Once y treinta de la noche de un día de la marmota[1] en Harlem. El frío era hiriente y las marmotas de Harlem, como se suele llamar a los habitantes de ese barrio durante los meses fríos del invierno, estaban bien abrigadas en sus agujeros.
Todas excepto una.
En una oscura calle que cruza la avenida Convent y que bordea el edificio del convento del que la avenida recibe su nombre, un individuo estaba robando una rueda de un coche aparcado a la sombra del muro del edificio. Llevaba un mono color marrón oscuro, una chaqueta militar de fajina, de algodón, y un gorro cazador, a cuadros, forrado de piel.
Había levantado el neumático del lado interno sobre la parte más alta de la calzada, de modo que el coche se inclinaba en forma peligrosa. Pero el hombre no se preocupaba por eso. Trabajaba deprisa, sin luz. En la casi negra oscuridad, su cara era poco visible. Desde ciertos ángulos se veía brillar lo blanco de sus ojos como si fuesen medias lunas sacudidas por el viento. Su aliento formaba pálidos géiseres blancuzcos que emergían de su cara oculta por las sombras.
El hombre apoyó la rueda contra el costado del coche, bajó el eje hasta el pavimento, echó veloces miradas calle arriba y abajo y comenzó a levantar el lado exterior del coche.
Ya había levantado la rueda y quitado la tapa y estaba a punto de acomodar la llave sobre un tornillo, cuando las luces de un coche, que había girado en la avenida Convent para meterse dentro de la calle lateral, le hicieron saltar hacia la sombra.
El coche se acercó y pasó; la velocidad de la marcha no era ni excesiva ni lenta.
Los ojos del individuo relampaguearon entre la sombra. Sabía que estaba sobrio. No había bebido ni un solo whisky ni había fumado un solo cigarro. Pero no pudo creer lo que veía. Era un espejismo, aunque aquello no era el desierto y él no estaba muriendo de sed. En realidad estaba tan frío como para que se le helaran las tripas y lo único que quería beber era ron caliente con limón.
Había visto pasar un Cadillac, distinto de todos cuantos hubiese visto en su vida. Y su negocio eran los coches.
Ese Cadillac parecía hecho de oro sólido. Todo, excepto el techo que estaba fabricado con algún material delicado y brillante. Por su tamaño enorme parecía capaz de cruzar el océano, en el caso de que pudiese flotar. Había iluminado la calle negra como una hoguera en movimiento.
El panel de instrumentos irradiaba una extraña luz azul, tan intensa como para iluminar a las tres personas que iban en el asiento delantero.
El hombre que conducía llevaba un gorro de piel de mapache, al estilo de Davy Crockett, con una cola peluda y grande. Junto a él estaba sentada la reina de la belleza de África, con ojos como ciruelas heladas y una sonrisa que descubría dientes teñidos de azul en medio de una cabeza negra.
El corazón del ladrón dio un brinco. Había algo asombrosamente familiar en esa cara. Pero era imposible que su verdadera Sassafras estuviese sentada dentro de ese Caddy nuevo, con dos hombres desconocidos y a esa hora de la noche. De modo que su mirada se deslizó con rapidez hacia el tercer ocupante del vehículo, que llevaba una galera Homburg y un pañuelo blanco de seda; su cara rodeada de barba, aguda y apenas iluminada, hacía pensar en un mago aficionado.
A la luz suave y azulada parecían cosas que no pueden existir, ni siquiera en Harlem y en la noche del día de la marmota.
Observó la licencia, del enorme coche dorado, para tranquilizarse a sí mismo. Y sintió un momentáneo alivio: la licencia correspondía a una agencia, de modo que podía tratarse de algún tipo de publicidad.
De pronto una mujer surgió de la nada. Tuvo el tiempo justo para ver que era una mujer vieja, vestida de negro, con el blanco cabello relumbrante como plata bajo la luz de los focos del Cadillac dorado, antes de que el coche la embistiese y la tirara al suelo.
Sintió que el cuero cabelludo se le erizaba y sus pelos ensortijados quedaron tiesos por debajo de su gorro forrado de piel. Se preguntó si estaba soñando.
Pero el Cadillac aumentó su velocidad. Eso no era un sueño. Eso era lo que había que hacer. Lo que él mismo hubiese hecho en el caso de embestir a una vieja en una calle oscura y desierta.
En realidad el hombre no había visto al Cadillac en el momento en que embestía a la vieja. Pero allí estaba ella y allá se alejaba el coche. De modo que tenía que haberla embestido. Eso era lo lógico.
Además, no estaba parpadeando. Ahora la pregunta que se hacía era si debía robar esa otra rueda o bien debía huir con la que ya había quitado. Tenía orden de llevar dos. Necesitaba el dinero. Esa pajarita que lo traía tan loco le había dicho que la planta necesitaba riego. No lo había dicho exactamente así, pero el significado era uno solo: dinero, la única lubricación para el amor.
Si la vieja no estaba muerta, tampoco representaba un peligro. Y quitar esta otra rueda no le llevaría más que diecinueve segundos…
Comenzaba a inclinarse para retomar su faena cuando vio algo que le congeló la sangre. La vieja se había movido. En un primer momento lo advirtió con el rabillo del ojo; luego levantó bruscamente la cabeza.
La mujer se estaba incorporando. Tenía las dos manos sobre la calzada y había alzado una rodilla; trataba de ponerse de pie. La oyó reír para sí misma. Sintió que se le ponía la carne de gallina en la espalda y que el cuero cabelludo se le erizaba como un campo de batalla lleno de piojos. Si las cosas seguían de ese modo, su negro pelo ensortijado se volvería tan blanco como el algodón y tan liso como las barbas de Jesucristo.
Observaba a la vieja, mientras su cerebro intentaba absorber lo que estaba viendo, cuando un segundo coche giró en la esquina. No lo vio hasta que pasó a su lado.
Era un coche grande, negro, con los focos apagados, marchaba a velocidad que serviría para rasurar a cualquiera a su paso y le dejó en el oído el estrépito de algo que estalla.
La vieja se había incorporado sobre sus pies, inclinada hacia delante, con las manos sobre el pavimento, y estaba a punto de enderezarse cuando el gran coche negro la golpeó en la cadera.
El nombre nunca supo cómo había visto la escena; la calle estaba sumida en negra oscuridad, la vieja llevaba ropas negras, el coche era negro. Pero vio. Tal vez con sus ojos o, tal vez, con la mente.
Vio a la vieja volar en el aire, con los brazos y las piernas extendidas, las ropas negras esparcidas en el viento como un vampiro que tuviese un motor nuclear y se hubiese hartado de sangre de vírgenes. Volaba en línea oblicua hacia la izquierda. El coche negro seguía su trayectoria hacia adelante, en línea recta. El pelo níveo de la mujer flotaba y se elevaba hacia la derecha como un pichón que se dirigiese hacia su nido.
Además, en el asiento delantero del coche negro se dibujaban las siluetas oscuras de tres policías uniformados.
Y este hombre había visto el rostro de la violencia con muy distintos maquillajes. El veloz, insensato brinco al otro lado de la Estigia no era novedad para él. No era un ingenuo en materia de los espantosos chistes de la muerte.
Pero lo que vio luego le convirtió el cerebro en un revoltijo. Su cabeza giraba hacia las cuatro direcciones posibles, pero sus pies estaban fijos allí como los de un campesino en medio de una orgía en un harén. Se volvió un par de veces, como si estuviese buscando algo. Pero no sabía qué.
Y entonces vio la rueda del coche, apoyada contra el costado del vehículo, alzado a medias. La rueda tenía un neumático de banda blanca.
Tomó la rueda y se echó a correr hacia la avenida Convent. Pero la rueda era demasiado pesada y la puso en el suelo; luego comenzó a hacerla rodar tal como lo hacen los niños con los aros.
Ese tramo de la avenida Convent baja por una empinada colina hacia la calle 125. Al llegar a la avenida, el ladrón dejó que la rueda bajase por la colina. A medida que bajaba, luego de haber subido a la acera, la velocidad de la rueda fue en aumento; el hombre se mantuvo junto a ella hasta llegar al siguiente cruce. La rueda saltó a la calzada y atravesó la calle lateral. El individuo casi tropezó y la rueda se le adelantó. Cuando el neumático golpeó en el borde de la acera, saltó en el aire, a mediana altura y, al descender, se alejó como un coche de carreras de motor especial.
Miró colina abajo y vio dos policías parados bajo una farola en la intersección de las calles 126 y 127. Frenó de inmediato y patinó hasta parar; volvió luego sobre sus pasos hasta la bocacalle que acababa de atravesar. Por la calle transversal se perdió en la noche.
La rueda prosiguió su trayectoria calle abajo, rozó las piernas de los dos policías, golpeó a una mujer que salía de un supermercado con su bolsa cargada de sus compras, se desvió hacia el centro de la calzada, cruzó por entre el tráfico de la 125 sin tocar nada, saltó a la acera y se estrelló contra la puerta de entrada de un edificio que enfrentaba el nacimiento de la avenida Convent.
Un hombre de edad mediana, robusto, vestido con un viejo jersey remendado, pantalones de pana y zapatillas de fieltro y un gorro de punto, salía de la puerta trasera de un apartamento en el instante en que la rueda se estrelló. Le echó un vistazo y luego se decidió. Miró a su alrededor, rápidamente y, al no ver a nadie, se apoderó de la rueda, la llevó hasta la puerta de su apartamento y la metió dentro. No era el tipo de maná que caía todos los días desde el cielo.