Roman frenó el coche al llegar frente al castillo que se alza en la bifurcación en la que St. Nicholas Place se separa de St. Nicholas Avenue.
Sassafras se precipitó, cabeza hacia delante, contra el parabrisas y el cuerpo inconsciente del señor Baron rodó sobre el asiento trasero y cayó al piso.
—¿Por dónde se han marchado? —preguntó Roman, mientras tendía la mano hacia el revólver del 45 que estaba sobre el asiento, entre ambos.
Sassafras se enderezó, frotándose la frente, y se volvió hacia él, llena de ira:
—¿Me lo preguntas a mí? No he visto por dónde se han marchado. Todo lo que sé es que han salido en dirección a la parte baja de la ciudad.
—Pues yo les he visto dirigirse hacia la parte alta —discutió Roman; sus ojos grises y desencajados parecían recorrer ambas calles a la vez.
—Decídete, pues —le dijo la joven, con su voz aguda, chillona—. No se han metido dentro del castillo, eso es seguro. Y no puedes quedarte aquí, en mitad de la calle, toda la noche.
—Me gustaría tener a mano al hijo de puta que construyó ese castillo en el medio de Harlem —dijo Roman, como si el castillo fuese el responsable de que él hubiese perdido de vista al Cadillac.
—Pues no lo tienes y mejor será que te salgas del medio de la calle antes de que alguien venga a decirte que has robado este Buick.
—Lo hemos robado, ¿no? —preguntó Roman.
La brusca frenada había reanimado al señor Baron y los jóvenes le oyeron quejarse desde el suelo, detrás de ellos:
—Oh, Dios… oh, Jesucristo… esos puercos bastardos…
Roman puso el coche en marcha y condujo con lentitud por entre las dos hileras de casas de apartamentos, de frentes de ladrillo, que daban a St. Nicholas Place.
El castillo, alucinación de ve a saber quién de finales de siglo, se alzaba sobre la calle 149; por encima se hallaban las residencias «de primera» para la gente de color de Harlem. Roman desconocía esa parte de la ciudad y no supo hacia dónde dirigirse.
El señor Baron se aferró al respaldo del asiento delantero y se alzó hasta quedar de rodillas. Su pelo largo y rizado le colgaba sobre la frente; sus ojos giraban sin pausa dentro de las órbitas.
—Déjame bajar —dijo con un gemido—. Me encuentro mal.
Roman detuvo el coche frente a un edificio de ladrillo rojo con acanaladuras en la fachada. Grandes coches nuevos estaban aparcados junto a las aceras.
—¡Cállese! —dijo el joven—. De no ser por usted, no hubiese huido después de atropellar a aquella vieja.
La boca del señor Baron se convirtió en un globo, pero el pobre tío se contuvo.
—Estoy a punto de vomitar dentro del coche —balbuceó.
—Déjale bajar —pidió Sassafras—. Si me hubieses escuchado a mí, nada de esto nos habría sucedido.
—Abajo, hombre —vociferó Roman—. ¿Quiere que le lleve en brazos?
El señor Baron abrió la puerta del lado de la acera y se puso de pie. Tambaleante se aproximó a una farola. Roman salió por el otro lado y le siguió.
El señor Baron se aferró a la farola y vomitó. Una nube de vapor quedó suspendida en el aire, como si el vómito fuese agua hirviente. Roman volvió sobre sus pasos.
—Dios de todos los cielos —gimió el señor Baron.
Roman dejó que terminase y luego le sostuvo de un brazo. Pero el señor Baron, débilmente, intentó zafarse de su mano.
—Déjame… debo hacer una llamada —dijo.
—Usted no irá a ningún lugar hasta que yo haya encontrado mi coche —refunfuñó Roman mientras le empujaba en dirección al Buick.
El señor Baron se resistió, pero apenas podía tenerse en pie. Su cabeza estaba deshecha por las punzadas de dolor y su visión era borrosa.
—Tonto, ¿cómo podré ayudarte a encontrar tu coche si no me dejas hacer esa llamada? Quiero llamar a la policía y denunciar que el coche ha sido robado. —Su voz tenía acentos de desesperación.
—No; no lo hará, no le dirá nada a la policía —dijo Roman y le empujó dentro del coche y cerró la puerta de un golpe. Rodeó la parte trasera del coche y se sentó al volante—. ¿Usted cree que quiero que me arresten?
—Ésos no eran policías de verdad, tú, idiota —respondió el señor Baron.
—Ya sé que no eran policías. ¿Cree usted que soy tonto? ¿Pero qué les diré a los policías de verdad sobre la vieja que he atropellado?
—Tú no lastimaste a la vieja aquella. Eché una mirada mientras nos alejábamos y la vi poniéndose de pie.
Roman miró con fijeza al señor Baron mientras trataba de comprender lo que había oído. Sassafras también se volvió para mirar al señor Baron. Ambos, con la mirada fija, perpleja, inmóviles —él con su gorro de conejo a lo Davy Crockett y ella con el suyo de punto, adornado con cascabeles, rojo, rematando su cara larga y delgada— parecían personajes de otro mundo.
—Usted sabía que no la había herido y seguía diciéndome que escapase. —La voz sureña y densa de Roman sonaba con anuncios de peligro.
El señor Baron se agitó, lleno de inquietud.
—Estuve a punto de decirte que te detuvieses. Pero antes de que llegara a decir una palabra esos bandidos aparecieron y se aprovecharon de la situación.
—¿Cómo sé que usted no ha estado de acuerdo con ellos?
—¿Para qué?
—Me han robado mi coche. ¿Cómo sé que usted no les ha ordenado hacerlo?
—Eres un tonto —gritó el señor Baron.
—Pues no tan tonto —intervino Sassafras.
—Tonto o no, usted se quedará conmigo hasta que yo encuentre mi coche —advirtió Roman al señor Baron—. Y si no lo encuentro, usted me devolverá mi dinero.
El señor Baron se echó a reír como un histérico.
—Adelante, ¡quítamelo! Revísame. Golpéame. Tú eres alto y fuerte.
—He trabajado un año entero para tener esos billetes.
—Tú has trabajado un año entero. Y has ahorrado seis mil quinientos dólares…
—Eso es casi hasta el último céntimo que he ganado. Para ahorrar me lo he pasado casi sin comer.
—Y así te has podido comprar un Cadillac. Y no te has contentado con un Cadillac común. Has tenido que comprarte un Cadillac de oro puro. Y yo soy el que… el que… yo soy el que te lo ha vendido. Por mil dólares menos que el precio de lista. ¡Ja, ja, ja! Y lo has tenido veinte minutos y has dejado que cualquiera te lo robara…
—Hombre, ¿qué le pasa ahora? ¿Se ha vuelto loco?
—Y ahora quieres que te devuelva tu dinero. ¡Ja, ja, ja! Vaya, empieza a golpearme. Despelléjame. Y si eso no te basta, tírame al suelo y viólame.
—Cuidado, eh, que yo no soy de ésos.
—Tú no eres de ésos. Tú eres una perfecta mierda.
—Me obligará a pegarle.
—¡Pégame! Vaya, pégame. —El señor Baron adelantó su cara femenina hacia la de Roman—. Veamos si puedes sacarme seis mil quinientos dólares.
—No es necesario. Con sólo echarle al suelo ya se los quitaré.
—Tirarme al suelo y quitármelos. ¡Cuánto me gustaría ver eso!
Sassafras agregó su opinión al asunto.
—No le gustará verlo, porque lo que él le quitará no será más que la pasta.
—¡Maldita sea! ¿Dónde estabais vosotros, idiotas, cuando esos ladrones me golpearon y me robaron lo que llevaba? —preguntó el señor Baron.
—¿Le han golpeado? —preguntó Roman con aire estúpido.
—¿Eso ha sido lo que le ha pasado? —se hizo eco Sassafras.
—¿Y le han robado? ¿Le han limpiado mi dinero?
—Era mi dinero —corrigió el señor Baron—. El coche era tuyo y el dinero era mío.
—Jesús —dijo Roman—. Se han llevado el coche y el dinero.
—Así es, idiota. ¿Me permitirás ahora ir a hacer esa llamada?
—No. No se lo permitiré. Lo que pienso hacer es registrarle. Puede que yo sea un idiota, pero no he confiado en usted desde el primer momento.
—Pues muy bien —dijo el señor Baron y quiso bajar a la acera.
Pero Roman se echó hacia atrás, le aferró el brazo y le obligó a descender hacia el lado de la calle.
—Cuidado, Roman —advirtió Sassafras—. Alguien puede venir y pensar que le estás robando a él.
—Déjales que piensen lo que les apetezca —dijo Roman mientras volvía hacia afuera los bolsillos del señor Baron.
—¿Quieres que me desnude? —preguntó Baron.
Roman terminó con los bolsillos y palpó las ropas; luego recorrió con las manos el cuerpo del señor Baron, arriba y abajo a lo largo de sus piernas y por debajo de sus brazos.
—No lleva nada encima —admitió.
Pero no se sentía satisfecho. Y buscó en la parte trasera del Buick.
—Nada, aquí tampoco. —Se quitó el gorro de pelo de conejo y se frotó hacia atrás y hacia delante sus cabellos cortos y rizados—. Si pillo a esos hijos de puta los mato —aseguró.
—Deja que haga esa llamada —pidió Sassafras—. Ha dicho que tú no has herido a aquella vieja y seguro que está dispuesto a jurar que ni siquiera la has atropellado.
Roman estaba de pie en la calle, pensándolo todo una vez más. De pie junto a él, el señor Baron observaba su rostro.
—Está bien, métase en el coche —ordenó Roman.
El señor Baron subió al coche.
Roman comenzó a hablarle a través del cristal:
—Usted conoce este barrio…
—Métete en el coche —ordenó Sassafras.
Roman se acomodó en el asiento delantero y siguió hablando con el señor Baron.
—¿Dónde podrían haber ido con mi coche? No les resultará fácil esconderlo.
—Sólo Dios lo sabe —respondió Baron—. Deja que la policía los busque; para eso se le paga.
—Espere a que lo piense un poco —dijo Roman.
—¿Cuánto te crees que has de pensarlo? —protestó Sassafras.
—Te diré qué haremos. Usted llamará a la policía —se dirigió a Baron— y les dirá que el coche es suyo. Luego, si lo encuentran, yo les mostraré el recibo de la compra.
—Está bien —respondió el señor Baron—. ¿Puedo bajar ahora?
—No, no puede bajar ahora. Le llevaré hasta un teléfono y cuando usted haga la llamada a la policía, le estaremos vigilando. Y no le dejaré marcharse hasta que alguien encuentre el coche.
—De acuerdo —asintió el señor Baron—. Lo que tú digas.
—¿Dónde hay un teléfono por aquí?
—Calle abajo, en el bar Bowman.
Roman se dirigió hacia el fin de St. Nicholas Place. El paseo Edgecombe circunda la colina donde está el dique que domina la Broadhurst Avenue y el valle del río Harlem, y se une a St. Nicholas Place junto al puente de la calle 155. Debajo, a un lado del puente, está el viejo y abandonado «Cielo del Divino Padre» con sus deslucidas letras blancas que dibujan la palabra PAZ sobre ambas vertientes del techo. Más allá, sobre la ribera del río, se alza la casuca donde aquel ladrón le había arrojado ácido a la cara a Coffin Ed, en aquella noche de tres años atrás, cuando él y Grave Digger le habían acorralado en la boca de su mina de oro.
A un lado, la tienda de Bowman era bar; al otro, restaurante. Junto al restaurante había una peluquería; sobre el bar, un salón de baile. Todos esos lugares estaban abiertos. En la parte trasera de la peluquería había una partida de dados. En el salón de arriba había gente bailando. Pero no se veía a nadie. En la calle no había más que aire oscuro y frío.
Roman aparcó en doble fila frente al escaparate del bar. Cortinas venecianas impedían la visión del interior.
—Ve con él, Sassy —dijo el joven—. No le dejes escaparse con nada.
—¿Escapar con qué? —preguntó Baron.
—Con nada —respondió Roman.
Sassafras acompañó al señor Baron al bar. Roman no podría haber jurado cuál de los dos se meneaba más. Mientras miraba a través del cristal de la ventanilla derecha, advirtió, en tanto vigilaba a la chica y a Baron, dos agujeros de bala. Roman había estado en la guerra de Corea y allí había aprendido el significado de la aparición súbita de agujeros de bala. Pensó que alguien le estaba disparando y se echó sobre el asiento y empuñó su revólver. Por un instante se quedó tendido, escuchando. No oyó nada, de modo que espió, con cautela, por sobre el borde inferior de la ventanilla. Nadie a la vista. Se alzó con lentitud, la pistola lista para disparar si el enemigo se mostraba. Nadie se mostró. Observó más de cerca los agujeros de bala y decidió que habían estado allí durante todo ese tiempo. Sintió vergüenza.
Luego se figuró que alguien había estado con el coche en mitad de un tiroteo. Seguramente habrían sido aquellos falsos policías. Giró para examinar el otro lado, para ver el sitio en que habían hecho impacto las balas. A unos treinta centímetros el uno del otro, había dos agujeros en el tapizado del techo, sobre su cabeza. Bajó y echó una mirada a la parte exterior del techo: las balas habían dejado dos marcas, pero no habían traspasado la chapa. Debían estar allí dentro, pensó.
Encendió la luz interior y buscó sobre el suelo. Encontró siete brillantes casquillos de calibre 38 esparcidos sobre la alfombra.
«Ha sido alguna pelea», pensó. Pero el sentido cabal de lo que había descubierto no le llegó de inmediato. Todo lo que logró pensar en ese instante fue la forma en que esos cerdos le habían robado el coche.
Volvió a dejar su pistola sobre el asiento, a su lado, y se quedó quieto y pensativo, rascándose la nariz.
Dos policías en un coche patrulla, con las luces apagadas, se deslizaron en silencio junto a él. Buscaban, precisamente, ese coche. Pero cuando le vieron, sentado allí con su gorro de pelo de conejo, con la mirada perdida como si buscase pescar anguilas bajo el puente, no se preocuparon por observar más de cerca el coche.
—Uno de esos Crocketts —dijo el conductor.
—No le despiertes —respondió el otro.
El coche policial se desplazó en silencio. Roman no lo vio hasta que lo tuvo delante, ya lejos.
«Andan tras alguna de esas putas —pensó—. Los hijos de puta van por allí, se roban mi coche y todo lo que estos policías pueden hacer es andar tras alguna puta».
El bar se extendía sobre la pared más larga del salón, enfrentado a una hilera de reservados. Para llegar a la barra había que sortear filas de dos y tres parroquianos.
Sassafras iba por delante del señor Baron, abriéndose camino a codazos por entre el apiñamiento. De pronto se detuvo y giró para preguntar:
—¿Dónde están los teléfonos?
—En el restaurante —dijo el señor Baron—. Tendremos que llegar hasta el fondo del salón.
—Vaya usted delante —dijo la chica, y se hizo a un lado para que Baron pudiese pasar.
Uno de los graciosos que estaban sentados junto a la barra adelantó una mano hasta los cascabeles del gorro rojo.
—Caperucita Roja —dijo él tío con voz melosa—, ¿qué hay?
Con un gesto brusco Sassafras le quitó la mano del gorro y le respondió:
—¿Qué hay con tu hermanita?
El hombre se echó atrás, fingiendo indignación:
—Ese juego no me gusta.
—Pues vete a paseo, entonces.
El hombre sonrió.
—¿Qué vas a beber, cariño?
La mirada de Sassafras se había detenido sobre un óleo que representaba dos amazonas de piel oscura, desnudas, reclinadas en los Elíseos; el cuadro estaba colgado sobre un espejo, en la pared lateral del salón. La joven hizo un esfuerzo para no reír, pero no pudo evitar una carcajada.
El hombre siguió su mirada.
—Diablos, cariño, tú no necesitas nada de lo que ellas tienen.
Sassafras se contoneó.
—Al menos lo que tengo se mueve —dijo.
De pronto la joven recordó a Baron. Trató de marcharse. El hombre la detuvo.
—¿Por qué corres, cariño?
Ella se liberó de la mano que la retenía y se deslizó deprisa hacia el fondo. Grandes puertas de cristal se abrían hacia el restaurante y Sassafras tropezó con una camarera al entrar por ellas. La cabina del teléfono estaba al fondo, a la izquierda. La muchacha abrió la puerta de un manotazo. Había un hombre haciendo una llamada, pero no era el señor Baron.
—Perdón —dijo Sassafras.
—Ven, pasa —le dijo el hombre tendiendo la mano para detenerla.
Sassafras se hizo hacia atrás y miró a su alrededor, desolada. El señor Baron no estaba a la vista.
Detuvo a la camarera que regresaba hacia la cocina.
—¿Has visto venir aquí a un tío flacuchito, de pelo rizado? —le preguntó.
La camarera le echó Una mirada desde la cabeza a los pies.
—¿Estás tan necesitada, nena?
—¡Oh, vete a la mierda! —gritó Sassafras y se precipitó hacia la cocina a través de una puerta de vaivén—. ¿Ha pasado un hombre por aquí? —preguntó.
—Fuera de aquí, ¡puta! —le gritó, furioso, el cocinero calvo, gordo y sudoroso que, al verla, se sintió pillado entre la espada y la pared.
El friegaplatos sonrió.
—Da la vuelta y entra por la puerta trasera —dijo.
El cocinero blandió un cazo y avanzó hacia la joven, que retrocedió hasta la puerta. Ya fuera de la cocina, observó una vez más el salón comedor y luego el bar, pero el señor Baron había desaparecido.
Salió para decírselo a Roman:
—Se ha marchado.
—¿Marchado adónde?
—No lo sé. Se ha ido.
—¿Dónde diablos estabas tú?
—Le estaba mirando todo el tiempo, pero ha desaparecido, así, sin más.
Sassafras parecía estar a punto de echarse a llorar.
—Ven, sube —le dijo Roman—. Yo le buscaré.
Entonces le llegó el turno a Sassafras, y se quedó sentada dentro del coche más caliente de todo el Estado de Nueva York, mientras Roman entraba al bar y al restaurante en busca del señor Baron. Pero tampoco él tuvo mejor suerte con el cocinero.
—Tiene que haber salido por la cocina —dijo al volver al coche.
—El cocinero ha de haberle visto.
—Tendría que ir con el revólver para hablar con ese maldito tío.
Roman se sentó tras el volante y se quedó tieso, con una mirada abatida.
—Tú le has dejado marcharse, ¿y ahora qué pasa con nosotros? —acusó Roman.
—No es por mi culpa que es nuestra toda esta mierda —estalló Sassafras—. Si tú no te hubieses puesto en plan de tonto desde el primer momento, tal vez nada de esto habría pasado.
—Yo sabía lo que hacía. Si él quería hacer cualquier cosa para timarme, yo le engañaba haciéndole pensar que soy un idiota.
—Pues sí que se lo has hecho pensar —dijo Sassafras—. Le has preguntado cuánta gasolina gasta, has mirado la varilla del aceite y le has dicho que te parecía que el motor funciona bien.
El muchacho se defendió.
—Lo que yo quería era que toda esa gente que nos miraba supiese que estaba comprando el coche, para que pudieran presentarse como testigos en el caso de que pasara algo.
—¿Dónde está toda esa gente ahora? ¿O será que tiene que pasar algo más?
—No vale de nada que discutamos entre nosotros —aseguró Roman—. Habremos de hacer algo.
—Pues vayamos a ver a alguna adivina —respondió la chica—. Conozco una que le dice a la gente dónde encontrar cosas perdidas.
—Deprisa, pues. Debemos deshacernos de este coche antes de que amanezca. Está más caliente que un horno de Virginia del Oeste.