Maigret recorría los muelles mirando vagamente al Sena, la pipa en la boca, las manos en los bolsillos, y no parecía estar de buen humor.
No podía dejar de sentir un peso en la conciencia. Se había mostrado duro, casi despiadado con Nathalie y, sin embargo, no sentía ninguna animosidad contra ella.
Hoy sobre todo. Ella estaba desamparada, incapaz de seguir con su papel hasta el fin, y repentinamente había estallado. Sabía de cierto que aquello no había sido comedia, que ella estaba al límite de sus fuerzas. Pero no por ello él había dejado de ejercer su oficio a conciencia y, si había manifestado cierta crueldad, era por estar persuadido de que era necesario.
El médico, por su parte, que la conocía desde hacía tiempo, no había sido menos duro que él.
Ahora ella dormía profundamente, por los efectos de la inyección. ¿Pero qué ocurriría cuando despertara?
No había más que una persona, en el gran piso, que le era fiel, Claire Marelle, su doncella. Y lo había sido durante quince años.
La cocinera, Marie Jalon, que casi había criado a Gérard Sabin-Levesque, le había siempre considerado como a una intrusa. Honoré, el mayordomo, miraba siempre con disgusto las botellas que desfilaban. Había una mujer de faenas que iba cada mañana y a quien el comisario no había hecho más que entrever, una cierta madame Ringuet, de la que Maigret sospechaba que también era del clan de Gérard.
El notario era de aquellos que conservan toda su vida algo de infantil y que, a causa de esto, se les perdona todo. De los niños había conservado un egoísmo fundamental, al mismo tiempo que cierto candor.
Antes de su matrimonio llevaba ya la vida que debía reemprender un poco más tarde. En su estudio de notario, era el hijo pródigo que triunfaba en todo. Y, cuando tenía ganas, por las noches, se convertía en monsieur Charles.
Se le conocía en la mayor parte de los cabarets de los alrededores de los Champs-Elysées. Respecto a esta cuestión había un detalle curioso. No se encontraba su rastro en Saint-Germain-des-Prés ni en Montmartre. No cazaba, por así decirlo, más que en un perímetro determinado, el más elegante, el más esnob.
En cuanto lo veían aparecer, los porteros galoneados le decían respetuosamente, con una punta de familiaridad:
—Buenas noches, monsieur Charles…
Y toda una parte de la noche era monsieur Charles, un hombre eternamente joven, que, sonreía a todos y que distribuía elevadas propinas.
Las animadoras, por su lado, lo observaban preguntándose si iba a llegar su turno. A veces, él se contentaba con beber una botella de champán con una de ellas. Otras veces se las llevaba y el patrón no osaba protestar.
Un hombre feliz. Un hombre sin problemas. No frecuentaba su propio ambiente. No se le veía en los salones. Se conformaba con la facilidad de las profesionales y, cuando iba a pasar dos o cinco días en casa de una de ellas, se divertía ayudándola en los menudos trabajos de la casa.
No buscaba ciertamente casarse. No experimentaba la necesidad de tener una mujer viviendo en su piso.
Sin embargo, se había casado con Nathalie. ¿Había representado ella, ante él, la dulzura y la docilidad, incluso la debilidad femenina? Era probable. En su foto de pasaporte ofrecía la expresión conmovedora de una jovencita vulnerable.
Ella se ponía bajo su protección. Ella le daba la impresión de que él era tan fuerte…
Se había casado de blanco, como una verdadera doncella, y al penetrar en la casa del boulevard Saint-Germain se había maravillado. En Cannes, también, la gran villa estilo 1900 se le había aparecido como un paraíso y había comenzado a soportar a un perro que no era suyo y que le mostraba los dientes.
¿Qué era lo que había provocado la ruptura?
Ella estaba sola, durante días, en el vasto apartamento. Su suegro y Gérard estaban abajo, cada uno en su despacho, y las comidas tenían cierto tono engreído. Todavía ella no tenía a Claire, sino una doncella para quien era solamente la mujer del patrón.
Poco a poco, Nathalie se había endurecido. Comenzó por exigir que su marido se separara del perro y él tuvo que hacerlo, quieras o no. Nathalie no leía. Se contentaba con mirar la televisión.
Dormían aún juntos, sin que una verdadera intimidad se estableciera entre ellos.
Y, un buen día, Gérard había salido, sin decir nada, para ir al barrio de l’Etoile a representar su papel de monsieur Charles.
Era su verdadero carácter, su lado infantil. Estaba lleno de brío. Todo el mundo le acogía, le festejaba.
Ella había creído convertirse en el centro de la casa y no era más que un accesorio inútil. Él la toleraba. No le hablaba de divorcio, pero ya tenían habitaciones separadas y ella se reconcomía en su cama, mascando y remascando sus rencores.
El aire era suave. El sol descendía lentamente por el oeste y Maigret caminaba sin apresurarse. Por dos veces tropezó con transeúntes que venían en sentido contrario.
Como animadora, ella bebía ya más o menos moderadamente. En la soledad del apartamento, se puso a beber más, para embrutecerse.
¿Acaso Maigret se equivocaba? Pero es así cómo reconstruía el pasado. Contra más bebía, más se alejaba su marido de ella.
Su suegro había muerto. Gérard tenía mayores responsabilidades y, más que nunca, necesidad de distraerse.
Y así habían pasado quince años, el uno y la otra. Era esto lo que asombraba a Maigret. Durante quince años se habían cruzado por esas habitaciones donde nadie vivía verdaderamente. Ella acabó por no soportar estar en la mesa frente a él.
Se había convertido en una extraña y sólo tuvo la suerte de encontrar a Claire, quien se había convertido en su única aliada.
¿Por qué no se iba? ¿Por qué seguía soportando esa existencia asfixiante?
Se iba al cine, por la tarde. Al menos era lo que ella pretendía. De vez en cuando se hacía conducir por el chófer a un bar de los Champs Elysées donde bebía, solitaria, sentada en un alto taburete.
Por propia iniciativa, los bármanes llenaban su copa en cuanto se vaciaba. Nathalie no hablaba a nadie. Nadie le hablaba. Para los otros, ella era «la mujer que bebe».
¿Había encontrado un hombre que se ocupaba de ella, que le daba conciencia de su importancia?
Hasta aquí, la encuesta no permitía suponerlo. Vito afirmaba que ella salía siempre sola, un poco vacilante, de tal o cual bar.
Ahora, ella era viuda. La casa, el estudio, la fortuna le pertenecían, pero ¿no era ya demasiado tarde? Bebía más que nunca. Algo le daba miedo. Parecía huir ante la realidad, ante la vida.
¿Dónde había ido, cuando salió por la puerta pequeña del jardín? ¿Y quién le había telefoneado por la mañana?
Era difícil, con ella, discernir la parte de verdad y la parte de mentira. Era una hábil comediante que, en algunos minutos, se transformaba en mujer de mundo para hacer frente a los periodistas y fotógrafos.
Maigret cruzó una parte del Pont-Neuf y se detuvo en la brasserie Dauphine.
—¿Un pastís, como el otro día?
—No. Un coñac…
Era un desafío. Hacía como ella. Bebía coñac. El primer sorbo le quemó la garganta. Pero se tomó otro antes de dirigirse hacia la P. J.
Un expediente le esperaba sobre su escritorio, el mismo que había estudiado con su colega de la Brigada Mundana.
Lo cogió y lo llevó al despacho de los inspectores. En aquel momento había como una veintena en la habitación.
—Tengo necesidad de diez de vosotros, aquellos que tengan menos aspecto de policías…
Hubo unas sonrisas, algunas un poco forzadas.
—Aquí tenéis una lista de todos los cabarets y de todas las boîtes de París… Podéis dejar de lado las de Saint-Germain-des-Prés y Montmartre. No ocuparos más que del distrito octavo y sus alrededores…
Dio a Lucas la lista, junto con una docena de copias de la fotografía de Cannes.
—No tenéis necesidad de ocultar vuestra profesión, pero evitad que se os vea demasiado… Se os dará a cada uno una fotografía y un cierto número de direcciones… Iréis hacia la medianoche… Interrogaréis al barman y eventualmente al dueño, al encargado y a las animadoras… Retened la fecha del dieciocho de febrero… Retened también el nombre de monsieur Charles… Me olvidaba de las vendedoras de flores, las que van de local en local… Sé que sería un milagro, pero quisiera saber si alguien vio a monsieur Charles el dieciocho de febrero…
Pasó el expediente a Lucas y entró en su despacho con aire siempre preocupado.
Era quizás una estocada en el aire, pero a veces la gente se acuerda de una fecha a causa de un aniversario, de un incidente fortuito.
Lapointe le había seguido.
—¿Me permite usted, jefe? Quisiera informarle de una llamada telefónica que en su ausencia me he permitido tomar en su lugar…
»Era de la Municipal. Puteaux les ha señalado que un agente de policía, intrigado al ver un coche DS negro junto a un descampado desde hace días, les ha hecho un informe.
»Parece ser que hay manchas de sangre en el asiento de al lado del conductor, o mejor dicho, sobre el respaldo…
—¿A quién pertenece el coche?
—A un tal Dennery, inspector de Obras Públicas, que vive en la rue La Boétie.
—¿Cuándo le fue robado?
—Es precisamente el punto interesante: el dieciocho de febrero… Denunció el robo en su comisaría… Nadie ha pensado en ese rincón desierto de Puteaux…
—¿Fueron cambiadas las placas?
—Ni siquiera eso. Es lo que ha permitido encontrar en seguida al propietario…
—¿Dónde está el coche?
—He pedido al comisario de policía de Puteaux que lo deje en el mismo lugar bajo la vigilancia de un agente…
¡Por fin un indicio material! Muy pequeño, desde luego, pero que eventualmente podía conducir a alguna parte.
—Póngame con el doctor Grenier…
¡Con tal que no estuviera ocupado con una autopsia!
—¿Grenier? Aquí, Maigret. Tengo necesidad de usted.
—¿Ahora?
—Lo más aprisa posible.
—¿Un nuevo cadáver?
—No. El coche que ha transportado a un cadáver, probablemente.
—¿Adónde debo ir?
—Aquí. No sé exactamente dónde está; pasaremos por la comisaría de Puteaux para que nos lo digan.
—De acuerdo. Deme un cuarto de hora.
Maigret llamó a continuación a Moers, de Identidad Judicial.
—Tengo necesidad de tus especialistas, los que se ocuparon del notario…
—Están aquí. ¿Dónde tienen que ir?
—A la comisaría de Puteaux. Allí se les dirá dónde está el coche.
Maigret olvidaba un poco la penosa tarde que acababa de vivir. Embarcó al doctor Grenier, y Lapointe, cogiendo el volante, los condujo a Puteaux, lo que, a esa hora, no era poca cosa.
—Es raro verle en nuestra casa, señor comisario principal…
—Quisiera que uno de sus hombres nos condujera al coche que han encontrado.
—Eso es fácil.
Le dio instrucciones a un municipal, quien se instaló no sin esfuerzo en el pequeño automóvil.
—Es a dos pasos de aquí… Ante unas obras de derribo… Echan abajo una vieja casucha para construir en su lugar unas viviendas subvencionadas…
El coche estaba cubierto de polvo. Le habían robado las ruedas y los faros. Un agente estaba allí de guardia y un hombre de unos cincuenta años se precipitó hacia Maigret.
—¿Ve usted el estado en que me lo han dejado?
—¿Es usted el propietario?
—Georges Dennery, ingeniero de Obras Públicas…
—¿Dónde le fue robado el coche?
—Delante de mi casa. Estábamos cenando mi mujer y yo e íbamos a coger el coche para ir a un cine del Barrio Latino… Cuando salimos, había desaparecido… Corrí a la comisaría… ¿Quién va a pagar los nuevos neumáticos, los faros y la puesta a punto?
—Diríjase al servicio competente.
—¿Y cuál es el servicio competente?
Un poco fastidiado, Maigret confesó:
—No lo sé.
El interior del coche estaba guarnecido con un tejido gris que había absorbido la sangre; el médico forense sacó unos pequeños frascos de su maletín y se entregó a un trabajo complicado.
Los hombres de Identidad Judicial buscaban huellas digitales sobre el volante, sobre la empuñadura del freno y del cambio de velocidades, así como también sobre las manijas de las portezuelas.
—¿Encuentran algo?
—Hay unas hermosas huellas sobre el volante. Las otras son menos limpias… Alguien ha fumado Gitanes, pues el cenicero está lleno de colillas de esos cigarrillos.
—¿Y en el lado del muerto?
—Nada. Sangre en el respaldo.
El doctor intervino.
—Y pedazos de cerebro también —dijo—. Son exactamente los rastros que hubiera dejado el hombre al que hice la autopsia…
Trabajaron aún una hora más, meticulosamente. Un grupo de curiosos se había formado y dos municipales de Puteaux los mantenían a distancia.
El coche estaba metido a medias en la obra, que parecía momentáneamente abandonada.
Monsieur Dennery iba de uno a otro, nervioso, preocupado sólo por saber quién iba a pagar las reparaciones.
—¿No está usted asegurado contra robo?
—Sí, pero las compañías no pagan nunca la factura entera… Y no tengo por qué pagarlo de mi bolsillo… Si las calles de París estuvieran mejor vigiladas, esto no pasaría…
—¿Había usted dejado las llaves en el coche?
—Yo no podía pensar que alguien se aprovecharía… Todo el tapizado debe renovarse… Me pregunto incluso si mi mujer aceptará montar en un coche que ha transportado un cadáver…
La Identidad Judicial había recogido algunos hilos de lana que parecían haber pertenecido a una chaqueta de tweed.
—Os dejo continuar, muchachos. Procurad que yo tenga un informe, aunque sea incompleto, mañana por la mañana.
—Lo intentaremos, jefe.
—En lo que me concierne —dijo el médico—, la cosa estará pronto hecha. Un simple análisis de sangre. Le telefonearé esta noche a su casa…
Lapointe dejó al comisario frente a su domicilio.
Madame Maigret salió a la puerta a recibir a su marido y le miró frunciendo las cejas.
—¿Estás muy cansado?
—Muy cansado.
—¿Progresa tu investigación?
—Quizás…
Estaba más gruñón que nunca y pareció no darse cuenta de qué comía. Después de la cena, se hundió en su sillón, cargó una pipa y miró la televisión.
Pensaba en Nathalie.
* * *
Maigret dormitaba en su sillón cuando el timbre del teléfono rompió malignamente el silencio en que él se había refugiado. No había más que una lámpara encendida. Habían apagado la televisión. A tres pasos de él, madame Maigret cosía, sentada en una silla.
Ella nunca se instalaba en un sillón, pretendiendo que le daba la sensación de sentirse prisionera. Él se dirigió hacia el aparato con pesado caminar.
—¿El comisario Maigret?
—Soy yo, sí.
Debería tener la voz pastosa, pues su interlocutor le preguntó
—¿Le he despertado?
—No. ¿Quién está al aparato?
—El doctor Bloy. Estoy en el boulevard Saint-Germain, donde madame Sabin-Levesque acaba de intentar suicidarse.
—¿Está grave?
—No. He pensado que a usted le gustaría verla, antes de que le ponga una inyección más fuerte.
—Voy en seguida… Gracias por haberme llamado…
Su mujer le tendía ya la chaqueta e iba a descolgar el abrigo.
—¿Tienes para mucho rato?
—Llámame un taxi…
Mientras ella telefoneaba, llenó una pipa y se sirvió un vasito de aguardiente de ciruelas. Estaba turbado, madame Maigret lo advirtió claramente. Le faltaban detalles respecto a lo que había pasado, pero, desde luego, él se atribuía un poco la responsabilidad de lo ocurrido.
—El taxi estará abajo dentro de un momento…
Besó a su mujer. Ella lo acompañó hasta la puerta y la abrió. Asomada sobre la barandilla, lo miró bajar y le hizo un pequeño gesto con la mano.
Dos minutos más tarde, un taxi se detenía frente a la casa. Iba a dar la dirección de donde quería ir cuando el chófer, malicioso, pronunció:
—¿Al Quai des Orfèvres?
—Esta vez, no. Al boulevard Saint-Germain, al doscientos siete bis…
En un reloj luminoso vio que eran las diez y veinte. ¡De modo que sin darse cuenta había dormido casi dos horas!
Pagado el taxi, llamó a la puerta cochera, y el antiguo municipal le abrió.
—No sé qué habrá ocurrido, pero el doctor está arriba.
—Acaba de telefonearme.
Maigret subió las escaleras de dos en dos. Claire Marelle le abrió la puerta.
El doctor Bloy le esperaba en el pequeño despacho de Gérard Sabin-Levesque.
—¿Está acostada?
—Sí.
—¿Es inquietante su estado?
—No. Por supuesto, la doncella trabajó tiempo atrás en casa de un médico y le hizo en seguida un torniquete encima de la muñeca, antes de llamarme…
—Yo creía que la inyección debía dormirla hasta mañana por la mañana, si no más tarde…
—Es lo que debería haber pasado. No comprendo cómo ha podido despertarse, levantarse, circular por el piso… La doncella, por no dejarla sola, se instaló una cama en el boudoir… Se ha despertado sobresaltada y ha visto a su ama que pasaba como un fantasma, éstas son sus mismas palabras, como una sonámbula…
»Nathalie cruzó el gran salón, el comedor… Entró en las habitaciones de su marido…
»—¿Qué hace usted, madame? Es absolutamente preciso que se acueste… Sabe que el doctor ha dicho…
»Tenía la boca torcida con una sonrisa que era una especie de rictus.
»—Tú eres una buena chica, Claire…
El médico añadió:
—No pierda usted de vista que en ese momento las lámparas estaban apagadas, salvo las del boudoir. La escena ha debido ser impresionante, pero la joven no perdió su sangre fría.
»—Dame de beber.
»—Creo que no debo.
»—En ese caso, voy a buscar yo la botella…
»Claire ha preferido servirla ella. Ha acostado luego a su patrona y me ha telefoneado. Yo jugaba al bridge con unos amigos. He venido corriendo. La herida es profunda y he tenido que ponerle tres grapas…
»Ella no me ha dicho nada. Me mira fijamente, con el rostro sin expresión, si no indiferente.
—¿Sabe ella que usted me ha telefoneado? —preguntó Maigret.
—No. Lo he hecho desde este despacho… He pensado que usted quizás querría hablarle antes de que la suma en un sueño más profundo… Esta mujer tiene una resistencia extraordinaria.
—Voy a verla.
Maigret cruzó de nuevo el apartamento y penetró en el boudoir, donde una cama plegable conservaba todavía la huella de un cuerpo.
—¿Ve usted lo que ha hecho? —le dijo Claire sin cólera, con voz triste.
—¿Cómo está?
—Inmóvil, los ojos fijos en el techo, y no me responde cuando le hablo. Le pido solamente que sea humano con ella…
Maigret se sentía torpe al entrar en el dormitorio. Nathalie estaba tapada hasta la barbilla y su brazo vendado estaba estirado sobre la colcha.
—Ya sabía que le llamaría…
Su voz era cansada.
—Quería verdaderamente morir… Es la única solución, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Precisamente porque no tengo ninguna razón para vivir.
La frase chocó al comisario porque no parecía responder a la realidad. No había ningún amor, siquiera algo parecido a la amistad entre ella y su marido.
Su marido nunca había sido su razón de vivir.
—Ya sé que hace su oficio, pero es usted cruel…
—¿No tiene nada que decirme?
Ella no respondió en seguida.
—Páseme la botella… Cuando el doctor me haya puesto la inyección, será demasiado tarde…
Maigret vaciló, pero terminó cogiendo la botella de encima de la cómoda.
—Sin vaso. Mi mano tiembla demasiado y lo derramaría…
Bebió del gollete y era un triste espectáculo en aquel dormitorio donde todo era lujo y refinamiento.
Estuvo a punto de dejar caer la botella sobre la cama, pero el comisario la atrapó.
—¿Qué va usted a hacer de mí?
¿Estaba ella en posesión de sus facultades? Sus palabras, que pronunciaba con voz baja, velada, podían ser interpretadas de diferentes maneras.
—¿Qué espera usted?
—Nada. No tengo nada que esperar. No quiero estar sola en esta casa tan grande…
—Es ahora la suya…
Su boca se torció una vez más.
—Sí… Es la mía… Todo es mío…
Había en estas palabras una ironía dolorosa.
—Si me hubieran predicho esto cuando yo era una vulgar animadora…
Maigret callaba y no pensaba en sacar su pipa del bolsillo.
—¡Yo soy madame Sabin-Levesque!…
Quiso reír, pero no consiguió emitir más que una especie de sollozo.
—Puede usted dejarme ahora… Le prometo no volver a intentar destruirme… Vaya a reunirse con su mujer… ¡Porque usted no está solo, no!
Volvió ligeramente la cabeza para mirarlo.
—Ha escogido usted un sucio oficio, pero seguramente no es culpa suya…
—Que pase usted una buena noche…
—No tenga miedo. Esta vez el doctor Bloy va a forzar la dosis y Dios sabe cuándo me despertaré…
—Buenas noches, madame…
Maigret salió de puntillas, un poco como se sale de una cámara mortuoria. Claire le esperaba en el boudoir.
—¿Ha hablado con usted?
—Sí.
—¿Le ha dicho algo interesante?
—No. ¿El doctor sigue en el despacho?
—Creo que sí.
Maigret se reunió con él.
—Es su turno… Le espero aquí…
Maigret atacó su pipa y se dejó caer en un sillón. Unos instantes más tarde Claire entraba en la habitación. Parecía menos hostil respecto al comisario.
—¿Por qué se muestra usted tan duro con ella?
—Porque estoy convencido de que sabe quién mató a su marido.
—¿Tiene usted la prueba?
—No tengo la prueba, no. Si la tuviese, ya la habría arrestado.
Cosa curiosa, la joven no protestó.
—Es una mujer desgraciada.
—No lo ignoro.
—Todo el mundo en la casa, salvo yo, la odia.
—Tampoco lo ignoro.
—Se diría que ella le quitara el sitio a alguien, cuando monsieur Gérard se casó con ella…
—¿Nunca la acompañó usted en sus salidas?
—No.
—¿Sabe dónde iba?
—Al cine.
—¿Ha encontrado usted alguna vez en su bolso o en sus bolsillos entradas de cine?
Era visible que Claire jamás se había planteado la cuestión.
—No —terminó ella por responder, después de haber reflexionado.
—¿Gastaba mucho dinero?
—El señor Gérard le daba todo lo que ella quería. Me decía de preparar tal o cual bolso y poner en él cierta cantidad…
—¿Cuánto, por ejemplo?
—Tanto unos centenares de francos como dos o tres mil…
Claire se mordió los labios.
—No debería haberle dicho esto.
—¿Por qué?
—Usted lo sabe mejor que yo… Ella no compraba casi nada en las tiendas… Hacía venir aquí a los proveedores… Madame sólo salía para ir a la peluquería…
El doctor penetró en el despacho y se dirigió a la doncella:
—Esta vez creo que puede usted dormir tranquila… Le he dado la dosis que se emplea en las curas de sueño… No se inquiete si no la ve despertarse por la mañana… Yo pasaré un poco antes de mediodía…
—Gracias, doctor.
Claire salió y el médico tomó asiento, cruzando las piernas.
—¿Le ha dicho algo? En el estado en que ella se encuentra, a veces se habla más de lo que se quisiera…
—Me ha preguntado, entre otras cosas, qué pensaba hacer con ella.
—A mí acaba de hacerme la misma pregunta.
—Yo creo que sabe muchas cosas sobre la muerte de su marido.
—En todo caso, oculta obstinadamente alguna cosa. Es lo que la pone en el estado en que se halla. Estoy sorprendido de que no haya tenido un ataque de histeria…
—Me ha pedido de beber y tanto ha insistido que le he pasado la botella…
—Ha hecho usted bien… En el punto en que está…
—Médicamente, ¿qué puede ocurrirle?
—Va a perder cada vez más el control de sí misma.
—¿Quiere usted decir que se va a volver loca?
—No soy psiquiatra. Dentro de un día o dos quisiera precisamente que la examine un psiquiatra… De cualquier modo, si ella continúa bebiendo como lo hace, no tiene para mucho tiempo… Y no puede quedarse en casa, pues yo no tengo aquí la instalación necesaria para atenderla… Es menester que ingrese en una clínica… No necesariamente una clínica psiquiátrica… Nos arreglaremos para deshabituarla y darle el reposo necesario.
El médico suspiró.
—No me gusta ocuparme de este tipo de pacientes… ¿Sabe usted cuándo es el entierro?
—No me he atrevido a preguntárselo —respondió Maigret.
—¿Cree usted que instalará una capilla ardiente?
—Me parece más probable que el primer pasante se ocupe de ese asunto. Ella no está en condiciones de hacerlo.
—Cuanto menos se perturbe la vida de la casa, mejor para ella. No quiero ni imaginar un catafalco en la entrada o en el gran salón…
Se levantaron los dos y se despidieron en la acera. Maigret volvió a casa para acostarse. Durmió mal, con pesadillas. Cuando su mujer le despertó con la taza de café, se sentía agotado, como si hubiera hecho grandes esfuerzos físicos.
—¿Lapointe? —preguntó al teléfono—. ¿No ha llegado?
—Entra en este momento.
—Pásamelo, Lucas.
—Le escucho, jefe —dijo la voz de Lapointe.
—Ven a buscarme a casa. Asegúrate primero de que no hay nada nuevo.
Tomó su baño, se afeitó, y tras haberse vestido se tragó dos comprimidos de aspirina, pues tenía mucho dolor de cabeza. Apenas tocó el desayuno.
—Me alegraré cuando este asunto haya terminado —murmuró madame Maigret—. Te lo tomas tan a pecho que acabarás cayendo enfermo…
Él la miró, hosco, y trató de sonreírle.
—Los periódicos apenas hablan… ¿Por qué?
—Porque en este momento no hay nada que decir…
Encontró a Lapointe al volante del pequeño automóvil y se deslizó a su lado.
—¿Nada en mi despacho?
—Un informe de los peritos… Los hilos de lana encontrados en el coche corresponden al tejido de la chaqueta del muerto…
—¿De los hombres que envié a los cabarets?
—En casi todos, se conocía a monsieur Charles y se le tenía por un hombre cabal…
—¿El día dieciocho?
—Ningún barman, ningún encargado, ninguna animadora recuerda particularmente ese día. Jamin quizás haya descubierto una cosa. Una vieja vendedora de flores, que hace las boîtes del barrio. Para ella, el dieciocho de febrero tiene significado porque es la fecha del nacimiento de su hija. Afirma que monsieur Charles, que siempre le compraba flores, se encontraba esa noche en el Cric-Crac, de la rue Clément-Marot…
—¿No ha dicho nada más?
—Que él estaba con Zoé, a quien regaló unos claveles rojos…
—¿Tenemos su dirección?
—Jamin la anotó. Ella quiere venir a verle a usted, pues le conoció hace años, cuando usted hacía la vía pública…
Habían alcanzado la puerta cochera que Maigret comenzaba a conocer.
—¿Le espero?
—No, ven conmigo.
Saludó al portero al pasar y entró en la antecámara de las oficinas. La recepcionista le dejó pasar y, cruzando el despacho del notario, entró en el de Lecureur. Éste dejó de dictar, hizo una seña a su secretaria indicándole que saliera y se levantó para estrechar la mano de Maigret.
—Parece que ella ha intentado suicidarse y el médico ha venido esta noche, ¿no?
—Nada grave. Ahora duerme…
—¿Por qué cree usted que lo ha hecho?
—Si lo supiera, la investigación pronto estaría terminada. ¿Cómo se las arregla usted desde el punto de vista notarial?
—El testamento será abierto esta tarde a las tres. Conozco más o menos su contenido, puesto que lo firmé como testigo. Madame Sabin-Levesque hereda la fortuna, la villa de Cannes y los beneficios de la notaría… El Colegio de Notarios estatuirá sobre mi caso. El señor Gérard expresa, en efecto, su voluntad de que yo le suceda…
—Hay otra cuestión urgente a solucionar: la del entierro.
—Le informo que la familia posee una cripta en el cementerio de Montparnasse.
—Pues ya hay algo hecho. Supongo que no se puede decentemente ir a cargar el ataúd al instituto médico-legal y conducirlo al cementerio. La señora Sabin no está en disposición de ocuparse de nada. Tampoco creo en la conveniencia de instalar una capilla ardiente en el apartamento del primero.
—¿Por qué no en la oficina?
—Es lo que había pensado. ¿Quiere usted ocuparse de lo necesario?
—Voy en seguida a telefonear a una empresa de pompas fúnebres. Supongo que será necesario enviar recordatorios a todos los clientes, ¿no le parece?
—Desde luego. También habrá que enviar una esquela a los periódicos. En realidad, ¿no le han asaltado los periodistas?
—Han venido más de una docena, algunos haciendo preguntas indiscretas y les he echado. Incluso dos de ellos me han preguntado a cuánto ascendía la fortuna del notario…
—Téngame al corriente de lo que concierne al entierro, pero que no se moleste a la señora.
—¿Irá ella a la iglesia?
—No creo. Eso dependerá del médico.
Ya que estaba en la casa, Maigret subió al primero, siempre seguido de Lapointe. Fue Claire quien les abrió.
—Estaba abajo y he querido saber si todo iba bien.
—Madame duerme.
—¿Alguna llamada telefónica?
—No. Únicamente la de un periodista que quería una cita y que se ha enfadado mucho cuando le he dicho que era imposible.
Estaba fatigada, se veía. No debía haber dormido mucho.
—Llévame a la rue Clément-Marot…
Sólo para hacerse una idea. Por la noche, la calle estaría prácticamente desierta. La fachada del cabaret estaba pintada y la puerta entreabierta.
Dos mujeres de hacer faenas barrían el suelo cubierto de serpentinas y confetis. Las paredes estaban decoradas con una tela de colores abigarrados.
—¿Qué quiere usted? Si es a monsieur Félix a quien busca, él no está aquí.
—¿Quién es monsieur Félix?
—El barman…
Un hombre entraba, seguro de sí mismo.
—¡Vaya! El comisario… Tuvimos ayer aquí a uno de sus inspectores…
—¿Qué sabe usted de Louise?
—Cuando era moza trabajaba por su cuenta y, por así decirlo, nunca ha salido del barrio. Con la edad no tuvo más remedio que cambiar de oficio. Ahora, vende flores por los establecimientos nocturnos…
—¿Se puede uno fiar de ella?
—¿En qué sentido?
—¿No tiene demasiada imaginación? ¿Se puede creer lo que dice?
—Desde luego. Sabe también guardar un secreto. La mayor parte de esas señoritas que ruedan por aquí tienen alguno y ella los sabe todos.
—Gracias.
—¿Por qué se interesa por ella?
—Porque ella afirma haber visto a monsieur Charles, aquí, con una animadora, la noche del dieciocho de febrero.
—¿Cómo se acuerda ella de la fecha?
—Parece ser que es la del cumpleaños de su hija.
—Entonces, es que es verdad.
Desde allí era escasa la distancia para llegar a los muelles, donde una rampa conducía al puerto fluvial.