Maigret almorzó otra vez con Lapointe en la place Dauphine y, durante la comida, no pronunció más de tres frases. No es que estuviera en realidad sombrío, pero había en él una pesadez que Lapointe conocía bien. Se le sentía replegado sobre sí mismo, lleno de sus pensamientos.
Cuando llegaron al Quai des Orfèvres, una vieja estaba sentada en la sala de espera encristalada y él no la reconoció al pronto. Ella sí lo reconoció y le sonrió a través del cristal.
Era la vieja Louise, como se la llamaba ahora. La había conocido joven y pimpante, cuando era una de las más hermosas chicas que hacían la calle en los Champs-Elysées.
La hizo pasar a su despacho, donde se desembarazó del abrigo y del sombrero.
—¡Hace un buen montón de tiempo! ¿Verdad, comisario? Era usted muy joven, en aquella época y, una vez, cuando me pescó, yo creí que se iba usted a aprovechar.
—Siéntese usted, Louise.
—Ha hecho usted camino, ¡vaya! Observe que yo tampoco me defiendo mal. Y mi hija, a quien hice educar en el campo, es ahora la esposa de un cajero del Crédit Lyonnais… Tiene tres niños, de forma que soy tres veces abuela… Es gracias a ella, por su cumpleaños, que me acuerdo bien del dieciocho de febrero…
Tras tomar aliento, Louise prosiguió:
—Primero había un coche negro, con un hombre dentro, a un centenar de metros del Cric-Crac. Luego, dentro, vi a monsieur Charles sentado en una mesa con Zoé, una mocita muy gentil… Cuando salí, el coche seguía allí y, detrás del volante, el hombre fumando un cigarrillo… Se veía un pequeño punto luminoso en la oscuridad.
—¿Puede describírmelo?
—Estaba demasiado oscuro… Yo continué mi ronda… Tengo mis costumbres y conozco a mis clientes… Volví hacia eso de las tres… El auto ya no estaba allí… Monsieur Charles tampoco, y Zoé estaba en compañía de un mocetón americano…
—¿No sabe nada más?
—Si he venido es más que nada porque tenía ganas de volver a verle… Los hombres son todos unos granujas… No envejecen tan aprisa como nosotras…
El timbre del teléfono comenzó a sonar y Maigret descolgó el aparato.
—Soy yo… Sí… ¿Cómo?… ¿Un hombre muerto, en la rue Jean-Goujon?… ¿Muerto de cinco balas en el pecho?… Voy al instante… Advierta al Juzgado y al juez Coindet…
Y volviéndose a la vieja vendedora de flores le dijo afablemente:
—Gracias por haber venido. Es preciso que me marche…
—No hay ofensa… Le he visto… Tengo suficiente.
Y, antes de salir, ella le tendió una mano tímidamente.
—¡Lapointe! En ruta de nuevo…
En la rue Jean-Goujon, a menos de doscientos metros del Sena, dos municipales montaban la guardia; saludaron respetuosamente a Maigret.
—Es en el primer piso.
Tomaron el ascensor. La puerta de uno de los apartamentos estaba entreabierta y Maigret estrechó la mano de un comisario que debía ser nuevo, pues no le conocía.
—Es la portera quien nos ha avisado. Subió para hacer la limpieza, como de costumbre… Cuando advirtió que el inquilino no respondía, se sirvió de su llave maestra y descubrió el cuerpo…
Un hombre alto, bastante joven, en la treintena a lo más, estaba tendido sobre la moqueta y un médico se inclinaba hacia él.
No era un apartamento propiamente dicho. Todo el tabique, del lado de la calle, estaba encristalado, lo mismo que una parte del techo, como en los estudios de los artistas…
—¿Conoce usted su identidad?
—Jo Fazio… Vino de Marsella hace cuatro o cinco años… Fue primero chulo, antes de encontrar un empleo de barman en una boîte bastante dudosa, Le Paréo… La dejó hace un par de años y, desde entonces, no se le conocen medios de existencia…
El médico se incorporó y estrechó la mano de Maigret.
—Es curioso. Le han disparado a quemarropa, casi diría con el arma apoyada contra su cuerpo, con una pistola de pequeño calibre… Por lo que he podido juzgar, dos balas le han perforado el pulmón izquierdo y otra se le ha alojado en el corazón…
El rostro del muerto expresaba estupefacción. Por lo que ahora podía apreciarse, había sido un chico guapo. Estaba vestido con un elegante traje de gabardina de un pardo casi luminoso.
—¿Se ha encontrado el arma?
—No.
La gente de Identidad Judicial había llegado con sus molestos aparatos. Luego llegó el sustituto, un hombre de cierta edad que no apreciaba al comisario, pero al que sin embargo estrechó la mano.
El juez Coindet, por su parte, se asombró.
—¿Cómo se entiende que usted haya pedido que yo sea designado? ¿Cree que ese crimen tiene relación con el asunto del notario?
—Hay una posibilidad. Yo me esperaba algo parecido. La salida de Nathalie, ayer, por la puerta del jardín, tenía un objeto…
Maigret se volvió hacia Lapointe.
—¿Vienes?
Había demasiada gente. Volvería cuando los expertos y los magistrados hubieran despejado el lugar.
Penetró con el inspector en la vivienda de la portera. Era una buena mujer, morena, enérgica bien plantada.
—¿Hace tiempo que ese Fazio vivía arriba?
—Dos años… Era un buen inquilino, apacible, que pagaba su alquiler puntualmente… Como vivía solo, me había pedido le arreglase la casa y yo subía cada día al mediodía…
—¿Estaba en casa cuando usted subía?
—La mayoría de las veces, no, pues comía en el restaurante… No siempre le veía salir… Yo estoy muy ocupada… Los inquilinos entran y salen sin que se les preste atención…
—¿Recibía mucho?
—No. Solamente a una dama…
Había pronunciado esta palabra con mucho respeto.
—¿Todos los días?
—Casi todos los días.
—¿A qué hora?
—Hacia las tres de la tarde.
—¿Él venía con ella?
—No. Él ya estaba arriba.
—Descríbamela.
—Era una verdadera dama, esto se veía en seguida. En invierno llevaba abrigos de piel y tenía al menos tres. En verano, lo más frecuente es que fuera con traje sastre, de esos que salen de casa de los grandes modistos… Yo los conozco un poco…
—¿Su cara?
—Es difícil de decir…
Un gato pelirrojo se frotaba contra las piernas de Maigret.
—¿Joven?
—Ni joven ni vieja… Hubiera podido ser bonita… Seguramente lo ha sido… Debe estar por los cuarenta, pero tiene la cara muy estropeada…
—¿Qué entiende usted por estropeada?
—Tiene casi siempre ojeras, los rasgos cansados, y en su boca hay siempre una curiosa mueca… un tic…
—¿Le dirigía ella la palabra?
—No. Subía directamente.
—¿Se quedaba mucho rato?
—Se iba hacia las cinco o cinco y media.
—¿En coche?
—No. Observé que venía en taxi, pero bajaba en la esquina de la calle para que no se supiera dónde iba…
Maigret sacó la foto de Cannes de su bolsillo y se la tendió a la portera, quien fue a buscar sus gafas a la habitación vecina.
—¿La reconoce?
—No estoy segura. Está muy joven y no tiene la misma boca… Sin embargo, el conjunto del rostro es parecido…
El comisario le tendió después la pequeña foto pasaporte.
—¿Y ésta?
—Ésta es mejor… Con veinte años de diferencia entre las dos…
—¿Pero la reconoce?
—Creo que sí la reconozco…
El comisario de policía pasaba ante la portería.
Maigret corrió tras él.
—¿Ha podido el médico extraer las balas?
—Eso es cosa del forense, que todavía no ha llegado… Creo que ha encontrado una que detuvo una costilla…
—¿Puedes irla a buscar, Lapointe?
Y tras haberle dado las gracias al comisario, Maigret volvió con la portera.
—¿Su inquilino trabajaba?
—No creo. Salvo para las comidas, no tenía horas regulares de salida…
—¿Volvía tarde, por la noche?
—¿Estoy obligada a decírselo todo?
—Será mejor para usted, pues será citada como testigo.
—Además de la dama de las tres, como yo la llamaba, tenía una amiguita mucho más joven y más bonita… Ella venía a menudo, sola o con él, hacia las dos o las tres de la madrugada y pasaban juntos el resto de la noche… Una vez oí que él la llamaba Géraldine…
Maigret permanecía impenetrable. Hubiérase dicho que no pensaba en nada.
—¿No sabe usted dónde vive ella?
—No. Pero debe trabajar en el barrio, pues siempre venían a pie…
Lapointe había bajado con la bala. Maigret dio las gracias a la portera y salió de la garita.
—¿Dónde vamos ahora?
—A casa de Gastinne-Renette…
Era el armero que servía habitualmente de perito a la P. J. El empleado que estaba en la tienda fue a buscar a su patrón.
—¡Hola, Maigret!
Se conocían desde hacía más de veinte años.
El comisario le tendió la bala.
—¿Puede decirme, a primera vista, con qué clase de arma ha sido disparada?
Gastinne-Renette se puso sus gafas, como la portera.
—Ya sabe usted que esta opinión no será del todo válida. Me haría falta mucho más tiempo. Se trata evidentemente de un pequeño calibre, como por ejemplo una Browning 6,35 de las que se fabrican en Bélgica. Hay unos modelos con culata de nácar. Yo he vendido a una cliente una con incrustaciones de oro…
—¿Es peligrosa?
—No a distancia. Más allá de los tres metros, el tiro carece de precisión…
—El médico supone que los disparos han sido hechos a quemarropa…
—En ese caso, evidentemente es mortal. ¿Cuántos tiros?
—Tres o cuatro, uno en el corazón y otros dos que le han atravesado el pulmón derecho…
—Pues tenía verdaderamente de qué morir… ¿Quién es la víctima?
—Un tal Jo Fazio, antiguo barman convertido en gigoló…
—Me alegro de haberle visto de nuevo. ¿Guardo la bala?
—Le diré al médico forense que le envíe las otras…
—Gracias… Y buena caza…
A Maigret no le hizo gracia el chiste y esbozó una sonrisa forzada.