Capítulo quinto

Maigret se detuvo en el cubículo del portero.

—Dígame, cuando el notario se casó tenía un perro, ¿verdad?

—Un magnífico pastor alemán. Lo quería mucho y el animal le correspondía.

—¿Murió?

—No. Algunos días después de su regreso de Cannes, donde pasaron su luna de miel, lo regalaron…

—¿No le pareció extraño?

—Parece ser que el perro enseñaba los dientes cada vez que madame Sabin-Levesque se le acercaba. Una vez incluso hizo ademán de morderla y desgarró el vuelo de su vestido. Ella le tenía mucho miedo. Y fue ella quien obligó a su marido a que se separara de él…

Una vez en su despacho, el comisario hizo bajar al fotógrafo de la Identidad Judicial. Le tendió primero la foto de la pareja en Cannes, con el perro.

—¿Puede usted ampliar esta copia?

—El resultado no será magnífico, pero se reconocerá a los personajes…

—¿Y ésta?

Era la foto de pasaporte.

—Haré lo mejor que pueda. ¿Para cuándo las quiere?

—Mañana por la mañana…

El fotógrafo suspiró. Con el comisario las cosas siempre eran urgentes. Hacía ya mucho tiempo que se había acostumbrado.

* * *

Madame Maigret le lanzó la miradita ansiosa que ella tenía siempre cuando su marido llevaba una investigación difícil. No se asombraba de su silencio, de su aire gruñón. Hubiérase dicho que una vez en casa, él no supiera dónde meterse ni qué hacer.

Comía distraídamente y a su mujer le gustaba preguntarle, sonriente:

—¿Estás aquí?

Porque en espíritu no estaba. Ella se acordaba de una conversación entre Maigret y Pardon, una noche que cenaban en casa del doctor.

—Hay una cosa —decía Pardon—, que me cuesta comprender. Usted es lo contrario de un justiciero. Se diría incluso que, cuando usted detiene a un culpable, no lo hace sino a su pesar.

—Eso sucede, sí.

—Y sin embargo, usted se toma a pecho sus investigaciones, como si le afectaran personalmente…

Y Maigret había respondido simplemente:

—Porque cada vez es una experiencia humana la que yo vivo. Cuando a usted le llaman a la cabecera de un enfermo desconocido, ¿no convierte también su curación en un asunto personal? ¿Es que usted no lucha contra la muerte como si su paciente fuera un ser querido?

Estaba fatigado, asqueado. Cierto que la vista del cuerpo, en el puerto de Grenelle, era capaz de asquear incluso a un médico forense.

Maigret sentía simpatía por Sabin-Levesque, aunque no lo hubiera conocido. Había tenido un compañero, en el instituto, que tenía un poco el mismo carácter. Era ligero, indolente en apariencia. En clase era el alumno más indócil, interrumpiendo al profesor o dibujando en el margen de sus cuadernos.

Cuando le echaban de clase por una hora, pegaba su cara a la ventana y hacía muecas.

Los maestros no se enfadaban y terminaban riéndose. Aunque es verdad que en los exámenes siempre estaba entre los tres primeros.

El notario, que en otros tiempos llevaba una vida de playboy, repentinamente se había casado. ¿Por qué? ¿Acaso se había tratado de un flechazo? ¿Es que Nathalie, que se hacía llamar Trika, había maniobrado con una habilidad asombrosa?

¿Qué esperaba ella? ¿Una vida mundana, en un apartamento lujoso, viajes, temporadas en los lugares de moda?

Llegado un momento, alrededor de tres meses después de su vida en común, Sabin-Levesque había vuelto a comenzar a salir.

¿Por qué?

Maigret se planteaba la pregunta y no encontraba respuesta satisfactoria. ¿Se había mostrado ella poco a poco como era ahora? El acuerdo había cesado de reinar y más tarde ellos no debían, por así decirlo, dirigirse la palabra.

Ni el uno ni el otro habían pedido el divorcio.

Maigret acabó por dormirse con la cabeza llena de signos de interrogación. Cuando se levantó, después de haber tomado en la cama la primera taza de café que su mujer le llevaba, caía una lluvia fina.

—¿Tienes un día cargado?

—No lo sé. Nunca puedo prever lo que me espera.

Tomó un taxi. Era una señal. De ordinario, usaba el autobús o el metro.

Las fotografías le esperaban en su despacho y eran de una nitidez inesperada. Cogió una de cada una y se dirigió hacia el despacho de Peretti, en el otro extremo del corredor. Peretti era el jefe de la Mundana y era el único comisario que llevaba en el dedo un anillo ornado con un diamante amarillento, como si las gentes que se veía obligado a frecuentar le hubieran pegado algo de su ostentación.

Era un hombre guapo, joven aún, con los cabellos muy negros y los trajes muy vistosos.

—¡Vaya! Hace tiempo que no te veía…

Era verdad. Tenían su despacho en el mismo corredor pero se encontraban raramente y cuando lo hacían era sobre todo en la brasserie Dauphine.

—Supongo que no conocerás a esta persona…

Peretti estudió la ampliación del retrato de Nathalie y se acercó hasta la ventana para verlo mejor.

—¿No es, en más joven, la mujer del notario, ésa de quien ayer publicaron los periódicos su fotografía?

—Es ella, sí, hace unos quince años… Aquí la tienes con su marido, unas semanas o unos meses más tarde…

Peretti examinó con la misma atención la foto de Cannes.

—No me recuerdan nada ni la una ni la otra…

—Ya me lo esperaba. Pero esto no es todo. He hecho establecer por mis hombres una lista de todos los cabarets de París. Aquí tienes una copia. ¿Hay uno o varios cuyo dueño sea el mismo de aquella época? Busco sobre todo en el distrito octavo y en sus alrededores.

Peretti estudió la lista.

—La mayor parte de estos cabarets no existían hace quince años. La moda cambia. Hubo un tiempo en que la vida nocturna estaba concentrada en Montmartre. Luego lo estuvo en Saint-Germain-des-Prés…

»Un momento… Le Ciel de Lit, en la rue de Ponthieu… Estuvo y está dirigido todavía por un amable granuja a quien nunca se le ha encontrado nada que reprochar…

—¿Algún otro?

—Chez Mademoiselle, de la avenue de la Grande-Armée. Una boîte muy chic regentada por una mujer, Blanche Bonnard. Debe haber pasado ya de los cincuenta, pero se defiende. Tiene otro cabaret en Montmartre, en la calle Fontaine, de gusto más vulgar: Le Doux Frisson…

—¿Sabes dónde vive?

—Tiene un apartamento en la avenue de Wagram, donde parece ha gastado una fortunita…

—Te dejo la lista. Tengo otros ejemplares. Si por azar se te ocurre alguna idea… Olvidaba preguntarte dónde vive el dueño del Ciel de Lit…

—¿Marcel Lenoir? En la misma casa donde tiene su cabaret, en el tercero o cuarto piso. Hasta he llegado a registrar su casa con la esperanza de encontrar droga…

—Gracias, viejo.

—¿Cómo va tu investigación?

—Así, así…

Maigret volvió a su despacho. Fue al informe, como todas las otras mañanas, y observando al gran jefe en su sillón pensó que él podría haberse sentado allí dentro de un mes.

—¿Y esa historia del notario, Maigret?

Los otros jefes de servicio estaban allí, cada uno con sus dossiers.

—No he llegado a ninguna parte. Estoy reuniendo unos informes que quizás servirán o que no servirán nunca…

Hizo enviar a los periódicos la fotografía ampliada de Nathalie con la mención: La señora Sabin-Levesque a los veinte años.

Subió luego a los archivos para saber si había una ficha a su nombre o al de Trika. No había nada. No tenía antecedentes judiciales y nunca se había hecho interpelar por razón alguna.

—¿Me llevas a la rue de Ponthieu?

Era Lapointe quien le servía de chófer, o Janvier, pues Maigret nunca había cogido un volante. Había comprado recientemente un coche, para ir los sábados o el domingo por la mañana a la casita de Meung-sur-Loire, pero era madame Maigret quien conducía.

—¿Tiene usted algo nuevo, jefe?

—Vamos a ir a ver al propietario de un local nocturno. Tenía ya la misma boîte hace veinte años…

Las persianas del cabaret estaban cerradas, pero se veían cerca de la puerta, en grandes marcos, unas fotos de mujeres casi desnudas.

Cruzaron la puerta principal. La portera les envió al tercero izquierda. Fue una criadita de dudosa limpieza quien les abrió.

—¿El señor Lenoir?… No sé si podrá recibirles… Acaba de levantarse y está tomando su desayuno…

—Dígale que es el comisario Maigret…

Un instante después aparecía Lenoir para acoger a sus visitantes en el corredor. Era enorme, muy gordo, y ya no estaba en su primer frescor. Llevaba una vieja bata color poso de vino sobre un pijama desteñido.

—Es un honor…

—No es cuestión del honor. Siga comiendo…

—Estoy confundido al recibirle así…

Lenoir era un viejo granuja que, veinticinco años antes, había tenido un burdel. Debía ahora tener unos sesenta años y, sin afeitar, con los ojos dormidos, parecía tener más.

—Si quieren pasar por aquí…

El apartamento tenía tan mal aspecto como su inquilino y había desorden por todas partes. Penetraron en un pequeño comedor cuya ventana daba a la calle.

De un huevo pasado por agua no quedaba más que la cáscara. Lenoir se dispuso a emprenderla con otro.

—Por la mañana tengo necesidad de comer…

Bebía café solo y había colillas en el cenicero.

—¿Y qué me dice usted?

—Quisiera mostrarle una foto y preguntarle si le recuerda algo…

Maigret le tendió la ampliación del retrato de Nathalie.

—Es una cara que no me es desconocida… ¿Cómo se llama?

—En esa época, hace unos quince años, se hacía llamar Trika… ¿La reconoce?

—A decir verdad, no.

—¿No podría encontrar el nombre de ella en sus libros?

Lenoir comía suciamente; yema de huevo manchaba su barbilla y la solapa de su bata.

—¿Cree usted que tengo un registro con el nombre de todas las chicas que pasan por mi cabaret?… Esas mujeres van y vienen… Hay muchas que se casan y uno se sorprendería al saber cuántas de ellas han hecho buenas bodas… Tuve una que se convirtió en duquesa, en Inglaterra…

—¿No guarda las fotografías, tampoco?

—Casi todas me las reclaman al irse… Si se olvidan, las rompo y las echo a la papelera…

—Gracias, Lenoir.

—Ha sido un placer…

Se levantó, con la boca llena, y les acompañó hasta el rellano.

—Al treinta y uno de la avenue de Wagram…

Era un inmueble burgués donde vivían, entre otros, dos médicos, un dentista y un consejero fiduciario.

—¿De parte de quién? —preguntó la criada, vestida como una doncella de teatro.

—Maigret.

—¿El policía?

—Sí.

Blanche Bonnard no estaba desayunando, pero telefoneaba. Se la oía, en una de las habitaciones.

—Sí… Sí… Querido, yo no puedo comprometerme así… Necesito detalles más precisos y un informe de mi arquitecto… Sí… No, no sé cuánto tiempo me llevará esto… ¿Te veré esta noche en el cabaret?… Como quieras… Bye…

Acudió a recibirlos; sus pasos quedaban amortiguados por las abigarradas alfombras que recubrían el piso. Miró largamente a Maigret, concediendo a Lapointe sólo una atención superficial.

—Ha tenido usted suerte al encontrarme levantada. Normalmente me levanto tarde, pero hoy tengo una cita con mi agente de negocios… Venga…

El salón era mullido, demasiado mullido para el gusto de Maigret. La mujer, como Lenoir, debía haber rebasado los cincuenta, pero se defendía aún, incluso con la descuidada vestimenta matinal. Estaba gruesa pero, a causa de sus proporciones, no quedaba mal y además tenía unos ojos muy hermosos.

—¿El asunto Sabin-Levesque, supongo? Esperaba verle un día u otro, pero no pensé que actuara usted tan aprisa…

Encendió un cigarrillo de boquilla dorada.

—Puede usted fumar… El humo no molesta a mi loro… Cuando vi la fotografía, ayer, en los periódicos, en seguida reaccioné, pero quise asegurarme de que no me equivocaba…

—¿Conoció usted a la señora Sabin-Levesque cuando se hacía llamar Trika?

—¡Y de qué manera!

Se puso en pie, pasó a otra habitación y volvió con un enorme álbum.

—Como no tengo muy buena memoria, lo conservo todo. Tengo cinco álbumes como éste, llenos de fotografías… Tenga.

Tendió el álbum abierto a Maigret. En la página de la derecha había pegada una de esas fotografías como las que se toman en los cabarets.

Era desde luego Nathalie, todavía jovencita, el aire ingenuo y espontáneo. Llevaba un vestido muy escotado que dejaba ver el nacimiento de los senos. A su lado, un poco inclinado hacia ella, estaba Sabin-Levesque… En la mesa, un cubo de champán con una botella…

—Es ahí donde él la conoció… Ella era animadora desde hacía unos dos meses…

—¿Sabe usted de dónde procedía?

—Sí. De Niza, donde había trabajado en un cabaret de baja estofa.

—¿Le hizo confidencias?

—Todas me hacen confidencias. La mayor parte están solas, sin nadie a quien confiarse… Y entonces es a mamá Blanche a quien ellas se dirigen… ¿Puedo ofrecerle alguna cosa? No bebo mucho, pero es la hora de mi oporto…

Era un oporto de primera calidad, como Maigret raramente había bebido.

—Su apellido era Frassier y su padre murió cuando ella tenía quince años. Él era contable o algo parecido… Su madre era la hija de un conde ruso y a ella le gustaba que eso se supiera… Ya ve usted que pese a mi memoria…

»En mi cabaret, ella se sentaba siempre a la misma mesa. Los clientes se sentían primero impresionados por su aire de juventud y de candor. No se acercaban sino con cierta vacilación. Ella les sonreía, gentil, pero distante…

»Salía raramente con alguno. Creo que no lo había hecho más de tres veces…

—¿No tenía un amante regular?

—No. Vivía sola en una pequeña habitación de hotel, no lejos de aquí, en la rue Brey. Yo la quería, pero al mismo tiempo no llegaba realmente a comprenderla…

»Una noche, Gérard Sabin-Levesque entró… O, más bien, monsieur Charles, pues era con este nombre que nosotras le conocíamos… Ya había venido mucho tiempo antes… Le gustaban las mujeres dulces y tranquilas, y en seguida se fijó en Trika… Se fue a sentar a su mesa… Debió pedirle que se fuera con él, pero ella se negó…

»Volvió todas las noches siguientes, durante más de una semana, antes de obtener que ella le acompañara. Ella dejó sus trastos aquí, dos vestidos, ropa interior, algunas naderías personales…

»Después de algunos días, pasó a recoger sus cosas.

»—¿Es el gran amor? —le pregunté.

»Ella me miró sin responderme.

»—¿Te ha puesto casa?

»—Todavía no hay nada definitivo…

»Me besó en las dos mejillas y me dio las gracias; desde entonces no he vuelto a verla.

»Dos meses más tarde, sin embargo, una foto de la boda apareció en “Le Figaro”. Trika llevaba traje de novia y su marido chaqué.

»El señor Gérard Sabin-Levesque notario bien conocido del boulevard Saint-Germain, ha desposado esta mañana…

Maigret y Lapointe se miraron. ¿Qué era menester pensar de esta historia? La niñita de Quimper, la animadora de un cabaret dudoso de Niza, después de más conocidos y más ricos de París.

El padre de Gérard aún vivía entonces y era un hombre de principios. ¿Qué había representado para él esta unión? ¿Cómo se entendían las tres personas que vivían en el mismo piso?

Tres meses después, Gérard reemprendía la costumbre de desaparecer de vez en cuando durante algunos días.

¿Es que en esa época Nathalie bebía ya? ¿Pasaba la mayor parte de su tiempo en sus habitaciones?

Los años habían pasado y ella bebía cada vez más. El notario había renunciado a llevar una vida conyugal. Se habían convertido en extraños el uno para el otro, si no en enemigos.

—Y he aquí que ahora ha quedado libre… Libre y rica… Esto le preocupa; ¿no es verdad, señor comisario?

—Los periódicos no lo han dicho todo. Sabin-Levesque recibió al menos diez golpes de un objeto pesado en la cabeza… Su cráneo quedó hecho pedazos…

—¿Cree usted que una mujer hubiera podido hacer eso?

—Las mujeres, en ciertas ocasiones, son tan vigorosas como los hombres, si es que no lo son más… De suponer que ella fuera culpable, ¿dónde se cometió el crimen? ¿En su apartamento?… Tuvo que haber una gran pérdida de sangre… Y quedarían rastros y ella es lo bastante inteligente para saberlo…

»¿Cómo, seguidamente, transportar el cuerpo del notario hasta el Sena? ¿Cómo bajarlo hasta el coche y cómo meterlo dentro?…

—Evidentemente… ¿El asesino es quizás un bribón cualquiera con el que se tropezó en una calle desierta?

—El billetero estaba intacto y contenía más de mil quinientos francos.

—¿Una venganza?

—¿De quién?

—De un amante… El amante de alguna de las mujeres que él raptaba de las boîtes…

—Esa gente no está celosa de los clientes que pagan… Todo lo más, uno de ellos hubiera intentado chantajearlo…

Maigret miró una vez más la fotografía de la joven pareja ante la botella de champán y vació su vaso de oporto.

—¿Otro?

—No, gracias. Es demasiado bueno…

Se había enterado de un buen número de detalles sobre el pasado de Nathalie, pero ¿adónde le llevaban?

Almorzó en su casa y madame Maigret se quedó sorprendida, si bien eso no tuviera aquel día ninguna significación. Su marido estaba siempre tan reconcentrado, tan gruñón.

De ordinario se deleitaba con el pot-au-feu y sin embargo hoy apenas se daba cuenta de lo que estaba comiendo, regado con una salsa de tomate y cebolla.

—Una gran taza de café…

Esto quería decir una taza como la de por la mañana, que contenía casi la tercera parte de un litro. Lanzó una mirada a los periódicos que habían entrevistado al portero y a uno de los empleados del estudio. También habían entrevistado a Vito, pero éste sólo les había dado respuestas descorazonadoras.

Al llegar a su despacho, Maigret encontró el informe de las escuchas telefónicas.

Desde que su línea estaba intervenida, Nathalie no había llamado ni una sola vez, pero había recibido, aquella misma mañana, una comunicación extremadamente breve.

»—¿Eres tú?

»—Sí.

»—Es indispensable que te vea…

Sin esperar, sin decir nada, ella había colgado. Desde otro aparato, pero desde la misma línea, la cocinera había llamado al carnicero para pedirle un asado de buey que Vito iría a buscar un poco más tarde.

El estudio, contrariamente, había recibido una avalancha de llamadas telefónicas de clientes más o menos inquietos. Lecureur se esforzaba para tranquilizarlos y darles los informes que le pedían.

Maigret subió a ver al juez de instrucción, a quien, a decir verdad, tenía pocas novedades que comunicarle. El buen juez Coindet no tenía prisa. Sentado frente a su escritorio, fumaba lentamente una vieja pipa mientras recorría un expediente con los ojos.

—Siéntese usted, Maigret.

—Casi no tengo nada que decirle. Debe usted haber recibido el informe de la autopsia…

—Esta mañana, sí… El asesino no podrá pretender que no tenía intención de matar… ¿No tiene usted ninguna idea del lugar dónde el crimen se cometió?

—Hasta el momento, no… Los especialistas de Identidad Judicial están ocupados en estudiar las menores costuras de la ropa y el calzado. Dado el tiempo que el cuerpo ha estado en el agua, hay pocas posibilidades de que esto dé resultado…

Maigret pasó su petaca al juez y encendió la pipa que acababa de cargar.

—Hay un terreno en el que he hecho algunos progresos. La señora Sabin-Levesque pretende que, cuando conoció al notario, trabajaba como secretaria de un abogado de la rue de Rivoli. Pero resulta que este abogado murió hace diez años y no puede contradecirla.

»En uno de los cajones del muerto, donde había cierto número de fotografías, he descubierto una foto de Nathalie mucho más joven, con un nombre escrito en el dorso: Trika.

»Un nombre de guerra, desde luego. Conociendo las inclinaciones del notario, he buscado por el lado de los cabarets y he sabido que ella era animadora y no secretaria. Incluso he podido saber en qué boîte encontró a Sabin-Levesque…

El juez permanecía soñador, la mirada fija en la humareda de su pipa.

—¿No se le ocurrió volver a esos sitios? —preguntó con su voz dulce.

—No, que yo sepa… Convertida en madame Sabin-Levesque, no debía sentir más que desdén por esos ambientes donde se sintió humillada…

»Esta mañana ha recibido una llamada de teléfono. Era una voz de hombre, pero no se ha tenido tiempo para determinar el origen de la comunicación. El hombre ha dicho:

»—Es indispensable que te vea…

»Ella ha colgado sin contestar. Tengo la impresión de que sabe mucho más de lo que dice. Es por ello por lo que la someto a una especie de acoso. ¡Voy a ir a verla otra vez sin ninguna razón precisa!

Los dos hombres fumaron un momento en silencio; luego se estrecharon la mano y Maigret volvió a su despacho.

Cuando entró en la habitación vecina, preguntó a Janvier:

—¿Quién está de guardia en el boulevard Saint-Germain?

—El inspector Baron…

Volviéndose hacia Lapointe, que esperaba una señal, el comisario murmuró:

—Voy yo solo… Es una experiencia… Quizás ella esté así menos impresionada…

No acabó su frase e hizo un gesto como queriendo decir que él no lo creía demasiado.

Tomó un taxi y se detuvo frente a la casa. Un hombre paseaba al otro lado del bulevar y Maigret se le acercó.

—¿No ha salido?

—No. Nada que señalar. Solamente el chófer ha salido esta mañana con el Fiat y supongo que ha ido a hacer la compra, pues ha vuelto muy poco después…

El portero era tan buen hombre, estaba tan orgulloso de estrecharle la mano a Maigret, que éste fue a darle los buenos días.

—Parece que ella no ha salido…

—No. Las personas que han entrado eran todas para el doctor del tercero.

—¿Desde hace cuántos años está usted aquí?

—Dieciséis. Tengo los pies delicados y por ello no me sentaba bien estar en la vía pública.

—¿Sabin-Levesque era todavía soltero?

—Se casó seis meses después de mi llegada a la casa.

—¿Le sucedía entonces eso de desaparecer varios días?

—Salvo las dos o tres últimas semanas antes del matrimonio.

—¿Su padre estaba vivo?

—Sí. Un buen hombre, con verdadera apariencia de notario. Tenía la cara joven pero los cabellos todos blancos.

—¿Se entendía bien con su hijo?

—Creo que aunque no estaba demasiado orgulloso de él, se había resignado…

Maigret subió al primer piso.

Claire, la doncella, le abrió con expresión burlona.

—Madame Sabin-Levesque ha salido.

—¿Está segura?

—Sí.

—¿A qué hora ha salido de casa?

—Hacia las dos…

Eran las tres y diez.

—¿Ha cogido uno de los coches?

—No creo.

Maigret conocía bien a Baron y sabía que nada podía haberle hecho distraer de su vigilancia. Por otra parte, también el portero hubiera visto salir a Nathalie.

Entró y cerró la puerta tras él.

—¿Qué quiere usted hacer?

—Nada. No se preocupe de mí. Aunque si teme que arramble con algún chirimbolo, puede seguirme…

Comenzó por el ala izquierda y recorrió todas las habitaciones ocupadas por la mujer. Se tomó incluso la molestia de mirar en los armarios, lo que hizo sonreír a Claire.

—¿Por qué cree usted que se escondería ahí?

—Es un sitio como otro cualquiera.

—Ella no tiene ninguna razón para esconderse.

—Tampoco tiene ninguna razón para no salir por la puerta principal…

Se paseó por el salón, miró el retrato de uno de los antepasados de rostro austero y pensó en la vida que su descendiente había llevado. Fuera de sus retratos, ¿no harían ellos otro tanto?

—¿Dónde está la segunda puerta?

—Tanto da que se lo diga, pues es el secreto de Polichinela…

—¿Por el patio?

—No. A la derecha del ascensor hay una pequeña vidriera. Da a una corta escalera que llega al jardín. Cruzando éste, se encuentra una puerta en la tapia. Da directamente a la rue Saint-Simon.

—¿Y esa puerta no está cerrada?

—Sí. Pero como el señor y la señora Sabin-Levesque son los propietarios, ellos tienen la llave.

—¿En qué lugar se encuentra esa llave?

—No lo sé…

Era un punto bastante interesante. ¿Era Gérard o su mujer quien tenía esa llave? ¿Y si era él, cuándo se la había cogido ella?

Pasó al pequeño escritorio del notario y se sentó en un confortable sillón de cuero.

—¿Piensa usted instalarse aquí por mucho tiempo?

—Hasta el regreso de su patrona.

—A ella no le gustará.

—¿Por qué?

—Porque no es correcto que esté aquí en su ausencia.

—Usted le es muy fiel, ¿verdad?

—¿Por qué no habría de serlo?

—¿Ella es amable con usted?

—A veces se muestra muy desagradable, injusta, agresiva, pero yo no me enfado.

—¿La cree usted irresponsable?

—En esos momentos que le digo, sí…

—¿Cree que es una enferma?

—No tiene más refugio que el alcohol… ¿Qué puede hacer?

—Si le pidiera mentir por ella, hacer un falso testimonio, ¿usted aceptaría?

—Sin vacilar.

—No debe ser agradable, sin embargo, cuando por la noche vomita en la cama…

—Las enfermeras ven cosas peores.

Maigret tuvo la impresión de oír un ruido por el lado de la entrada. No se movió y la doncella no pareció haberlo oído.

—¿Qué diría usted si yo me pusiera a gritar y le acusara de haber intentado violarme?

El comisario no pudo evitar echarse a reír.

—Es una experiencia que puede intentar… Adelante…

Se encogió de hombros y se fue en dirección al gran salón en la otra sala. No volvió. Fue Nathalie la que cruzó el salón con paso inseguro.

Estaba lívida, con cercos negros bajo los ojos, y el rojo de los labios resaltaba más, como una herida. Estuvo a punto de caer al franquear la puerta y Maigret se incorporó para ayudarla.

—No se preocupe por mí. Puedo todavía tenerme derecha…

Se dejó caer en el sillón que hacía pareja con el del comisario. Le miró con una especie de estupefacción.

—¿Quién le ha dicho a usted…?

Sacudió la cabeza, como para borrar las palabras que acababa de pronunciar.

—Pulse el botón que está junto a la puerta del salón.

Maigret lo hizo. Debía conectar con un timbre en la antecocina.

—Hace calor…

Ella se quitó, sin incorporarse, la chaqueta de tweed marrón.

—¿Usted no tiene calor?

—No, por el momento. Sin duda ha caminado usted demasiado aprisa.

—¿Cómo sabe que he caminado?

—Porque usted sabía que yo hubiera encontrado al chófer de su taxi y que hubiera sabido así dónde había ido…

Ella lo miraba con verdadero estupor. Se hubiera dicho que en aquel momento no estaba del todo en sus cabales.

—Es usted inteligente… Pero es malvado…

Maigret raramente había visto a una mujer en tal estado de desvalimiento. Claire sabía para qué la habían llamado, pues traía una bandeja con una botella de coñac, un vaso y un paquete de cigarrillos… Llenó ella misma el vaso y lo tendió a su patrona, quien estuvo a punto de derramarlo…

—No hace falta que le ofrezca, ¿verdad? Usted no es todavía alcohólico…

Le costó pronunciar la palabra y la repitió.

—¿Su médico nunca le ha aconsejado hacer una cura?

—¡Mi médico! Si le escuchase, hace tiempo que estaría en un hospital psiquiátrico… Y eso le hubiera hecho el caldo gordo a mi marido… Vea usted lo imprevisible que es la vida…

Se paró de pronto, como si hubiera perdido el hilo de sus pensamientos.

—Imprevisible… imprevisible —repitió con los ojos perdidos—. Ah, sí… La vida… Es mi marido quien está muerto y yo la que sigo viva…

Miró a su alrededor, volviéndose hacia el gran salón. Su rostro expresaba de repente una suerte de contento. Luego bebió. A continuación dijo, con un tono que no tenía nada de alegre:

—Todo esto es mío.

Uno esperaba verla caer al suelo y, sin embargo, a través de su borrachera, conservaba cierto sentido de la realidad.

—Yo no venía nunca aquí…

Eran las paredes del despacho, ahora, lo que ella contemplaba.

—Él no venía más que para leer.

—¿Se acuerda usted de Chez Mademoiselle?

Nathalie se sobresaltó y su mirada volvió a adquirir toda su dureza.

—¿Qué ha dicho usted?

—Madame Blanche, la dueña de Chez Mademoiselle…

—¿Quién le ha hablado?

—Poco importa. Tengo una excelente fotografía de usted y de Gérard bebiendo champán. Era antes de su matrimonio…

Ella permanecía inmóvil, a la defensiva.

—Usted nunca ha sido secretaria. Ha trabajado usted, entre otros sitios, en una boîte de tercera categoría, en Niza, donde usted no tenía más remedio que subir con los clientes…

—Es usted un cerdo, comisario.

Vació su vaso de un trago.

—Ahora soy madame Sabin-Levesque…

Maigret rectificó:

—Madame viuda de Sabin-Levesque…

Nathalie respiraba a sacudidas.

—No la creo sospechosa de haber matado a su marido… Pese a toda su energía, usted no es físicamente capaz… A menos que tenga un cómplice…

—Ni siquiera salí aquella noche…

—¿El dieciocho de febrero?

—Sí.

—¿Se acuerda usted?

—Es usted quien me citó esa fecha…

—¿Quién le ha telefoneado esta mañana?

—No sé nada.

—Alguien que quería absolutamente verla y que le ha dicho que era indispensable.

—Sin duda un número equivocado.

—Usted ha colgado sospechando que la línea estaba conectada a una mesa de escucha, pero, por casualidad, ha salido esta tarde… Y no ha utilizado la puerta principal, sino la puertecilla del jardín… De hecho, ¿cuál de los dos tenía la llave?

—Yo.

—¿Por qué?

—Porque él no iba nunca al jardín y yo, en verano, iba a sentarme allí. Había escondido la llave en una grieta del muro.

—¿La usaba?

—Para ir a comprar cigarrillos enfrente, sí… E incluso para beber una copa en el mostrador… Ya se lo dirán… Yo soy la borracha del barrio, ¿no?

—¿Dónde ha ido usted esta tarde después de comer?

—He estado caminando.

—¿Y dónde se ha parado?

—No lo sé. Tal vez en un bar.

—No.

La mujer vacilaba y él acabó por tenerle lástima. Se levantó.

—Voy a llamar a su doncella y ella la llevará a la cama…

—No quiero ir a la cama…

Esto parecía darle miedo. Vivía en una pesadilla en la cual era imposible penetrar.

—Se la mando, de todos modos…

—No… Quédese aquí. Prefiero que sea usted quien esté, aquí… ¿No es usted un poco médico?

—No…

—Déme su mano…

Ella se la llevó a su pecho, donde el corazón latía a golpes rápidos y violentos.

—¿Cree usted que voy a morir?

—No. ¿Cuál es el nombre de su médico?

—No quiero verlo más… Va a hacerme encerrar… Es un hombre muy malo… Un amigo de Gérard…

Maigret hojeó el anuario y encontró el nombre y el número del doctor, que vivía a dos pasos de allí, en la rue de Lille.

—Hola… ¿El doctor Bloy?… Aquí el comisario Maigret… Estoy en casa de madame Sabin-Levesque… No parece estar bien del todo y creo que tiene necesidad de usted…

—¿Está usted seguro de que no hace comedia?

—¿Es su costumbre?

—Sí. A menos que no esté del todo borracha…

—Ése sería más bien el caso de hoy…

—Voy en seguida.

Maigret colgó y Nathalie se quejó:

—Seguro que va a darme una inyección… Me pone una cada vez que viene… Es un imbécil que se cree más listo que todo el mundo… No se vaya. No me deje sola con él… Es un hombre malo. El mundo está lleno de gente mala y yo estoy sola… ¿Me oye?… Completamente sola…

Se puso a llorar y dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Su nariz goteaba.

—¿No tiene usted pañuelo?

Ella hizo una seña indicando que no y Maigret le pasó el suyo, como a una niña.

—Impídale sobre todo que me envíe al hospital… No quiero ir a ningún precio…

Era imposible evitar que bebiese. Cogía la copa con gesto inesperado y un instante después estaba vacía.

Se oyó llamar a la puerta y luego Claire introdujo a un hombre muy alto, con aspecto de atleta, y el cual, según habría de enterarse Maigret seguidamente, había sido jugador de rugby.

—Encantado de conocerle —dijo al estrechar la mano del comisario.

Miró con indiferencia a Nathalie, quien no se movió y le miraba con terror.

—¿Igual que las otras veces? Vamos, venga a su habitación…

Ella intentó protestar, pero él le tendió la mano, sosteniendo con la otra su maletín médico.

—Señor Maigret… No le deje que me envíe…

Claire les seguía. El comisario no sabía del todo qué hacer y terminó por sentarse en uno de los sillones del gran salón, por donde luego el médico tendría que pasar camino de la salida.

Fue mucho más breve de lo que había previsto. El doctor volvió luciendo la misma indiferencia en el rostro.

—Es al menos la centésima vez —dijo—. Su lugar está en una clínica, y por un buen montón de tiempo.

—¿Era ya así cuando Sabin se casó con ella?

—En menos grave. Pero tenía la costumbre de beber y no podía pasar sin ello. Al principio, hubo una historia con un perro que la aterrorizaba y, a decir verdad, el chucho le mostraba los dientes cada vez que ella se acercaba a él o a Gérard… Hizo despedir al chófer y ha cambiado dos o tres veces, lo mismo que ha cambiado de doncella…

—¿Cree usted que está loca?

—No en el verdadero sentido del vocablo. Pongamos que está neurótica. A fuerza de beber así…

El doctor cambió de tema un instante después.

—¿Ha descubierto usted quién ha matado al pobre Gérard?… Mis padres vivían ya en el barrio y nosotros jugamos juntos de niños en los jardines del Luxemburgo… Luego, de estudiantes, nos encontramos en el instituto… Era el mejor hombre del mundo…

Bajaron la escalera y continuaron charlando, permaneciendo todavía un momento juntos en la acera.