Eran más de las dos de la madrugada del domingo. Una lluvia de fina agua nieve repiqueteaba contra el parabrisas del pequeño coche negro que avanzaba por la carretera Este. La calefacción aportaba el calor suficiente para que el parabrisas se mantuviese húmedo y una leve capa de hielo se iba agrandando frente a los ojos de Grave Digger.
—Esta calefacción sólo funciona en medio del calor ardiente del verano —se quejó el detective—. En el tiempo frío sólo sirve para hacer hielo.
—Desconéctala —aconsejó Coffin Ed.
El coche se deslizó sobre un trozo de asfalto congelado y desde el asiento trasero el detective Tombs, de la oficina de Homicidios, vociferó:
—¡Hombre, cuidado! ¿No puedes conducir sin patinazos?
Grave Digger rió entre dientes.
—Trabajas con homicidios cada día y ahí estás: con miedo de morir en un accidente de carretera.
—No quiero terminar en el East River con un coche sobre mis espaldas —le respondió Tombs.
Los testigos de la escena se echaron a reir. Con esto terminó la conversación. Nadie quería que los extraños metieran baza en el juego propio.
Cuando se detuvieron frente a la Morgue, que estaba calle abajo sobre la 29, todos tenían aire torvo: estaban casi congelados.
Un auxiliar, sentado junto al escritorio de la sala de entrada, les registró, anotando sus nombres y números de identificación.
El camarero del bar París dijo llamarse Alfonso Marcus y estar domiciliado en el 217 de la calle Formosa, en Yonkers, Nueva York.
Caminaron a través de varios pasillos y descendieron hacia el «cuarto frío». Otro auxiliar abrió una puerta y accionó un interruptor de luz. Luego, con una sonrisa, sacó a relucir su chiste obligado:
—Frío, ¿verdad?
—Es que no has estado fuera, hijo —le respondió Coffin Ed.
—Queremos ver a la víctima de un conductor que ha huido, en Harlem —dijo Grave Digger.
—Oh, sí, el hombre de color —dijo el auxiliar.
Les condujo a través del salón largo y desnudo, iluminado por una fría luz blanca, y consultó una tarjeta sobre un cajón de lo que parecía un enorme fichero metálico.
—No identificado —dijo y tiró hacia afuera el cajón.
La caja metálica se desplazó con suavidad y sin ruido. El auxiliar apartó una rústica sábana blanca que cubría el cuerpo.
—Aún no le han practicado la autopsia —dijo, y con una mueca que quería parecer una sonrisa agregó—: Tendrá que esperar su turno, como todo el mundo. Ha sido una noche muy ardua: dos asfixiados de Brooklyn; uno congelado, también de Brooklyn; tres envenenados, uno con lejía…
Grave Digger le interrumpió:
—Pues nos tienes hechizados.
Coffin Ed tomó al camarero de un brazo y lo acercó al cadáver.
—Dios mío —gimoteó el camarero tapándose la cara con las manos.
—¡Mírale, maldita sea! —estalló Coffin Ed—. ¿Para qué diablos crees que te hemos traído abajo, para que hagas un número delante de este cadáver?
A pesar de su terror, el camarero prorrumpió en una risa ahogada.
Grave Digger se le acercó y le quitó las manos de la cara.
—¿Quién es? —preguntó con voz seca, sin inflexiones ni emoción.
—Oh, no podría decirlo. —El camarero parecía estar a punto de echarse a llorar—. Jesucristo bendito, mira esa cara.
—¿Quién es? —repitió Grave Digger sin énfasis.
—¿Cómo puedo saberlo? No le veo la cara. Está toda cubierta de sangre.
—Si regresáis dentro de una hora o dos, ya se la habrán limpiado —intervino el auxiliar.
Grave Digger tomó al camarero por la parte trasera del cuello y le empujó la cabeza hacia el cuerpo desnudo.
—¡Maldición! No necesitas ver su cara para reconocerle —le dijo—. ¿Quién es? Y no te lo preguntaré otra vez.
—Es Black Beauty —susurró el camarero—. Lo que han dejado de él.
Grave Digger le soltó y él se enderezó, estremecido.
—Aclárate ya —le ordenó Grave Digger.
El camarero le miró con ojos azorados, implorantes.
—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Grave Digger.
El camarero sacudió la cabeza.
—Te estoy dando una oportunidad —le aseguró Grave Digger.
—No lo sé, de verdad no lo sé —afirmó el camarero.
—¡Sí lo sabes! ¡Maldición!
—No, señor, lo juro. Si lo supiera se lo diría.
El auxiliar de la Morgue miró al camarero con compasión. Luego se volvió hacia Grave Digger y le dijo, indignado:
—¡No puedes maltratar a un preso aquí dentro!
—Y tú no lo puedes impedir —replicó Grave Digger—. Ni aunque fueses miembro de su club.
—¿Qué club?
—Llevémosle a otra parte —pidió Coffin Ed.
Fascinado, el detective Tombs observaba la escena.
Se llevaron al testigo fuera del edificio, al coche, y le hicieron sentarse en el asiento trasero, junto a Tombs.
—¿Quién es el señor Baron? —preguntó Grave Digger.
El camarero se volvió implorante hacia el detective blanco.
—Señor, si lo supiese se lo diría.
—A mí no me digas nada —se excusó Tombs—. La mitad de esto es griego para mí.
—Oye, hijo —advirtió Coffin Ed—, no lo hagas todo más difícil para ti.
—Pero es que sólo conozco a esa gente del bar, señor —afirmó el camarero—. No sé qué hacen.
—Pues sí que estará malo esto —dijo Grave Digger—. Lo que no sabes hará que te cuelguen.
Una vez más, el camarero trató de apelar al detective blanco.
—Por favor, señor, no quiero verme envuelto en negocios sucios, tengo mujer y niños.
Los cristales del pequeño coche, demasiado lleno de gente, se habían empañado por entero. La cara del detective resultaba casi invisible, pero su incomodidad se palpaba en el aire.
—No me llores —respondió con rudeza—. No he sido yo quien te ha mandado casarte.
De pronto el camarero soltó una risita ahogada. Y todos los sentimientos estallaron. El detective blanco comenzó a echar maldiciones. Grave Digger golpeó el borde carnoso de su mano contra el volante. Los músculos de la cara de Coffin Ed brincaron como sal en una herida fresca mientras el detective se estiraba hacia el asiento trasero para darle un par de fuertes bofetadas al camarero, con la mano izquierda.
Grave Digger bajó uno de los cristales.
—Aquí necesitamos un poco de aire —dijo.
El camarero comenzó a gimotear.
—Dame algún indicio —pidió el detective blanco.
—El que ha sido asesinado durante el atraco y el que has visto ahora mismo se habían casado nuevamente hace poco —explicó Grave Digger—. Este —y señaló al camarero con la cabeza— es el anterior marido de Snake Hips.
—¿De dónde has sacado eso?
—Simple deducción. Todos ellos forman un gran club. Pero tienes que saberlo tú. Es como cuando estuve en París, hacia el fin de la guerra. Nosotros, todos los soldados de color, cualquiera que fuese nuestro rango, nuestra división o arma, formábamos un mismo equipo. Todos nos dejábamos caer en los mismos lugares, comíamos lo mismo, contábamos los mismos chistes, nos acostábamos con las mismas tías. La maldita pandilla entera siempre se enteraba de todo lo que cada uno de nosotros hacía.
—Ya comprendo. ¿Pero cuál es la relación con lo que pasa aquí?
—Todavía mis deducciones no han llegado tan lejos —admitió Grave Digger—. Tal vez ninguna. Sólo estamos intentando meter a toda esta gente en la posición que les corresponda. Y éste nos ayudará a hacerlo. De lo contrario le caerá encima algo que no podrá soportar.
—Pero antes yo tengo algo que hacer con él —dijo el detective—. Mi jefe quiere que él mire algunas fotografías de nuestra galería. Quizá pueda identificar a los atracadores o, al menos, a alguno de ellos.
—¿Cuánto tiempo crees que te llevará? —preguntó Coffin Ed.
—Unas pocas horas, tal vez, o unos pocos días. No podemos emplear vuestras técnicas: todo lo que podemos hacer es obligarle a mirar hasta que enceguezca.
Grave Digger accionó el arranque del coche.
—Os llevaremos a la calle Centre.
El detective y su testigo descendieron frente a las oficinas anexas a la Jefatura Central, un elevado edificio que se alzaba frente a las cúpulas de la jefatura.
Coffin Ed abrió el cristal, inclinó la cabeza hacia afuera y dijo:
—Te estaremos esperando, cariño.
Cuando regresaron a la parte baja de la ciudad, el parabrisas estaba cubierto por una capa de casi un centímetro de hielo. Las luces exteriores semejaban brumosos espectros que saliesen de las profundidades del mar.
Tenían una nueva abolladura en el parachoques derecho y una denuncia para su compañía de seguros hecha por el iracundo dueño de un Rolls Royce con chófer, al que habían intentado sobrepasar en una zona de hielo resbaladizo, al norte del edificio de las Naciones Unidas.
Coffin Ed comentó:
—Le hemos puesto negro, ¿verdad?
—¿Te atreves a reprochárselo? —respondió Grave Digger—. Se ha sentido como la reina Isabel si nos hubiese sorprendido dentro del palacio de Buckingham con los pies embarrados.
—¿Por qué no desconectas ese calefactor? Tú mismo has dicho que sólo sirve para hacer hielo.
—¡Claro! ¡Y pillamos una neumonía!
Se habían bebido una botella casi entera de whisky y Grave Digger comenzaba a ponerse ocurrente.
—De todos modos, si no puedes ver bien tendrías que ir a menos velocidad —dijo Coffin Ed.
—Noches como ésta son las que provocan nuevas guerras —filosofó Grave Digger, sin disminuir la velocidad.
—¿Por qué?
—Aumentan la población. Y cuando tienes una buena cantidad de primogénitos machos, ellos empiezan a pelear y matarse.
—¡Cuidado con ese camión de la basura! —gritó Coffin Ed mientras giraban sobre dos ruedas hacia la calle 125.
—¿Eso era lo que era? —preguntó Grave Digger.
Ya habían dado las tres de la madrugada. Ambos detectives cumplían un trabajo especial entre ocho y cuatro de la madrugada, y a esa hora, por lo común, se veían con chivatos y espías.
Pero esa noche hasta los espías habían buscado abrigo. La estación de ferrocarril de la calle 125 estaba a oscuras y cerrada y la cafetería contigua, abierta día y noche, sólo tenía utilizables unas pocas mesas junto al escaparate, ocupadas por vagos que se mantenían frente a sus tazas resecas de café, con un pie en movimiento, como para probar que no estaban dormidos.
—Volviendo al caso… a los casos, más bien, el problema de esta gente es que se mueren por unas buenas patadas —dijo Grave Digger con expresión muy seria.
—Quieren que los trates con rudeza; que les saques afuera la mujercita que tienen dentro —confirmó Coffin Ed.
—Pero no con demasiada rudeza; no quieren perder ningún diente.
—Pues así es como les trataremos —resumió Coffin Ed.
El teniente Anderson les aguardaba. Se había hecho cargo del despacho del capitán y cavilaba sobre una pila de informes.
Cuando entraron, ateridos y grisáceos de frío, Anderson los saludó con una noticia:
—Tenemos un cabo acerca del detective privado muerto. Paul Zalkin.
Coffin Ed apoyó la espalda contra el radiador y Grave Digger enganchó uno de sus jamones en el borde del escritorio. El humor rústico que les había infundido el whisky se había disipado y en ese momento ambos detectives se mostraban serios y atentos.
—¿Casper puede hablar? —preguntó Grave Digger.
—No, aún está en coma. Pero el teniente Brogan ha hablado con la agencia Pinkerton y obtuvo datos acerca de la misión de Zalkin. El secretario del comité nacional del partido de Holmes ha pasado por la oficina de él, esta noche, temprano, y le ha dejado cincuenta mil en billetes, para los gastos de organización de la campaña electoral del próximo otoño. Holmes insinuó que llevarse el dinero a su casa sería mejor que dejarlo en la oficina, aun dentro de la caja de seguridad, durante el fin de semana. Ya sabéis que vive en uno de esos viejos edificios de apartamentos en la calle 110, frente al Central Park.
—Sabemos dónde vive —afirmó Coffin Ed.
—Pues el secretario se puso a pensar en el asunto luego de haberse marchado de la oficina de Holmes, de modo que ha llamado a la agencia Pinkerton y les ha pedido que enviaran un hombre para que cubriese a Holmes en el camino de regreso a su casa. Pero no quería que Holmes pensara que le estaban espiando y ha pedido que el hombre en cuestión se mantuviese oculto. Y así ha sido que Zalkin estuvo allí cuando se montó el atraco.
—¿Cuánto tiempo hacía que el secretario se había marchado de la oficina de Casper? —preguntó Grave Digger con el entrecejo fruncido por una idea.
—La agencia recibió la llamada a las diez y veinte en punto.
—O sea que alguien sabía del pago ya antes de eso —dijo Grave Digger—. No puedes organizar un atraco como éste en tan breve espacio de tiempo.
—Ni siquiera en un día —aseguró Coffin Ed—. Esos tíos son profesionales y no puedes conseguir profesionales como si fueses a comprar comida. Podían haber tenido ya los uniformes, pero tendrían que haber robado un coche…
—Aún no han denunciado que haya sido robado ese coche —interrumpió Anderson.
—Tengo la idea de que esos pistoleros venían de fuera de la ciudad —prosiguió Coffin Ed—. Ningún ladrón de los de aquí hubiese elegido la calle 125 para un golpe como éste. No esa manzana, al menos. Además no podían contar con el tiempo para tener a todas las marmotas en sus cuevas; y normalmente, en la noche de sábado, esa manzana, con todos sus bares y restaurantes, está llena de peatones. Tienen que haber sido tíos que desconocían todo esto.
—Pues eso no nos ayuda mucho —dijo Anderson—. Si no son de la ciudad, ya deben estar bien lejos.
—Tal vez —dijo Grave Digger—. O tal vez no. Si no fuera por eso del tío atropellado y el conductor que huyó, podría creerlo.
Anderson le miró estupefacto.
—Demonios, Jones, no puedes pensar que existe alguna relación entre los dos hechos.
Coffin Ed emitió un gruñido.
—¿Quién puede saberlo? —comentó Grave Digger—. Hay algo muy maligno en estas cabriolas y no hay tanta gente maligna andando por las calles de Harlem en una noche tan fría como ésta.
—Dios mío, hombre, no puedes pensar que lo del atropello haya sido deliberado.
—Y luego, en ambos casos ha muerto un marica —prosiguió Grave Digger—. A esa gente no le ocurren accidentes así, sin más ni más.
—El conductor que atropelló a ese tío del convento no sabía que su víctima era un hombre —replicó Anderson.
—No, a menos que supiese quién era y en qué andaba —dijo Grave Digger.
—¿En qué andaba?
—No me lo preguntes. Lo que te he dicho no es más que un presentimiento.
—Diablos, hombre, hoy te encuentras místico —gruñó Anderson—. ¿Qué dices tú, Johnson? ¿Estás de acuerdo con lo que él ha dicho?
—Sí —respondió Coffin Ed—. Yo y Digger hemos estado bebiendo de la misma botella.
—De acuerdo, antes de que os emborrachéis demasiado con este misticismo, dejadme que os destile los últimos hechos. Los dos patrulleros, Stick y Price, presentaron un informe del que hemos creído que era un chiste; decían que habían sido atropellados por un platillo volador casero, pero ahora han admitido que el choque fue con una rueda de coche que corría sola por la avenida Convent abajo. ¿Eso os da alguna idea?
Grave Digger miró su reloj: las cuatro menos cinco.
—Ninguna que no pueda esperar hasta mañana —dijo—. Si empiezo a hablarle a mi mujer acerca de neumáticos de coches, tan gorda como se ha puesto, corro el peligro de perder mi feliz hogar.