6

A través de su radio, Anderson recibió una llamada para comunicarse con la jefatura. La voz monótona del sargento a cargo de la centralita le informó que el coche patrullero que había sido enviado al convento comunicaba el hallazgo de un cadáver y preguntaba qué debía hacerse con él.

Anderson le dijo que ordenara al patrullero que permaneciese en el lugar y que enviara hacia allá a la gente del departamento de Homicidios.

El oficial de Homicidios ordenó a uno de sus detectives que llamara nuevamente al forense.

Haggerty observó:

—Al doctor Fulhouse no le gustará mucho esto de pasar sus noches en Harlem con cuerpos tan fríos como los de hoy.

Anderson ordenó:

—Tú ve con Jones y Johnson; yo llevaré al testigo hasta la jefatura en mi coche.

Grave Digger y Coffin Ed, con Haggerty en el asiento trasero, condujeron el coche de Homicidios calle 125 abajo, hacia la avenida del convento, y luego subieron la colina hasta los muros del edificio.

El coche patrullero estaba aparcado junto al muro en la mitad de la manzana. No había peatones a la vista.

Los tres policías estaban dentro del coche, para protegerse del frío, pero descendieron deprisa y adoptaron aire de alerta cuando el coche de Homicidios se acercó.

—Allí está —dijo uno de ellos, señalando hacia el convento—. No hemos tocado nada.

El cadáver estaba de cara contra el muro, con los brazos hacia abajo y los pies elevados varios centímetros por encima del suelo. Excepto la cabeza, se hallaba por entero cubierto por abrigo largo, negro e informe, raído y ya verdoso en los bordes, con un cuello de piel de conejo, que estaba devorado por la polilla en más de un lugar. Las manos estaban metidas dentro de guantes negros de punto, los pies dentro de botines de antiguo modelo, con botonadura a un lado, que habían sido recientemente lustrados con alguna crema líquida. La cara parecía enterrada dentro del muro, de modo que sólo se veía la nuca. Mechones de negro cabello untuoso, brillante, relucían bajo la débil luz.

—¡Madre de Dios! ¿Qué ha pasado aquí? —exclamó el teniente de Homicidios, cuando el grupo de detectives se acercó al cadáver.

Algunas linternas se encendieron para iluminar la grotesca figura.

—¿Qué es esto? —preguntó uno de los endurecidos detectives de Homicidios.

—¿Cómo puede haberse clavado allí? —se preguntó otro.

—Esto es un mal chiste —dijo Haggerty—. Es un maniquí, congelado contra la pared.

Grave Digger descubrió una de las piernas, de entre los pliegues de la ropa.

—No es un maniquí —comentó.

—No la toques hasta que llegue el asistente médico —advirtió el teniente de Homicidios—. Podría caerse.

—Se diría que la han estrangulado —arriesgó una suposición uno de los policías del coche patrulla.

El teniente de Homicidios se volvió hacia él con la cara encarnada como un tomate:

—¡Estrangulado! ¿En el convento? ¿Por quién, por las monjas?

El policía dio marcha atrás de inmediato, a toda prisa.

—No he querido decir que hayan sido las monjas. Puede haberlo hecho una banda de negros.

Grave Digger y Coffin Ed se volvieron para mirarle.

—Es sólo un modo de decir —explicó el policía con actitud defensiva.

—Echaré una mirada —anunció Grave Digger.

Se estiró para mirar, por debajo del cuello de piel, la garganta del cadáver.

—Nada en el cuello —dijo.

Siempre estirado, olió el cabello rizoso. Luego sopló con suavidad entre los mechones y algunos, brillantes como seda, se desprendieron y aletearon en torno a la cabeza. Grave Digger se enderezó.

El teniente le miró con aire interrogativo.

—No es una abuela —dijo Grave Digger—. Su peinado parece salido del salón de belleza de Rose Meta.

—Veamos, pues, qué es lo que la mantiene alzada —propuso el teniente.

Descubrieron una barra de hierro que sobresalía de la pared a más de un metro y medio de altura. Por debajo y por encima del hierro, había profundos agujeros en el cemento. Entre los que estaban más abajo, había uno que tenía forma oval y el rostro del cadáver se había metido con fuerza suficiente como para quedar metido dentro; la punta de la barra de hierro servía de sostén a las piernas, que colgaban de ella.

—Jesucristo, parece que la hubieran martilleado aquí —dijo el teniente.

—No hay señales de golpes en la parte posterior de la cabeza —comprobó Grave Digger.

—Una única cosa es segura —intervino Haggerty—. No ha llegado hasta allí por sus propios medios.

—Algún día, tú llegarás a senador —dijo el teniente.

—Tal vez la haya arrollado un coche —sugirió uno de los policías uniformados.

—Eso me interesa —dijo Coffin Ed.

—¡Arrollada por un coche! —exclamó el teniente—. ¡Maldita sea! Tiene que haber sido un coche que viajara a velocidad de jet para quedar clavada en la pared de ese modo.

—No necesariamente —aseguró Grave Digger.

Después de hacer chasquear los dedos, uno de los policías dijo:

—Oh, me había olvidado: hay una peluca junto a la acera, al otro lado de la calle.

El teniente le echó una mirada reprobatoria, pero no dijo ni una sola palabra.

Agrupados, atravesaron la calle. El frío viento del este les castigaba y de sus bocas salían chorros de vapor, como si fuesen locomotoras.

Era una peluca barata, de pelo gris, peinada con un moño sobre la nuca, y estaba bajo un gato de coche.

—¿El gato estaba junto con la peluca? —preguntó el teniente.

—No, señor. Yo le he puesto el gato encima para que el viento no la hiciera volar —respondió el policía.

El teniente apartó el gato con el pie y levantó la peluca. Un detective le acercó una luz.

—Todo lo que puedo decir sobre esto, es que parece cabello —declaró el teniente.

—Parece pelo natural de negro —dijo el policía que ya antes había aludido con sorna a la gente de color.

—Si vuelves a decir otra vez algo parecido, te patearé los dientes hasta que te los tragues —advirtió Coffin Ed.

El policía se encrespó:

—¿Patear los dientes de quién…?

Pero le fue imposible terminar la frase. Coffin Ed le asestó un gancho de izquierda en el estómago, cruzado con una derecha a la mandíbula. El policía cayó, lentamente, de lado; su cabeza se fue inclinando hacia adelante hasta meterse entre sus rodillas.

Nadie dijo nada. Era una situación delicada. Coffin Ed merecía alguna reprimenda o castigo, pero el teniente de Homicidios era el oficial de grado más importante y el policía ya le había hecho enfadarse con sus palabras inconvenientes acerca de las monjas.

—Él mismo se lo ha buscado —murmuró para sí el teniente; luego se volvió hacia otro de los policías del coche patrullero—. Llévale a la jefatura.

—Sí, señor —respondió el policía con cara inexpresiva, pero luego echó una mirada amenazadora a Coffin Ed.

Grave Digger puso una mano sobre el brazo de su compañero.

—Tranquilo, hombre —susurró.

El policía ayudó al caído a levantarse. Podía estar de pie, pero se hallaba semiinconsciente. Ambos subieron al patrullero y se marcharon.

El resto del grupo volvió a atravesar la calle. Se dedicaron todos a observar el cadáver. El teniente metió la peluca en uno de los bolsillos de su abrigo.

—¿Qué edad piensas que tiene? —le preguntó a Grave Digger.

—Es joven —respondió el detective—. Unos veinticinco.

—Lo que me tiene perplejo es saber el motivo por el cual una joven se disfraza de vieja y para qué lo hace.

—Quizá trataba de pasar por monja —aventuró uno de los detectives de Homicidios.

El teniente comenzaba a ponerse rojo una vez más.

—¿Quieres decir que lo ha hecho para poder entrar en el convento?

—No necesariamente… tal vez estaba detrás de alguna estafa.

—¿Qué clase de estafa? —el teniente miró a Grave Digger como si el detective tuviese que ser dueño de todas las respuestas.

—No me lo preguntes a mí —dijo Grave Digger—. Por aquí la gente sueña con nuevas estafas cada día. Tienen tiempo e imaginación y lo único que necesitan es una estafa para hacer dinero.

—Pues todo lo que podemos hacer es dejársela al doctor Fullhouse —dijo el teniente—. Vamos a revisar el lugar para ver qué hallamos aquí.

Grave Digger extrajo una pesada linterna de la guantera del coche y, junto con Coffin Ed, se encaminó hacia el cruce de calles.

Los demás se mantuvieron en la zona cercana al cadáver, examinando el suelo. No había marcas de frenado de ningún coche; tampoco hallaron restos de cristales.

Mientras caminaba en dirección a la avenida Convent, moviendo la luz de derecha a izquierda, Grave Digger advirtió dos pequeñas marcas negras sobre el asfalto grisnegruzco. Los dos detectives se arrodillaron para estudiarlas.

—Alguien clavó los frenos de un coche aquí —dedujo Grave Digger.

—Yo diría que ha sido un coche grande, con neumáticos muy gastados, pero esa parte se la dejaremos a los expertos.

Coffin Ed advirtió que un coche aparcado tenía un gato puesto debajo. Después de una inspección hecha de cerca, comprobaron que el neumático del lado opuesto había desaparecido. Se miraron el uno al otro.

—Aquí está la pista —dijo Grave Digger.

—Así es —asintió Coffin Ed—. Alguno de los ladrones de neumáticos de por aquí ha de haber visto el accidente.

—Y lo que ha visto le ha hecho correr como si llevara al propio diablo sobre sus talones.

—Si no ha huido sin ver nada.

—No, este chico no. Ha tenido presencia de ánimo suficiente como para llevarse su neumático —dijo Grave Digger.

—No será difícil encontrarle. Cualquier chico que está robando neumáticos en una noche como ésta ha de tener alguna falda caliente a la que mantener.

El teniente escuchó lo que le dijeron acerca de sus hallazgos con interés, pero sin asignarles demasiada importancia.

—Quiero saber cómo ha muerto esta mujer. Luego sabremos qué es lo que hemos de buscar —dijo.

Un coche desembocó en la calle; venía de la avenida Convent y Coffin Ed comentó:

—Creo que lo sabremos bien pronto. Ése parece el coche de batalla del doctor.

El doctor Fullhouse estaba liado como para una expedición al Polo Sur. Era un hombre viejo, de movimientos lentos y lo que de su cara dejaba ver un gorro de astrakán y una bufanda amarilla, gruesa, de lana muy suave, hacía pensar en una momia sonriente.

Los cristales de sus gafas estaban empañados cuando descendió del coche cuya calefacción estaba muy alta, y se las quitó. Examinó el lugar con sus ojitos acuosos, azules: buscaba el cadáver.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó con voz quejosa.

El teniente se lo señaló.

—Clavado contra el muro.

—No me has dicho que se trataba de un vampiro —volvió a quejarse.

El teniente le obsequió una risita formal.

—Vaya, bajadle de allí —pidió el doctor—. No pretenderás que trepe para hacer el examen.

Grave Digger aferró uno de los brazos, Coffin Ed el otro y los dos detectives de Homicidios una pierna cada uno. El cadáver estaba rígido como una forma de yeso. Intentaron moverlo con suavidad, pero la cara estaba firmemente encajada en el muro. Tiraron con más fuerza y, de pronto, el cadáver cayó al suelo.

Lo acomodaron de espaldas. La piel negra de las mejillas ostentaba una verdadera cresta de sangre helada y había adquirido un extraño matiz gris polvoriento. Algunas gotas de sangre congelada se destacaban por debajo de los ojos abiertos.

—¡Dios mío! —murmuró uno de los detectives de Homicidios y se alejó hacia la calzada para vomitar.

Los demás tragaron con esfuerzo.

El doctor buscó en su coche una lámpara, provista de una larga extensión, e iluminó el cuerpo. Lo observó sin demostrar ninguna emoción.

—Así es la muerte para el humano —dijo—. Tal vez ha sido una mujer guapa.

Nadie dijo nada. Hasta la lengua de Haggerty estaba reseca.

—Bien, echadme una mano —pidió el médico—. Tendremos que desvestirla.

Grave Digger le sostuvo los hombros y el médico quitó el abrigo. Los otros detectives le quitaron los guantes y zapatos. El doctor abrió el grueso vestido negro con unas tijeras. Debajo sólo llevaba un sostén negro, diminuto, y unas medias negras adornadas con un par de lazos. Sus piernas eran suaves, bien torneadas, pero musculosas. Un par de senos falsos se desprendieron del sostén: el pecho del cadáver era suave, liso, masculino. Por debajo de las medias advirtieron un protuberante taparrabos de satén amarillo.

Grave Digger y Coffin Ed intercambiaron una mirada de sabia complicidad. Pero los demás no comprendieron hasta que el taparrabos no fue cortado y arrancado de entre los muslos.

—¡Pues mira! ¡Maldito sea yo! —exclamó el teniente de Homicidios—. ¡Es un hombre!

—De eso no hay duda —aseguró Haggerty que, al fin, recuperaba el uso de su voz.

El doctor hizo girar el cuerpo. A lo ancho de la espalda, en la base de las vértebras inferiores se veía una tremenda mancha, de color ciruela, encarnada.

—Pues así ha sido —dijo el médico—. Aquí ha recibido un fuerte golpe que le ha arrojado contra el muro.

—¿Pero qué es lo que le ha golpeado, por el amor de Dios? —preguntó el teniente.

—Por cierto que no ha sido un bate de béisbol —se entrometió Haggerty.

—Estimo que un coche le ha embestido desde atrás —conjeturó el doctor—. Pero no puedo asegurarlo hasta después de la autopsia; y quizá tampoco entonces.

El teniente miró desde la calle hacia el muro del convento.

—Francamente, doctor, no creo que haya sido arrojado desde la calle contra esa pared como para que quedase en la posición en que le hemos encontrado. ¿No existe la posibilidad de que le hayan embestido en la calzada y de que luego le hayan metido allí? —dijo el teniente.

El doctor hizo un atado con las ropas, cubrió el cadáver con el viejo abrigo y se puso de pie.

—Todo es posible —asintió—. Si puedes figurarte que un conductor le haya embestido, que luego haya detenido su coche, que haya descendido, que haya colgado el cuerpo contra el muro y que hayan encajado la cara dentro de ese agujero, hasta dejarla bien firme, entonces…

El teniente le interrumpió con brusquedad.

—Oh, maldición, puedo imaginarme todo eso mejor que la trayectoria del cuerpo desde la calle hasta aquí, fuera lo que fuese lo que lo haya golpeado. Además, bien se sabe que la gente es capaz de hacer cosas aún peores que ésa.

El doctor le palmeó el hombro, con una sonrisa indulgente entre los labios.

—No conviertas tu trabajo en algo más duro de lo que es —le dijo—. Busca un conductor que haya embestido a un peatón y que haya huido. Los maníacos déjaselos a los psiquiatras de Bellevue.