Capítulo segundo

Todo olía a gran fortuna, a las grandes familias del siglo pasado, a austeridad. El apartamento ocupaba todo el piso y la señora Sabin-Levesque, siempre poco segura sobre sus piernas, comenzaba por hacer visitar la parte que era la suya.

Después del boudoir se descubría una gran habitación cuyas paredes estaban también tapizadas de seda azul. Era aparentemente su color preferido. El lecho estaba deshecho y ella no se preocupaba de la intimidad que revelaba. Los muebles eran blancos. Sobre la cómoda había una botella de coñac empezada.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó Maigret.

—Nathalie. Sin duda para recordar mis orígenes rusos…

El baño era de mármol gris azulado, lo mismo que las paredes y el suelo, y, al igual que el dormitorio, estaba en desorden.

Venía seguidamente una habitación rodeada de armarios y luego lo que hubiera podido llamarse un pequeño salón de reposo y que venía a ser el complemento del boudoir.

—Es aquí donde como cuando no almuerzo en el salón comedor.

Tenía el aire indiferente de un guía haciendo visitar un museo.

—Ahora, entramos en el dominio de los criados.

Una vasta habitación, primero, de armarios acristalados llenos de vajilla de plata, luego un pequeño comedor pintado de blanco y finalmente una cocina con hornillo de modelo anticuado y cacerolas de cobre. Una mujer vieja se afanaba allí.

—Marie Jalon, que estaba ya aquí en tiempos de mi suegro.

—¿Cuándo murió?

—Hace diez años.

—Entonces, usted vivió aquí con él.

—Durante cinco años…

—¿Se entendían bien los dos?

—Yo le era completamente indiferente. En aquella época yo tomaba mis comidas en el comedor y podría contar las veces que él me dirigió la palabra.

—¿Cuáles eran sus relaciones con su hijo?

—Gérard bajaba al despacho a las nueve. Ocupaba una pieza para él solo. Yo no sé lo que hacía en realidad.

—¿Ya entonces le daba por desaparecer?

—Durante dos o tres días, sí.

—¿Su padre no decía nada?

—Fingía no darse cuenta.

Era todo un mundo el que Maigret descubría, un mundo desusado, replegado sobre sí mismo.

Quizás, en el siglo precedente o al comienzo del veinte, hubiese habido recepciones o bailes en los dos salones. Porque había dos, y el segundo era casi tan vasto como el primero.

Por todas partes paredes enmaderadas que habían oscurecido.

Por todas partes también cuadros de otra época, retratos de hombres con patillas y el pescuezo envarado en cuellos muy altos.

Hubiera podido creerse que en un momento dado la vida se había detenido.

—Ahora, entramos en la parte de mi marido…

Un despacho, con libros encuadernados hasta el techo. Un escabel de nogal para alcanzar los anaqueles superiores. El escritorio, en ángulo cerca de la ventana, estaba guarnecido con una carpeta y accesorios de cuero pardo. Ningún desorden. Nada indicaba que alguien viviera allí.

—¿Es aquí donde él se sienta por la noche?

—Cuando está en casa.

—Veo que tiene televisión.

—Yo también, pero no la pongo en marcha nunca.

—¿Nunca han pasado juntos las veladas en esta habitación?

—Los primeros tiempos de nuestro matrimonio.

Articulaba con cierto esfuerzo y dejaba caer las palabras como si no tuvieran importancia. Las comisuras de sus labios colgaban de nuevo y daban a su rostro una expresión amarga.

—Su habitación…

Maigret tuvo tiempo de asegurarse que los cajones del escritorio estaban cerrados con llave. ¿Qué podían contener?

Las paredes del dormitorio estaban recubiertas no de madera, sino de cuero crudo. La cama era para dos personas. Había unos sillones con los asientos un poco desfondados.

—¿Usted ha dormido aquí?

—Alguna vez, los tres primeros meses…

¿Era odio lo que expresaba su voz, su rostro? Ella continuaba la visita, siempre como en un museo.

—Su cuarto de baño…

Se veía el cepillo de dientes, su maquinilla de afeitar, su cepillo para el pelo y su peine.

—¿Nunca se llevaba nada?

—No, que yo sepa.

Un armario, como en la habitación de Nathalie, luego una sala de gimnasia.

—¿La utilizaba?

—Raramente. Se ha puesto más bien grueso; no gordo propiamente dicho, pero sí adiposo…

Empujaba una puerta.

—La biblioteca…

Millares de libros, de todas las épocas, con muchas obras recientes, sin embargo.

—¿Leía mucho?

—Yo no venía a ver lo que hacía por la noche. Esta escalera conduce directamente al estudio, pues hemos pasado por encima de la bóveda. ¿Tiene usted todavía necesidad de mí?

—Es probable que tenga necesidad de volver a verla. Si es así, la llamaré por teléfono.

Ella iba a volver a su botella.

—¿Supongo que pasará usted ahora a los despachos?

—Me gustaría hacer unas preguntas al señor Lecureur, en efecto. Me excuso por haberla molestado…

Ella se alejó, lastimosa, pero al mismo tiempo irritante. Maigret bajó la escalera cargando al fin una pipa, pues había evitado fumar en el apartamento.

Se encontró en una gran habitación donde media docena de mecanógrafas que trabajaban febrilmente le miraron con sorpresa.

—El señor Lecureur, por favor.

En las estanterías, centenares de expedientes verdes como los que se encuentran en las oficinas del gobierno y en la mayor parte de las notarías. Una mujercita morena le hizo atravesar una habitación donde no había más que una mesa alargada y una caja fuerte desmesurada, de modelo antiguo.

—Por aquí…

Otra habitación, donde un hombre de cierta edad, solo, estaba inclinado sobre lo que debía ser el libro mayor. Lanzó una mirada indiferente a Maigret que pasó a la habitación vecina, donde cinco empleados trabajaban.

—¿El señor Lecureur está solo?

—Creo que sí.

—¿Quiere usted preguntarle por teléfono si puede recibir al comisario Maigret?

Esperaron un instante, de pie; luego, una puerta acolchada se abrió.

—Entre, se lo ruego… No me incomoda verle…

Lecureur era más joven de lo que el comisario había imaginado cuando le dijeron que había trabajado con el viejo notario fallecido. No debería tener los cincuenta años. Era moreno, con pequeños bigotes, y su traje era de un gris oscuro, casi negro.

—Siéntese usted, por favor.

Más madera. El fundador del estudio debía tener una afición inmoderada a las paredes recubiertas de paneles de madera oscura.

—¿Supongo que es madame Sabin-Levesque quien le ha alertado?

Aquí los muebles, eran de caoba, estilo Imperio.

—¿Supongo que es usted quien reemplaza a su jefe durante sus escapadas?

—Es mi función de primer pasante. Hay sin embargo unas actas que yo no puedo firmar y me encuentro muy embarazado.

Era un hombre tranquilo, con esa distinción particular que adquieren las gentes al rozarse con el gran mundo. No era servil, pero había en su actitud una punta de deferencia.

—¿Cuando él desaparecía así, no le advertía?

—No. Sus escapadas no eran premeditadas. Desde luego, yo no conozco su vida fuera de la oficina… Estoy obligado a emitir hipótesis… Salía a menudo de noche, casi todas las noches, en realidad.

—Un instante. ¿Tomaba él parte activa en el trabajo de la notaría?

—Pasaba la mayor parte de la jornada en su despacho y recibía personalmente a la mayoría de los clientes… No daba la impresión de ser un hombre ocupado y, sin embargo, tenía más trabajo que yo… Sobre todo en lo que concierne a la administración de fortunas, a las ventas o compras de fincas y castillos… Tenía un olfato extraordinario, y yo hubiera sido incapaz de reemplazarlo…

—¿Su despacho está al lado del suyo?

Lecureur fue a abrir una puerta.

—Éste es… Los muebles, como ve, son del mismo estilo, pero hay tres sillones más.

Ningún desorden. Nada de polvo. El despacho del notario daba al boulevard Saint-Germain y se oía el ruido monótono de la circulación.

Los dos hombres volvieron a su sitio.

—Parece que, de ordinario, las escapadas no duraban más que dos o tres días…

—Estos últimos tiempos llegaban a veces hasta a una semana.

—¿Su jefe no se mantenía en contacto con usted?

—Me telefoneaba casi siempre para saber si nada nuevo le reclamaba…

—¿Sabe usted desde dónde le llamaba?

—No.

—¿Sabe si tenía un pisito en la ciudad?

—Es una posibilidad en la cual he pensado. Nunca llevaba mucho dinero encima y casi todo lo pagaba con cheques… Los talones pasaban por mis manos antes de ir a contabilidad…

Se calló, las cejas fruncidas.

—Me pregunto si tengo derecho a abordar estas cuestiones. Yo estoy obligado por el secreto profesional.

—No si él ha sido asesinado, por ejemplo…

—¿Lo cree usted seriamente?

—Su mujer parece creerlo.

Se encogió de hombros como para significar que lo que ella dijese no tenía demasiada importancia.

—Le confieso que también yo lo he pensado. Es la primera vez que su ausencia es tan larga y también la primera en que no ha telefoneado. Hace ocho días tenía una cita aquí, con uno de nuestros clientes más importantes, uno de los mayores, si no el mayor, de los terratenientes de Francia.

»Él lo sabía… Pese a sus aires distraídos y a su aspecto poco serio, no olvidaba jamás nada y era más bien meticuloso en su vida profesional…

—¿Qué hizo usted?

—Pospuse la cita para más adelante pretextando que él estaba internado en una clínica.

—¿Por qué, pese a sus sospechas, no ha advertido usted a la policía?

—No era cosa mía, sino de su mujer el hacerlo…

—Parece ser que ella no baja nunca al estudio.

—Exacto… En otro tiempo, vino dos o tres veces, pero nunca se entretuvo mucho…

—¿Se le puso mala cara?

—No se la acogió con agrado. Ni siquiera su marido.

—¿Por qué?

Se calló de nuevo, más turbado aún que antes.

—Me excuso, señor comisario, pero me pone usted en una posición embarazosa. Las relaciones de mi jefe con su esposa son algo que no me concierne…

—¿Y si ha sido cometido un crimen?

—Eso lo cambiaría todo, evidentemente… Aquí, nosotros adoramos al señor Gérard… Es así como yo le llamo, pues le conocí cuando salía apenas de la universidad… Todo el personal le aprecia… Nadie se permite juzgar su vida privada…

—Creo comprender que no ocurre lo mismo con su mujer.

—Es un poco como si ella fuera un elemento extraño en la casa. No pretendo que esté loca. Pero no deja de ser como una espina bajo la piel.

—¿Porque bebe?

—También está eso.

—¿Su jefe es desgraciado con ella?

—Nunca se me ha quejado. Él se está haciendo poco a poco una vida personal…

—Ha hablado usted hace un momento de cheques que pasan por sus manos. Supongo que él los firmaba a beneficio de las mujeres con las cuales pasaba un número más o menos grande de días…

—Yo lo supongo también, pero no tengo la prueba,… Esos cheques no estaban librados a un nombre determinado, sino al portador… Los había tanto de cinco mil francos como de veinte mil…

—¿No había cada mes algunos del mismo monto?

—No. Es por ello que no creo que él tuviera un pisito.

Se miraron ahora en silencio.

—Algunos miembros del personal —suspiró al fin el primer pasante—, lo han visto entrar en cabarets… En esos casos se producía casi siempre una ausencia más o menos larga…

—Cree usted que le ha ocurrido alguna desgracia, ¿no es eso?

—Lo temo. ¿Y usted, señor comisario?

—Según lo poco que yo sé hasta el momento, lo temo también… ¿Le llamaron alguna vez mujeres al despacho? Supongo que todas las comunicaciones pasan por una centralita…

—He interrogado a la telefonista, desde luego…

—No hay ninguna traza de comunicación de ese género…

—Lo que hace suponer que en el transcurso de sus fugas no daba su verdadero nombre.

—Hay un detalle que creo deber comunicarle… Hace ya quince días comencé a inquietarme… Telefoneé a madame Sabin-Levesque para decírselo y aconsejarle que se pusiera en comunicación con la policía…

—¿Qué le dijo ella?

—Que no había lugar aún para inquietarse y que ya actuaría en el momento oportuno…

—¿No le pidió que fuera usted o bien no vino ella para discutir con usted?

—No.

—No veo otras preguntas que hacerle por el momento. Si hay algo nuevo, le ruego que me telefonee a la P. J. Un detalle, sin embargo. ¿Los criados, en el primer piso, comparten los sentimientos del personal del estudio en lo que concierne a madame Sabin-Levesque?

—Sí. La cocinera, en particular, Marie Jalon, que está en la casa desde hace cuarenta años y que ha conocido al señor Gérard de niño, la odia literalmente.

—¿Y los otros?

—La soportan, nada más. Salvo su doncella, Claire Marelle, que le es muy adicta y que la desnuda antes de meterla en la cama cuando la encuentra caída por el suelo…

—Le doy las gracias.

—¿Va usted a abrir una investigación?

—Sin muchos triunfos en mi juego. Le mantendré al corriente.

Maigret salió y, cerca del metro de Solferino, entró en un café. No pidió coñac, bebida de la que estaba asqueado por mucho tiempo, sino una gran cerveza bien fría.

—¿Tiene usted una ficha de teléfono?

Se encerró en la cabina y buscó el número del abogado en cuya casa Nathalie pretendía haber trabajado antes de su matrimonio, el letrado Bernard d’Argens. El nombre no figuraba en el listín.

Bebió su vaso y tomó un taxi, dando la dirección de la rue de Rivoli.

—Espéreme. No tengo para mucho rato.

Penetró en la portería, que era una especie de pequeño salón. No era una mujer sino un hombre de cabellos blancos quien hacía de portero.

—¿El abogado d’Argens, por favor?

—Hace diez años que murió.

—¿Estaba usted ya en la casa?

—Estoy desde hace treinta años.

—¿Quién ocupó su estudio?

—No lo tomó un abogado sino un arquitecto, el señor Mage.

—¿No ha conservado una parte del personal?

—El abogado d’Argens no tenía más que una vieja secretaria que tomó el retiro y se volvió a su tierra.

—¿No ha conocido usted a una señorita Frassier?

—¿Una morena bonita, siempre agitada? Trabajó para el abogado hace más de veinte años… No se quedó más que un año, pues el trabajo no le gustaba, e ignoro qué se ha hecho de ella…

Maigret, con la frente fruncida, volvió a su taxi. Ciertamente, la investigación no hacía más que comenzar, pero se presentaba mal, sin ningún elemento al que cogerse. Además, era menester actuar con discreción, pues igual el notario podía aparecer de un día para el otro.

El sol había desaparecido detrás de las casas. Hacía más fresco y Maigret lamentó haberse dejado su abrigo de entretiempo en el despacho.

Hizo parar en la esquina del Quai des Orfèvres y del boulevard du Palais, pues tenía ganas de tomar un segundo vaso de cerveza.

Seguía pensando en Nathalie, en la extraña madame Sabin-Levesque, y tenía la intuición de que ella sabía mucho más de lo que decía.

De vuelta a su despacho, con sus pipas, cargó una y fue hacia la puerta del despacho de los inspectores. Lapointe escribía a máquina. Janvier miraba por la ventana. Lucas estaba ocupado en telefonear.

—Janvier… Lapointe… Vengan los dos a mi despacho…

Janvier, él también, le daba un poco a la botella y se volvía ventripotente.

—¿Estás libre, Janvier?

—Nada importante en este momento. He terminado con el joven ladrón de coches.

—¿Tienes ánimos para pasar la noche fuera?

—¿Por qué no?

—Irás en cuanto te sea posible al bulevard Saint-Germain y vigilarás el doscientos siete bis… Si la mujer de la cual voy a darte la descripción sale del inmueble, tú la sigues… Es mejor que tengas un coche a tu disposición…

»Es morena, bastante alta, muy delgada, con unos ojos muy fijos y tics nerviosos… Si abandona la casa, será sin duda a pie, pese a que tenga chófer y dos coches… Uno es un Bentley y el otro un Fiat…

»Dile a Lourtie que acuda a relevarte mañana por la mañana y pásale la consigna…

—¿Cómo irá vestida?

—Cuando ha venido aquí; llevaba un abrigo de pieles, de visón probablemente.

—Bien, jefe.

Janvier salió y Maigret se volvió hacia Lapointe.

—¿Y tú? ¿Nada nuevo?

Lapointe enrojeció, balbuciendo sin mirar a Maigret de frente.

—Sí… Una llamada telefónica… Hace ya algunos minutos…

—¿De quién?

—De la mujer de esta mañana.

—¿Qué quería?

—Primero me ha preguntado si usted estaba aquí… Le he dicho que no. Me ha parecido completamente ebria.

»—¿Quién está al aparato, pues? —ha insistido.

»—El inspector Lapointe.

»—¿El botarate que esta mañana anotaba todo lo que yo decía?

»—Sí.

»—Pues bien, mierda de mi parte al comisario… Y otro tanto para usted…

Y Lapointe añadió, siempre apenado:

—Hubo como un ruido de lucha y se oyó la voz de ella que decía: «Déjame, en nombre de Dios…». Le debieron arrancar el teléfono de las manos y cortaron la comunicación.

* * *

Antes de salir de la P. J., dijo a Lapointe:

—Quisiera que vengas a recogerme a mi casa con uno de los coches, a eso de las once.

—¿Mañana por la mañana?

—Esta noche. Tengo ganas de meter la nariz en algunas de esas boîtes.

Madame Maigret le había guardado los arenques que a él tanto le gustaban y se regaló con ellos al tiempo que miraba vagamente las noticias de la televisión. Por su cara, ella adivinaba que el asunto en curso no era una encuesta ordinaria. Lo que le preocupaba es que él hiciera de la investigación casi un asunto personal.

Era verdad. Aquel día, ese 21 de marzo suave y límpido, él se había sumergido en un mundo que le era extraño; se había sobre todo encontrado frente a frente con un tipo de mujer que él antes nunca había encontrado y que lo despistaba.

—¿Me sacarás un traje oscuro, el mejor?

—¿Qué pasa?

—Lapointe viene a buscarme a las once. Debo visitar con él dos o tres boîtes nocturnas.

—Eso te cambiará las ideas, ¿no?

—Si eso pudiera aportar respuestas a las preguntas que yo me planteo…

Instalado en su sillón, dormitó ante la televisión y, a las diez y media, su mujer le trajo una taza de café.

—Si debes velar hasta tarde…

Encendió primero una pipa, antes de tomar el café a pequeños sorbos. Para él, el café y la pipa iban juntos.

Se fue a refrescar al cuarto de baño y luego se cambió como si su apariencia pudiera tener importancia. En el fondo, se había quedado un poco en la época en que uno se vestía de frac para ir a la ópera y se ponía el esmoquin para ir por la noche a un cabaret.

Eran las once menos cinco. Creyó oír un coche que se detenía. Abrió la ventana y distinguió, en efecto, en el borde de la acera, uno de los pequeños coches negros de la P. J. y junto a él una alta silueta.

Besó a madame Maigret, se dirigió hacia la puerta, regañón, pero, en el fondo, más que contento de no ser director de la P. J.

—No me esperes, sobre todo.

—No tengas miedo. Tengo sueño.

El aire no era demasiado fresco y la luna se alzaba por encima de las chimeneas. Quedaban muchas ventanas iluminadas y algunas estaban abiertas.

—¿Dónde vamos, jefe?

Sacó del bolsillo un viejo sobre encima del cual había anotado las direcciones halladas en la guía telefónica.

—¿Conoces el Chat Botté?

—No.

—Es en la rue du Colisée…

Siguieron, a lo largo de los Champs-Elysées, la doble corriente de coches brillantes, entre las hileras de los rótulos luminosos. Un portero con galones como un almirante se mantenía erguido delante del cabaret. Los saludó militarmente y abrió la puerta de doble batiente. Franquearon un grueso telón de cortinajes rojos y dejaron abrigos y sombreros en la guardarropía.

El pianista dejaba correr sus dedos al azar sobre el teclado; el guitarrista templaba su instrumento y nadie, por el momento, se ocupaba del contrabajo.

La sala era roja. Todo era rojo, las paredes, los techos, el tapizado de los asientos de un rojo ligeramente anaranjado que, de cualquier modo, resultaba más bien alegre que agresivo. El bar, por el contrario, estaba estucado de blanco y el barman enjugaba unos vasos que alineaba tras él.

El maître se acercó a ellos sin demasiada convicción. ¿Quizás había reconocido a Maigret? ¿Quizás los dos hombres no tenían el aspecto de clientes serios?

El comisario hizo una seña negativa y se dirigió hacia el bar. Tres mujeres estaban sentadas en mesas diferentes, mientras que en otra una pareja parecía discutir. Era demasiado pronto. No sería hasta la medianoche que la animación comenzaría.

—Buenas noches, señores… ¿Qué les sirvo?

El barman tenía los cabellos blancos y un aire distinguido. Los observaba con fingida indiferencia.

—¿Supongo que no sirven cerveza?

—No, señor Maigret.

—Pónganos lo que usted quiera.

—¿Martini seco?

—De acuerdo…

Una de las mujeres vino a sentarse en uno de los taburetes del bar, pero el barman de cabellos blancos le hizo una ligera seña y ella volvió a su mesa.

Una vez llenos los vasos, preguntó:

—¿Y bien?

Maigret sonrió.

—En efecto —confesó—. No estamos aquí para divertirnos. Tampoco hemos venido a causarles problemas… Sólo busco una información…

—Si puedo dársela, será un placer…

Se había establecido entre ellos una especie de complicidad. La dificultad, para Maigret, era describir a un hombre que jamás había visto.

—De talla media, pero más bien algo más bajo que la media. De cuarenta a cuarenta y cinco años… Ya algo barrigón y adiposo… Cabellos rubios que empiezan a escasear y una cara presumida… Se viste con mucho gusto, casi siempre de tonos beiges…

—¿Le busca usted?

—Quisiera encontrar su rastro.

—¿Ha desaparecido?

—Sí.

—¿Qué delito ha cometido?

—Ninguno.

—Podría ser monsieur Charles…

—¿La descripción corresponde?

—Poco más o menos… Muy alegre, ¿verdad? ¿Siempre jovial?

—Eso creo.

—¿No le conoce usted?

—No.

—Viene de vez en cuando y se sienta en el bar. Pide una botella de champán… Luego contempla la sala, estudia a las animadoras una a una… Termina por fijar su elección y hace llamar a aquella que le gusta…

—¿Se queda hasta tarde?

—Eso depende… En algunos casos, se va con la chica… En otros, se contenta con pasarle discretamente un billete de quinientos y se marcha… Probablemente para buscar en otra parte…

—¿Hace tiempo que no le ha visto?

—Bastante tiempo, sí… ¿Tal vez seis semanas? ¿Quizás dos meses?…

—¿Cuando se lleva a una de las mujeres, ella no está ausente durante varios días?

—No hable tan alto. Al patrón no le gusta eso. Está allí, entre las mesas…

Un hombre de esmoquin, de tipo italiano, con los cabellos rizados y finos bigotes. Les vigilaba de lejos. ¿Había reconocido también él al comisario?

—Las animadoras, en principio, no tienen derecho a salir antes del cierre…

—Lo sé… Pero tampoco ignoro que nunca se es tan estricto… ¿Entre esas jóvenes hay alguna que se fuera con él?

—Martine, creo… Haría usted mejor, si quiere hablarle, en ir a sentarse a su mesa… Le enviaré una botella.

La joven de cabellos lacios que le caían sobre los hombros les observó curiosamente.

Algunos clientes, varios con sus mujeres, habían llegado mientras y la pequeña orquesta tocaba un blues.

—¿Han pedido ustedes de beber? —preguntó la muchacha.

—El barman ha pedido por nosotros —gruñó Maigret pensando en las dificultades que tendría con su nota de gastos.

—¿Ya habían venido ustedes aquí?

—No.

—¿Quiere que llame a alguna de mis compañeras?

El patrón, de pie tras la mesa, intervino.

—No metas la pata, Martine. Estos señores son policías.

—¿Es verdad? —preguntó ella a Maigret.

—Es verdad.

—¿Por qué quiere usted hablar conmigo?

—Porque ocurre que usted ha salido con monsieur Charles…

—¿Y qué hay de malo en eso?

No le desafiaba. Continuaba hablando con una voz dulce, amable, y la aventura parecía divertirla.

—Nada. Se trata sólo de que monsieur Charles hace un mes que ha desaparecido. El dieciocho de febrero, exactamente. ¿Le ha visto usted después de esa fecha?

—Estoy precisamente sorprendida de que él no venga por aquí y hasta he hablado de ello con una de mis amigas…

—¿Qué piensa de él?

—No se llama Charles, desde luego. Debe ser un hombre importante que está obligado, cuando quiere divertirse, a esconder su verdadera identidad. Es muy cuidadoso, muy meticuloso. Le dije, que tenía manos de mujer, de tan bien que estaban manicuradas…

—¿Adónde fue usted con él?

—Yo creía que me iba a llevar a un hotel, pero me pidió si no podía recibirlo en mi casa… Tengo un bonito estudio en la avenue de la Grande-Armée… No recibo a nadie… Por otra parte, es raro que acepte salir con un cliente… La gente cree que las animadoras estamos aquí para eso, pero no es verdad…

El champán había sido servido y ella alzó su copa.

—Por monsieur Charles, pues es a causa de él que estamos aquí. Espero que no le haya sucedido nada…

—Lo ignoramos. Simplemente, ha desaparecido…

—¿Es su mujer quién se ha inquietado? ¿La medio loca?

—¿Le habló de ella?

—Pasamos juntos cuatro días… Era divertido porque él quería a toda costa ayudarme a hacer la comida y a lavar los platos… De vez en cuando, me hablaba de él, siempre con bastante vaguedad… Pero no le pregunto a usted quién es él…

—Un hombre importante, como ya ha adivinado…

—¿Vive en París?

—Sí.

—¿Y supongo que se echa de vez en cuando una canita al aire?

—Exacto… Cuatro o cinco días, una semana…

—Yo telefoneé al patrón, el señor Mazotti, para decirle que estaba enferma, pero seguramente no me creyó… Cuando volví al Chat Botté, me puso mala cara…

—¿A qué fecha se remonta el encuentro a que usted se refiere?

—Dos meses, o quizás un poco más…

—¿Nunca había venido antes aquí?

—Le vi alguna vez en el bar… No pareció encontrar lo que buscaba, ya que se fue solo…

—¿Frecuentaba otras boîtes?

—No me lo dijo, pero supongo que sí.

—¿Tenía coche?

—No. Fuimos a mi casa caminando, cogidos del brazo. Era muy alegre…

—¿Bebía mucho?

—No lo que se dice mucho; justo lo bastante para mantener la alegría…

—¿No le dijo a usted si tenía un pisito?

—¿Tenía uno?

—No lo sé.

—No. Él quería ir a mi casa… Durante aquellos cuatro días, vivimos como si hubiéramos sido viejos amantes… Me miraba tomar mi baño y vestirme… Se asomaba a la ventana cuando iba a hacer la compra y a mi vuelta él ya había puesto la mesa…

—¿No se le ocurre algo que pueda ayudarme a encontrarlo?

—No, lo intento… Fuimos a pasear por el Sois de Boulogne, pero el cielo estaba cubierto y volvimos bastante aprisa… Él era muy…

Se interrumpió de pronto, como púdica.

—Siga.

—Va usted a burlarse de mí… Era muy tierno, lleno de pequeñas atenciones, como un enamorado… Cuando se fue, me puso un cheque en la mano… ¿Ya se van ustedes?

El patrón, Mazotti, les esperaba cerca del cortinaje rojo que velaba la puerta.

—¿Ha encontrado usted lo que buscaba, comisario?

—Martine se lo dirá. Buenas noches.

La personalidad de Sabin-Levesque se precisaba un poco y Maigret acababa de enterarse más sobre él que por su mujer y por su primer oficial.

—¿Se continúa? —preguntó Lapointe.

—Ya que estamos en ello… Vamos a La Belle Helene, en la rue de Castiglione…

Era en apariencia más refinado. Todo estaba en tonos pastel y unos violines tocaban un vals lento. Aquí también Maigret, seguido de Lapointe, se dirigió hacia el bar. Maigret miró al barman y frunció las cejas.

—¿Te han soltado? —preguntó.

—He obtenido mi libertad anticipada gracias a la buena conducta…

Era Maurice Moceo, un truhán corso, que tenía cargados antecedentes judiciales.

—¿Qué toma usted, señor comisario?… ¿Y usted, joven? ¿Es su hijo, monsieur Maigret?

—Es uno de mis inspectores.

—¿No es por mí que viene usted, supongo?

—No.

—¿Qué les sirvo, pues?

—Dos cervezas…

—Desgraciadamente, no tengo…

—Agua.

—¿Lo dice en serio?

—Sí. ¿Conoce usted a monsieur Charles?

—¿Cuál? Hay varios. Uno de ellos es completamente calvo y debe tener unos setenta años; viene de Burdeos una vez por semana, para sus negocios, y aprovecha para pasar por aquí… El otro viene más irregularmente… Bastante bajo, muy elegante, muy amable, siempre vestido de claro…

—¿Regordete?

—Se le puede llamar regordete, sí…

—¿No se ha llevado nunca a una animadora?

—La mayor parte de las veces se va solo, pero una vez se fijó en una, en la bella Leila, que ya hace tiempo no está aquí… Fue el verano pasado… Discutieron en la mesa del rincón, allá… Leila no hacía más que decir que no con la cabeza y él insistía… Cuando se fue, la llamé:

»—¿Quién es ese tipo? —le pregunté.

»—Un tipo muy bien… Quería llevarme a pasar varios días al campo con él… A un albergue… La sencillez, el aire sano… ¡Figúrate!

»—¿Qué te ofrecía a cambio?

»—Primero diez mil… Cuando ha visto que no me iba, ha subido la oferta a quince mil y luego a veinte mil… No comprendía que yo pudiera rehusar… ¡Al campo, nada menos! Con todos los piratas que corren hoy en día…

—¿Qué se ha hecho de esa Leila?

—Creo que se casó con un ingeniero de Toulouse… Nunca ha vuelto por aquí…

* * *

Maigret tenía necesidad de aire, él también, pues el ambiente de aquellas boîtes era sofocante y el perfume de las mujeres le asqueaba. Dieron un paseo por la calle desierta.

—Ese viejo crápula de Moceo acaba al menos de darnos una información preciosa. A monsieur Charles también le gustaba llevarse a sus conquistas al campo…

—Creo comprender lo que usted quiere decir.

—Entre esas mujeres, hay un poco de todo… He conocido a una que era doctor en sociología… Algunas tienen un amante… Y esos amantes no son siempre muy recomendables…

Eran las dos de la mañana. Maigret no tenía sueño.

Diez minutos más tarde, los dos hombres bajaron del coche ante el Cric-Crac en la rue Clément-Marot. La música pop llegaba hasta la acera. La fachada estaba pintada de todos los colores, como la sala en cuya pista las parejas estaban abrazadas.

Al bar, una vez más. Pero el patrón, un cierto Ziffer, joven y rubio, atajaba al comisario y al inspector.

—¿Una mesa, señores?

Maigret le puso su placa bajo la nariz.

—Perdón, señor comisario… No le había reconocido… Está oscuro aquí…

La sala, que no era grande, no estaba iluminada más que por un globo hecho de pequeños espejos que giraba lentamente del techo.

—No encontrará nada irregular en mi casa, se lo aseguro…

—¿Conoce usted a monsieur Charles?

El rubio Ziffer frunció las cejas, como si tratara de recordar algo.

Fue el barman quien intervino, un hombre muy gordo, de cejas extremadamente pobladas.

—Es al bar donde venía siempre…

—¿Cuándo le vio usted por última vez?

—Hace unas semanas…

—¿Le vio usted el dieciocho de febrero?

—¿Qué día era el dieciocho de febrero?

—Un martes…

—Eso no me dice nada… Mi último recuerdo, fue el día que estaba aquí, en el bar, con Zoé…

—¿Se fue ella con él?

—Está prohibido, señor comisario —intervino el patrón.

—Lo sé, lo sé… ¿Se fue con él?

—No. Pero él anotó algo en una pequeña agenda, sin duda una dirección que Zoé le daba…

—¿Está aquí, esa Zoé?

—Baila en este momento… Es la rubia platino, la que tiene tan hermosos senos…

—Se la voy a buscar —se aprestó Ziffer. Y Maigret, secándose la frente, dijo al barman:

—Desde luego, usted no tiene cerveza…