El pequeño y muy usado coche negro, aparcado junto a la acera, frente a la Charcutería: abierta día y noche de Mammy Louise, hablaba aún cuando los detectives salieron a la calle. Grave Digger se deslizó sobre el asiento, tras el volante, y Coffin Ed pasó al otro lado y entró al coche por la puerta que daba a la calle.
La tienda estaba en la calle 124, entre las avenidas Siete y Ocho, y el coche apuntaba hacia la Siete.
A vuelo de pájaro, el bar París se hallaba hacia el norte, sobre la calle 125, a mitad de camino entre el Bar Apolo y el Palm Café y frente a las tiendas Blumstein.
Eran diez minutos de caminar, si estabas yendo a la iglesia y a solo dos y medio si tu mujer te perseguía con una navaja en la mano.
Coffin Ed miró su reloj mientras Grave Digger aporreaba la llave del arranque. El pequeño coche parecía una tortuga de patas corvas, pero corría como un antílope.
Pasó frente al Theresa Hotel, por el carril que no le correspondía, con sus luces parpadeantes y la sirena aullando, intermitente. Los mirones que estaban junto a las ventanas, dentro del vestíbulo, se dispersaron como si hubiese pasado un huracán. Lo lograron en treinta y tres segundos.
Dos coches patrulla y el coche negro del teniente Anderson estaban aparcados frente al bar París: ocupaban todo el espacio disponible. Excepción hecha de los policías parados en pequeños grupos, la calle estaba desierta.
—Uno de los hombres es blanco —dijo Grave Digger.
—¿Qué otra cosa? —respondió Coffin Ed.
Lo que quería decir, en realidad, era que qué otra cosa podía mantener a los ciudadanos negros alejados de la diversión que proporcionaba un asesinato.
—Cuidado con el salto —advirtió Grave Digger antes de efectuar un giro cerrado para meterse entre el coche más cercano a la esquina y la boca de incendios, saltando a la acera.
Antes de frenar por entero, ya subido a la acera, apenas a unos centímetros de la cortina metálica de una tienda contigua al bar París, vieron las tres figuras tendidas sobre la acera.
La más cercana llevaba un abrigo corto y un sombrero de alas recortadas todavía tapaba parte de la cabeza. Yacía boca abajo, con las piernas abiertas y apoyadas sobre las puntas de los dedos de los pies. El brazo izquierdo estaba plegado junto al cuerpo, con la palma de la mano vuelta hacia arriba; el brazo derecho se separaba en ángulo casi recto y la mano aún sostenía un revólver de cañón corto. La luz de la calle iluminaba las suelas de los zapatos del muerto: tacones de goma y punteras nuevas. La parte superior de la cara estaba oculta por el sombrero, pero la luz anaranjada del rótulo de neón del bar iluminaba la parte inferior, revelando la punta de una nariz ganchuda, un largo y puntiagudo mentón, ocultando en parte los labios finos y apretados, de modo que esa cara parecía no tener boca.
Una sola mirada bastaba para saber que ese hombre estaba muerto.
Una estructura de acero inoxidable sostenía los dos grandes cristales que flanqueaban la entrada del bar París. La base de acero del lado izquierdo, directamente detrás del cadáver, estaba cribada de agujeros de bala.
Con el segundo cadáver la situación era distinta. Estaba plegado sobre sí mismo, como una toalla mojada, enfrente de la puerta de entrada al bar. Su cara suave, guapa y negra atisbaba por entre los pliegues de vivos colores de la ropa, con una mirada de sorpresa infinita. Parecía haber muerto más por la emoción que por un tiro; pero el pequeño, redondo y rojizo agujero de su sien derecha revelaba lo ocurrido.
El tercer cuerpo estaba rodeado por policías.
Grave Digger y Coffin Ed bajaron del coche y se dirigieron hacia el primer cadáver.
—Dos impactos en la copa del sombrero —observó Grave Digger que lo inspeccionaba todo con sus ojos veloces—. Estaba echado sobre la barriga y le clavaron el sombrero de dos tiros.
—Dos en el hombro derecho y uno en el lado izquierdo del cuello —dijo Coffin Ed—. No cabe duda de que alguien quería ver muerto a este crío.
—No hay quien pueda meterle cinco tiros a éste si tiene un arma en la mano —aseguró Grave Digger.
—Creo que dos o más armas le han disparado desde abajo y que una tercera hizo fuego cruzado desde un coche aparcado junto a la acera.
—Sí —asintió Grave Digger mientras contaba los agujeros de bala de la base de acero—. Alguien tenía una automática en el coche y erró los diez tiros.
—El chico estaba echado boca abajo y el arma del coche ha disparado por encima de él, pero le ha dado a los otros tiradores la ocasión de que se quedara quieto.
Grave Digger asintió con un movimiento de cabeza.
—Éste era un chico que sabía su oficio, pero estaba en inferioridad numérica.
—¡Aquí! —llamó el teniente Anderson.
Anderson, un detective blanco llamado Haggerty y dos policías de un coche patrulla estaban de pie junto a un hombre de color, que yacía inconsciente sobre la acera.
Grave Digger y Coffin Ed miraron apenas al segundo cadáver mientras pasaban a su lado.
—¿Le conoces? —preguntó Grave Digger.
—Uno de los travestis —respondió Coffin Ed.
El detective Haggerty dejó ver sus dientes cuando sus compañeros se acercaron.
—Cada vez que os veo, amigos míos, pienso en dos criadores de cerdos perdidos en la ciudad —les saludó.
Grave Digger le dirigió una brevísima mirada.
—Agudezas de oficina —le respondió.
Coffin Ed ignoró a Haggerty.
Ambos detectives observaron la figura del hombre inconsciente. Le habían vuelto de espaldas y tenía el sombrero acomodado a modo de cojín bajo la cabeza. Sus manos estaban entreabiertas sobre el pecho y tenía los ojos cerrados. Su respiración era tan débil que se le podía haber tomado por muerto.
Llevaba un chaquetón azul de paño marinero, de solapas cosidas a mano y bolsillos aplicados; la camisa quedaba oculta bajo un pañuelo de seda, que hacía un lazo en torno a la garganta. Los pantalones eran de franela azul oscura con finas rayas blanquecinas y el conjunto se completaba con zapatos negros de piel de becerro, casi nuevos.
Era un hombre de cara ancha, bien rasurada, y mentón cuadrado y agresivo. Su aspecto causaba una fuerte impresión.
—Casper parece vivo aún —dijo Coffin Ed con un gesto impenetrable en la cara.
—Le dieron detrás de la oreja izquierda —afirmó el teniente Anderson.
—¿Qué piensas que ha sucedido? —preguntó Grave Digger.
—Pues parece que hubiesen querido robar a Holmes, pero el resto no me lo figuro —confesó Anderson.
—El gracioso aquel debe haber salido del bar para ver cómo pasaban las balas —interrumpió Haggerty, divertido por su propio humor.
—Hubo una que no ha visto —agregó uno de los policías blancos, con una sonrisa.
De una mirada Anderson le borró la sonrisa de la cara.
—¿Quién es el hombre del revólver? —preguntó Coffin Ed.
—Aún no le hemos identificado —dijo Anderson—. No le hemos tocado. Estamos esperando al médico forense y a la gente de Homicidios.
—¿Qué dicen los testigos?
—¿Testigos?
—Desde el bar alguien debe haber visto toda la función.
—Sí, pero no hemos conseguido que ninguno de ellos lo admita —dijo Anderson—. Ya sabes qué pasa cuando el muerto es un hombre blanco. Nadie quiere comprometerse. He pedido que envíen un camión celular y meteré a todos dentro.
—Déjame hablar con ellos antes —pidió Coffin Ed.
—De acuerdo, inténtalo.
Coffin Ed se dirigió hacia la entrada del bar, que estaba custodiada por un policía patrullero.
Grave Digger miró con aire inquisitivo a un civil blanco que se había introducido en el grupo.
—Es el señor Zazuly —dijo Anderson—. Llegó aquí cuando finalizaba el tiroteo y telefoneó a la jefatura.
—¿Y qué es lo que ha visto? —preguntó Grave Digger.
—Cuando llegué aquí, la calle estaba cubierta de gente —dijo el señor Zazuly; sus ojos se veían agrandados y parpadeantes por detrás de las lentes de sus gafas de montura de asta—. Los dos hombres estaban tendidos allí, tal como les ve ahora usted y no había ningún policía en la calle.
—El señor es uno de los contables de Blumstein —explicó Anderson.
—¿Ha oído el tiroteo? —preguntó Grave Digger.
—Por supuesto que he oído el tiroteo. Parecía la segunda guerra mundial. Y ni un solo policía a la vista —su cara redonda, de búho, surgía sobre los pliegues de una bufanda de lana con una expresión de individuo que se siente afrentado—. Las pandillas se hacen la guerra en mitad de la vía pública. En cualquier lugar abierto, como éste —prosiguió, indignado—. Y yo pregunto: ¿dónde está la policía?
Grave Digger le echó una mirada indiferente.
Nadie respondió a la pregunta del señor Zazuly.
—Escribiré una queja al comisionado municipal —amenazó el contable.
El sonido de una sirena se fue acercando a través de la noche.
—Aquí llega la ambulancia —dijo Anderson con un tono de voz que dejaba traslucir su alivio.
El ojo encarnado de la ambulancia subía, veloz, por la calle 125 desde la avenida Lenox.
Grave Digger se dirigió de forma directa al señor Zazuly:
—¿Y eso es todo lo que usted ha visto?
—¿Qué esperabas tú que viese? —intervino Haggerty—. Mira esas lentes que lleva.
La ambulancia se detuvo junto a uno de los coches patrulla y los policías se mantuvieron en silencio mientras el médico efectuaba un rápido reconocimiento.
—¿No le puede administrar algo para que recupere el sentido? —preguntó Anderson al médico.
—¿Administrarle qué? —preguntó el médico.
—Pues… ¿cuándo estará en condiciones de hablar?
—No lo puedo decir, inspector, tal vez haya sufrido una conmoción.
—Ya veo que usted se adelanta a todas las posibilidades —comentó Anderson.
No se habló más mientras Casper Holmes era colocado sobre una camilla para transportarlo.
Anderson le echó una mirada a su reloj.
—La gente de Homicidios tendría que estar aquí ya —dijo con ansiedad.
—No se han de descomponer los cadáveres, con esta temperatura —dijo Haggerty, levantándose el cuello del abrigo y dando la espalda al viento helado y al polvo de nieve que levantaba.
—Veré qué está haciendo Ed —dijo Grave Digger y se encaminó hacia la entrada del bar París.
Cuando Coffin Ed entró al bar ninguna de las personas presentes le miró.
El salón era largo y estrecho; la barra se extendía sobre el lado izquierdo, ocupando la mitad del espacio libre. Algunas personas estaban sentadas sobre banquetas y otras permanecían de pie. No había mesas.
Como en cada noche de sábado, se había reunido una buena cantidad de gente: jóvenes dudosos que llevaban ropas poco comunes y sombreros de colores vivos, azul, plata, oro y púrpura encasquetados sobre rizos brillantes que venían directamente de la peluquería, a siete dólares por tratamiento. Y los hombres mayores, rudos y fuertes, que les hacían la vida maravillosa a esos jovencitos. No había una sola mujer presente.
Coffin Ed no era un moralista. Pero el ambiente de pandilla que crea un cerco de hielo para recibir a un extraño excitó sus nervios.
—Nada de hablar todos al mismo tiempo —gritó desde la entrada.
Nadie dijo una sola palabra.
Para cualquiera que los observase, los parroquianos del bar contemplaban sus vasos con el aire de quien ha entrado en competencia con los tres monos sabios: no ver, no oír, no hablar. La competencia comenzaba a caldear el aire a muerte.
Los tres camareros fregaban vasos con tanto empeño que sólo eso podría hacerlos integrar la lista negra del sindicato de camareros.
Coffin Ed sintió que se le hinchaba el pecho. Su mirada fluctuó peligrosamente de uno a otro lado, en busca de un candidato para empezar la función. Pero todos estaban atornillados en un denso mutismo.
—No me apliquéis el tratamiento del silencio —advirtió—. Aquí somos todos personas de color.
Lejos, en la parte trasera del salón, alguien rió con suavidad.
El policía blanco y uniformado que vigilaba la puerta trasera le miró con aire de tonto.
El talante de Coffin Ed se iba encendiendo: las manchas de piel injertada comenzaron a bailotear en su cara.
Le habló a la espalda del tío que estaba sentado en la primera banqueta.
—Muy bien, chico, comenzaré contigo. ¿Por dónde salieron?
El joven maricón siguió mirando su vaso, como si fuese sordo como una piedra. La luz indirecta del bar otorgaba a su suave rostro oscuro una expresión estupefacta. Su fosforescente sombrero plateado brillaba con suavidad, como un fuego fatuo.
Tenía frente a sí un vaso alto, empañado por el hielo, lleno de oscuro ron, con una línea de granadina que ocupaba el centro del trago; un trago al que llamaban «Josephine Baker». Si la misma Baker hubiese estado desnuda en el fondo del vaso, aquel tío no podría haber mirado con mayor fijeza.
Coffin Ed le tomó con rudeza del hombro y le hizo girar hasta quedar enfrentados.
—¿Por dónde salieron? —repitió con voz áspera.
El joven le miró con sus grandes, oscuros, dilatados ojos que parecían incapaces de comprender cualquier otra cosa que no fuese amor.
—¿Salir, señor? ¿Quiénes? —balbuceó.
Con la cara inundada por una violenta ola de ira, Coffin Ed le arrancó de una bofetada del asiento que ocupaba. El joven se estrelló contra la pared y quedó arrodillado en el suelo.
Los ojos de los presentes convergieron sobre él y luego se alejaron de su figura. El daño que había sufrido era menor que su asombro. Y pensó que lo mejor era quedarse echado allí.
Coffin Ed miró al que seguía en la fila. Era un hombre mayor, vestido con ropas conservadoras. Las respuestas le salieron de la boca antes de que se oyesen las preguntas.
—Salieron hacia el oeste, o sea por la 125 abajo, no hacia California.
La cara de Coffin Ed tenía un aire tan macabro que el hombre tuvo que tragar antes de proseguir.
—Iban en un Buick negro. Eran tres. Uno conducía y los otros dos se encargaron de los tiros.
Allí se quedó sin aliento.
—¿Has visto el número de la matrícula?
—¡Matrícula! —el hombre le miró como si Coffin Ed hubiese abusado de su madre—. ¿Cómo podía haber visto el número de la matrícula? ¿Por qué iba a mirarlo? Parecían policías normales cuando llegaron y, según me ha parecido, eran policías normales.
—¡Policías! —exclamó Coffin Ed, tenso.
—Y cuando se marcharon, yo estaba tirado en el piso, como todo el mundo, aquí.
—¡Has dicho que eran policías!
—No digo que fuera policía de verdad —corrigió deprisa el tío—. Me figuro que usted lo sabría si fuesen verdaderos policías. Lo que digo, solamente, es que parecían policías.
—¿De uniforme? —Coffin Ed estaba tan tieso como un cable de grúa, y su voz no era más que un susurro ronco.
—¿De qué otra manera podía saber yo que eran policías? No me refiero a usted, señor —se apresuró a agregar el tío con una sonrisa insinuante—. Todo el mundo, aquí, sabe que usted es el hombre, lleve la ropa que lleve. Lo que digo, solamente, es que esos policías estaban vestidos con uniformes de policía. Por supuesto, yo no tenía manera de saber si eran o no policías. Naturalmente, no iba a pedirles que me mostraran sus identificaciones. Todo lo que sé es lo que he visto y ellos…
Coffin Ed pensaba deprisa. Interrumpió al tío aquel:
—¿Negros?
—Dos sí. Uno era blanco.
Asaltantes disfrazados de policías. Trataba de recordar cuándo había sucedido eso mismo en Harlem por última vez. Por lo común, se trataba de golpes importantes.
—¿Qué aspecto tenía?
—¿Aspecto? ¿Quién?
El detective se había concentrado tanto en tratar de descifrar los datos del dilema, que se había olvidado del parroquiano del bar. Su mirada volvió a enfocar, con esfuerzo, el lugar en que se hallaba.
—El hombre blanco. Y no te pongas pesado.
—Era como le he dicho, jefe, parecía un policía. Usted sabe cómo son estas cosas, jefe —agregó con tono astuto, guiñándole un ojo a Coffin Ed, confidencialmente.
En circunstancias ordinarias, el detective habría dejado pasar eso. El detalle del color operaba del mismo modo dentro del cuerpo de policía que fuera, en la vida privada. Al entrar, él mismo había apelado al «aquí somos todos personas de color». Pero no estaba de humor para chistes.
—Oye, tontaina, esto no es un chiste, es un asesinato —dijo.
—No me mire a mí, jefe. Yo no he hecho nada —aseguró el hombre alzando sus manos en un gesto cómico, como si quisiera evitar un golpe.
En realidad, no esperaba un golpe, pero fue lo que obtuvo. Los puños de Coffin Ed pasaron por entre sus manos, estallaron contra el ojo izquierdo del hombre, que voló desde la barra a reunirse con el otro joven, en el suelo.
Los parroquianos comenzaron a murmurar. En ese momento, el detective estaba logrando que le prestaran atención total: todos estaban volviendo a la vida.
El individuo que seguía en la fila estaba de pie. Era un hombre robusto, de aspecto rústico, que llevaba una chaqueta de piel y gorro peludo. Pero, de pronto, el tío se sintió demasiado grande, dada la situación, y quiso empequeñecerse, sin éxito.
Coffin Ed lo midió con sus ojos inyectados en sangre.
—¿Tú también perteneces a la liga? —le preguntó con los dientes apretados.
—¿Liga? No, señor jefe. Quiero decir, si es una mala liga, yo no tengo nada que ver con ella.
—La liga de no-sé-nada.
—Yo no, jefe. —El hombretón le mostró a Coffin Ed una boca llena de dientes, como prueba de que no pertenecía a ninguna liga que no fuese la liga de dentistas—. No tengo miedo de decir la verdad. Le diré todo lo que he visto, lo juro por Dios. Claro que no ha sido mucho, pero…
—Has visto a dos hombres disparando hasta morir.
—Lo he oído, jefe. No podía ver nada desde aquí.
—Tres hombres disfrazados de policías…
—Sólo he visto dos, jefe.
—Atacaron a un hombre en plena calle, a las puertas del bar…
—No podría jurarlo, jefe. No he visto nada de eso.
—¿Qué cogieron?
—¿Cogieron? —el hombre había reaccionado como si la palabra le fuese desconocida.
—¿Llevaron?
—¿Llevaron? Si se han llevado algo, jefe, yo no lo he visto. Me figuraba que era una pandilla de policías haciendo trabajo sucio.
Coffin Ed siguió con los puñetazos.
Le acertó un gancho de derecha al plexo solar del robusto negro y vio cómo la boca del hombre se abría, ansiosa por tomar aire. El gorro peludo voló de la cabeza del tío mientras él saltaba hacia delante, como la hoja de una navaja. Coffin Ed le sostuvo por la parte trasera del cuello, sin esfuerzo, le echó la cabeza hacia abajo y le aplicó un rodillazo en la cara. Era una excelente triquiñuela: el rodillazo debía romper las narices del tío y llenarle la cabeza de estrellas de puntas agudas. Nueve de cada diez veces resultaba bien. Pero el hombretón tenía la boca abierta a causa del golpe que había recibido en el plexo solar y sus dientes chocaron contra la rodilla de Coffin Ed y se cerraron como las pinzas de una trampa para osos.
Coffin Ed gruñó de dolor, mientras su pierna se ponía rígida, y aferró la chaqueta del negro por la parte trasera, para evitar que el hombre se escapara. El tío le pateó el vientre, ciego de terror, intentando huir. Coffin Ed cayó de espaldas, colgado de la chaqueta de piel. El hombre pasó por encima de él y se precipitó en dirección a la puerta. Coffin Ed tiró de la chaqueta de piel sofocado de ira. La chaqueta se volvió del revés, aprisionando el brazo de su dueño, a la vez que le impedía seguir su carrera hacia delante, al menos por la parte de los hombros. Pero el resto del cuerpo del negro siguió su marcha, describió un salto mortal y el tío cayó sobre sus espaldas Coffin Ed se incorporó sobre un hombro, dio media vuelta y pateó al negro, en un movimiento lateral, sobre un lado de su mandíbula. El robusto tío se estremeció y perdió el conocimiento.
Coffin Ed se apoyó en un extremo de la barra y se puso de pie, evitando pisar con la pierna dañada. Echó una mirada a su alrededor, en busca del siguiente hombre de la fila. Pero ya no había fila.
Los parroquianos se habían agrupado en la parte trasera del salón y comenzaban a entrar en pánico. Relucían los cuchillos y todos se empujaban y amenazaban mutuamente.
El policía blanco que custodiaba la puerta trasera gritó:
—¡Atrás! ¡Apártense de mí o disparo!
Lentamente, con deliberación, Coffin Ed desenfundó su revólver 38 de cañón largo, plateado.
—Ahora quiero respuestas claras, cómicos baratos —dijo con una voz que hacía estremecer los nervios de cualquiera.
Alguien dejó escapar un chillido femenino.
Grave Digger llegó desde la calle. Sin echar una segunda mirada, abrió su enorme boca y gritó con toda su voz:
—¡Todos quietos!
Antes de que su vozarrón rebotase de las paredes, ya había desenfundado su revólver plateado, gemelo del de Coffin Ed, y lo sostenía entre sus manos, a la vista de cuantos habían oído sus palabras.
Coffin Ed se tranquilizó. Una sonrisa sombría jugueteó en las comisuras de sus labios llenos de cicatrices.
—¡Terminó el tiempo! —gritó con una voz similar a la de Grave Digger.
Como medida de precaución ambos dispararon cuatro tiros hacia el cielorraso recientemente decorado.
Todo el mundo quedó congelado. No se oyó ni un murmullo. Nadie se atrevía a respirar.
Coffin Ed había matado a un hombre por tirarse un pedo. Grave Digger le había reventado ambos ojos a un hombre que tenía en la mano una automática cargada. En Harlem, la historia decía que esos dos detectives negros eran capaces de matar a un hombre muerto en su ataúd si le veían moverse apenas.
Un instante después irrumpieron desde la calle policías de todo tipo. La gente de Homicidios había llegado e invadió el local, en formación: un teniente y dos detectives con sus pistolas en la mano, un tercer detective con una metralleta. El teniente de la jefatura, Anderson, venía detrás, con Haggerty pegado a los talones y dos policías uniformados que cerraban la marcha.
—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? —gritó con rudeza el teniente de Homicidios.
—Oh, no ha sido nada; estos dos vaqueros del rancho Harlem Q. han rodeado a una pandilla de ladrones de ganado —graznó Haggerty.
—Jesucristo —dijo Anderson, con voz ahogada—. Sed un poco discretos, hombre. Sea lo que sea lo que ha pasado, ya nos habéis hecho llenar los pantalones.
—Sólo queríamos que esta gente recuperase su buen sentido —explicó Grave Digger.
El teniente de Homicidios le miró con ojos desorbitados por el asombro.
—¿Tú… tú dices que todo lo que queríais hacer ha sido obtener testimonio de esta gente?
—Y da buenos resultados —respondió Grave Digger.
—Se han calmado —agregó Coffin Ed—. Ya verás que los disparos han producido un verdadero apaciguamiento.
Todos los ojos se volvieron hacia las personas silenciosas y rígidas que se agolpaban cerca de la puerta trasera.
—Pues que me caiga la maldición de Dios —dijo el teniente de Homicidios—. Ahora ya he visto todo lo que me quedaba por ver.
—No, no lo has visto —aseguró Haggerty—. Aún no has visto nada.
—El camión celular está aquí. Llevaremos a estas personas a la jefatura, para interrogarlas —dijo Anderson.
—Antes déjanos quince minutos con ellos —pidió Grave Digger.
En el breve silencio que se produjo en ese instante, el jefe de camareros dijo:
—No les deje cerca de nosotros, jefe… Yo le diré todo lo que ha sucedido.
Los ojos de todos los policías se volvieron hacia él. Era un hombre de buen aspecto, mirada inteligente y no más de treinta y cinco años, que podía haber pasado por predicador bautista de una congregación pobre.
—¿Comprendes ahora lo que te he dicho? —preguntó Haggerty al teniente de Homicidios.
—Vaya —dijo Anderson—, creo que tu testimonio necesitará un buen aceitado.