vieja pistola encima.

—Hay una trampa instalada aquí —explicó Sassafras, y sacó de uno de los cajones de la cómoda una caja de cerillas de madera.

—¿Y no sabrás dónde guarda el dinero este tío, también? —preguntó el muchacho.

Antes de volverse hacia él y observarle, Sassafras encendió la lumbre y abrió el paso de la chimenea.

—¿Qué murmuras, tú?

—Pues que parece que estás más a tus anchas aquí que una gallina en su nido —le dijo Roman—. ¿Estás segura de que tus negocios con este hombre no son los que yo me figuro?

La joven se quitó el gorro y sacudió su pelo corto y liso.

—Oh, no seas tan celoso —pidió—. Tienes el ceño tan fruncido que asustarías a las llamas.

—No soy celoso. Pienso, nada más.

Sassafras comenzó a recoger los platos sucios de la mesa y a acomodarlos junto a la cocinilla de gas.

—Vosotros los marineros sois todos iguales —dijo—. Si pudierais, les meteríais una cadena con candado a las piernas de una chica y luego echaríais la llave al mar.

—Pues tú lo has dicho —admitió el muchacho, que se sentía más y más enfadado al ver la faena doméstica de ella.

Las llamas comenzaron a rugir dentro de la chimenea y Sassafras la cerró a medias. Luego se volvió para mirar a Roman; sus ojos negros refulgían como brillantes.

—Quítate esas ropas tan elegantes, así te podré besar —dijo y un temblor le recorrió todos los músculos.

—Ya veo que este lugar te ha puesto besucona —se quejó el muchacho.

—¿Qué hay de malo en eso? —respondió Sassafras—. No puedes esperar que una vaca siga mascando lo que saca del estómago cuando tiene delante un campo lleno de hierba.

Roman la miró con fijeza.

—Si le has puesto buena cara a este tío, habrá más de un culo aporreado —le advirtió con tono amenazador.

Sassafras se acercó a él y de un manotazo le quitó el turbante con su tercer ojo.

—Esa cosa te está llenando los sesos de bilis —le dijo.

—Los sesos, no —negó Roman.

—Pues no lo sé —respondió la chica y tendió las manos hacia él.

—Deja que me quite esta ropa de mujer —pidió el muchacho; luego comenzó a tirar el vestido hacia arriba, por encima de su cabeza—. Me siento como un gallo que quiere poner un huevo.

—Seguro que tú tienes gallinas en la cabeza —bromeó la joven mientras le pellizcaba el estomago, aprovechándose de que el vestido cubría aún la cara de Roman.

Él brincó hacia atrás, con una risotada de tonto que no soportaba Cosquillas; sus muslos chocaron contra el borde de la cama y Roman cayó de espaldas sobre las mantas.

Sassafras saltó sobre él y trató de sofocarle con los pliegues de la colorida ropa de adivina. Roman logró sacar la cabeza por un agujero; Sassafras se echó hacia atrás, se puso de pie y siguió riendo, doblada en dos.

El muchacho pudo poner los pies sobre el suelo y enderezar las piernas. Se incorporó sobre la cama como un toro joven que inicia una acometida. Sus labios estaban reducidos a una línea y la lengua le asomaba por una comisura. Tenía el aspecto de quien está jadeante, pero su respiración era normal, casi contenida. Aún se advertía una leve arruga en su frente, pero sus ojos grises brillaban, el derecho fijo sobre la joven y el izquierdo dirigido hacia la cocina de carbón. Su cabeza asomaba por entre los pliegues del vestido color de arcoiris, por encima, y los bordes del cuello de su chaqueta de piel, por debajo.

Roman se lanzó hacia ella.

Sassafras aguardó a que las manos del muchacho la tocasen, luego le esquivó, girando sobre las puntas de los pies y se alejó hasta el centro del cuarto.

Roman bajó los hombros, tendió los brazos, en la posición de un luchador, y cargó en dirección a ella. Sassafras se movió de modo que la mesa quedó interpuesta entre ambos. Las carcajadas la hacían jadear.

—Dedos-de-mantequilla —le desafió mientras se quitaba los zapatos.

—Ya te tengo —rugió él.

Empujó una silla para girar con libertad en torno de la mesa, pero la chica se mantuvo lejos de su alcance. Luego, con un movimiento veloz e inesperado, Roman alzó la mesa unos centímetros y la arrojó hacia un lado.

En ese momento nada se interponía ya entre ambos.

Sassafras chilló y giró sobre sí misma, pero él la retuvo por la cintura, desde atrás, y la hizo caer boca abajo sobre la cama. La chica era delgada, veloz y fuerte; se escurrió por debajo de él hasta quedar a los pies de la cama, cara arriba. Roman saltó, como un enorme gato y quedó a horcajadas sobre ella, aprisionándole ambos brazos con sus manos.

La muchacha se inmovilizó durante unos segundos y le miró con sus ojos brillantes, retadores. Un efluvio de cuerpo de mujer caliente y de perfume de tienda barata emanaba de ella. La ráfaga llenó la boca de Roman con una oleada de saliva caliente, que le bañó la lengua. Los labios de Sassafras estaban entreabiertos y su cuello tenso. Roman sentía la firmeza de los senos a través de su chaqueta de piel y de su camisa de lana.

—Quítate la ropa y me tendrás —invitó la joven.

De inmediato el cerebro de Roman se puso en funcionamiento. Su cuerpo se aflojó, sus manos se abrieron y la arruga de la frente se le hizo más profunda.

—Mira el jaleo en que estoy metido y todo lo que se te ocurre es eso —dijo.

—Si eso no te soluciona tus pesares, nada los solucionará —murmuró la joven.

—No tendremos mucho tiempo —se quejó Roman.

—Si tienes miedo, vete a tu casa —le respondió ella, con voz sibilante, y se enrolló para brincar de la cama.

Roman volvió a sentirse excitado y antes de que ella se alejase volvió a la carga, con los hombros bajos.

—Ya te enfriaré yo —dijo.

Sassafras le puso las rodillas sobre el pecho, para rechazarle. Roman dejó que los brazos de la chica se desprendiesen de él y la tomó de los pies primero y luego subió las manos hasta las rodillas; entonces comenzó a abrirle las piernas. Las de Sassafras tenían la fuerza necesaria para quebrar la espalda de un hombre joven y ella puso toda su energía para mantenerlas juntas. Pero el muchacho apeló a sus músculos desarrollados y comenzó a echarse sobre ella. Ambos se empeñaban en probar sus fuerzas. Ambos resollaban por el esfuerzo.

Con lentitud las piernas de la chica comenzaban a abrirse. Se miraban a los ojos. La cocina estaba echando humo y los ojos de los dos contendientes lagrimeaban.

De pronto Sassafras cedió. Sus piernas se abrieron tan deprisa que Roman cayó sobre ella. Echó mano a sus ropas y se oyó el sonido de la tela rasgada. Roman arrojó algo con la mano. Los botones volaron en cualquier dirección, como palomitas de maíz.

—¡Ya! —chilló la muchacha.