Maigret jugaba bajo un rayo de sol de un marzo todavía frío. No jugaba con cubos, como cuando era niño, sino con pipas.
Tenía siempre cinco o seis sobre su escritorio y, cada vez que cargaba una, la escogía con cuidado según su humor.
Su mirada era vagarosa y sus hombros parecían cargados. Acababa de decidir la continuación de su carrera. No lamentaba nada, pero le quedaba cierta melancolía.
Maquinalmente, con gran seriedad, ordenaba las pipas sobre el secante buscando trazar figuras más o menos geométricas o que recordasen a tal o a cual animal.
Sobre el escritorio, a la derecha, se apilaba el correo de la mañana, pero no tenía ganas de ocuparse de él.
Al llegar a la P. J. un poco antes de las nueve había encontrado una convocatoria del prefecto de policía, lo cual era raro, y se había encaminado al boulevard du Palais preguntándose qué podía esto significar.
El prefecto le había recibido en seguida, cordial y sonriente.
—¿No adivina por qué le he llamado?
—Le confieso que no.
—Siéntese usted. Encienda su pipa.
El prefecto era joven, apenas llegado a la cuarentena, y provenía de una escuela técnica. Era elegante, quizás demasiado.
—Usted no ignora que el director de la P. J. alcanza su retiro el mes próximo, después de haber permanecido doce años en su cargo… Discutí ayer el asunto de su sucesión con el ministro del Interior y ambos hemos estado de acuerdo en ofrecerle esta responsabilidad…
El prefecto esperaba sin duda una expresión de alegría en el rostro de su interlocutor.
Maigret, por el contrario, se había puesto sombrío.
—¿Es una orden? —había preguntado, casi regañón.
—No, desde luego. Pero debe usted darse cuenta que es una promoción importante, la más importante que un funcionario de la P. J. pueda esperar…
—Lo sé. Sin embargo, preferiría permanecer al frente de la brigada criminal. Le ruego que no tome mi respuesta como una descortesía. Hace cuarenta años que hago policía activa. Me sería penoso pasar mis días en un despacho estudiando expedientes y ocupándome de cuestiones más o menos administrativas…
El prefecto no ocultaba su sorpresa.
—¿Pero no cree usted que debería tomarse un tiempo para reflexionar y darme su respuesta dentro de unos días? Quizás podría consultarlo con madame Maigret.
—Ella me comprende.
—Yo también le comprendo y por lo tanto no quiero insistir…
Demostraba, sin embargo, cierto despecho en su expresión. Comprendía sin comprender. Maigret tenía necesidad de los contactos que le procuraban sus investigaciones y a menudo se le había reprochado no dirigirlas desde su despacho sino participar activamente en ellas, realizando tareas habitualmente reservadas a los inspectores.
Seguía jugando, con la mente vacía. Las pipas, tras el último ordenamiento, hacían pensar en una cigüeña.
La ventana estaba centelleante de sol. El prefecto le había acompañado hasta la puerta y le había estrechado amistosamente la mano. Maigret no ignoraba que su decisión iba a sentar mal en las altas esferas.
Encendió lentamente una de sus pipas y comenzó a fumar a cortas chupadas.
Acababa, unos pocos minutos antes, de decidir un porvenir que no era demasiado largo, pues, en tres años, le llegaría el retiro. ¡Al menos, caramba, que le dejasen emplear esos tres años a su manera!
Tenía necesidad de escapar de su despacho, de respirar el aire del tiempo, de descubrir, a cada nueva encuesta, unos mundos diferentes. Tenía necesidad de las tabernas donde tan a menudo debía esperar, ante el mostrador, bebiendo una caña o un calvados, según las circunstancias.
Tenía necesidad, en su despacho, de luchar pacientemente con un sospechoso que no quería soltar prenda y obtener a veces, después de unas horas, una dramática confesión.
Se sentía confuso. Temía que al final se le forzase, de una forma u otra, a aceptar el nombramiento. Y él no lo quería a ningún precio, pese a que fuera en cierta manera como un bastón de mariscal.
Seguía mirando fijamente las pipas y, a veces, las cambiaba de sitio como si fueran las piezas de un juego de ajedrez.
Se sobresaltó cuando oyó unos golpes discretos en la puerta que comunicaba su despacho con el de los inspectores.
Sin esperar la respuesta, Lapointe entró.
—Le pido perdón por molestarle, jefe…
—No me molestas en absoluto.
Hacía ahora casi diez años que Lapointe ingresó en la P. J. y se había tomado la costumbre de llamarlo el pequeño Lapointe. En aquella época era alto y flaco. Después, se había engordado. Se casó. Tenía dos hijos. Pero a pesar de ello seguía siendo el pequeño Lapointe y, añadían algunos, el mimado de Maigret.
—Tengo, en mi despacho, a una mujer que insiste en verle personalmente. No me quiere decir nada y está tiesa en su silla, inmóvil y bien decidida a ganar la partida.
Era frecuente. Algunas personas, a causa de los artículos de los periódicos, insistían en verle en persona y, a menudo, era difícil hacer que cambiaran de opinión. Algunos, incluso, que habían obtenido Dios sabe cómo su dirección particular, iban a llamar al boulevard Richard-Lenoir.
—¿Ha dado su nombre?
—Aquí tiene su tarjeta.
Madame Sabin-Levesque
207 bis boulevard Saint-Germain
—Me parece una mujer rara —decía Lapointe—. Tiene la mirada fija y una especie de tic nervioso que le hace caer la comisura derecha de los labios. No se ha quitado los guantes, pero se ve cómo sus dedos no cesan de crisparse.
—Hazla entrar y quédate aquí. Coge tu bloc de taquigrafía, por si acaso.
Maigret miró sus pipas y lanzó un suspiro de pesar. El recreo había terminado.
Se levantó al entrar la mujer.
—Siéntese, por favor, señora…
Ella le miró con fijeza.
—¿Es usted de verdad el comisario Maigret?
—Sí.
—Le imaginaba más grueso.
Llevaba un abrigo de pieles y un sombrero que hacía juego. ¿Era de visón? Maigret no sabía nada de pieles, pues la mujer de un comisario divisionario se contenta con un abrigo de piel de conejo o, en el mejor de los casos, de rata almizclera o de chinchilla.
La mirada de la señora Sabin-Levesque recorría lentamente el despacho como para establecer un inventario.
Cuando Lapointe se instaló en una esquina de la mesa con su bloc y su lápiz, preguntó:
—¿Este joven va a quedarse aquí?
—Sí.
—¿Para tomar nota de nuestra conversación?
—Es la regla.
Su frente se ensombreció y sus dedos se crisparon sobre su bolso de cocodrilo.
—Creí que podría tener con usted una entrevista confidencial.
Maigret no respondió. Observaba a su cliente y, al igual que Lapointe, la encontraba rara. Tan pronto su mirada era de una fijeza molesta como parecía completamente ausente.
—Supongo que usted sabe quién soy.
—He leído su apellido en su tarjeta.
—¿Usted sabe quién es mi marido?
—Sin duda lleva el mismo apellido que usted.
—Es uno de los notarios más importantes de París.
Siempre aquel tic, la comisura de los labios cayendo temblorosa. La mujer parecía que apenas podía conservar su sangre fría.
—Continúe, por favor.
—Mi marido ha desaparecido.
—En ese caso no es a mí a quien debe usted dirigirse. Existe un servicio especial que se ocupa de las desapariciones.
La mujer tuvo una sonrisa irónica, sin alegría, y ni se tomó la molestia de responder.
Era difícil decir su edad. Apenas debía tener más de la cuarentena, cuarenta y cinco como máximo, pero tenía el rostro marcado, con bolsas bajo los ojos.
—¿Ha bebido antes de venir aquí? —preguntó de repente Maigret.
—¿Eso le interesa?
—Sí. Ha sido usted quien ha insistido en verme, ¿no es cierto? Por lo tanto sabía que iba a exponerse a unas preguntas que sin duda usted juzgará indiscretas.
—Le imaginaba de otra manera, más comprensivo.
—Es justamente porque trato de comprender que tengo necesidad de conocer ciertas cosas.
—He bebido dos copas de coñac, para darme ánimos.
—¿Dos solamente?
La mujer le miró en silencio.
—¿Cuándo desapareció su marido?
—Hace más de un mes. El dieciocho de febrero. Estamos a veintiuno de marzo…
—¿No le había anunciado que salía de viaje?
—No me dijo una palabra.
—¿Y es ahora cuando usted denuncia su desaparición?
—Estoy acostumbrada.
—¿A qué?
—A que él se ausente durante varios días.
—¿Y hace tiempo que eso dura?
—Años. Comenzó poco después de nuestro matrimonio, hace quince años.
—¿No le da a usted ninguna razón para explicar esos desplazamientos?
—No creo que se desplace.
—No la comprendo.
—Él se queda en París o en los alrededores.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque, las primeras veces, le hice seguir por un detective privado. Luego lo dejé, pues era siempre la misma cosa.
La mujer hablaba con cierta dificultad y ello no era solamente debido a las dos copas de coñac que había bebido. Y aquellas dos copas no eran tampoco para darse ánimos, pues su rostro descompuesto y el esfuerzo que debía hacer para controlarse revelaban que se emborrachaba frecuentemente.
—Espero que me dé usted algunos detalles.
—Mi marido es así.
—Eso no me dice nada.
—Es un hombre que se embala. Encuentra a una mujer que le gusta y experimenta la necesidad de vivir con ella durante algunos días. Hasta el presente, su más larga escapada, si puede llamársele así, ha sido de dos semanas.
—¿No irá usted a decirme que las recogía en la calle?
—Casi. Generalmente en los cabarets.
—¿Salía solo?
—Siempre.
—¿No la llevaba nunca con él?
—Hace tiempo que no somos nada el uno para el otro.
—Sin embargo, usted está inquieta.
—Por él.
—¿Por usted no?
Una luz de desafío endureció sus ojos.
—No.
—¿No le ama?
—No.
—¿Y él a usted?
—Aún menos.
—Pero viven juntos, sin embargo.
—El piso es grande. No vivimos al mismo ritmo y no tenemos muchas ocasiones de encontrarnos.
Lapointe seguía tomando notas con el asombro pintado en su rostro.
—¿Para qué ha venido usted aquí?
—Para que usted lo encuentre.
—Pero usted antes nunca se había inquietado.
—Un mes es largo. Y él no se llevó nada, ni siquiera una pequeña maleta ni mudas. No ha cogido tampoco uno de sus coches.
—¿Poseen ustedes varios coches?
—Dos, el Bentley, que es el que él usa más a menudo, y el Fiat, que me está más o menos reservado.
—¿Conduce usted?
—Es el chófer, Vittorio, quien me lleva cuando salgo.
—¿Sale usted mucho?
—Casi todas las tardes.
—¿Para ir a ver a las amigas?
—Yo no tengo amigas…
Raramente había encontrado Maigret a una mujer tan amargada y descorazonadora.
—¿Va usted de tiendas?
—Tengo horror a las tiendas.
—¿Entonces se va a pasear por el Bois de Boulogne o por otro sitio?
—Voy al cine.
—¿Todos los días?
—Casi. Cuando no estoy demasiado cansada.
Igual que ocurre con los drogados, existía un momento en que ella necesitaba un latigazo y ese momento había llegado. Maigret sabía que la mujer hubiera dado no importa qué por una copa de coñac, pero él no podía ofrecérsela, pese a que tuviera una botella en su armario reservada para ciertos casos que se presentaran. Le inspiraba un poco de lástima.
—Trato de comprender, madame Sabin.
—Sabin-Levesque —rectificó ella.
—Como usted diga. ¿Su marido acostumbraba a fugarse?
—Nunca más de un mes.
—Ya me lo ha dicho usted.
—Tengo un presentimiento.
—¿Qué presentimiento?
—Tengo miedo de que le haya ocurrido alguna cosa…
—¿Tiene usted alguna razón para pensarlo?
—No. No se necesita ninguna razón para tener un presentimiento.
—Su marido, según usted, es un notario importante.
—Pongamos que su notaría es importante y que tiene una de las mejores clientelas de París.
—¿Cómo puede él ausentarse periódicamente?
—Gérard es lo menos notario que puede. Heredó el bufete de su padre, pero es el primer oficial quien se ocupa de todo…
—¿No está usted cansada?
—Siempre estoy cansada. Tengo mala salud.
—¿Y su marido?
—A los cuarenta y ocho años, se conserva como un joven.
—Si la comprendo bien, es en los cabarets donde se podrían hallar sus huellas…
—Supongo.
Maigret estaba pensativo. Le parecía que sus preguntas caían en falso y que las respuestas que obtenía no le llevaban a parte alguna.
Por un momento se preguntó si no estaba en presencia de una loca o, en todo caso, de una neurótica. Habían pasado cierto número de ellas por su despacho y la mayor parte le habían causado dificultades.
Las palabras que ella pronunciaba parecían normales, plausibles; pero al mismo tiempo se tenía la impresión de no haber relación entre ellas y la realidad.
—¿Cree usted que llevaba mucho dinero encima?
—Por lo que sé, él se servía sobre todo de su talonario de cheques.
—¿Ha hablado usted con el primer pasante?
—No nos dirigimos la palabra.
—¿Por qué?
—Porque mi marido me prohibió, hace unos tres años, penetrar en sus oficinas.
—¿Hubo alguna razón?
—Yo no sé nada.
—Está usted en malos términos con el primer oficial, pero debe al menos conocerlo.
—Lecureur, es su apellido, me ha mirado siempre con malos ojos.
—¿Estaba ya en el estudio cuando su suegro murió?
—Entró a los veintidós años.
—¿Sabe él, quizás, más que usted respecto al lugar donde se encuentra su marido?
—Es posible. Pero, si fuera a preguntarle, no me diría nada…
Siempre aquel tic, que terminaba por enervar a Maigret. Cada vez más, sentía que este interrogatorio era un suplicio para su visitante. Pero ¿por qué había venido?
—¿Bajo qué régimen está usted casada?
—Bajo el de separación de bienes.
—¿Tiene usted fortuna personal?
—No.
—¿Su marido le da todo el dinero que usted necesita?
—Sí. El dinero no cuenta para él. No puedo jurarlo, pero creo que es muy rico.
Maigret planteaba sus preguntas sin orden determinado. Buscaba en todas las direcciones y, hasta aquí, nada había encontrado.
—Escuche. Está usted cansada. Esto se comprende. Si me lo permite, iré a su casa esta tarde…
—Como usted quiera.
No se levantaba todavía; continuaba manoseando su bolso.
—¿Qué piensa usted de mí? —acabó por preguntar con una voz más sorda.
—No pienso nada, todavía.
—¿Me encuentra usted complicada, no es eso?
—No necesariamente.
—En el instituto, mis compañeras me encontraban complicada y, por así decirlo, nunca he tenido amigas.
—Sin embargo, es usted muy inteligente.
—¿Usted cree?
Ella tuvo una sonrisa, acompañada por un temblor de sus labios.
—Y si lo soy de nada me ha servido.
—¿Nunca ha sido feliz?
—Nunca. Ignoro lo que esa palabra significa.
Señaló a Lapointe, quien seguía taquigrafiando.
—¿Es verdaderamente indispensable que esta conversación sea registrada? Se hace difícil hablar libremente cuando alguien taquigrafía las palabras de uno.
—Si tiene usted alguna cosa que confiarme, él dejará de tomar notas…
—Ahora ya no tengo nada más que decir…
Se incorporó con cierto esfuerzo. Tenía los hombros caídos, la espalda un poco arqueada, el pecho hundido.
—¿Es necesario que él venga con usted, esta tarde?
Maigret vaciló; quiso darle una oportunidad.
—Iré solo.
—¿A qué hora?
—A la hora que mejor le vaya a usted.
—Tengo costumbre de hacer la siesta. ¿Le va bien a las cuatro?
—Muy bien.
—Es en el primer piso. Bajo la bóveda, tome usted la puerta de la derecha.
No le tendió la mano. Muy tiesa, marchó hasta la puerta como si tuviera miedo de caer.
—Le doy de todos modos las gracias por haberme recibido —musitó con la punta de los labios.
Y tras una última mirada a Maigret, se dirigió hacia la gran escalera.
* * *
Los dos hombres se miraron como si cada uno retardase el momento de abrir la boca para preguntar al otro. La diferencia es que Lapointe parecía aturdido mientras que el comisario permanecía más bien grave, aunque con una lucecita maliciosa en los ojos.
Fue a abrir la ventana, escogió una pipa bastante gruesa, la cargó. Lapointe no pudo más.
—¿Qué piensa usted de ella, jefe?
Era una pregunta que sus colaboradores se atrevían raramente a plantearle porque él respondía con un gruñido ya familiar:
—Yo no pienso.
Pero en lugar de ello, él preguntó a su vez:
—¿De esta historia de marido desaparecido?
—Sobre todo, de ella…
Maigret encendió su pipa, se plantó ante la ventana y, contemplando los muelles bajo el sol, suspiró:
—Es una mujer curiosa…
Nada más. No trataba de analizar sus impresiones y menos aún traducirlas en palabras. Lapointe comprendió que Maigret estaba turbado y lamentó el atolondramiento de su pregunta.
—Tal vez está un poco loca —murmuró al mismo tiempo.
Y el comisario le miró pesadamente, sin una palabra.
Se quedó un buen rato cerca de la ventana y luego preguntó:
—¿Almuerzas conmigo?
—Con gusto, jefe. Sobre todo teniendo a mi mujer en casa de su hermana, en Saint-Cloud.
—Pues nos vamos dentro de un cuarto de hora.
Lapointe salió mientras Maigret descolgaba el teléfono y pedía le pusieran con el boulevard Richard-Lenoir.
—¿Eres tú? —dijo la voz de su mujer antes de que él hubiese abierto la boca.
—Soy yo.
—Seguro que vas a decirme que no vienes a comer.
—Lo has adivinado.
—¿Vas a la Brasserie Dauphine?
—Sí, con Lapointe.
—¿Un nuevo asunto?
Hacía tres semanas que había terminado su última investigación importante y estas ganas de almorzar en la place Dauphine señalaban en suma ganas de reemprender el servicio activo. Era un poco también como hacerles la burla al prefecto y al ministro del Interior, que se habían empeñado en encerrarle dentro de un suntuoso despacho.
—Sí.
—No he leído nada en los periódicos.
—Los periódicos no han hablado todavía y quizás no hablarán.
—Buen provecho. Yo sólo iba a ofrecerte arenques asados…
Maigret se quedó un buen rato pensativo. Luego descolgó el teléfono, mirando fijamente el sillón donde su visitante se había sentado. Creía estar viéndola, con su nerviosismo, sus pupilas brillantes y sus tics.
—Póngame con el abogado Demaison, ¿quiere?
Sabía que a esta hora lo encontraría en su casa.
—Aquí, Maigret.
—¿Cómo está usted? ¿Tiene algún pobre malvado asesino que defender?
—No todavía. Tengo solamente necesidad de unos informes. ¿Conoce usted a un notario que se apellida Sabin-Levesque, del boulevard Saint-Germain?
—¿A Gérard? Ya lo creo. Cursamos juntos derecho.
—¿Qué piensa usted de él?
—¿Es que ha hecho una nueva escapada?
—¿Está usted al corriente?
—Todos sus amigos están al corriente. De vez en cuando se embala con una mujer bonita y desaparece de la circulación por una noche o por varios días. Tiene una afición pronunciada por lo que yo llamaría las semiprofesionales, las que hacen strip-tease, por ejemplo, o por las animadoras de cabaret…
—¿Y eso le ocurre a menudo?
—Por lo que yo sé, una docena de veces al año…
—¿Es un notario serio?
—Ha heredado una de las mejores clientelas de París, casi todo el Faubourg Saint-Germain, pese a que se parezca tan poco como sea posible a un notario convencional. Viste trajes claros, y a veces chaquetas de tweed a grandes cuadros.
»Es un chico muy alegre, que se toma la vida por el lado bueno, lo cual no le impide administrar los bienes que le confían con un olfato excepcional…
»Conozco a varios de sus clientes y clientas que sólo ven por sus ojos…
—¿Conoce usted a su mujer?
Un tiempo de vacilación.
—Sí.
—¿Y qué?
—Es una persona curiosa. A mí no me gustaría vivir con ella y a Gérard tampoco le gusta, sin duda, puesto que la ve tan poco como le es posible.
—¿Nunca sale con él?
—No, que yo sepa.
—¿Tiene ella amigas, o amigos?
—Tampoco, que yo sepa.
—¿Amantes?
—No he oído ningún rumor al respecto. La mayor parte de la gente la toma por una neurasténica o por una loca. Bebe mucho.
—Ya me he dado cuenta.
—Le he dicho todo lo que sé.
—Parece que el marido ha desaparecido desde hace un mes.
—¿Y nadie ha recibido noticias suyas?
—Parece que no. Y es por ello que, inquieta, ha venido a verme esta mañana.
—¿Por qué a usted y no a la oficina de personas desaparecidas?
—Es lo que yo le he hecho observar. Ella no me ha contestado.
—Por lo general, cuando él está varios días ausente, permanece en contacto telefónico con su primer pasante… No me acuerdo de su nombre… ¿No ha hablado usted con él?
—Le veré sin duda esta tarde.
Algunos minutos después, Maigret abría la puerta del despacho de los inspectores y le hacía una seña a Lapointe.
Éste se precipitó con cierta torpeza, de la cual no podía librarse en presencia de Maigret. El comisario era su dios.
—No necesitamos los abrigos —murmuró Maigret—. No vamos más que a dos pasos.
Por la mañana se había traído un abrigo de entretiempo que ahora estaba colgado de la percha.
El pavimento resonaba bajo sus pasos. Era bueno volver a encontrar la atmósfera, los olores de cocina y de alcohol de la cervecería Dauphine. Había en el bar varios policías a los que Maigret hizo un saludo con la mano.
Pasaron directamente al comedor, un lugar íntimo desde donde se veía correr el Sena.
El patrón estrechó sus manos.
—¿Un pastís para saludar a la primavera?
Maigret vaciló, pero acabó diciendo que sí.
Lapointe aceptó también y el patrón trajo los vasos.
—¿Una investigación?
—Probablemente.
—Observe usted que yo no le pregunto nada… aquí, la norma es la discreción y la boca cosida… ¿Qué diría usted de unas mollejas de ternera con setas?
Maigret saboreó su pastís, pues hacía tiempo que no lo había bebido. Pusieron frente a ellos algunos entremeses.
—Me pregunto si será más locuaz esta tarde, cuando yo no esté allí…
—Es lo que yo me pregunto también.
Comieron tranquilamente y tuvieron que aceptar la tarta de almendras preparada por la patrona, quien vino a servírsela personalmente después de haberse secado las manos en su delantal.
Eran menos de las dos de la tarde cuando ambos hombres subían la gran escalera de la P. J.
—Han modernizado los locales —gruñó Maigret sin resuello—, pero no se les ha ocurrido instalar un ascensor.
Penetró en su despacho, encendió una pipa y se puso a abrir su correo sin darle mucha importancia. Había sobre todo formularios administrativos que rellenar, informes que revisar.
El tiempo pasaba lentamente. De vez en cuando, miraba por la ventana y se escapaba en espíritu del despacho.
Por una vez, la primavera era puntual. El aire estaba transparente, el cielo azul pálido y las yemas de los tallos ya estaban hinchadas. Dentro de algunos días se vería puntear las primeras hojas de un verde tierno.
—No sé cuándo volveré —anunció abriendo la puerta de los inspectores.
Había decidido ir a pie al boulevard Saint-Germain, pero lo lamentó porque el trayecto hasta el 207 bis le pareció largo y tuvo que enjugarse la frente varias veces.
El vasto edificio de piedra, que el tiempo había vuelto gris, se parecía a la mayor parte de las casas del bulevar. Franqueó una puerta cochera de roble bien encerado y avanzó hacia la bóveda, al final de la cual se divisaba un patio enlosado y unas antiguas caballerizas transformadas en garaje.
El rótulo dorado del notario se hallaba cerca de la puerta de la izquierda y una placa de cobre anunciaba:
Maître G. Sabin-Levesque
A la derecha de la puerta de enfrente, un hombre le observaba a través de los cristales de la garita del portero.
Su visitante de la mañana le había dicho que la vivienda se hallaba en el primer piso. Otra placa de cobre, en ese lado, anunciaba:
Profesor Arthur Rollin
Pediatra
Tercer piso — Visitas convenidas solamente
Éste debía ser un médico caro. El ascensor era amplio. Maigret, por un solo piso, prefirió la acogedora escalera, de peldaños recubiertos por una blanda moqueta.
En el primero, llamó. Casi en seguida la puerta fue abierta por una doncella joven y gentil que tomó su sombrero.
—Si quiere usted hacer el favor de entrar, madame le espera…
Se encontraba en una sala con las paredes recubiertas de madera que, lo mismo que en el gran salón en donde se le hizo entrar, lucía en sus muros retratos de personajes que iban desde el Imperio hasta los alrededores de 1900.
No se sentó. Los muebles eran pesados y, en su mayor parte, de estilo Luis Felipe. Si bien el conjunto daba una impresión de riqueza y de comodidad, toda alegría estaba ausente.
—Madame le espera en su boudoir. Yo le acompañaré…
Atravesaron dos o tres habitaciones a las cuales Maigret no tuvo tiempo de prestar atención y se encontraron al fin en un boudoir tapizado de seda azul, donde la dueña de la casa estaba tendida sobre una otomana. Llevaba una bata de un azul más oscuro que el de las paredes. Tendió una mano cargada de anillos, Maigret se preguntó si debía estrecharla o besársela; se contentó con tocarla con la punta de sus dedos.
—Siéntese usted, se lo ruego. Me excuso por recibirle así, pero es que no me siento bien y, después de nuestra entrevista, creo que me meteré en la cama.
—Intentaré no entretenerla mucho tiempo.
—¿Qué piensa usted de mí?
—Ya le he dicho esta mañana que es usted una persona muy inteligente.
—En lo que usted se equivoca. Yo me limito a seguir mi instinto.
—Permítame ante todo hacerle una pregunta. ¿Antes de venir a informarme de la desaparición de su marido, no se ha asegurado hablando con el primer oficial de que no tuviese él noticias?
—Le he telefoneado varias veces en el transcurso de este mes… El piso y la notaría están unidos por una línea particular… Debo decirle que el inmueble, que pertenecía a mi suegro, es ahora propiedad de mi marido…
—El señor Lecureur… ¿Es su nombre, no? ¿El señor Lecureur no ha tenido noticias, él tampoco?
—Ninguna.
—¿Las otras veces las recibía?
—No se lo he preguntado. Creo haberle dicho que no estamos en muy buenos términos.
La mujer vaciló.
—¿Puedo ofrecerle un coñac u otra cosa que le apetezca?
—No. Gracias.
—Yo tomaré un coñac… Ya ve que no tengo vergüenza de beber delante de usted… Todo el mundo le dirá, por otra parte, que soy una alcohólica y es cierto… Le dirán también, quizás, que estoy loca…
Pulsó un timbre y unos instantes más tarde un mayordomo se presentaba.
—Honoré, tráigame el coñac y un vaso…
—¿Uno solo, madame?
—Uno solo, sí. El comisario Maigret no experimenta la necesidad de beber…
Había algo de agresivo en esta nueva actitud. Ella lo desafiaba y una sonrisa se dibujaba penosamente en su boca amarga.
—¿Tienen usted y su marido un dormitorio común?
—Lo tuvimos durante tres meses. Desde este lado al gran salón, está usted en mi casa. El otro lado, es el dominio de mi marido.
—¿Acostumbran a comer juntos?
—Ya me lo preguntó usted… A veces ocurre, pero no vivimos a las mismas horas y no tenemos los mismos, gustos…
—¿Qué hace usted en la época de las vacaciones?
—Nosotros… perdón… Gérard heredó una gran villa encima de Cannes. Es allí donde vamos… Él se ha comprado recientemente un yate a motor y allí le veo todavía menos que en París…
—¿No le conoce usted enemigos?
—Nadie que yo conozca… Salvo yo…
—¿Le detesta?
—Ni eso. No le odio tampoco. Es su carácter.
—¿Es usted su heredera?
—La única, sí.
—¿Se trata de una fortuna importante?
—Que podría tentar a muchas mujeres en mi situación. Pero ocurre, sepa usted, que yo no estoy interesada por el dinero y que viviría más feliz en una buhardilla en un sexto piso…
—¿Por qué no pide usted el divorcio?
—Por pereza. O por indiferencia. Ocurre que llega un momento en que no se tiene ganas de nada, pues se hacen cada día los mismos gestos, sin pensar…
Cogió su vaso con una mano temblorosa.
—A su salud…
Lo vació enteramente.
—¿Ve usted? Parece que yo debería ruborizarme…
—¿Es su marido quien le ha dicho eso?
—Cuando me puse a beber, sí. Hace años y años de eso…
—¿Y ahora?
—Le da igual.
—¿Qué efecto le haría a usted el anuncio de su muerte? ¿Sería una liberación?
—Ni eso. ¡Existe tan poco para mí!
—¿Cree usted que le haya podido ocurrir una desgracia?
—Es lo que he pensado y por ello fui a verle a usted.
—¿Qué podría haberle ocurrido?
—Tiene la costumbre de recoger… digamos sus amigas… en unos cabarets donde se encuentra toda clase de gente…
—¿Conoce usted alguno de esos cabarets?
—Dos o tres nombres, por haber encontrado carteritas de cerillas de propaganda…
—¿Por ejemplo?
—Le Chat Botté… La Belle Helene… Espere… Le Cric-Crac…
—¿No se ha sentido nunca tentada de visitarlos usted misma?
—No soy curiosa…
—Es lo que constato…
La mujer se servía más coñac y sus labios temblaban de nuevo. Su mirada se había vuelto empañada, ausente. Maigret tenía la impresión de que ella iba a descubrir de pronto su presencia y preguntarle qué hacía allí.
—En fin, que piensa usted en un crimen.
—¿Y usted?
—¿Por qué no una enfermedad?
—Tiene una salud de hierro.
—Un accidente…
—Lo hubiera sabido por los periódicos…
—¿Ha telefoneado usted a los hospitales?
—Ayer.
Conservaba, pues, pese a todas las apariencias, su presencia de ánimo. Sobre la chimenea de mármol blanco había una fotografía en un marco de plata. Maigret se levantó para verla más de cerca. Era la señora Sabin-Levesque, mucho más joven, soltera sin duda, en una pose estudiada. En aquel tiempo era muy bonita, con algo de chiquilla en la expresión del rostro.
—Era yo, sí… He cambiado, ¿verdad?
—¿Fue tomada esta foto antes de su matrimonio?
—Algunas semanas después. Fue Gérard quien insistió para que me hiciera fotografiar por un célebre fotógrafo del boulevard Haussmann…
—¿Él estaba, pues, enamorado?
—No lo sé. Lo parecía.
—¿La ruptura fue brusca?
—No. Él hizo una primera escapada de veinticuatro horas y yo no dije nada. Me contó que había ido a ver a un cliente, en provincias… Luego, comenzó a hacerlo con toda comodidad. No me advertía. Salía, después de comer, y yo no sabía nunca cuándo volvería…
—¿Qué clase de hombre es, en la intimidad?
—Todo el mundo le dirá que era un muchacho muy alegre, que se entendía con todo el mundo y que estaba siempre dispuesto a hacer un favor. Algunos le encontraban un aire un poco infantil…
—¿Y usted?
—Yo no me quejo de nada. Supongo que él no supo verme, que se equivocó conmigo…
—¿Es decir?
—Que él me creyó diferente de lo que yo soy…
—¿Qué hacía usted antes de conocerlo?
—Era secretaria de un abogado… Bernard d’Argens, en la rue de Rivoli… Los dos se conocían… Gérard vino varias veces al bufete de mi jefe y un día me pidió que saliera con él…
—¿Nació usted en París?
—No. En Quimper…
—¿Por qué piensa usted que haya sido asesinado?
—Porque es la única explicación.
—¿Su madre vive todavía?
—Sí. Mi padre se llamaba Louis Frassier, está muerto. Era contable. Mi madre es la condesa Outchevka…
—¿Le envía usted dinero?
—Desde luego. El dinero nunca ha contado para Gérard. Me daba tanto como quería sin preguntarme nada…
Vació su vaso y se llevó un pañuelo a los labios.
—¿Me autorizaría usted a visitar el piso?
—Voy a acompañarlo…
Se levantó del sofá y se dirigió hacia la puerta con pasos prudentes.