La centralita de la jefatura de policía no daba abasto.
El sargento a cargo transmitía los mensajes al teniente Anderson con voz aburrida, monótona:
—Una mujer que vive al otro lado de la calle del convento dice que en la calle ha habido asesinato y violación…
El teniente Anderson bostezó.
—Cada vez que un hombre golpea a su mujer, algún desocupado nos llama y dice que están violando y asesinando a alguien… a la mujer del tío, quiero decir. Y sabe Dios si alguno de ellos no se merecía eso, justamente… el desocupado, quiero decir.
—… otra mujer del mismo vecindario. Dice que alguien está torturando a un perro…
—Dile que ya mismo enviaremos a un oficial —dijo Anderson—. Dile que los perros son nuestros mejores amigos.
—Ha colgado. Pero aquí hay otra. Asegura que las monjas están celebrando una orgía.
—Algo sucede allí —admitió Anderson—. Envía a Joe Abrams y a su compañero para que echen un vistazo.
El sargento conectó la radio.
—Adelante, Joe Abrams.
Joe Abrams respondió a la llamada.
—Ve a echar un vistazo al lado sur del convento.
—De acuerdo —respondió Joe Abrams.
—El patrullero Stick llama desde una cabina de la calle 125 —prosiguió el sargento, dirigiéndose a Anderson—. Asegura que él y su compañero, Sam Price, han sido atacados y pisoteados por un platillo volador que alguien ha soltado en el vecindario.
—Diles que se presenten aquí antes de terminar su recorrido para una prueba de nivel de alcohol —dijo Anderson con severidad.
El sargento rió entre dientes mientras transmitía la orden. Luego recibió otra llamada y su cara se descompuso en una mueca.
—Un hombre que dice llamarse Benjamin Zazuly llama desde un bar, el París, en la 125, para denunciar un doble asesinato. Dice que ha visto dos hombres muertos, sobre la acera, frente al bar. Uno de ellos es blanco. Hay un tercer individuo inconsciente. Cree que es Casper Holmes…
El puño de Anderson se abatió sobre el escritorio y su rostro delgado y duro fue adquiriendo una expresión amarga.
—Maldita sea, todo me sucede a mí —dijo, pero tan pronto como lo hubo dicho se arrepintió—. Envía allá los otros dos patrulleros —ordenó con voz cansada. En sus sienes se hinchaban las venas y una mirada lejana hizo palidecer sus ojos azules.
Aguardó a que el sargento estableciese contacto con los dos coches y los enviase hacia el lugar del crimen. Luego pidió:
—Busca a Jones y Johnson.
Mientras el sargento pedía a Jones y Johnson que se presentasen o establecieran contacto, Anderson murmuró:
—Esperemos que no le haya ocurrido nada a Holmes.
El sargento no pudo comunicarse con Jones y Johnson.
Anderson se puso de pie.
—Intenta otra vez —ordenó—. Iré allá ahora mismo a echar una mirada.
La razón por la cual el sargento no pudo comunicarse con Grave Digger Jones y Coffin Ed Johnson era que ambos se hallaban en el salón trasero de la charcutería de Mammy Louise, comiendo «patitas de pollo», un plato geechy de patas de pollo rustidas, arroz, quingombó y chiles rojos picantes. En una noche fría como aquélla, ese guisado mantenía un calorcillo ardiente en el estómago y la gelatina tierna y blanca de las patas de pollo hacía sentir sólidamente llenas las tripas.
En el lugar había tres mesas de madera cubiertas con manteles de plástico de un color tan bilioso que sólo la consistencia adhesiva de los guisados de Mammy Louise era capaz de mantener la comida dentro de los estómagos. Junto a una de las paredes laterales ardía el carbón dentro de una estufa flanqueada por dos depósitos de cobre para agua. Las ollas que hervían sobre la estufa desprendían tanto vapor que el pequeño salón, muy cerrado, recordaba el aire denso de un baño turco.
Grave Digger y Coffin Ed estaban sentados a la mesa más alejada de la estufa y habían doblado sus abrigos sobre los respaldos de las sillas de madera. Sus ajados sombreros negros colgaban de los ganchos metálicos que sobresalían de la pared del frente. De los cráneos de ambos brotaba el sudor, por debajo de sus pelambres cortas y ensortijadas, y descendía por las caras negras, de expresión concentrada. El pelo de Coffin Ed estaba matizado de gris; en la parte superior derecha del cráneo se le veía una cicatriz en forma de media luna, recuerdo de aquel golpe que Grave Digger le había dado con el cañón de su pistola, el día en que había enloquecido después de quedar cegado por el ácido que le habían arrojado a la cara. Eso había ocurrido más de tres años antes y las huellas del ácido estaban ocultas bajo la piel injertada de sus muslos. Pero esa piel nueva era algo más clara que la otra y, por lo tanto, la cara estaba dividida en zonas de distinto color. El resultado era que el rostro de Coffin Ed parecía haber sido maquillado en Hollywood para el papel del monstruo de Frankenstein. La cara ruda y aterronada de Grave Digger podía ser la de cualquiera de los tíos duros que pueblan Harlem.
Grave Digger sorbió la gelatina de la última patita de pollo que le quedaba y escupió los diminutos huesos blancos en la pila que tenía sobre el borde del plato.
—Te apuesto una botella a que no lo hace —dijo en voz baja, apenas audible.
Coffin Ed le echó una mirada a su reloj.
—¿Qué clase de apuesta es ésa? —replicó en un tono de voz parecido—. Ya son las doce menos cinco y ella sale a las once y media. Tú debes pensar que ella le está esperando.
—No, pero él sí que lo piensa.
Los dos miraron con disimulo a un hombre sentado sobre una vieja silla de madera, en el rincón cercano a la estufa. Era un hombre bajo, gordo, calvo, con esa cara redonda, negra y expresiva que distingue a quien ha nacido comediante. Excepto por el abrigo, que no llevaba, sus ropas eran de calle. El hombre los observaba con una mirada suplicante.
Era el señor Louise, marido de Mammy. Cada noche de sábado, desde el comienzo del año, se había venido citando con una pizpireta de piel marrón, camarera en la Cafetería Fischer, junto a la estación de la calle 125.
Pero Mammy Louise tenía un bulldog. Era un bulldog de seis años de edad, color blanco sucio, con una boca suficientemente grande como para tragarse un gato crecido. El perro se hallaba sentado sobre sus patas traseras, frente al brillante calzado del señor Louise y contemplaba la cara desesperada de su amo con ojos fijos, inmóviles. Su boca rosada se abría en un jadeo constante, producido por el vapor que flotaba en el aire; la roja lengua le colgaba hasta el pecho. Sobre el piso, una gran mancha húmeda, de baba, hacía pensar que el perro no pensaba en otra cosa que no fuera un trozo de la carne negra y gorda del señor Louise.
—Quiere que le ayudemos —susurró Coffin Ed.
—Y que ese perro nos coma a nosotros y no a él.
Mammy Louise levantó la vista desde la estufa, junto a la que estaba de pie, removiendo el contenido de una olla. Era más gorda que el señor Louise y más baja. Llevaba un viejo albornoz de lana por encima de un raído vestido de punto que dejaba advertir los pliegues de la abrigada ropa interior de lana. Sobre el albornoz Mammy llevaba un mantón negro; su cabeza estaba cubierta por un sombrero de copa, de hombre, con el ala vuelta hacia arriba y sus pies estaban metidos dentro de botas de cazador con bordes de piel.
Era una geechy, nacida y criada en los pantanos del sur de Tater Path, en Carolina del Sur. Los geechies son una mezcla de esclavos africanos huidos e indios semínolas, nativos de las Carolinas y de Florida. Su lengua madre es una mezcla de dialectos africanos y semínola; Mammy Louise hablaba inglés con un extraño e indefinible acento que hacía pensar en una conferencia de cuervos.
—Vosotros, polis, ¿qué murmuráis tan serios? —preguntó con tono de sospecha.
Les llevó un momento traducir mentalmente lo que la mujer les había dicho.
—Hemos hecho una apuesta —respondió Grave Digger con cara de inocencia.
—No, no hemos hecho nada —negó Coffin Ed.
—Vosotros, polis —dijo Mammy con desdén—. Siempre apostar, meter adentro y darle en la cabeza a la gente inocente con esas enormes pistolas.
—No, si son inocentes —la contradijo Grave Digger.
—A mí no me la pegas —respondió la mujer en tono de discusión—. Ya te he visto a ti. —Mammy curvó sus gruesos labios sensuales—. Dándole a un hombre grande como si fuese un crío. Louise no soportaría semejante cosa —agregó mientras su mirada socarrona iba de la cara desesperada del señor Louise al hocico del bulldog baboso—. Ponte de pie, marido, y muéstrales a estos polis cómo capturaste a los ladrones del tren, aquella vez.
El señor Louise la miró con expresión de agradecimiento y se puso de pie. El bulldog se irguió, gruñendo su advertencia. El señor Louise se desplomó sobre su silla.
Mammy Louise les hizo un guiño a los detectives.
—Esta noche el señor Louise no está con ánimos de nada —explicó—. Lo único que le importa es estar sentado allí y hacerme compañía.
—Eso hemos notado —dijo Coffin Ed.
El señor Louise echó una larga mirada a los cañones largos y niquelados de los dos revólveres 38 que sobresalían de las pistoleras de los detectives.
En ese instante oyeron que se abría la puerta de la tienda; luego se cerró de un golpe. Ruido de pasos, y una voz áspera de bebida gritó:
—Eh, Mammy Louise, venga a darme un bote de aquellos chicharrones congelados.
Mammy se encaminó hacia la cortina que separaba el salón trasero del pasillo que conducía a la tienda. La oyeron abrir una lata de leche, de las de veinte litros, oyeron que sacaba algo de dentro. Luego el cliente comenzó a protestar:
—¡No quiero chicharrones de los de a granel! ¡Quiero los congelados!
De inmediato llegó la respuesta seca de la mujer:
—Pues si los quieres congelados, ponlos fuera y se congelarán; el frío que hace será suficiente.
Grave Digger dijo:
—A Mammy Louise no le sienta el clima del norte.
—Tiene toda la grasa necesaria para mantenerse caliente incluso en el Polo —respondió Coffin Ed.
—El problema está en que su grasa es fría.
El señor Louise, con voz plañidera, pidió:
—Caballeros, por favor, uno de ustedes podría meterle un tiro a ése —echó una mirada hacia la cortina del pasillo y luego agregó—: Les pagaré.
—No mataré a ese tío —aseguró con solemnidad Coffin Ed.
—Las balas rebotarían en su cabeza —explicó Grave Digger.
Mammy Louise regresó de la tienda y miró a su marido con ojos llenos de sospecha. Luego se dirigió a los detectives:
—Vuestro coche está hablando.
—Iré yo —dijo Grave Digger y antes de terminar la frase ya estaba de pie.
Metió un brazo en una manga de la chaqueta, tomó el sombrero y sorteó la cortina mientras metía el otro brazo en la otra manga de la chaqueta.
El bulldog giró sus ojos rosados hacia la figura que se marchaba y luego miró a Mammy Louise a la espera de instrucciones, pero ella no le prestó atención; entre dientes, se quejaba con amargura.
—Problemas, siempre problemas en esta ciudad perdida. Lo que viene de…
—Es que no hay ley —la interrumpió Coffin Ed mientras se ponía su chaqueta—. Un tío le corta el pescuezo a otro y sigue en sus cosas, tan tranquilo.
—Es mejor eso que morir a manos de la ley —arguyó Mammy—. No puedes remediar una muerte con otra. La salvación no se consigue por trueque.
Coffin Ed se estrujó el sombrero en la cabeza, levantó el ala y se metió dentro de su abrigo.
—Dile eso a los votantes, Mammy —recomendó con aire ausente mientras recogía el abrigo de Grave Digger y acomodaba una de las mangas de la prenda—. No soy yo el que ha hecho esas leyes.
—Se lo diré a todo el mundo —respondió la mujer.
Grave Digger entró, casi a la carrera. Su cara estaba endurecida.
—El infierno está suelto en las calles —dijo y comenzó a ponerse el abrigo que Coffin Ed le había alcanzado.
—Será mejor que alcemos el vuelo, pues —comentó Coffin Ed.
En un movimiento que sólo el señor Louise había advertido, el bulldog se había acercado a la cortina y bloqueaba la salida. Cuando Grave Digger se acercó, el perro se puso firme y comenzó a gruñir.
El largo, brillante y plateado revólver de Grave Digger apareció entre sus manos como por arte de magia, pero Mammy Louise se arrojó hacia su perro y lo arrastró antes de que recibiese el golpe que el detective le destinaba.
—¡No a ellos, perro, Lord Jim, mi Dios! —gritó—. No puedes impedirle a éstos que vayan donde sea. Éstos son los hombres.