Capítulo cuarto

Maigret estaba instalado en su despacho y miraba con ojos que hubieran podido parecer dormidos al hombre sentado frente a él, vestido con un estricto uniforme de chófer, y que daba vueltas a su gorra entre las manos con aire embarazado.

Lapointe y su inevitable bloc de taquigrafía estaban en una esquina del escritorio. Era Lapointe quien había ido a buscar al chófer al boulevard Saint-Germain; lo había encontrado en su habitación, encima del garaje.

Maigret había tenido que insistir para hacer sentar a su intimidado interlocutor.

—¿Se llama usted Vittorio Petrini?

—Sí, señor.

Tenía tal estilo que uno esperaba verle ponerse en posición de firmes en cualquier momento.

—¿Dónde nació?

—En Patino, un pueblecito al sur de Nápoles.

—¿Está usted casado?

—No, señor.

—¿Cuánto tiempo hace que está en Francia?

—Diez años, señor.

—¿Entró usted entonces al servicio de sus actuales patrones?

—No, señor. Estuve cuatro años en casa del marqués d’Orcel.

—¿Por qué razón dejó el empleo?

—Porque él murió, señor.

—Dígame en qué consiste su trabajo en casa de los Sabin-Levesque.

—No tengo mucho trabajo, señor. Por la mañana, hago la compra para la señorita Jalon…

—¿La cocinera?

—Ella apenas puede caminar. Es bastante mayor. Luego repasaba los coches, a menos que el señor tuviera necesidad de mí.

—Habla usted en imperfecto…

—¿Cómo, señor?

—Que habla como si se tratara del pasado.

—Hace tiempo que no he visto al señor.

—¿Qué coche usaba él?

—A veces el Fiat, a veces el Bentley. Dependía de los clientes a los que iba a ver. Teníamos que ir a cincuenta e incluso a cien kilómetros de París. Muchos clientes del señor son muy viejos y no vienen a la ciudad. Algunos habitan en hermosos castillos…

—Durante el camino, ¿su patrón le hablaba?

—A veces, señor. Era un buen patrón, nada orgulloso, casi siempre de buen humor.

—¿La señora no sale nunca por la mañana?

—Casi nunca. Claire, su doncella, me ha dicho que ella se levanta tarde. Incluso hay días que no desayuna.

—¿Y por la tarde?

—El señor casi nunca tenía necesidad de mí. Se quedaba en el despacho.

—¿No conducía él mismo?

—A veces. Pero entonces cogía más a gusto el Fiat…

—¿Y la señora?

—Ella salía a veces hacia las cuatro o las cinco. Sin coche. Parece ser que iba al cine, casi siempre a los cines del Quartier Latin, y volvía en taxi.

—¿No le ha parecido extraño que ella no le pidiera a usted que la llevase y que luego la fuera a buscar?

—Sí, señor. Pero no es cosa mía el juzgar.

—¿Nunca sale con usted?

—Una o dos veces por semana.

—¿Dónde va?

—No lejos. A la rue de Ponthieu. Entra en un pequeño bar inglés y se queda bastante rato.

—¿Conoce usted el nombre del bar?

—Sí, señor. El Pickwick…

—¿Cómo estaba ella cuando salía?

El chófer vacilaba responder a esta pregunta.

Maigret insistió:

—¿Estaba ebria?

—Yo la ayudaba a veces a subir al coche.

—¿Y volvía en seguida a casa?

—No siempre. A veces me hacía parar delante de otro bar, el del hotel George V.

—¿Salía sola también?

—Sí, señor.

—¿Conseguía montar en el coche?

—Yo la ayudaba, señor.

—¿Y por la noche?

—Ella no salía nunca de noche.

—¿Y su patrón?

—Él salía, pero sin coche. Creo que prefería coger taxis.

—¿Todas las noches?

—¡Oh, no! Se quedaba a veces ocho o diez días sin salir.

—¿Y le ocurría también estar varios días sin regresar?

—Sí, señor.

—¿Nunca los ha llevado juntos a los dos?

—Nunca, señor. O más bien una sola vez, para un entierro. Hace tres o cuatro años…

Continuaba manoseando su gorra de visera de cuero. Su uniforme azul estaba bien cortado y sus zapatos eran deslumbrantes.

—¿Qué piensa usted de su patrona?

Seguía embarazado, pero tuvo una sombra de sonrisa.

—Usted debe saberlo, ¿no? No soy yo quien deba hablar de ella… No soy más que el chófer…

—¿Cómo se comportaba ella con usted?

—Dependía. Algunas veces no pronunciaba una palabra y tenía los labios fruncidos como si estuviera enfadada conmigo. Otras veces me llamaba su pequeño Vito y me hablaba mucho…

—¿De qué?

—Es difícil decir. Por ejemplo:

»—Me pregunto cuánto podré seguir soportando esta vida…

»O bien, cuando me daba la orden de llevarla a casa:

»—A la prisión, Vito…

—¿Es así como ella llamaba a la casa del boulevard Saint-Germain?

—Cuando había pasado por varios bares, sí.

»—Usted sabe que es a causa de ese cochino de señor que yo bebo. Cualquier mujer hubiera hecho lo mismo en mi lugar…

»Cosas así, sabe usted, eran las que yo escuchaba sin decir nada… Tengo mucho afecto por el señor…

—¿Y por ella?

—Preferiría no contestarle.

—¿Se acuerda usted del dieciocho de febrero?

—No, señor.

—Es el día en que su patrón salió por última vez de su casa.

—Debió salir solo, pues no pidió el coche.

—¿Qué hace usted por la noche?

—Leo, o miro la televisión. Intento perder mi acento, pero no lo consigo…

El timbre del teléfono interrumpió la conversación. Maigret hizo un gesto a Lapointe para que él respondiera.

—Sí… Está aquí… Le paso…

Y a Maigret:

—Es el comisario de policía del distrito quince…

—Hola, Jadot…

Maigret le conocía bien y sentía mucha simpatía por él.

—Perdóneme que le moleste, señor divisionario… He pensado que a usted le interesaría particularmente… Un marinero belga, Jef van Roeten, que hacía unas pruebas de motor en el muelle de Grenelle, ha tenido la sorpresa de ver subir a un cuerpo a la superficie, en medio de los remolinos…

—¿Lo ha identificado usted?

—Tenía su billetero en el bolsillo del pantalón… Gérard Sabin-Levesque, ¿le dice algo a usted este nombre?

—Condenadamente sí. ¿Está usted en el lugar del hallazgo?

—No, todavía, no. He querido advertirle ante todo. ¿Quién es?

—Un notario del boulevard Saint-Germain desaparecido hace más de un mes. Voy en seguida. Nos encontraremos allá… Y gracias…

Maigret se metió una segunda pipa en el bolsillo y se volvió hacia el chófer.

—No tengo ya necesidad de usted por el momento. Se puede usted ir. Le doy las gracias por su cooperación…

En cuanto estuvo solo con Lapointe, Maigret dijo:

—Está muerto…

—¿Sabin-Levesque?

—Acaban de retirar su cuerpo del Sena, en el muelle de Grenelle… Ven conmigo… Advierte primero a Identidad Judicial…

El pequeño automóvil se deslizó entre los atascos y llegó al puente de Grenelle en un tiempo récord. En la parte inferior de la calzada, en la orilla del Sena, había tablones, pilas de ladrillos y toneles. Dos o tres barcazas estaban descargando.

Alrededor de una forma inerte, un agente de la policía municipal pasaba sus apuros para mantener a distancia a la cincuentena de personas que se agolpaban allí.

Jadot estaba ya en el lugar.

—El sustituto no tardará…

—¿Tiene usted el billetero?

—Sí…

Se lo tendió a Maigret. Por supuesto, estaba blando, viscoso, completamente descolorido. Contenía tres billetes de quinientos francos, un carnet de identidad y un permiso de conducir. La tinta se había diluido pero ciertas palabras resultaban todavía legibles.

—¿Nada más?

—Sí. Un talonario de cheques…

—¿También a nombre de Sabin-Levesque?

—Sí.

Maigret lanzaba miradas furtivas a la remojada forma tendida sobre los adoquines. Tuvo que hacer un esfuerzo para acercarse, como siempre le ocurría en casos semejantes.

El vientre hinchado parecía un odre lleno. El pecho estaba abierto y surgían unas vísceras color blanco sucio. En cuanto al rostro, apenas le quedaba nada de humano.

—Lapointe, ve a telefonear a Lecureur y dile que venga inmediatamente…

No podía imponerle tal espectáculo a Nathalie.

—¿Dónde está el marinero?

Con fuerte acento flamenco, éste le respondió:

—Estoy aquí, señor policía…

—¿Hace tiempo que está usted amarrado en este lugar?

—Más de quince días. Contaba estar nada más que dos días para descargar mis ladrillos, pero el motor se estropeó. Vinieron unos mecánicos a repararlo, pero esto ha llevado su tiempo. Han terminado su trabajo esta mañana…

Su mujer, de cabellos de estopa, llevaba un bebé rubio en brazos; estaba junto a su marido pero no parecía comprender el francés, pues miraba alternativamente a ambos con una especie de inquietud.

—Hacia eso de las tres he querido probar el motor yo mismo, pues espero partir para Bélgica por la mañana después de haber tomado un cargamento de vino en Bercy… He podido advertir, cierta resistencia y, cuando el motor ha arrancado, ese cuerpo de ahí ha subido bruscamente a la superficie… Debía estar enganchado al ancla o a la hélice, eso explica que esté tan destrozado… Vaya suerte la mía, ¿verdad, señor…?

El sustituto, que no tenía más de treinta años, se llamaba Oron. Era muy elegante, muy distinguido.

—¿Quién es? —preguntó después de haberle estrechado la mano a Maigret.

—Un hombre que desapareció hace más de un mes, Sabin-Levesque, un notario del boulevard Saint-Germain…

—¿Se llevó la caja?

—No parece.

—¿Tenía razones para suicidarse?

—No creo. La última persona que parece haberlo visto vivo es una animadora de un cabaret…

—¿Pudiera haber sido asesinado?

—Es probable.

—¿Aquí?

—No veo cómo lo hubieran traído vivo a la orilla del Sena. No era un imbécil… Salud, Grenier… Tengo un feo trabajo para usted…

—Ya lo he visto…

Era uno de los nuevos médicos forenses.

—No puedo hacer nada aquí. Sería ridículo por mi parte constatar el fallecimiento, pues es bastante evidente…

Un furgón del instituto médico-legal se había acercado, pero debían antes dejar trabajar a los fotógrafos de Identidad Judicial.

El pasante del notario no tardó en llegar y bajó la escalera de piedra que conducía al muelle de carga.

Maigret le señaló el montón informe que exhalaba un olor fétido.

—Vea si es él…

El primer oficial vacilaba en acercarse. Estaba muy tieso y mantenía el pañuelo delante de la nariz y la boca.

—Es él, sí —se acercó a Maigret para anunciar.

—¿En qué le reconoce usted?

—En la cara. Está muy deformada, pero es la suya. ¿Cree usted que se arrojó al agua?

—¿Por qué lo habría hecho?

Lecureur retrocedió, manteniéndose lo más alejado posible del cuerpo.

—No lo sé. Mucha gente se arroja al agua…

—Tengo su billetero y su talonario de cheques…

—Tenía razón, pues, al identificarlo…

—Le convocaré mañana por la mañana al Quai des Orfèvres para que firme su declaración…

—¿A qué hora?

—A las nueve… ¿Tiene usted un taxi?

—Vito acababa de llegar… Le he pedido que me trajera aquí… Está en el muelle con el Fiat…

—Lo aprovecharé yo también… ¿Vienes, Lapointe?

Se acercó al médico forense, el único en no parecer incómodo por el cadáver.

—¿Podrá decirme esta noche si ha sido asesinado antes de ser arrojado al agua?

—Lo intentaré… En el estado en que se encuentra, no será sencillo…

Los tres hombres cruzaron entre la multitud de curiosos. Jef van Roeten corrió tras Maigret.

—Es usted el jefe, ¿verdad?

—Sí.

—¿Puedo partir mañana por la mañana? He dicho todo lo que sabía…

—Pase usted primero por la comisaría para que escriban su declaración y la firma…

—¿Qué comisaría?

—Ese señor, el de allá, el que lleva abrigo negro y un bigotito, es el comisario del distrito y él le dirá…

Fueron cuatro en el pequeño Fiat que Vito, como todos los choferes particulares, conducía suavemente.

—Le ruego me excuse, señor Maigret —murmuraba el primer oficial—. ¿No podemos pararnos un momento ante un bar? Si no bebo alguna cosa fuerte, creo que voy a vomitar…

Bajaron los tres delante de un bar donde no había más que dos descargadores. Lecureur, lívido, pidió un coñac doble.

Maigret se contentó con un vaso de cerveza, pero Lapointe pidió coñac también.

—Yo no esperaba que le encontrasen en el Sena.

—¿Por qué?

—No lo sé. Pensaba que se había ido con una mujer… Hubiera podido estar en la Costa Azul o en cualquier otro sitio… La única cosa que me hacía imaginar un drama es que él no telefoneaba…

Alcanzaron rápidamente el boulevard Saint-Germain.

—Deberá usted revisar todas las cuentas recientes e informarse en su banco…

—¿Puede usted confiarme el talonario de cheques a fin de que verifique las sumas inscritas?

Maigret se lo dio y se dirigió luego hacia la puerta derecha, mientras el primer oficial franqueaba la de la izquierda.

—¡Otra vez! —exclamó malhumorada la doncella después de haberle abierto la puerta.

—Sí, señorita, yo otra vez. Y le estaré agradecido si advierte a su ama que la espero…

Se dirigió, por sí mismo, hacía el boudoir y como desafío conservó la pipa en la boca.

Transcurrió una decena de minutos y, cuando Nathalie apareció, no iba en bata sino que llevaba un elegante traje sastre.

—Iba a salir.

—¿Para ir a qué bar?

—Eso a usted no le importa.

—Tengo una noticia importante que darle. Se ha encontrado a su marido…

Ella no preguntó si estaba muerto o vivo. Sólo inquirió:

—¿Dónde?

—En el Sena, en el puente de Grenelle…

—Ya sabía yo que le había ocurrido alguna cosa…

Tenía las comisuras de los labios colgantes, pero su mirada era bastante firme. Había bebido, desde luego, pero resistía el golpe.

—Supongo que debo ir a identificar el cuerpo. ¿Está en la morgue?

—En primer lugar, la morgue no existe desde hace mucho tiempo. Eso se llama ahora el instituto médico-legal.

—¿Es usted quien me va a llevar?

—No es necesario que lo identifique. El señor Lecureur ya se ha encargado de ello. Si usted se empeña…

—¿Es una injuria?

—¿El qué?

—¿Qué usted me atribuya sentimientos tan morbosos?

—Con usted, nunca se sabe…

La sacrosanta botella de coñac estaba sobre el velador con unos vasos. Ella se sirvió sin ofrecer a sus visitantes.

—¿Qué va a suceder, ahora?

—Esta tarde los periodistas estarán al corriente y, con los fotógrafos, llamarán a su puerta.

—¿No puedo hacer nada para impedirlo?

—Puede usted no recibirlos.

—¿Y entonces?

—Se pondrán a buscar en otra parte. No le tendrán contemplaciones, al contrario. Son gente muy quisquillosa. Descubrirán, quizás, ciertas cosas…

—No tengo nada que ocultar.

—Haga, pues, lo que quiera, pero en su lugar yo les recibiría. Y trataría de estar relativamente en buenas condiciones. Dentro de una hora llegarán los primeros.

Nathalie se bebió un segundo vaso.

—Los periodistas están en contacto con las comisarías…

—Le gusta a usted hablarme así, ¿verdad?

—Tenga la seguridad de que no.

—Usted me detesta…

—Yo no detesto a nadie…

—¿Es todo lo que tenía que decirme?

—Es todo, sí. Sin duda volveremos a vernos próximamente.

—Yo no lo deseo. Le desprecio, señor Maigret. Y ahora, lárguese… ¡Claire!… ¡Ponga a esta gente a la puerta!

* * *

Seguía habiendo un inspector en la acera, frente al 207 bis, y Maigret vaciló si poner fin a la vigilancia para, a fin de cuentas, decidir que continuara. La escucha telefónica no había dado ningún fruto y seguramente tampoco lo daría, puesto que Nathalie no había vacilado en salir, en camisón de dormir bajo su abrigo de pieles, a telefonear desde una cabina pública.

—¿Qué piensas tú, Lapointe? —preguntó el comisario al entrar en el coche.

—Si ella se comporta así con los periodistas, va a tener una bonita prensa mañana por la mañana… —repuso Lapointe.

—No tengo nada más que hacer en el Quai. Déjame en casa…

Madame Maigret lo acogió con una sonrisa maliciosa.

—¿Contento?

—¿Por qué tendría que estarlo?

—¿No has encontrado ya tu cadáver?

—¿La radio?

—Sí. Ha dado una corta información sobre el tema en la emisión de las seis… —explicó madame Maigret—. ¿Tienes hambre?

—No, después de la tarde que acabo de pasar.

Se dirigió hacia el armario preguntándose qué iba a beber, pues tenía el estómago revuelto. Acabó por servirse un vasito de gin. Era raro. Hacía más de un año que la botella estaba allí.

—¿Tú quieres? —preguntó.

—No, gracias… Siéntate unos minutos para leer los periódicos y yo prepararé una cena ligera…

La sopa ya estaba lista. La hizo seguir de una ensalada con jamón y algunos dados de patata fría.

—Estás preocupado, ¿verdad? —preguntó ella mientras comían.

—Hay cosas que no comprendo y eso no me gusta.

—¿Con quién trabajas?

Ella no ignoraba que siempre lo acompañaba uno de sus colaboradores más cercanos. Unas veces era Janvier. Otras, era Lucas, pero éste, ahora, lo reemplazaba cuando él estaba ausente. Esta vez, el azar le había hecho elegir a Lapointe.

—¿Quieres que ponga la televisión?

—No. Soy demasiado perezoso para mirarla.

Se instaló en su sillón y se puso a hojear los diarios pensando en otra cosa, sobre todo en Nathalie, quien acababa de ponerle a la puerta de su casa con palabras tan vulgares.

A las nueve dormitaba y su mujer iba a despertarlo para que se metiera en la cama cuando el timbre del teléfono se encargó de sobresaltar al comisario.

—Hola… Sí, soy yo… ¿Es usted Grenier? ¿Ha descubierto algo?

—Una pregunta primero. ¿Tenía ese hombre la costumbre de llevar sombrero?

Maigret reflexionó.

—No se lo he visto nunca y no se me ha ocurrido preguntar a su mujer o a sus empleados al respecto… Espere… Sé que vestía con cuidado, de una forma muy juvenil… Yo lo imagino más bien sin sombrero…

—Si lo llevaba, alguien se lo quitó antes de golpearle la cabeza… No solamente una vez, sino en mi opinión una docena de golpes con gran fuerza… El cráneo está hecho pedazos, como un rompecabezas.

—¿Nada de bala?

—Ni en la cabeza ni en ningún otro sitio… No sé qué arma han usado: un martillo, una llave inglesa o un desmontador de neumáticos… Probablemente la última… Uno de esos golpes hubiera bastado para producirle la muerte, pero el asesino se ha encarnizado…

—¿Y esa especie de agujero a la altura del costado?

—Es más reciente. El cuerpo estaba en descomposición cuando se ha enganchado a un ancla o a un objeto de esa clase…

»Un detalle me parece interesante… Los tobillos han sido fuertemente ligados con lo que creo debió ser un alambre, de tal suerte que uno de los pies está casi cortado… El alambre ha debido servir para mantener un cuerpo pesado, un morrillo o un peso cualquiera…

—¿Cuánto tiempo calcula usted que ha estado en el agua?

—Es imposible precisarlo… Varias semanas…

—¿Cuatro o cinco semanas?

—Es posible. En realidad, he examinado la ropa. En uno de sus bolsillos he encontrado un manojo de llaves… Se las haré enviar mañana a primera hora…

—Las esperaré con impaciencia…

—Usted tiene más gente que yo… ¿Por qué no las manda a buscar?

—De acuerdo. Déjeselas al conserje…

—Ahora me voy a tomar un baño bien caliente y a zamparme una buena cena… No quisiera hacer un trabajo como éste todos los días… Buenas noches, Maigret…

—Buenas noches, Grenier… Y gracias…

Al día siguiente, estaba en el despacho antes de las nueve. Su primer cuidado fue enviar un inspector a buscar el llavero al instituto médico-legal.

Llamaron a su puerta. Era Lapointe, quien comprendió inmediatamente que había algo nuevo.

—Grenier me ha telefoneado… A Sabin-Levesque lo mataron con un instrumento contundente, como se dice en los atestados. Una docena de golpes extremadamente violentos… Se le ató una piedra o un pesó cualquiera a los tobillos antes de arrojarlo al agua…

»Finalmente, Grenier ha encontrado el manojo de llaves en uno de sus bolsillos…

—¿Ha visto usted los periódicos?

—Todavía no.

Lapointe fue a buscarlos al despacho de los inspectores y los trajo con una sonrisilla en los labios.

—Vea…

Uno de los diarios titulaba:

Un conocido notario asesinado

La fotografía era bastante inesperada para alguien que hubiese visto a la mujer una hora antes de ser tomada. No había en ella la menor traza de embriaguez. Se había tomado la molestia de cambiarse, y un traje negro, con blusa de encaje blanco, reemplaza a su anterior traje jalde.

Sus cabellos morenos estaban peinados con cuidado. La expresión de su rostro, que parecía más alargado, era triste, con una tristeza fotogénica, y Nathalie tenía un pañuelo en la mano como si acabara de llorar y temiera hacerlo de nuevo.

Su viuda, abrumada, no comprende…

La entrevista a Nathalie era bastante larga, con las preguntas y las respuestas. No había recibido al periodista en su gabinete íntimo, sino en el gran salón.

—¿Cuándo desapareció su marido?

—Hace alrededor de un mes. No me inquieté porque a veces era llamado a provincias por uno de sus clientes.

—¿Quién le reemplaza en el estudio?

—Su, primer oficial, que es muy competente. Mi marido tenía toda su confianza en él y le había otorgado plenos poderes.

—¿Salían ustedes mucho?

—Raramente. No recibíamos más que a unos pocos amigos. Llevábamos una vida apacible.

—¿Fue usted quien alertó a la policía?

—Me decidí a ir a ver al comisario Maigret para comunicarle mis inquietudes…

—¿Por qué a Maigret?

—No lo sé… He leído los informes de varias de sus investigaciones y ello me dio confianza en él…

Había otra entrevista, más breve, con Jean Lecureur.

—No tengo nada que decir.

—¿No le dejó un mensaje?

—No. Él no me dejaba nunca mensajes pero me telefoneaba cada dos o tres días…

—¿No lo hizo esta vez?

—No.

—¿No estaba usted preocupado?

—Después de unos diez días, sí…

—¿No se le ocurrió a usted la idea de advertir a la policía?

—Simplemente comuniqué mis temores a madame Sabin-Levesque.

Otro periódico publicaba la fotografía de Nathalie sentada, siempre en el gran salón.

Muerte misteriosa de un notario parisién

El texto era poco más o menos el mismo, salvo que el periódico insistía en el hecho de que la policía no había sido alertada. El artículo terminaba por:

Parece que madame Sabin-Levesque estaba acostumbrada a estas desapariciones.

—Lo que es más asombroso —dijo Lapointe, con cierta admiración es la forma en que ella se ha transformado en tan poco tiempo…

El inspector volvía con el llavero: media docena de llaves de pequeño formato, además de la llave de la caja fuerte de la planta baja, seguramente.

Bonfils vino a traerle la lista de los locales nocturnos y de los cabarets de París; Maigret se sorprendió al saber su número. Eran tres páginas mecanografiadas a un solo espacio.

Puso la lista en un cajón y se levantó suspirando:

—Vamos al boulevard Saint-Germain…

—¿Usted cree que ella le recibirá?

—No es a ella a quien voy a ver. Pero antes es preciso que pase por el Tribunal…

Le informaron que era el juez Coindet el encargado del caso, un viejo juez, amable y sonriente, que Maigret conocía desde sus comienzos. Encontró su gabinete al fondo del largo corredor de los jueces de instrucción.

Coindet le tendió la mano.

—Le esperaba. Siéntese usted…

El amanuense escribía a máquina y tenía poco más o menos la misma edad que el magistrado.

—No he hecho más que leer los periódicos, pues todavía no tengo el atestado.

—Es que no hay nada que atestar —replicó el comisario con la misma sonrisa—. Olvida usted que fue ayer cuando el cuerpo se descubrió.

—Pero he oído decir que usted investiga desde hace tres días…

—Sin éxito. Tengo necesidad, esta mañana, de una orden de registro…

—¿Para el boulevard Saint-Germain?

—Sí. La señora Sabin-Levesque no siente mucha simpatía hacia mi persona…

—Pues no es eso lo que se desprende de la entrevista…

—Cuenta lo que ella quiere a los periodistas… Yo quisiera examinar a fondo el piso del notario, pues hasta ahora no he podido más que echarle una ojeada superficial…

—¿No me dejará usted mucho tiempo sin noticias?

Era una indirecta a la reputación de Maigret. Todos sabían, en el Palacio, que llevaba las investigaciones a su manera, sin preocuparse demasiado de los magistrados.

Veinte minutos más tarde, Lapointe y él penetraron bajo la bóveda que ya empezaban a conocer. Se le ocurrió a Maigret entrar en la portería, donde fue recibido por un portero muy digno. La estancia parecía un salón.

—Me preguntaba si usted vendría a verme, señor comisario…

—He tenido tanto trabajo…

—Le comprendo… Yo soy un antiguo policía; trabajaba en la vía pública… ¿Supongo que es la dama quien le intriga?

—Ciertamente. No se encuentran cada día mujeres de su clase.

—Es un curioso matrimonio o, más bien, lo era puesto que el buen señor está muerto. Personas que tienen dos coches y un chófer, pero, cuando salen, lo más frecuente es que lo hagan a pie. Nunca les he visto salir juntos y parece ser que hacen sus comidas separados.

—Casi siempre.

—No reciben a nadie, pese a lo que ella haya dicho a los periodistas. El notario, por su parte, se va de vez en cuando, en plan de joven, con las manos en los bolsillos, sin llevarse nada. Supongo que en alguna parte tiene un segundo matrimonio o al menos un pisito de soltero…

—Volveré a verle luego. Usted parece un buen observador…

—La costumbre, supongo.

Unos instantes más tarde Maigret llamaba a la puerta del apartamento.

Claire se puso roja de cólera al ver a los dos hombres y les habría cerrado la puerta en la nariz si Maigret no hubiera tomado la precaución de adelantar el pie.

—La señora está…

—No me ocupo de la señora. Si sabe usted leer, lea este papel. Es una orden de registro expedida por el juez de instrucción. Y a menos que usted desee ser perseguida por obstrucción a la justicia…

—¿Qué quiere usted ver?

—No la necesito. Conozco el apartamento…

Y, seguido de Lapointe, se dirigió hacia las habitaciones del notario. Era sobre todo el despacho lo que le interesaba. Entre todos los muebles, en efecto, sólo el pequeño escritorio de caoba tenía sus cuatro cajones cerrados con llave.

—Abre la ventana, ¿quieres? Esto huele a cerrado…

Probó tres llaves antes de encontrar la buena. El cajón no contenía más que papel de cartas con membrete, unos sobres y dos estilográficas, una de ellas de oro macizo.

El contenido del segundo cajón era más interesante. En él se hallaba cierto número de fotografías de aficionado, tomadas en su mayor parte en la Costa Azul, en el parque de una enorme villa de estilo 1900. Nathalie aparecía veinte años más joven y, el notario, sin chaqueta, tenía el aspecto de un estudiante.

En el dorso figuraba escrita una sola palabra, La Florentina, lo que sin duda era el nombre de la villa.

En una de las fotos había un gran pastor alemán al lado de Sabin-Levesque.

De hecho, Maigret se daba cuenta de pronto que no había ni gato ni perro en la casa.

Iba a cerrar el cajón cuando, en el fondo, descubrió una pequeña foto de pasaporte como las que se obtienen en los aparatos automáticos. Era Nathalie, más joven todavía que en las fotos de Cannes y, sobre todo, muy diferente. Su sonrisa era voluntariamente misteriosa, interrogadores sus ojos.

En el dorso una sola palabra, un nombre: Trika.

Era evidentemente un nombre postizo y seguro que no lo había elegido para trabajar como secretaria en casa de un abogado.

Cuando Nathalie había hablado a Maigret de su pasado, cuando le dio el nombre de su pretendido y antiguo patrón, y sobre todo cuando se enteró de que éste había muerto hacía diez años, Maigret sintió la mosca en la oreja.

Ella sabía, en aquel momento, que el abogado había muerto y que nadie podría contradecirla. Probablemente nunca había sido secretaria, ni siquiera mecanógrafa.

—Mira, Lapointe… ¿En qué hace pensar?

El inspector reflexionó un instante.

—En una pájara de lujo…

—Y nosotros sabemos dónde iba el notario a buscar a sus amigas…

Maigret deslizó cuidadosamente la foto en su billetero. Abría ahora los cajones de la izquierda. Los de arriba contenían talonarios de cheques aún sin utilizar. Uno de los talonarios, sin embargo, estaba gastado y las matrices, en lugar de llevar el nombre del destinatario, solamente llevaban una única mención: al portador.

Había otras chucherías: un reloj de pulsera, gemelos de camisa con una piedra amarilla en cada uno de ellos, unos tirantes, unos sellos.

—¿Se divierte?

Era ella, desde luego. Claire la había sacado de la cama. Acababa de tomarse una buena porción de coñac, pues olía a alcohol desde tres pasos de distancia.

—Buenos días, Trika…

Tuvo el suficiente dominio sobre sí misma para no acusar el golpe.

—No comprendo.

—No tiene importancia. Lea esto… Y le tendió la orden de registro.

Ella la rechazó.

—Ya lo sé. Mi doncella me ha hablado. Haga como si estuviera en su casa. ¿No quiere registrar mi bata?

Sus ojos no eran los mismos que la víspera. Expresaban algo más que inquietud: un terror que refrenaba con esfuerzo. Sus labios temblaban más que nunca, lo mismo que sus manos.

—No he terminado con estas habitaciones.

—¿Le molesta mi presencia?… Hace tiempo que no he tenido ocasión de entrar en esta parte de la casa…

Maigret, sin hacer más caso de ella, abría y cerraba los muebles, pasando a los armarios y haciendo correr sus puertas.

Descubrió así una treintena de trajes, entre los cuales dominaban los tonos claros. Llevaban la etiqueta de uno de los más célebres sastres de París.

—Se diría que su marido no llevaba sombrero…

—Como nunca salía con él, lo ignoro…

—Bravo por su comedia de ayer con los periodistas…

Pese a su estado de ánimo, ella no pudo dejar de sonreír, halagada.

El lecho era amplio y bajo; la habitación muy masculina, con sus paredes cubiertas de cuero.

Hubiérase dicho que el cuarto de baño no había sido abandonado sino la víspera. El cepillo de dientes estaba en su sitio, dentro de un vaso, la navaja de afeitar sobre una consola, con el jabón y una piedra de alumbre. El suelo era de mármol blanco, las paredes también, lo mismo que la bañera y los otros accesorios. Una gran ventana daba a un jardín que Maigret descubría por primera vez.

—¿Es su jardín? —preguntó.

—¿Por qué no?

Era raro encontrar tan hermosos árboles en un jardín particular de París.

—¿De hecho, Trika, en qué boîte era usted animadora?

—Conozco mis derechos. No estoy obligada a responderle.

—Tendrá no obstante que responder al juez de instrucción.

—En ese caso estaré acompañada por mi abogado.

—¿Tiene usted ya un abogado?

—Desde hace tiempo.

—¿El de la rue de Rivoli? —preguntó él irónicamente.

No lo hacía a propósito, el ser tan duro con ella. Pero todas las actitudes de Nathalie lo exasperaban.

—Eso a usted no le importa.

—Pasemos a sus habitaciones…

Al paso, leyó algunos títulos de los libros alineados sobre los anaqueles del escritorio. Los había de autores modernos, todos escogidos entre los mejores, y un cierto número en inglés, idioma que el notario debía hablar fluidamente.

Después de haber cruzado el pequeño y el gran salón; se encontraron en el boudoir de Nathalie, quien permaneció de pie mirándoles. Maigret abrió algunos cajones que no contenían más que chucherías sin importancia.

Pasó al dormitorio. El lecho era tan grande como el de Sabin-Levesque, pero era blanco, lo mismo que los demás muebles. Éstos contenían sobre todo lencería fina, verosímilmente hecha a la medida.

En cuanto al cuarto de baño de mármol gris, estaba en desorden como si acabara de ser utilizado apresuradamente. La botella de coñac y un vaso se encontraban todavía sobre una de las mesitas.

Vestidos, trajes, abrigos en el armario y, sobre unos estantes especiales, treinta o cuarenta pares de zapatos.

—¿Sabe usted de qué ha muerto su marido?

Con los labios apretados, Nathalie le miró sin responder.

—Lo golpearon en la cabeza con un objeto pesado, sin duda un desmontador de neumáticos. No le golpearon una vez sino diez veces, de forma que el cráneo está literalmente hecho papilla…

Ella no se movió. Permaneció clavada, con la mirada siempre fija en el comisario, y, en ese momento, todo el mundo la hubiera tomado por una loca.