Zoé tenía unos ojos azul claro que hacían pensar en una jovencita ingenua e inocente. Batía las pestañas mirando con curiosidad a aquel hombre a quien no conocía, mientras el patrón murmuraba:
—Es el famoso comisario Maigret y puedes responderle francamente.
Ella no parecía haber oído hablar del comisario y escuchaba pacientemente igual que, en la escuela, hubiera escuchado las preguntas de la maestra.
—¿Conoce usted a monsieur Charles?
—De vista, desde luego. Viene de vez en cuando.
—¿A qué llama usted de vez en cuando?
—Casi todas las semanas.
—¿No se lleva siempre a una animadora con él?
—¡Oh, no! Eso es incluso bastante raro. Nos mira todo el rato y de vez en cuando ofrece una botella a alguna de nosotras.
—¿Baila?
—Sí. Baila muy mal.
—¿Hace tiempo que no le ha visto?
Ella miró al techo, siempre como una colegiala.
—Sí… Bastante… La última vez bebimos juntos una botella de champán…
—¿No recuerda usted la fecha?
—Sí… Era el dieciocho de febrero…
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque era mi cumpleaños… Incluso compró unas flores para mí a Joséphine, la vieja vendedora que pasa por aquí todas las noches…
—¿No le propuso irse con él?
—Sí… Pero le dije francamente que tenía un amigo que me esperaba en mi casa y él pareció despechado… Me dolía porque es un muchacho muy agradable…
—¿No pasó nada más?
—Yo le dije que si deseaba a una chica muy amable, yo tenía una compañera que no es animadora pero que a veces recibe a hombres en su casa… Nada más que a gente bien… Le pedí que me excusara un instante a fin de telefonearla para saber si ella estaba libre… Hablé con Dorine… Ella me prometió que estaría allí…
—¿Así pues le dio su dirección a monsieur Charles?
—La de la avenue des Ternes, sí…
—¿Qué hora era?
—Alrededor de la una de la madrugada…
—¿Se fue él en seguida?
—Sí…
—¿Ha visto usted después a Dorine?
—La telefoneé aquella misma noche, hacia las tres, para saber si todo iba bien… Me dijo que monsieur Charles no había llegado y que lo seguía esperando… Cuando la vi, me repitió que nadie fue a su casa…
—¿Y después?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Ha vuelto usted a ver a monsieur Charles?
—No. Y lo que me asombra es que haya estado tanto tiempo sin volver por aquí…
—Gracias, Zoé.
—¿Es todo?
—Por el momento, sí.
Maigret la miró alejarse hacia su mesa y el patrón vino a preguntarle al comisario:
—¿Está usted contento?
—Bastante contento.
Hasta aquí, parecía que la joven Zoé había sido la última persona que había visto al notario. Era la una de la madrugada cuando él la dejó para irse a la avenue des Ternes, a donde no había llegado.
—¿Y ahora, jefe? —preguntó Lapointe, de nuevo al volante del coche.
—A mi casa… Tengo bastante por hoy y tú también debes tener sueño…
—Un hombre curioso, ¿no?
—Un hombre curioso, sí. O bien tenía una pronunciada inclinación por las animadoras de cabaret o bien quería evitar el complicarse la vida teniendo relaciones regulares…
Una vez en su casa, comenzó a desnudarse mientras madame Maigret, que estaba acostada, le preguntaba gentilmente:
—¿Te has divertido?
—He hecho quizás un pequeño descubrimiento… Más adelante se verá si tiene algún valor…
—¿No estás muy cansado?
—No demasiado. Despiértame a la hora de siempre.
Le costó dormirse pues estaba un poco nervioso. El ruido y la agitación de las boîtes continuaban llenándole la cabeza.
A las nueve de la mañana estaba, sin embargo, en su despacho y al primero que vio en el departamento de los inspectores fue a Janvier.
—Ven…
El sol era algo más cálido que la víspera y, como tenía un poco de dolor de cabeza, abrió la ventana.
—¿Qué tal tu noche?
—Tranquila. Con, sin embargo, un pequeño incidente.
—Cuenta…
—Había aparcado el coche a unos cincuenta metros de la casa… Estaba sentado ante el volante, los ojos fijos en el doscientos siete bis… Algunos minutos después de las once, se abrió la puerta y vi a la mujer que salía…
—¿Madame Sabin-Levesque?
—Sí. Su paso era rígido, como si hiciera un esfuerzo para no zigzaguear… La dejé tomar un poco de adelanto y puse el motor en marcha… No fue muy lejos, apenas doscientos metros… Entró en una cabina telefónica…
Las cejas de Maigret se fruncieron.
—Puso una primera moneda, pero pareció que no obtuvo la comunicación que quería pues colgó en seguida… Y lo mismo ocurrió con la segunda moneda… No fue hasta la tercera tentativa que ella se puso a hablar… Habló mucho rato, pues tuvo que echar monedas dos veces…
—Es curioso que no telefonease desde su casa… Debió pensar que su teléfono estaba conectado a una mesa de escucha…
—Supongo… Cuando salió de la cabina, su abrigo se entreabrió un instante y vi que iba en camisón… Volvió directamente al doscientos siete bis, llamó al timbre y la puerta se abrió casi en seguida… Y nada más hasta la mañana… He dejado la consigna a Lourtie y Bonfils irá a relevarlo hacia el mediodía…
—Haz lo necesario para que el teléfono sea conectado a la mesa de escucha lo más pronto posible.
Janvier iba a salir del despacho.
—Que se haga otro tanto con el número del estudio… Y vete luego a acostar…
—Gracias, jefe.
Maigret lanzó una mirada rápida al correo que le esperaba, firmó algunos formularios y pasó a ver al director.
—¿Sigue usted ocupándose del notario?
—Sí. Creo que no me verá a menudo por el despacho estos días.
¿Sabía el gran jefe que le habían ofrecido a Maigret su cargo? No hizo ninguna alusión, pero al comisario le pareció que lo trataba con mayor consideración.
Lapointe había llegado, un poco desmadejado. Condujo al comisario al boulevard Saint-Germain.
—¿Subo con usted?
—Sí. Quizás debas tomar notas.
—He traído mi bloc de taquigrafía.
Estuvo a punto de pararse en la planta baja, pero subió al primer piso. Fue la joven doncella, Claire Marelle, quien le abrió la puerta y le puso mala cara.
—Si es a madame a quien desea ver, le prevengo de entrada que está durmiendo…
No por ello dejó Maigret de entrar en la sala, seguido por Lapointe.
—Siéntese usted —le dijo señalando una silla a la joven.
—No estoy autorizada a sentarme aquí…
—Lo está si yo se lo digo…
Acabó por sentarse en el borde de la silla tapizada de cuero.
Es lo que algunos reprochaban a Maigret. Un funcionario de su graduación debería convocar a los testigos en su despacho y, en cuanto a los cabarets de la pasada noche, debería haber enviado a un inspector.
Maigret encendió su pipa y Claire Marelle le miró severamente como si él cometiera una incongruencia.
—¿A qué hora volvió su ama ayer noche?
—Para volver hubiera sido preciso que ella saliera antes.
—Como usted quiera. ¿A qué hora salió?
—No sé nada.
—¿Dormía usted?
—Le repito que ella no salió.
—Estoy seguro, fiel como usted lo es, y dado el estado en que ella está casi todas las noches, que usted esperaría para meterla en la cama antes de acostarse…
Era una muchacha bastante bonita, pero la expresión obstinada que había adoptado no le iba. Miraba a Maigret con una aparente indiferencia.
—¿Y qué más?
—Puedo decirle, por mi parte, que ella ha vuelto alrededor de las once y media.
—Tiene derecho a tomar el aire, ¿no?
—¿No se ha inquietado usted viéndola salir? Apenas podía caminar derecha…
—¿La vio usted?
—Uno de mis inspectores la vio. ¿Y sabe usted por qué salió a esa hora?
—No.
—Para telefonear desde una cabina pública… ¿A quién tenía ella la costumbre de telefonear, estos últimos días?
—A nadie… A su peluquero… A los proveedores…
—Hablo de conversaciones más privadas… No se llama al peluquero a las once de la noche, ni al sastre ni al zapatero…
—Yo no sé nada.
—¿Tiene usted lástima de ella?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque ella no ha tenido suerte al tropezar con un marido como el suyo… Ella podría llevar una vida a la que tiene derecho, una vida mundana, salir, recibir amigos…
—¿Y su marido se lo impide?
—No se ocupa de ella. Por el contrario, desaparece a veces durante toda una semana y ahora hace un mes que está ausente…
—¿Dónde piensa usted que está?
—En casa de alguna chica o en otra parte… No le gustan más que las chicas que recoge Dios sabe dónde…
—¿Nunca ha intentado acostarse con usted?
—Me hubiera gustado que lo hiciese…
—Bueno. Váyame a buscar a la cocinera y, mientras yo le hablo, despierte usted a su ama y dígale que quiero verla dentro de diez minutos…
La muchacha obedeció de mala gana, tras una mirada enojada, mientras Maigret le hacía un guiño a Lapointe.
Marie Jalon, la cocinera, era baja y ancha, bastante gorda, y miró con curiosidad al comisario, como si estuviera deslumbrada al verlo en carne y hueso.
—Siéntese usted, señora. Ya sé que está usted en la casa desde hace mucho tiempo…
—Cuarenta años… Ya estaba en tiempos del padre del señor…
—Desde entonces, ¿ha cambiado alguna cosa?
La mujer lanzó un profundo suspiro.
—Todo ha cambiado, mi buen señor. Desde que esa mujer está aquí, ya no se sabe cómo se vive… No hay horas… Se come cuando ella decide comer… Algunos días, ella no come nada durante todo el día. Y luego, en mitad de la noche, oigo ruidos en la cocina y la encuentro registrando la nevera…
—¿Usted cree que su patrón sufre con todo eso?
—Desde luego… No dice nada… Jamás le he oído quejarse, pero yo sé que es un hombre que se resigna… Lo conocí cuando él tenía diez años y siempre estaba pegado a mis faldas… Era ya muy tímido…
—¿Según usted es un tímido?
—¡Y de qué forma! Si usted supiese las escenas que ha soportado sin protestar y sin atreverse a levantar la mano contra ella…
—¿No se inquieta usted por su ausencia?
—Los primeros días no lo estaba… Es habitual… Es menester que de vez en cuando tenga pequeñas compensaciones.
Maigret sonrió ante esta expresión.
—Lo que yo me pregunto es quién le ha advertido… A menos que haya sido el señor Lecureur…
—No.
—¿Madame Sabin-Levesque ha ido a darle parte de su inquietud?
—Sí.
—¡Ella! ¿Inquietud?… Se ve bien que no la conoce usted… Ella le vería morir a sus pies y no levantaría el dedo meñique…
—¿Cree que está loca?
—Borracha, sí… Apenas ha sorbido su café de la mañana que ya se pone a beber…
—¿No ha visto usted a su patrón desde el dieciocho de febrero?
—No.
—¿No ha recibido noticias suyas?
—Nada… Le aseguro que me hago mala sangre…
La señora Sabin-Levesque estaba de pie, clavada junto a la puerta del salón. Llevaba la misma bata que la víspera y no se había tomado la molestia de peinarse.
—¿Es a mí o a mi cocinera a quien usted ha venido a ver?
—A las dos…
—Estoy a su disposición.
Acompañó a los dos hombres al boudoir de la víspera. Había una botella de coñac y un vaso sobre una bandeja de plata.
—¿Supongo que no quiere uno?
Maigret hizo una seña negando.
—¿Qué me quiere usted, esta vez?
—Hacerle una pregunta, primero. ¿Dónde fue usted ayer noche?
—Sé, en efecto, por mi doncella, que usted me hace vigilar. Esto me evita tener que mentirle. No me sentía bien y salí a tomar el aire. Al ver una cabina telefónica se me ocurrió llamar a una de mis amigas…
—¿Tiene usted amigas?
—Puede sorprenderle, pero es así…
—¿Puedo saber el nombre de la que usted llamó?
—Ello no le ayudaría y además no le responderían.
—¿Esa amiga no estaba en su casa?
—¿Cómo lo sabe usted?
—Tuvo que llamar a tres números diferentes…
Ella no dijo nada y bebió un trago de coñac. No estaba bien. Debía tener unos despertares penosos y no tenía otra cosa aparte del alcohol para darle más o menos aplomo. Su rostro estaba abotargado. Su nariz parecía más larga y más puntiaguda.
—Otra pregunta, pues. Los cajones, en el escritorio personal de su marido, están cerrados con llave. ¿Sabe usted dónde ésta se encuentra?
—En su bolsillo, supongo. Nunca he registrado sus habitaciones.
—¿Quién era su mejor amigo?
—Al principio de nuestro matrimonio, recibía bastante a comer al abogado Auboineau y a su mujer… Estudiaron juntos…
—¿Ya no se ven?
—Lo ignoro… En todo caso, Auboineau no viene a casa… A mí no me gusta… Es un hombre pretencioso que habla sin parar, como si se creyera frente al tribunal… En cuanto a su mujer…
—¿Sí?
—Poco importa. Está muy orgullosa de haber heredado el castillo de sus padres…
Bebió de nuevo.
—¿Tiene usted para mucho rato?
Se la notaba cansada y Maigret sintió un poco de piedad por ella.
—¿Supongo que sigo estando bajo la vigilancia de alguno de sus hombres?
—Sí. He terminado por esta mañana…
Maigret hizo a Lapointe una seña para que le siguiera.
—Hasta la vista, señora…
Ella no respondió; la doncella les esperaba en el salón para acompañarles hasta el hall y luego hasta el rellano.
En la planta baja, Maigret traspuso la bóveda, penetró en el estudio y pidió hablar con el señor Lecureur. Éste salió al encuentro de los dos policías y los hizo entrar en su despacho.
—¿Tiene usted noticias? —preguntó.
—No son en realidad noticias. Que yo sepa, la última persona que ha visto a su jefe es una animadora del Cric-Crac, un local de la rue Clément-Marot, y cuando se separó de ella debía ir a la avenue des Ternes, donde otra joven le esperaba… Era mediada la noche del dieciocho de febrero… Pero no llegó a la avenue des Ternes…
—¿Quizás cambió de opinión durante el camino?
—Quizás… ¿Está usted seguro de que durante más de un mes no le ha telefoneado una sola vez?
—Ni una sola vez.
—Mientras que en el transcurso de sus otras escapadas siempre se mantenía en contacto con usted por teléfono…
—Cada dos o tres días, sí. Era muy concienzudo. Hace dos años, volvió precipitadamente porque teníamos necesidad de su firma…
—¿Cuáles eran sus relaciones con él?
—Muy cordiales… Tenía plena confianza en mí.
—¿Usted sabe lo que guardaba en los cajones de su despacho, arriba?
—Lo ignoro. Subo allí raramente y nunca he visto los cajones abiertos…
—¿Ha visto usted las llaves?
—A menudo. Tenía un llavero que no soltaba jamás. Llevaba, entre otras, la llave de la caja fuerte que usted debe haber visto en el despacho de las mecanógrafas…
—¿Qué contiene?
—Los documentos confidenciales de nuestros clientes, en particular sus testamentos…
—¿Tiene usted también la llave?
—Por supuesto.
—¿Quién más?
—Nadie.
—¿Hay asuntos que el notario trate personalmente, sin hablarle a usted?
—Recibía a algunos clientes en privado, en su despacho, tomando casi siempre notas y, una vez el cliente había salido, me ponía al corriente.
—¿Quién, en su ausencia, se ocupa del movimiento de fondos?
—Yo. Tengo un poder general.
—¿Su patrón es muy rico?
—Es rico, sí.
—¿Ha aumentado su fortuna desde que murió su padre?
—Desde luego.
—¿Y no tiene más que a su mujer por heredera?
—Yo serví de testigo, con otro empleado, en la firma de su testamento, pero no lo leí. Supongo que ha previsto también cierto número de legados bastante importantes.
—¿Y la notaría?
—Todo dependerá de la señora.
—Gracias.
Maigret se daba cuenta de repente que, desde la visita de Nathalie a la P. J., se hablaba del notario tanto en presente como en pasado.
Sobre todo en pasado.
* * *
—Si usted desea verme hoy, venga en seguida porque dentro de una hora tengo una operación…
El doctor Florian, así se lo pareció a Maigret, hacía gala de cierta solemnidad, como muchos de los médicos mundanos. Vivía en la avenue Foch, lo que hacía suponerle una clientela escogida.
—Estaré en su casa dentro de unos minutos…
Lapointe y él habían entrado en un bar del boulevard Saint-Germain para beber una cerveza y telefonear.
—Nos espera… Avenue Foch…
Unos instantes más tarde el pequeño coche negro ascendía por los Champs-Elysées. Lapointe estaba silencioso, un poco sombrío, como si tuviera algo dentro.
—¿Estás preocupado?
—Es esa mujer… No puedo evitar el sentir lástima…
Maigret no dijo nada, pero él debía pensar lo mismo pues, mientras contorneaban el Arc de Triomphe, murmuró:
—Espero conocerla un poco mejor…
El inmueble era lujoso, impresionante, más moderno que el del boulevard Saint-Germain. Un ascensor amplio y suave les condujo a un sexto piso donde un criado de chaleco rayado les abrió la puerta.
—Por aquí… El profesor les espera…
Les alivió primero de sus abrigos y sombreros. Luego abrió una puerta de doble batiente flanqueada de estatuas griegas casi intactas.
El cirujano era más bien alto, más corpulento que Maigret; tendió al comisario una mano vigorosa.
—El inspector Lapointe… —presentó Maigret.
—Excúsenme si les he dado prisa, pero tengo unos días muy cargados. Desde hace un cuarto de hora, desde su llamada telefónica, me estoy preguntando en qué puedo serle útil…
El despacho era muy amplio, muy rico, soleado. La puerta-ventana que daba a una terraza estaba entreabierta y el aire de fuera hinchaba a veces las cortinas.
—Siéntense, por favor…
A causa de sus cabellos grises, parecía mayor de lo que era en realidad. Vestía además de una forma severa: pantalón y chaqueta negros.
—Es usted amigo de Gérard Sabin-Levesque, si no me equivoco…
—Somos de la misma edad y estuvimos en la universidad al mismo tiempo, él en la facultad de derecho y yo en la de medicina… Formábamos entonces un grupo bastante alegre del cual él era el jefe de la pandilla…
—¿Ha cambiado mucho?
—Apenas le he visto después de su matrimonio…
La frente del doctor Florian se había ensombrecido.
—Me siento obligado a preguntarle a qué vienen estas preguntas. Como médico, debo atenerme al secreto profesional y como amigo me debo a una cierta discreción…
—Le comprendo, doctor. Sábin-Levesque ha desaparecido desde hace un mes… No anunció su marcha a nadie, ni a su mujer ni a su primer pasante.
»Una noche, el dieciocho de febrero, salió de su casa sin maletas. Encontré su rastro la misma noche o, mejor dicho, la madrugada siguiente en un cabaret de la rue Clément-Marot, el Cric-Crac. Salió solo para dirigirse a una dirección que le habían dado, en la avenue des Ternes, pero nunca llegó allí…
—¿Qué dice su mujer?
—¿La conoce usted?
—Frecuenté un poco al matrimonio los primeros meses después de su boda.
—¿Hacía él ya lo que se llaman sus escapadas?
—¿Está usted al corriente? Siempre, incluso cuando era estudiante, sentía mucha atracción por las mujeres y por la atmósfera nocturna de los cabarets… Esta inclinación no se le ha pasado nunca, pero no hay en ello nada de patológico y la palabra escapada es la menos adecuada.
—La empleo por no haber encontrado otra mejor…
—Él no me ha hecho confidencias al respecto durante nuestras comidas, pero pienso que nunca ha dejado de salir como soltero, si puedo decirlo así…
—¿Conoce usted a su mujer?
—La he visto una docena de veces…
—¿Sabe usted dónde la encontró?
—Guarda una gran discreción respecto a ese tema… No creo, sin embargo, que sea de la misma clase social que él… Sé vagamente que en un momento de su vida fue secretaria de un abogado, me parece…
—Exacto. ¿Qué impresión se ha hecho usted de ella?
—Apenas me ha hablado nunca. En el transcurso de nuestras cenas, se mostraba triste o agresiva y, a veces, abandonaba la mesa murmurando una excusa…
—¿La cree usted mentalmente sana?
—Eso ya no es mi especialidad. Soy cirujano y no psiquiatra. Creo sobre todo que ella bebía mucho…
—Y bebe cada vez más. Estaba ebria cuando vino al Quai des Orfèvres a anunciarme la desaparición de su marido…
—¿Cuándo fue eso?
—Anteayer.
—¿Y él desapareció en febrero?
—Sí. Ha esperado más de un mes. Después de una semana, el primer oficial de la notaría le sugirió dirigirse a la policía, pero ella le respondió que eso no le importaba más que a ella…
—Es curioso.
—Es, sobre todo, inquietante.
El médico prendía un cigarrillo con un encendedor de oro y decía al comisario:
—Puede usted fumar su pipa… Las preguntas que usted me hace me despistan. Lo que yo puedo decirle es que Gérard era, y debe serlo todavía, un muchacho muy brillante. Cuando yo le conocí, era lo que hoy se llama un playboy. Adoraba los coches deportivos y los lugares de diversión. Se le veía raramente en las clases, me dijeron, pero ello no le impedía pasar sus exámenes con la mayor facilidad. Yo no sé si él ha cambiado…
—Ésa es la descripción que me han hecho de él. Parece haberse casado siguiendo una cabezonada y no tardó en darse cuenta de la tontería que había hecho…
—Yo pienso lo mismo… Es a causa de su mujer que se ha hecho el vacío a su alrededor… Una de las manías de Nathalie era humillarlo delante de sus amigos… Yo nunca le oí replicar… Él continuaba la conversación como si tal cosa…
—Y a continuación ha vivido con ella de la misma forma que si su mujer no existiera… ¿Cree usted que él ha sufrido?
—Es difícil juzgar a las personas que tienen siempre un chiste en los labios… No llevaba desde luego una existencia normal… Comprendo las pequeñas juergas que se ofrecía… El hecho de que esté ausente desde hace un mes ya es más serio… ¿Ni siquiera se ha puesto en contacto con su estudio?
—No, y teniendo sin embargo la costumbre de hacerlo. Esta vez no se ha preocupado de saber si tenían necesidad de él…
—Su mujer parece preocuparle a usted mucho…
—Vivían en la misma casa y sin duda hubo una época en que ellos se hablarían de amor…
—Pobre Gérard…
El médico se ponía de pie.
—Les pido perdón, pero mis ocupaciones me obligan… En realidad, tenemos un amigo común que es psiquiatra y que dirige un servicio en Sainte-Anne… Es el doctor Amadieu, que vive en el Quartier Latin… Encontrará su dirección en la guía… Él también asistió a algunas comidas en el boulevard Saint-Germain…
Les acompañó hasta la puerta, donde el ayuda de cámara les esperaba con sus abrigos en el brazo.
—Las doce y diez… —dijo Maigret una vez en el coche—. Todo está en saber si el doctor Amadieu vuelve a su casa para comer…
Lo cual le dio la ocasión, con la excusa de telefonear, de tomar el aperitivo; esta vez, por iniciativa propia, pidió un pastís.
—Lo mismo —murmuró Lapointe.
Amadieu estaba en su casa. Esta semana no se encargaba de su servicio sino a partir de las dos.
—¿Supongo que es urgente?
—El asunto del que quisiera hablarle me parece urgente, sí.
Vivía en un apartamento donde reinaba cierto desorden. Parecía soltero, pues en la mesa sólo había un cubierto que la criada se ocupaba de quitar. Era pelirrojo, con cabellos hirsutos, y su piel tenía las características manchas de los pelirrojos. Su traje de tweed estaba tan arrugado que parecía hubiese dormido con él.
Maigret debía saber a continuación que no sólo era uno de los más grandes psiquiatras de Francia, sino de Europa.
—Siéntese. Fume su pipa y dígame qué quiere beber.
—Nada, por el momento. Sé que su tiempo es precioso. Usted ha conocido muy bien a Sabin-Levesque…
—Nos hemos divertido juntos, cuando éramos estudiantes, de ahí mi conocimiento… ¿No me dirá usted que tiene algo que ver con la policía?
—Ha desaparecido desde hace más de un mes…
—¿Sin advertir a nadie?
—Sin advertir a nadie. Además, ni siquiera ha telefoneado a su primer pasante, como hacía siempre que se ausentaba para un máximo de una semana…
—¿Qué ha podido sucederle? —murmuró Amadieu para sí mismo.
Y luego, como sorprendido, añadió:
—¿Y en qué puedo serle útil yo?
—Busco a un hombre a quien nunca he visto, sobre el que ayer no sabía nada absolutamente y tengo necesidad de hacerme una cierta idea de él.
—Comprendo.
—Su amigo Florian, de cuya casa vengo, me ha dado su nombre. Él le considera un hombre con carácter.
—Yo también.
—¿Acaso la vida que lleva desde hace tanto tiempo le hubiera movido a suicidarse?
—No es de esa clase. Además, se tomaba siempre sus compensaciones…
—Lo sé. He visto ya a varias de sus amiguitas…
—Después de su matrimonio, fui varias veces a cenar al boulevard Saint-Germain…
—¿Simplemente como amigo?
—Creo que a despecho del secreto profesional puedo responder a su pregunta… Fue Gérard quien me pidió fuera a observar a su mujer… Él se preguntaba si ella estaba realmente en sus cabales… Yo descubrí una mujer de inteligencia aguda que, desde el primer día, me vio claramente… Me miraba con ojos serenos, como si me desafiara… Hacía a propósito lo de beber sin parar…
—Lo hace todavía…
—Pero sé que cuando yo estaba allí ella bebía el doble y a cada copa me lanzaba una mirada…
»—¿Es una enfermedad, verdad, doctor? —me preguntaba—. Yo soy lo que se llama una alcohólica incurable…
»—Se cura casi siempre de todo, señora, a condición, desde luego, de desearlo…
»—¿Cómo quererlo si no se puede mirar la vida de frente?… Yo estoy aquí, sola, despreciada por un marido que no me tiene el menor afecto…
»—Estoy seguro de que usted se equivoca. Conozco a Gérard. Si él se ha casado con usted, es que la amaba…
»—Ha creído amarme… Yo no le amaba y no esperaba que ello me ocurriera… Es el ser más egoísta, el más cínico que conozco…
Amadieu volvió a encender su pipa y lanzó una bocanada de humo hacia el techo. Había libros, revistas, por toda la habitación que, por otra parte, no era ni un salón ni un despacho ni un gabinete de consulta.
—Vea usted la situación en que yo me encontraba. El pobre Gérard, que estaba presente, lo encajaba todo sin pestañear.
Y tras una pausa, añadió el psiquiatra:
—A mi sexta o séptima visita, ella se me acercó, en el gran salón, sin darme tiempo a saludarla, y me dijo con voz pastosa:
»—Señor Amadieu, no se tome la molestia de ir más adentro. La cena no tendrá lugar. Y desde ahora considérese indeseable en esta casa. Cuando yo tenga necesidad de un psiquiatra, lo escogeré yo misma…
»Me volvió la espalda y, con un caminar inseguro, se dirigió hacia sus habitaciones.
»Al día siguiente, mi amigo Gérard vino aquí a presentarme sus excusas. Me confió que su mujer se volvía cada vez más insoportable y que él se esforzaba por todos los medios en evitarla. Añadió que ella hacía lo mismo por su lado…
—¿Por qué su amigo no pedía el divorcio?
—Porque, pese a la vida que lleva, es muy católico. Y además porque, precisamente al llevar esa vida, en caso de divorcio el fallo sería contra él.
Maigret fumaba soñadoramente mirando a aquel hombre alto, pelirrojo, con ojos de un azul de loza. Acabó por levantarse, suspirando.
—En definitiva, ¿usted no la considera como loca?
—No a primera vista. No olvide usted que yo solamente la he visto bajo la influencia de la bebida. Serían menester observaciones más amplias y pausadas para establecer un diagnóstico… Lamento no poderle ser más útil…
Se estrecharon las manos y Amadieu observó a los dos hombres descender la escalera, pues la casa no tenía ascensor.
—¿Brasserie Dauphine?
—Con gusto, jefe.
—Es una lástima que no se la pueda meter en Sainte-Anne bajo los cuidados de un hombre como ése…
—Debe ser insoportable para el marido vivir con ella, incluso aunque no estén frente a frente. De saberla bajo mi mismo techo, con los sentimientos que ella demuestra, yo creo que tendría miedo…
Maigret miró seriamente a Lapointe.
—¿Tú crees que ella sería capaz…?
—Le decía hace un rato que la compadecía… La sigo compadeciendo, pero al mismo tiempo me espanta…
—De cualquier modo, él está en alguna parte, muerto o vivo…
—Más bien muerto… —suspiró muy bajo Lapointe.
* * *
La primera cosa que hizo Maigret al entrar en la brasserie Dauphine fue dirigirse hacia el teléfono y llamar a su casa.
—Ya sé —dijo madame Maigret antes de que él abriera la boca—. No vienes a almorzar. Ya me lo esperaba y no he preparado nada; te hubieras tenido que conformar con jamón en la ensalada…
Estuvo tentado de tomar un segundo pastís, pero se acordó de las recomendaciones de su amigo Pardon y renunció al aperitivo. En el menú había tripas al estilo de Caen y, pese a que le estaban prohibidas, no por ello dejó de regalarse con ellas.
—Dudo en pedir al fiscal una orden de registro. Me costaría obtenerla, dado que nada prueba que un drama se haya producido…
—¿Qué es lo que buscaría?
—Un arma… ¿Tenía revólver el notario? ¿Posee uno su mujer?
—¿La cree usted capaz de matarlo?
—En lo que a ella concierne todo lo creo posible. Lo mismo habría podido matarlo con un atizador que con una botella…
—¿Y qué habría hecho del cuerpo?
—Ya lo sé, ya. No la veo acechando a su marido a la salida del Cric-Crac, atontarlo de un golpe y, puesto que no ha habido tiros, hacerlo desaparecer…
—¿Quizás ella tuviera un cómplice?
—A menos que hayamos cogido el camino malo y nuestro hombre haya sido atacado por unos vulgares malhechores… Cada noche hay agresiones de esa clase…
—¿Por qué, en ese caso, tomarse la molestia de hacer desaparecer el cuerpo?
—Lo sé, lo sé… Giro en redondo… En algunos momentos creo acercarme a la solución y un instante después me doy cuenta de que eso no se tiene de pie…
Maigret soltó una risita, contrariado.
—Lo más bonito sería que nuestro notario reapareciera de repente, vivo y campante, y nos preguntara qué nos pasa…
—¿Qué piensa usted de Lecureur?
—¿El primer oficial? No me gusta mucho, sin saber por qué. Es uno de esos hombres fríos a los que nada turba y que conservan su dominio en toda circunstancia…
—Le habló usted de lo que ocurriría con el estudio si se demostrara que Sabin-Levesque está muerto… Hace más de veinte años que trabaja… Debe sentirse inclinado a considerar un poco el negocio como suyo…
—Sería menester que la viuda consintiera en conservarlo, lo cual creo improbable… No parece haber mucha simpatía entre ellos…
—De todas formas, no se besarían en nuestra presencia…
Maigret miró pesadamente a Lapointe.
—¿Lo crees de verdad?
—Desde esta mañana, sí… Tal vez me equivoque, pero…
—Eso sería demasiado sencillo, ¿no? Son inteligentes, los dos. Nathalie es una verdadera fiera… Ya has oído lo que el psiquiatra nos ha contado… Esto me recuerda parte de una frase que he leído no hace mucho… Frenética hasta volverse inconsciente…
—¿Cree usted que eso podría aplicarse a ella?
—Sí. Cuando ha bebido, al menos… Y como ella está, desde buena mañana, bajo la influencia del alcohol, eso hace de ella una mujer peligrosa…
—De ahí a matar a su marido…
—Lo sé… Y, sin embargo, ella se enerva… Volveré a verla, nada más que para empujarla a sus últimos reductos…
—¿Y si fuera ella la que tuviera miedo?
—¿De quién?
—De su marido… Él también puede tener a veces ganas de saberla muerta… Hace más de quince años que la soporta, desde luego, pero ocurre que a veces en un momento la cuerda se rompe…
Maigret rió de nuevo.
—Debemos tener un bonito aspecto, los dos, elaborando unas hipótesis sobre unos elementos que desconocemos…
No tomó coñac después del café. Estaría algún tiempo asqueado del coñac después de haber visto a la mujer del notario trasegarlo como si fuera agua.