Capítulo once

LA PARTIDA DEL «OCÉAN»

Maigret llegó al muelle justo en el momento en que el nuevo capitán daba la orden de largar las coderas. Vio al primer maquinista que se despedía de su esposa y le llamó aparte.

—Una pregunta. ¿Fue usted quien encontró el testamento del capitán y lo echó en el buzón de la comisaría?

El otro se turbó, vaciló.

—No tema nada. Usted sospechó de Le Clinche y pensó que ése era el mejor medio de salvarle… A pesar de que usted también había dado vueltas alrededor de la misma mujer.

La sirena, rabiosa, llamaba a los rezagados y las despedidas en el muelle acababan.

—No me hable más de eso, por favor. ¿Es verdad que va a morir?

—A menos que le salven. ¿Dónde estaba el testamento?

—Entre los papeles del capitán.

—¿Qué es lo que buscaba?

—Esperaba encontrar una foto —confesó bajando la cabeza—. ¿Me permite? Tengo que…

La codera cayó al agua. Iba a izar la pasarela. El primer maquinista saltó a bordo, dirigiendo un último saludo a su mujer, una mirada a Maigret.

La trainera se dirigió lentamente hacia la bocana. Un hombre llevaba al grumete, de apenas quince años, montado en los hombros. El crío, que le había quitado su pipa, la apretaba orgulloso entre sus dientes.

En tierra, las mujeres lloraban.

Andando de prisa, se podía seguir al barco que sólo tomaría velocidad una vez pasado el espigón. Algunos gritaban recomendaciones.

—Si encuentras al «Atlantique» no olvides decir a Dugodet que su mujer…

El cielo estaba cubierto. El viento cogía las olas a contrapelo y levantaba pequeñas crestas blancas que restallaban con un ruido rabioso.

Un parisiense, con pantalón de franela, fotografiaba la partida, seguido por dos muchachas de blanco que reían alegremente.

Maigret estuvo a punto de hacer caer a una mujer, que se cogió de su brazo preguntando:

—¿Está mejor el telegrafista?

Era Adela, que no se había empolvado desde la mañana y tenía la piel reluciente.

—¿Buzier? —preguntó el comisario.

—Se ha largado a El Havre. Tiene miedo de las historias. Y como le he dicho que se fuera al cuerno… Pero ¿el chico, Pierre Le Clinche?

—¡Dígame!

Pero no le dijo nada. La abandonó a su suerte. Maigret había visto un grupo en el espigón: Marie Léonnec, su padre y Madame Maigret. Los tres estaban vueltos hacia la trainera que pasaba en aquel momento a su altura y Marie Léonnec decía con fervor:

—Es «su» barco.

Maigret avanzó lentamente, gruñón. Su mujer fue la primera que le vio entre el grupo de gente que acababa de asistir a la partida de los terranova.

—¿Está fuera de peligro?

El señor Léonnec, ansioso, volvió hacia él su nariz disforme.

—¡Ah! Me alegro mucho de verle. ¿En qué punto está ahora la investigación, señor comisario?

—En ninguno.

—O sea…

—Nada. No sé. Marie desorbitaba los ojos.

—Pero ¿Pierre…?

—La operación ha salido bien. Parece fuera de peligro.

—Es inocente, ¿verdad? ¡Se lo suplico! ¡Diga usted a mi padre que es inocente!

Puso toda su alma en estas palabras. Y Maigret mirándola, la imaginaba tal como sería diez años más tarde, con los mismos rasgos de su padre, un poco severo, adecuado para imponerse a los clientes del almacén.

—No ha matado al capitán —dijo Maigret.

Y a su mujer:

—Acabo de recibir un telegrama para que vuelva a París.

—¿Ya? Había prometido tomar un baño mañana con…

Ella comprendió su mirada.

—Si nos disculpan…

—Le acompañaremos hasta el hotel.

Maigret vio al padre de Jean-Marie, borracho como un odre, levantando el puño en dirección al bacaladero. Volvió la cabeza.

—No se molesten, por favor.

—¡Dígame! —dijo el señor Léonnec—. ¿Cree usted que puedo trasladarlo a Quimper? Seguramente la gente comentará…

Marie le miraba con un aire de súplica. Estaba muy pálida.

Balbució:

—Puesto que es inocente…

—Yo no sé. Ustedes mejor que nadie…

—¿Me permitirá que les pueda ofrecer algo? ¿Una botella de champaña?

—Gracias, pero…

—Una copita. Un benedictino, por ejemplo, puesto que es lo típico de aquí.

—Una cerveza.

Madame Maigret llenaba las maletas, arriba.

—Entonces, ¿está usted seguro de él, no? Es un buen muchacho y… Siempre aquella mirada de la chica. ¡Aquella mirada que le suplicaba dijera que sí!

—Creo que hará un buen marido.

—Y un buen comerciante —encareció el padre—. Porque no pienso dejarle navegar meses y meses. Cuando se está casado, se debe uno al…

—¡Evidentemente!

—Sobre todo, porque no tengo un hijo. Usted me comprende, ¿verdad?

—Sí.

Maigret miraba a la escalera. Por fin apareció su mujer.

—El equipaje está listo. Parece que no hay tren hasta…

—¡No importa! Alquilaremos un coche. ¡Era una fuga!

—Si alguna vez tienen ocasión de pasar por Quimper…

—Sí, sí.

¡Y la mirada de la muchacha! Parecía haber comprendido que no estaba todo tan claro como parecía, pero conjuraba a Maigret para que se callase. Quería a su novio.

El comisario les estrechó las manos, pagó su cuenta y vació su vaso.

—Mil gracias, señor Maigret.

—En realidad, no hay de qué.

El coche pedido por teléfono acababa de llegar.

«Y, a menos que haya descubierto nuevos elementos escapados a mi juicio, concluyo aconsejando que el asunto sea archivado…».

Era un párrafo de una carta del comisario Grenier; de la Brigada Móvil de El Havre, a Maigret que respondió telegráficamente:

«De acuerdo».

A los seis meses, recibió una invitación que decía:

«La señora viuda de Le Clinche tiene el honor de anunciar a usted el matrimonio de su hijo Pierre con Marie Léonnec, etc…, etc…».

Y, poco después, visitando por necesidades del servicio un prostíbulo de la calle Pasquier, creyó reconocer a una mujer joven que volvió la cabeza. Adela.

Eso fue todo. O mejor dicho, cinco años después, Maigret pasó por Quimper, vio en la puerta de su tienda a un comerciante de cordajes. Era un hombre joven todavía, muy alto que comenzaba a echar barriga.

Cojeaba ligeramente. Llamaba a un chiquillo de tres años que jugaba en la acera.

—¿No quieres venir, Pierrot? Tu madre te va a regañar…

Y el hombre, muy preocupado por su prole, no reconoce a Maigret que, por otra parte, aprieta el paso y vuelve la cabeza esbozando una extraña mueca.

FIN