9

Grave Digger y Coffin Ed se estaban abotonando los abrigos cuando llamó el teléfono en la oficina del capitán.

El teniente Anderson atendió la llamada y dijo:

—Es para cualquiera de vosotros.

—Yo responderé —decidió Grave Digger y se hizo cargo del auricular—. Habla Jones.

La voz, al otro lado de la línea se presentó:

—Soy yo, Lady Gypsy, Digger.

El detective esperó.

—¿Usted busca un determinado coche? ¿Un Buick negro con matrícula de Yonkers?

—¿Cómo lo sabes?

—Soy adivina. ¿No es verdad?

Grave Digger le hizo una seña a Coffin Ed para que escuchase por otro auricular y movió la horquilla de su aparato.

Coffin Ed se puso en una de las extensiones que estaban sobre el escritorio y el teniente Anderson en la otra. El operador de la centralita sabría qué hacer.

—¿Y dónde está? —preguntó Grave Digger.

—Está tan campante frente a mi despacho, en la calle —respondió Lady Gypsy.

Grave Digger tapó el teléfono con una mano y susurró una dirección de la calle 116.

Anderson, a través del intercomunicador, ordenó al sargento de la centralita que diese un alerta general a todos los coches patrulla y que aguardase nuevas instrucciones.

—¿Quién está dentro? —preguntó Grave Digger.

—Nadie, en este momento —respondió Lady Gypsy—. Tengo a un idiota y a su amiguita aquí, en mi despacho, que son los que han venido en el coche. Cuentan una historia extraña acerca de un Cadillac que se ha perdido…

—Deja la historia para luego —ordenó Grave Digger—, y no les dejes marcharse, aunque tengas que echar mano de algún fantasma. Ed y yo estaremos ahí antes de que puedas decir Jack Robinson.

—Enviaré los coches hacia allá —dijo Anderson.

—Dame tres minutos y luego bloqueo la manzana —pidió Grave Digger—. Que se acerquen en silencio, sin hacer sonar las sirenas.

La oficina de Lady Gypsy estaba en la segunda planta de un edificio de la calle 116, entre las avenidas Lexington y Tercera. En la planta baja había una tienda de hielo y carbón.

Junto a la entrada, en uno de los buzones, había una placa que decía:

LADY GIPSY

Percepciones — Adivinaciones

Profecías — Revelaciones

Números

La palabra Hallazgos había sido agregada posteriormente. El negocio no marchaba muy bien.

En otros tiempos, Lady Gypsy había vivido una superrespetable vida privada en una vieja y oscura casa de la parte alta de la avenida Convent con sus dos íntimas asociadas: la hermana Gabriela, que vendía billetes para el cielo y pedía limosna para caridades inexistentes, y la Gorda Kathy, que regentaba una casa de prostitutas en la calle 131. Entre la gente elegante de ese barrio de familias de color, eran conocidas como «Las tres viudas negras». Pero cuando uno de los integrantes del trío de vagos, responsable del «accidente» del ácido, que marcara para siempre el rostro de Coffin Ed, le cortó el gaznate a la hermana Gabriela, las dos viudas supervivientes dejaron la casa, olvidaron su respetabilidad y se refugiaron en sus respectivas guaridas de vicio.

Luego, pocas veces se veía a Lady Gypsy fuera del apartamento de cinco habitaciones, atestadas de trastos, donde se comunicaba con los espíritus y, en algunas ocasiones, enviaba mensajes a los iniciados que ya se hallaban fuera de este mundo.

Desde la comisaría de la calle 126, en horas de poco tráfico, el viaje normal era de cinco minutos de duración, pero Grave Digger lo cumplió en aquellos tres que había prometido. La nevisca volaba por las calles heladas como si fuese arena, haciendo cantar a los neumáticos. El coche no se deslizó en ningún momento, pero recorrió las calles zigzagueando de uno a otro lado, como si avanzara sobre una capa de hielo arenoso. Grave Digger conducía de memoria, con las luces largas encendidas, más para que le viesen que para poder ver él, porque mirar a través de su parabrisas era hacerlo a través de un cristal helado. Su sirena no sonó en ningún momento.

Uno de los coches de patrullaje estaba aparcado frente a la casa de Lady Gypsy, pero no había rastros del Buick.

—Anderson tiene su arma en la mano —dijo Coffin Ed.

—Les han de haber cazado —comentó Grave Digger, sin muchas esperanzas.

El pequeño coche patinó cuando el detective apretó el freno y fue a chocar contra la defensa parachoques trasero del coche de policía. Los dos detectives bajaron sin siquiera mirar el daño que habían hecho.

Coffin Ed fue el primero, con el abrigo abierto, empuñando la pistola. Grave Digger resbaló cuando estaba sorteando la parte trasera del coche y el cañón de su pistola golpeó contra el compartimento de equipaje. Coffin Ed se volvió en el instante en que Grave Digger se incorporaba.

—Estás enviando telegramas —le acusó Coffin Ed.

—Oh, ésta no es mi noche —respondió Grave Digger.

Un coche patrulla giró por la esquina más lejana, atronando el lugar con su sirena y enrojeciéndolo todo con su luz parpadeante.

—Ahora ya no tiene importancia —comentó con desagrado Coffin Ed, mientras subía de a dos escalones por la escalera casi a oscuras.

Se encontraron con un policía uniformado que montaba guardia junto a la puerta que estaba frente al primer rellano, con su arma desenfundada. Más adelante, en las sombras del siguiente tramo de escalera, que conducía al piso superior, vieron otro policía.

—¿Dónde está el coche? —preguntó Coffin Ed.

—No había ningún coche —dijo el policía.

Grave Digger soltó una maldición.

—¿Qué hacéis aquí?

—El teniente nos ha dicho que bloqueásemos esta salida y que esperáramos por vosotros.

—¿Y quién les va a impedir que huyan por la puerta trasera?

—Joe y Eddie tienen cubierta esa salida.

Grave Digger no le pudo oír porque el chillido de la sirena que llegaba desde la calle tapó la voz del policía.

—¿Qué pasa con la puerta trasera? —gritó.

—Está cubierta —le respondió, con otro grito, el policía.

—Pues veamos qué se ofrece —dijo Grave Digger.

La sirena se convirtió en un sollozo y su sonido llenó él estrecho corredor, como las notas de un órgano.

—¡Alto! —gritó desde abajo una voz.

Dos policías comenzaron a subir por la escalera: sus pasos resonaron como la marcha del Ejército ruso.

—Esto ya suena a farsa —explotó Coffin Ed.

Los policías aparecieron a la vista de todos con las armas en la mano. Se detuvieron al ver a los que ya estaban en el lugar y ambos se pusieron encarnados.

—No sabíamos que ya hubiese alguien aquí —dijo uno de ellos.

—Y gritabais por si acaso —dijo Coffin Ed.

Grave Digger apretó el botón que estaba junto a la puerta. Desde dentro llegó el repiqueteo lejano de una campanilla.

—Estas campanillas siempre suenan como si estuviesen a kilómetros de distancia —dijo el detective.

Los policías le miraron con curiosidad.

Nadie llegó a abrir la puerta.

—Déjame, haré saltar la cerradura —pidió uno de los policías.

—No puedes hacer saltar estas cerraduras —explicó Grave Digger—. Míralas; hay más cerraduras en esta puerta que las que pueda haber en Fort Knox, y por dentro hay otras más.

—Tal vez sólo una esté cerrada —supuso Coffin Ed—. Si ha quedado dentro alguien que no tiene las llaves…

—De acuerdo —concedió Grave Digger—. Estoy muy fatigado para ponerme a pensar.

Uno de los policías alzó sus cejas, pero Grave Digger no advirtió el gesto.

—Atrás —ordenó Coffin Ed.

Todos se hicieron a un lado.

Coffin Ed retrocedió hasta la pared opuesta a la puerta, apuntó su 38 de cañón largo y acertó cuatro balazos en la cerradura Yale. El estrépito hizo temblar las ventanas del frente y se oyó el crujido de las puertas traseras al abrirse. De todas las direcciones posibles llegó el sonido de cuerpos que se escurrían: las ratas huían del barco.

—Ahora un golpe —dijo Coffin Ed, carraspeando a causa del humo de cordita que llenaba la escalera.

El sonido de cuerpos que se escurrían había cesado.

Los dos detectives golpearon la puerta con sus hombros izquierdos y se precipitaron, tambaleantes, dentro de una sala. Sillas de cocina, decrépitas, se alineaban contra las dos paredes laterales. Era la sala de espera. Una alfombra manchada, polvorienta, de color azul oscuro, muy raída ya, cubría el piso. En el centro una tapa de mesa redonda parecía flotar en el aire. Estaba sostenida por cuatro finos cables de acero que, pendientes del cielorraso, eran casi invisibles a la escasa luz ambiente. Sobre la tapa de mesa había un horrible sepulcro de cartón piedra, grisáceo y deslucido. Del sepulcro surgía el fantasma de Jesucristo.

Coffin Ed refrenó su impulso, pero Grave Digger se tambaleó hasta la mesa colgante, con tanto ímpetu que hizo caer el sepulcro y el fantasma de Jesucristo salió disparado hacia un extremo del cuarto, como si el mismo demonio le estuviese persiguiendo.

Los policías uniformados siguieron a los detectives, mirándose con los ojos desencajados de consternación.

Alguien comenzó a golpear en la puerta trasera. Otra campanilla comenzó a repicar.

—¡A callar! —vociferó Grave Digger.

El ruido cesó.

Las paredes del cuarto estaban empapeladas con deslucidos cielos azules constelados de estrellas. Al otro lado de la entrada había una arcada amplia, cubierta por una cortina de marchito color rojo decorada con dorados signos del zodíaco.

Coffin Ed pasó por sobre el fantasma de Cristo y apartó las dos mitades del zodíaco.

Se hallaban en la sala de sesiones, el «despacho» de Lady Gypsy. Una bola de cristal reposaba sobre una mesa cubierta por un tapiz. Las cuatro paredes estaban ocultas por cortinas de una tela satinada, oscura, decoradas con figuras fosforescentes de estrellas, lunas, soles, fantasmas, grifos, animales, ángeles, demonios y rostros de brujos africanos.

El cuarto se iluminaba con un débil resplandor que surgía de la bola de cristal. La entrada repentina de todos los policías hizo oscilar las cortinas y las figuras fosforescentes desaparecían y reaparecían con el vaivén.

—¿Dónde diablos está la luz? —bramó Grave Digger—. Esto me pone enfermo.

Uno de los policías encendió su linterna. No lograron ver ninguna otra luz.

—Busquemos las puertas —dijo un policía, y comenzó a correr las cortinas.

Por detrás de las cortinas había innumerables puertas.

El detective abrió la primera, que no tenía echada la llave. Conducía a un comedor. Un candelabro con cuatro bombillas iluminaba una mesa cuadrada, cubierta con un mantel negro y plateado de plástico, ajado por el uso. Dos sillas, dos platos sucios y el esqueleto de un conejo asado, que yacía de lado sobre un mar de grasa solidificada y los restos de boniatos también asados, daban la sensación de las costillas de un barco encallado en una playa de aguas bajas.

—Conejo y guarnición —dijo Coffin Ed, relamiéndose inconscientemente.

—Esto es lo que han comido —dijo Grave Digger—, ¿pero dónde están?

—Aquí sólo estamos los presentes y los fantasmas —señaló un policía.

—No nos olvidemos del conejo —dijo otro.

Coffin Ed abrió otra puerta y se halló en una cocina. En ese instante oyó que algo se movía en la escalera exterior.

—¡Eh, déjanos entrar! —gritó una voz desde fuera.

Uno de los policías pasó junto a Coffin Ed para abrir la puerta trasera.

Grave Digger abrió otra puerta, que daba a un dormitorio.

—Aquí —avisó a los demás.

Coffin Ed se acercó, seguido por seis policías.

Un hombre de color, gordo, de poca estatura, de cara fofa, sensual y cabeza calva y reluciente, estaba tendido sobre una cama, respirando con dificultad, los ojos cerrados. Llevaba un enorme y anticuado sostén, de deslucido color amarillo, que abarcaba sus pronunciados pechos y unos calzoncillos a listas púrpura y dorado, de cuyos bordes emergían las gomas de unas gastadas ligas que sostenían los calcetines de seda color púrpura. Era gordo, pero sus carnes eran tan fláccidas que se derramaban alrededor de sus huesos como grasa fundida.

Otro hombre calvo yacía cara abajo sobre el piso, junto a la cama. Llevaba una bata de rayón, a listas rojas y grises, por encima de un pijama de rayón azul con puntos blancos. Su cara no era visible, pero los cabellos que crecían por debajo de la parte superior del cráneo eran sedosos y blancos.

Los policías blancos se quedaron petrificados.

—¿Qué han hecho con Lady Gypsy? —preguntó uno.

—Es el de la cama —respondió Coffin Ed.

—Ése no es el problema —intervino Grave Digger—. Tenemos que saber quién le ha aporreado.

—Es que no habla —dijo un policía blanco.

—Ya nos ocuparemos de eso —dijo Grave Digger—. Trae una botella de vinagre de la cocina.

El detective se acercó a la cama y tomó de un brazo a Lady Gypsy para arrastrar su cuerpo hasta un costado. Luego, cuando llegó el policía con la botella de vinagre, la abrió y vertió el líquido reanimador sobre la cara de Lady Gypsy.

—¿Así es como lo haces? —preguntó el policía.

—Da resultados —aseguró Grave Digger.

—En todos los casos —apoyó Coffin Ed.

Lady Gypsy se agitó mientras emitía algunos balbuceos.

—¿Quién me está meando? —dijo con voz clara y casi gentil.

—Soy yo, Digger —le respondió el detective.

Lady Gypsy, con un movimiento brusco, se sentó sobre la cama. Abrió los ojos y vio a todos los policías blancos que le estaban mirando.

—Tú, hijo de puta —dijo.

Grave Digger le abofeteó con la mano izquierda.

La cabeza le cayó hacia un lado y luego se enderezó, como si su cuello fuese de caucho.

—No ha sido por mi culpa que ese bastardo se haya ido —explicó, mientras se señalaba con el dedo una protuberancia del tamaño de un huevo en la parte posterior de la cabeza. Luego se miró el cuerpo semidesnudo—. Y se ha llevado el segundo de mis mejores trajes.

—Échalo todo fuera —ordenó Grave Digger—. Y no empieces a lloriquear para ganarte simpatías.

Lady Gypsy levantó un extremo de las mantas y se enjugó la cara con la sábana.

—Es un chico rudo —dijo—. Un idiota, pero bruto de verdad. —En su voz había matices de deseo y de admiración—. Y lleva una cuarenta y cinco vieja.

—Si me tomas por tonto, te patearé los dientes —amenazó Grave Digger.

Una vez más los policías blancos le observaron con una mirada de curiosidad.

—Tú no le tienes compasión a nadie —dijo Lady Gypsy, con su voz pulida.

—Eso, según cómo lo quieras ver —respondió el detective, y luego se volvió hacia Coffin Ed—. Saca el cronómetro, Ed. Le daré noventa segundos.

Lady Gypsy le miró impasible con sus ojos vidriosos, de fondo marrón moteado de amarillo, que ya comenzaban a dejar ver la sombra azulosa de la edad.

—Eres un animal —le dijo al detective.

Grave Digger le pegó en la boca. Se oyó el ruido de agua que cae, y algunas gotas de sangre brotaron de las comisuras de sus labios. Pero el gordo y fláccido cuerpo de Lady Gypsy no se movió y su expresión estoica y pedestre se mantuvo inalterada.

—No te tengo miedo, Digger —dijo—. Pero te diré lo que sé porque no quiero que me castigues más. —Se limpió la sangre de sus labios hinchados con el trozo de sábana mojado de vinagre—. Te estás olvidando de que he sido yo quien te ha dado el aviso.

—Sí, y le has dejado que te aporreara y se marchase mientras le dabas tiempo —le acusó Grave Digger.

—Eso no es así. Me siguió hasta aquí y me oyó mientras te llamaba. —Con un movimiento de cabeza señaló el teléfono que estaba sobre la mesilla de noche—. No lo habría hecho de saber qué me ocurriría luego —agregó.

—Cuarenta segundos —dijo Coffin Ed.

—Ha trabajado como marinero para la línea Sudamericana de Navegación durante un año. —Hablaba sin pausas, pero sin prisas—. En el SS Costa Brava. Ahorró todas las pagas. Compró un Cadillac nuevo. A un hombre que se llama Baron…

—Otra vez Baron —dijo Grave Digger tras intercambiar miradas con Coffin Ed.

—Ha pagado seis mil quinientos por el coche —prosiguió Lady Gypsy con una voz sin inflexiones—. Mil dólares menos que a precio oficial. Un Cadillac dorado…

Las bocas de los policías blancos estaban abiertas.

—Apenas había entregado el dinero y recibido el billete de la compra; estaba probando el coche cuando atropelló a una mujer vieja…

—¿Cerca del convento?

Lady Gypsy elevó sus ojos hasta el detective, luego los dejó caer y siguió mirando hacia el vacío.

—¿O sea que lo sabes?

—Dínoslo tú.

—Te estoy diciendo lo que él me ha dicho a mí…

El hombre que yacía sobre el suelo se estiró con un movimiento casi imperceptible y gimió.

—Poned al señor Gypsy sobre la cama —pidió Lady Gypsy.

—Déjale donde está —dijo Grave Digger.

—Pues ha atropellado a aquella pobre vieja y ha huido —prosiguió Lady Gypsy con voz opaca—. No se habían alejado mucho cuando tres nombres que llevaban uniformes de policías y que iban en un Buick les detuvieron…

—Todo comienza a ajustarse —comentó Grave Digger.

—Tranquilo —dijo Coffin Ed.

Lady Gypsy relató el resto de la historia con idéntica voz: ninguna emoción en ella.

—Luego, cuando el señor Baron se marchó, huyendo de ellos, han venido a verme —concluyó—. Querían que les dijese dónde podrían encontrar el Cadillac.

—¿Y se lo has dicho? —preguntó uno de los policías blancos, de ojos parpadeantes.

—Si pudiera hacer eso, no estaría viviendo en esta covacha —dijo Lady Gypsy—. Estaría navegando en un yate en la Riviera.

El hombre que seguía sobre el suelo volvió a gemir y dos policías blancos le alzaron para acostarle a los pies de la cama.

—¿Cómo supo de ti ese idiota? —preguntó Grave Digger.

—No me conocía. Su amiguita le habló de mí. O más bien, le trajo hasta aquí.

—¿Quién es ella?

—Sassafras Jenkins. Una chica de aquí.

—¿Ella lo llevó hasta Baron?

—Él cree que no. Me ha dicho que conoció al señor Baron en el puerto, en Brooklyn… donde la línea tiene sus almacenes. En el último viaje que ha hecho, dos meses atrás. El señor Baron le llevó en su coche hasta Harlem; conducía su propio Cadillac, un convertible. Roman le ha dicho que estaba ahorrando dinero para comprar un coche y el señor Baron le ha preguntado cuánto había ahorrado, y él respondió que tendría seis mil quinientos dólares cuando regresara de su siguiente viaje. El señor Baron le dijo que podía venderle por esa suma un Cadillac convertible como ese que él conducía…

—¿Conducía un Cadillac dorado?

—No, el suyo era gris. Pero le preguntó a Roman qué color quería y Roman le dijo que quería uno que pareciese hecho de oro puro.

—¿Qué negocio tenía Baron en Brooklyn? —preguntó Grave Digger.

—Marineros, Digger —intervino Coffin Ed—. ¿Dónde está tu meollo pensante?

Grave Digger asintió a medias.

—Tal vez, o tal vez no. Quizá estaba pescando ranas para las serpientes.

—Es igual —repuso Coffin Ed—. Los marineros lo son todo para todo el mundo.

—¿Conoces a Baron? —preguntó Grave Digger a Lady Gypsy.

—Pues ocurre que no.

—¿Conoces a Black Beauty?

—Sí.

—¿Y qué hacía? —Alcahuetear.

—¡Alcahuetear! ¡Ese marica!

—Me has preguntado qué hacía, no cómo se daba gusto. Y me hablas de él en pasado. ¿Ha muerto?

—Era la vieja que resultó muerta en el accidente.

—¿Muerta? Ellos me han dicho que ni siquiera le habían herido de gravedad.

—Ésa es otra historia. Pero tú debes conocer a Baron. Es uno de la pandilla.

—Esto es lo que he venido diciendo. Pero de verdad no le conozco —aseguró con firmeza Lady Gypsy.

—Sin embargo conoces a la Jenkins.

Lady Gypsy se encogió de hombros.

—La he visto. No la conozco. Viene aquí de tanto en tanto con algún jaleo entre manos. Siempre tiene algún plan para una estafa.

—¿Con Baron?

—No me sorprenderás, Digger. Ya te he dicho la verdad acerca del señor Baron. No le conozco y no creo que ella le conozca de antes tampoco.

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¿Dónde puedo buscarla a ella?

—¿Buscarla a ella? ¿Cómo quieres que sepa dónde puedes buscar a una putilla barata?

—Abajo; en tu letrero, has puesto Hallazgos —recordó Coffin Ed.

—Sí, y será mejor que obres de acuerdo con ese rótulo o irás a dar al lugar que menos te interesa conocer —amenazó Grave Digger.

—¿Conocéis ese viejo patio entre las calles Ciento once y Ciento doce?

—El Callejón.

—Sí. Tiene un hombre en alguno de los agujeros que hay por allí.

—¿Quién es el hombre?

—Pues un hombre, Digger. No sé quién es ni qué hace. Tú bien sabes que yo no me interesaría por un hombre que se interesa en una putilla como la Jenkins.

—Muy bien, Ed, vamos allá —dijo Grave Digger.

—Será mejor que antes llamemos a la comisaría para decirle a Anderson que el pájaro se ha escapado.

—Llámale tú.

Coffin Ed se acercó al teléfono que estaba sobre la mesa de noche.

Grave Digger se volvió hacia los policías y dijo:

—Vosotros, hombres, volved a vuestros coches; ya habéis dejado solas las calles durante demasiado tiempo.

Lady Gypsy declaró:

—Quiero hacer una denuncia contra ese hombre por asalto, agresión y robo.

—Tendrás que ir a la jefatura —le respondió Grave Digger—. Y mejor será que lleves un traje.