Roman Hill conducía el Cadillac. Sus anchos y musculosos hombros, desarrollados en el tiempo en que conducía un arado de dos mulas en los sembradíos de algodón de Alabama, estaban encorvados dentro de la chaqueta de piel como si estuviesen aguantando las riendas de los cuatro jinetes del Apocalipsis, del divino San Juan.
—¡Cuidado! —gritó Sassafras. El chillido habría bastado para matar a alguien.
—¡Aj! —El aire se escapó de su boca y Roman aferró el volante con sus grandes y ásperas manos con fuerza suficiente como para quebrarlo.
No había visto a la vieja. El chillido le había llamado a esa realidad. Cuando la tuvo a la vista, la mujer ya estaba casi bajo el foco izquierdo como si hubiese brotado de la tierra. Sus desorbitados ojos grises intentaron salírsele de la cara.
—¡Cuidado! —gritó mientras frenaba con brusquedad.
Los dos pasajeros se precipitaron sobre el panel de controles y Roman se apretujó contra el volante.
La vieja había desaparecido.
—¡Dios mío! ¿Dónde está? —preguntó con la voz cargada de pánico.
—¡La has golpeado! —exclamó Sassafras.
—¡Date prisa! —gritó el señor Baron.
—¿Qué? —La cara de expresión tonta y piel bronceada estaba deforme por la impresión.
—Alejémonos de aquí, por el amor de Dios —exigió el señor Baron—. La has matado. No querrás quedarte aquí y que te apresen, ¿verdad?
—¡Por Cristo ensangrentado! —murmuró Roman con tono estúpido y apretó el acelerador.
El Cadillac se alejó como si hubiesen espoleado sus cilindros.
—¡Espera! —chilló nuevamente Sassafras—. No has hecho nada.
El Cadillac se detuvo, casi.
—¡No escuches a esta mujer, estúpido! —gritó el señor Baron—. Te echarán veinte años de cárcel.
—¿Por qué? —quiso discutir Sassafras con su voz alta y aguda. Tenía una cara larga, ovalada con facciones poco definidas y piel negra como el carbón; sus ojos renegridos brillaban como cristales—. Ella apareció andando frente a él, yo seré testigo de eso.
—Estás loca, mujer —silbó el señor Baron—. Éste no tiene permiso de conducir, no tiene seguro, ni siquiera ha registrado el coche. Le meterán en la cárcel tan sólo por conducir y por haber atropellado a la vieja y por haberla matado le encerrarán en Sing Sing y luego tirarán la llave.
—¡Puta suerte la mía! —dijo con voz ronca Roman que comenzaba a comprender la situación—. Aquí estoy yo, no hace media hora que conduzco mi coche nuevo y ya he atropellado a una mujer y la he dejado muerta como una piedra.
Su frente estaba surcada por una honda arruga y, por su expresión, cualquiera hubiese dicho que estaba a punto de llorar. Pero el Cadillac se alejó de forma decidida.
—Regresemos a ver —suplicó Sassafras—. No sentí ningún golpe contra el coche.
—No podrías sentir ningún golpe contra este coche —dijo el señor Baron—. Podría atravesar los rieles del ferrocarril y no te darías cuenta.
—Tiene razón, querida —admitió Roman—. No hay más que salir con la cola bien alta ahora.
El enorme Buick negro con las luces apagadas se adelantó al Cadillac y uno de los policías gritó a través de la ventanilla abierta:
—¡Deténgase!
Roman intentó eludir al Buick y huir, pero el señor Baron chilló:
—¡Frena, no abolles los guardabarros!
Sassafras le echó una mirada de desprecio.
Los tres policías descendieron del Buick y se acercaron al Cadillac con las armas desenfundadas. Uno de ellos era blanco. Éste y uno de los agentes de color empuñaban revólveres de cañón corto, calibre 38, especiales para la policía. El otro tenía una automática Colt 38 de cañón largo.
—Bajen con las manos en alto —ordenó uno de los policías negros, con voz dura y apremiante.
—Eso es —dijo el policía blanco, como un eco.
—¿Qué sucede, oficial? —dijo el señor Baron con aire arrogante, de individuo indignado.
—Homicidio —dijo con tono terminante el policía negro.
—Choque y huida —dijo el policía blanco.
—No hemos atropellado a nadie —protestó Sassafras con su voz chillona que excitaba los nervios.
—Eso se lo dirás al juez —dijo el policía negro.
El policía blanco abrió una puerta del Cadillac y le indicó al señor Baron que saliese del asiento. Le tomó del brazo y lo hizo con rudeza, estirando las solapas de su abrigo oscuro.
Roman había bajado por el lado opuesto y estaba de pie, con las manos alzadas hasta la altura de sus hombros.
El policía blanco empujó al señor Baron hacia un lado, para que Sassafras pudiese descender.
—Escúcheme un instante —pidió el señor Baron, con voz baja y persuasiva—. No ha sucedido nada que no podamos arreglar entre nosotros. La mujer no está malherida. La he visto mientras se ponía de pie, la he visto por el espejo retrovisor.
El señor Baron era un individuo diminuto y afeminado con ojos desacostumbradamente expresivos para un hombre. Tenían un extraño color marrón claro y pestañas largas, negras, arqueadas. Pero encajaban en su cara aniñada, femenina, en forma de corazón. Su único rasgo masculino era el sedoso bigote y la perilla bebop que parecía haber sido encolada sobre su mentón.
En ese instante estaba utilizando los ojos para todo aquello de que eran capaces.
—Si ustedes quisieran ser razonables, esto no tendría por qué llegar hasta el juzgado. Y —agregó agitando las pestañas—, se podrían beneficiar los tres en más de un sentido… no sé si me comprenden.
Los tres policías intercambiaron miradas.
Sassafras se estremeció y miró al señor Baron con infinito desprecio.
—Si me incluye a mí, ladra a la sombra equivocada —dijo la muchacha. Sassafras tenía huesos pequeños, parecía una muñeca, con un trasero como el de un pato; llevaba un abrigo gris, imitación piel, y un gorro de punto, rojo, que bien podía haber pertenecido a uno de los siete enanitos.
—Eso es muy extraño en ti, querida —le respondió Baron con aire malicioso.
—¿Cuánto? —preguntó el policía blanco.
El señor Baron dudó mientras echaba una mirada apreciativa a la cara de su interlocutor.
—Quinientos —ofreció en un primer intento.
—De acuerdo, y qué hay de la vieja, si no ha muerto —intervino Sassafras—. ¿Cuánto le darán a ella?
—Déjala allí tirada —dijo el señor Baron brutalmente.
—Mete a estos dos en el coche —ordenó el policía blanco.
Uno de los policías de color tomó del brazo a Sassafras y la condujo hacia el Buick.
Roman seguía dócil, con las manos alzadas a la altura de los hombros. Parecía un jugador que ha arriesgado su fortuna en una apuesta segura y ha perdido.
El policía no se había tomado el trabajo de registrarle. Tampoco lo hizo en ese momento.
—Siéntate detrás.
Roman comenzó a rogar:
—Si ustedes me diesen una sola oportunidad más…
El policía le interrumpió.
—No soy tu madre.
Roman se metió en el coche y se sentó, abatido, con los hombros bajos; su cabeza estaba tan inclinada que el mentón le tocaba el pecho. Sassafras entró por la otra puerta, le echó una mirada y estalló en sollozos.
Los policías les ignoraron y se volvieron hacia el señor Baron que seguía de pie frente al policía blanco, a la luz de los faros del Cadillac.
—Apaga esas luces —ordenó el policía blanco.
Uno de los negros se acercó al coche y apagó las luces.
El policía blanco observó la calle. Hacia el lado sur, antiguas residencias con amplios escalones de piedra, convertidas en casas de alojamiento con sus diminutas cocinillas, se apretujaban entre los edificios de apartamentos construidos para la siempre creciente población de los años veinte y ahora ocupados por los muchachos de Ham y Hagar.
Hacia el lado norte estaba el elevado y antiguo muro del convento, coronado por esqueletos de árboles. Ninguno de los edificios del convento era visible desde la calle.
Además de ellos, no había ninguna otra persona a la vista.
—¿Quinientos es todo lo que tiene? —preguntó el policía blanco al señor Baron.
El señor Baron se relamió los labios y su voz sonó cantarina:
—Usted y yo podemos hablar de negocios —susurró.
—Venga —dijo el policía blanco.
El señor Baron anduvo unos pasos, se acerco al agente blanco, como si estuviese a punto de cobijarse entre sus brazos.
El policía blanco le hizo girar y le apretó el gaznate con una toma de catch mientras le torcía el brazo derecho por detrás de la espalda. El señor Baron, inútilmente, intentó golpearle con la mano izquierda.
Uno de los policías de color se acercó y extrajo de un bolsillo una pequeña porra de piel trenzada. El otro policía le quitó el sombrero a Baron y el primero le dio un fuerte golpe tras la oreja. El señor Baron emitió un suave y sordo suspiro y perdió el conocimiento. El policía blanco le dejó caer hasta la calzada y el negro cubrió la cara de Baron con el sombrero.
El policía blanco revisó los bolsillos del señor Baron con velocidad y eficiencia. Encontró dos pañuelos blancos, perfumados, de seda, un llavero con muchas llaves distintas, un anillo de bodas con un diamante metido muy ajustadamente alrededor de un lápiz de labios, un peine de marfil con pelos de la larga y ondulada cabellera del señor Baron, un objeto negro de goma, con forma de plátano, unido a una banda elástica, y un rollo de billetes de cien dólares envuelto en un papel marrón y sucio.
El policía gruñó. Los negros le miraron con silenciosa concentración. Se metió el paquete de dinero en el bolsillo lateral de la americana y guardó los restantes objetos en un bolsillo del abrigo del señor Baron.
—¿Le dejamos aquí? —preguntó uno de los policías de color.
—No, le meteremos en el coche —respondió el blanco.
—Será mejor que nos marchemos ahora mismo —pidió el otro policía—. Estamos perdiendo demasiado tiempo.
—Ahora ya no hay que darse prisa —dijo el blanco—. La cosa ya está hecha.
Sin responder, los dos policías negros levantaron al señor Baron y le llevaron hacia el Buick mientras el blanco sostenía abierta la puerta.
Ni Roman ni Sassafras habían visto nada.
—¿Qué le ha pasado? —Sassafras dejó de llorar los momentos precisos para plantear su pregunta.
—Se ha desmayado —dijo el policía blanco—. Muévete hacia allá.
Sassafras se deslizó hacia el centro del asiento y los policías depositaron en un rincón el cuerpo del señor Baron.
—Tú, muchacho —le dijo el policía blanco a Roman.
Roman miró a su alrededor.
—Requisaré tu coche y mis compañeros se quedarán aquí hasta que llegue una ambulancia; luego te llevarán a la jefatura. Y no quiero problemas con vosotros, ¿entendido?
—Sí, señor —aseguró Roman con voz apagada, como si se hubiese producido el fin del mundo.
—De acuerdo. Esto te servirá de lección: no se puede comprar a la justicia —dictaminó el policía blanco.
—No era eso lo que él quería —dijo Sassafras.
—Si sabes qué te conviene, mantenlo callado —recomendó el policía y cerró la puerta del Buick.
Sin prisa se dirigió hacia el Cadillac. Uno de los policías de color estaba sentado al volante y el otro a su lado. El policía blanco se sentó del lado exterior y cerró la puerta.
El que conducía puso en marcha el motor y comenzó a hacer rodar el coche sin encender las luces. El enorme Cadillac dorado se deslizó, silencioso, por detrás del Buick y ya se había alejado unos metros cuando Sassafras advirtió la maniobra.
—¡Mira, ésos se llevan nuestro coche! —exclamó la joven.
Roman estaba tan abatido que no era capaz de mirar.
—Lo confiscan —murmuró.
—Se lo llevan. Ahora es de ellos —dijo Sassafras.
Los ojos desorbitados de Roman volvieron a la vida en una cara espantada.
—¿Por qué crees que lo están haciendo? —preguntó estúpidamente.
—Apuesto mi vida a que lo roban —respondió la joven.
Roman brincó como si una bomba hubiese estallado dentro de sus pantalones.
—¡Me roban mi coche! —gritó; sus músculos duros, tensos como cadenas comenzaron a animarse, con violencia.
Había abierto la puerta y se había bajado y hasta comenzó a perseguir al Cadillac dorado antes de que la muchacha pudiese empezar a llorar. Sassafras abrió la boca y comenzó a chillar con tanta fuerza que se abrieron todas las ventanas que daban a la calle.
Roman fue el único que no la oyó. Su robusto y atlético cuerpo rodaba en la carrera como si el pavimento negro e inclinado fuese la cubierta de un barco en medio del mar durante una tormenta. Buscaba algo metido en el pantalón, por debajo de su chaqueta de piel. Por fin logró extraer un macizo revólver calibre 45, pero antes de que tuviese tiempo para disparar, el Cadillac había girado en la esquina y había desaparecido.
Un tío que conducía una motocicleta con sidecar iba avanzando junto al borde de la calzada cuando el enorme Cadillac, de pronto, se le echó encima y el conductor encendió las luces. El motociclista, a toda prisa, torció su rumbo hacia la acera. Con el rabillo del ojo vio un Cadillac dorado que pasaba junto a él a velocidad enceguecedora. Las siluetas de tres policías sentados en el asiento delantero relampaguearon por unos breves segundos ante su mirada. Su cerebro dio un salto mortal.
Este tío había visto ese Cadillac poco rato antes. En aquel momento los ocupantes del coche habían sido dos paisanos y una mujer. No podía haber más que un Cadillac como ése en Harlem, de eso estaba seguro. Al menos, si es que tal Cadillac existía. Si lo que sucedía no era que le estaba estallando la cabeza.
Aquel tío llevaba un mono color marrón oscuro, una chaqueta militar de fajina, de algodón, y un gorro a cuadros, forrado de piel. Había un único individuo con esa vestimenta en aquella noche de crudo invierno.
—No, no es verdad —se dijo a sí mismo—. O yo no soy yo o lo que he visto no es lo que he visto.
Mientras intentaba aclararse cuál de las dos cosas era verdad, un coche negro, grande, hizo rechinar sus neumáticos en el pavimento y horadó la noche negra con sus potentes faros encendidos.
Era un Buick y le pareció reconocerlo. Pero no tan familiar como la mujer que poco antes había visto dentro del Cadillac dorado. Sin embargo, el bicho raro, el del gorro de piel de mapache, que antes había visto conduciendo el Cadillac, estaba ahora al volante del Buick.
Todo eso era tan endemoniado que le resultaba casi un apoyo. Se inclinó sobre su motocicleta y comenzó a reírse como si se hubiese vuelto loco.
—¡Ja, ja, ja! —después de las carcajadas empezó a hablar consigo mismo—. Sea lo que sea lo que estoy soñando, una cosa es segura: nada de esto es verdad.