Capítulo diez

LOS ACONTECIMIENTOS DEL TERCER DÍA

Cuando Maigret salió de su habitación, hacia las ocho de la mañana, tenía la cabeza vacía, y en el pecho la sensación que se experimenta cuando se ha bebido demasiado.

—¿No marchan las cosas como tú quisieras? —le preguntó su mujer. Se encogió de hombros y ella no insistió. En la terraza del hotel, frente al mar, de un verde pérfido, tropezó con Marie Léonnec. Y la chica no estaba sola. Un hombre se sentaba en su mesa. Ella se levantó precipitadamente y balbució al comisario:

—Permítame que le presente a mi padre, que acaba de llegar.

El viento era fresco y el cielo estaba cubierto. Las gaviotas volaban a ras de agua.

—Crea que me siento muy honrado, señor comisario. Muy honrado y muy feliz…

Maigret le miró con aire mustio. Era un hombre corto de piernas, que no habría sido más ridículo que cualquier otro si no poseyese aquella nariz desproporcionada, del grueso de dos o tres narices medianas, y encima, picoteada como una fresa.

Pero la culpa no era suya. Aquello era una verdadera enfermedad, lo que no impedía que no se viese más que aquella nariz y que, cuando hablase, no se mirase más que a ella y, por tanto, no se pudiese tomar en serio nada de lo que dijese.

—¿Tomará usted algo con nosotros…?

—¡Gracias! Acabo de desayunar.

—Entonces, una copita para entrar en calor.

Insistió. ¿No es cortesía el hacer beber a la gente a su pesar?

Maigret le observaba, lo mismo que a su hija que, aparte de la nariz, se le parecía. Mirándola, se podía muy bien prever lo que sería ella dentro de diez años cuando el encanto de la juventud hubiera desaparecido.

—Quiero ir derecho al asunto, señor comisario. Es mi lema. He viajado toda la noche para esto. Cuando Jorissen vino a verme y decirme que acompañaría a mi hija, le di mi consentimiento. Por tanto, no pueden decir que no soy ancho de ideas.

Maigret tenía prisa por encontrarse lejos de allí. Lejos de allí y de aquella nariz. Lejos de aquel énfasis de pequeño burgués que se escuchaba al hablar.

—Lo que no impide que mi deber de padre sea informarme, ¿verdad? Por eso, le ruego me diga sinceramente si ese joven es inocente.

Marie Léonnec miraba a otra parte. Debía de sentir confusamente que esta intervención de su padre no tenía muchas posibilidades de arreglar las cosas.

Sola, corriendo en auxilio de su novio, tenía un cierto prestigio. Por lo menos, resultaba conmovedora.

En familia, era diferente. Olía demasiado a botica de Quimper, a discusiones antes de la partida y a chismorreos de vecinos.

—¿Me pregunta usted si ha matado al capitán Fallut?

—Sí. Tiene usted que comprender que es esencial que…

Maigret miraba ante él, con aire ausente.

—Bueno…

Vio las manos de la chica, que se estremecían.

—No lo ha matado… ¿Me permite? Tengo una gestión urgente que hacer. Tendré, sin duda, el placer de verle más tarde.

Era una fuga. Hasta el punto de derribar una silla de la terraza. Adivina que sus interlocutores están perplejos, pero no se vuelve para comprobarlo.

Ya en el muelle, siguió la acera, lejos del «Océan». Pero observó cómo unos hombres con traje de marino y saco a la espalda miraban el barco. Una carreta descargaba sacos de patatas. El armador estaba allí, con sus botas de charol y el lápiz en la oreja.

Mucho ruido en «A la Cita de los Terranova», cuya puerta estaba abierta. Maigret distinguió vagamente a Ptit Louis que peroraba en medio de un círculo de novatos.

No se detuvo. Apretó el paso al ver al patrón hacerle una seña. Cinco minutos después llamaba a la puerta del hospital.

El ayudante era muy joven. Bajo su bata se veía un traje de última moda y una corbata rebuscada.

—¿El telegrafista? Yo mismo le he tomado la temperatura y el pulso hace un rato… Se encuentra todo lo bien que es posible.

—¿Tiene lucidez?

—Creo que sí. No me ha dicho nada, pero me ha seguido todo el rato con la mirada.

—¿Se le puede hablar de cosas serias?

El ayudante tuvo un gesto vago, indiferente.

—¿Por qué no? De momento que la operación ha salido bien y no tiene fiebre… ¿Quiere usted verle?

Pierre Le Clinche estaba solo en una habitación pequeña esmaltada de blanco en la que reinaba un calor húmedo. Miró acercarse a Maigret; sus ojos estaban claros, exentos de turbación.

—Ya ve usted que no lo han podido hacer mejor. Dentro de ocho días, estará de pie. Pero tiene muchas posibilidades de cojear, pues un tendón de la cadera le ha sido seccionado. Tendrá que tomar algunas precauciones. ¿Prefiere que le deje solo con él?

Resultaba conmovedor. La víspera, habían traído una verdadera piltrafa humana, de la que se hubiera jurado no quedaba un soplo de vida.

Y Maigret encontraba ahora una cama blanca, un rostro algo demacrado, aunque más calmado de como lo había visto anteriormente. Era casi serenidad lo que se leía en sus pupilas. Quizás por ello dudó. Dio algunos pasos alrededor de la habitación. Pegó un instante la frente a la doble ventana, desde la cual vio el puerto y la trainera, en la que se afanan los hombres de las blusas rojas.

—¿Se siente usted con fuerzas para soportar una conversación? —gruñó de repente, volviéndose hacia la cama.

Le Clinche hizo un ligero gesto de asentimiento.

—¿Sabe usted que no me ocupo oficialmente de este asunto? Mi amigo Jorissen me ha pedido que pruebe su inocencia. Pues eso está hecho. Usted no mató al capitán Fallut.

Maigret lanzó un gran suspiro. Y para terminar, se lanzó con la cabeza baja sobre la cuestión.

—Dígame la verdad sobre los acontecimientos de la tercera singladura, es decir, sobre la muerte de Jean-Marie.

Evitaba mirar al herido a los ojos. Llenaba la pipa para disimular y, como el silencio se eternizaba, murmuró:

—Era de noche. En el puente solamente se hallaban el capitán Fallut y usted… ¿Estaban juntos?

—No.

—¿El capitán se paseaba cerca del castillo de popa?

—Sí. Yo acababa de salir de mi cabina. Él no me veía. Le observaba porque sentía algo anormal en su actitud.

—¿No sabía usted que había una mujer a bordo?

—No. Creía más bien que, si cerraba la puerta de su camarote, era porque tendría artículos de contrabando.

La voz era lasa. Sin embargo, se elevó de tono para articular:

—Es la cosa más horrorosa que conozco, señor comisario. ¿Quién ha hablado? ¡Dígame!

Y cerraba los ojos, como los había cerrado antes de dispararse un tiro en el vientre a través del bolsillo.

—Nadie. El capitán se paseaba nervioso, como sin duda estaba desde que zarparon… ¿Había alguien en la barra?

—Un timonel. Pero no podía vernos debido a la oscuridad.

—El grumete llegó…

Le Clinche le interrumpió incorporándose a medias, con las manos crispadas en el cordel que colgaba del techo para ayudarle en sus movimientos.

—¿Dónde está Marie?

—En el hotel. Su padre acaba de llegar.

—¡Para llevársela! ¡Sí! Está bien. Que se la lleve. Sobre todo, que no venga aquí.

Se volvía febril. Su voz era más mate, el aliento entrecortado. Se notaba subir la temperatura. Los ojos se le ponían brillantes.

—No sé quién le ha hablado a usted. Pero, ahora, tengo que decirlo todo.

Su animación era tal y tan intensa, que podía creerse que deliraba.

—Una cosa inaudita. Usted no conocía al chico. Muy delgado. Vestido con un traje cortado de uno viejo de su padre. El primer día, tuvo miedo y lloró. ¿Cómo explicarle? Después, se vengaba con pequeñas bribonadas. ¿No es eso propio de su edad? ¿Usted sabe qué quiere decir un perro crío? Eso es lo que era, un impertinente… Le sorprendí dos veces con las cartas que yo escribía a mi novia… Y me decía con descaro:

»¿Son para tu fulana?

»Aquella noche… Creo que el capitán se paseaba porque estaba demasiado enfermo para dormir. Había un oleaje bastante fuerte. De vez en cuando un golpe de mar pasaba por encima de la batayola y mojaba las chapas del puente. Pero no era una tempestad…

»Estaba a unos diez metros. Sólo distinguí algunas palabras, pero veía sus siluetas. El crío, erguido como un gallo, se reía. El capitán con el cuello hundido sobre el chaquetón, las manos en los bolsillos…

»Jean-Marie me había hablado de mi “fulana”. Debería gastarle las mismas bromas a Fallut. Su voz era aguda. Me acuerdo de haber oído:

»—¿Y si dijera a todo el mundo que…?

»Lo comprendí después. Había descubierto que el capitán escondía una mujer en el camarote. Estaba muy orgulloso de ello. Fanfarroneaba. Era un malvado sin darse cuenta.

»Entonces, los hechos se sucedieron así: el capitán hizo un gesto para abofetearle. El chico, muy ágil, evitó el golpe y gritó algo que debería ser una nueva amenaza respecto a si hablaba o no. La mano de Fallut tropezó con un obenque. Debió de lastimarse. La rabia le ahogaba.

»La fábula del león y del mosquito. Olvidando toda la dignidad, el capitán empezó a perseguir al chico. Al principio, éste escapaba riendo, pero poco a poco el pánico fue apoderándose de él…

»Una casualidad y cualquiera podía oír y verlo todo a la vez. Fallut estaba loco de angustia.

»Vi su gesto para agarrar a Jean-Marie por los hombros, pero, en vez de cogerlo, le hizo caer hacia delante…

»Eso fue todo… Hay fatalidades… La cabeza del chico se golpeó contra un cabestrante. Oí un ruido horrible, un sonido opaco… El cráneo…

Se pasó las dos manos por el rostro. Estaba lívido. El sudor corría por su frente.

—Un golpe de mar barrió el puente en aquel momento —continuó Le Clinche—. El capitán se inclinó sobre un cuerpo completamente mojado. Al mismo tiempo, me vio. Sin duda, olvidé esconderme… Di algunos pasos adelante. Llegué a tiempo de ver el cuerpo del chico encogerse y ponerse rígido en un movimiento que jamás olvidaré.

»Muerto… ¡Idiotamente! Nosotros mirábamos sin comprender, sin atrevemos a tocar al chico.

»Yo le palpé el pecho. Nadie había visto nada. Fallut no se atrevía a tocarle. Le toqué el pecho, las manos, la cabeza hendida. No había sangre. Ninguna herida. El cráneo se había hendido.

»Quizá permanecimos allí un cuarto de hora, sin saber qué hacer, lúgubres, los hombros helados, mientras que los salpicones de las olas nos mojaban a veces el rostro.

»El capitán ya no era el mismo hombre. Se diría que en él también se había roto algo.

»Cuando él habló, lo hizo con voz cortante, sin calor:

»—Es necesario que la tripulación no sepa la verdad… ¡Por la disciplina!

»Fue él quien, delante de mí, levantó al chico… No faltaba más que un gesto. ¡Mire! Recuerdo que le trazó con el pulgar una cruz sobre la frente.

»El cuerpo, arrebatado por el mar, golpeó un par de veces contra el casco. Seguíamos los dos de pie, en la oscuridad. No nos atrevíamos a mirarnos. No nos atrevíamos a hablar.

Maigret acababa de encender la pipa, cuya boquilla apretaba firmemente entre los dientes.

Entró una enfermera. Los dos hombres la contemplaron con ojos tan ausentes, que la muchacha balbuceó turbada:

—Venía a tomarle la temperatura…

—Luego.

Y, la puerta cerrada de nuevo, el comisario murmuró:

—¿Fue entonces cuando le habló de su amante?

—A partir de ese momento ya no fue el mismo. No debía estar loco, propiamente dicho. Pero había algo que no marchaba. Comenzó por tocarme en el hombro… Murmuró:

»—A causa de una mujer, jovencito…

»Yo tenía frío. Estaba febril. No podía dejar de mirar el mar, del lado donde el cuerpo había sido tragado por las olas… ¿Le han hablado del capitán? Era pequeño y delgado, pero con un rostro franco y enérgico. Hablaba con cortas frases que nunca terminaba…

»—Ya ve… Cincuenta y cinco años. El retiro próximo. Una sólida reputación. Algunos ahorros. ¡Terminado! ¡Socavado! ¡En un minuto! ¡En menos de un minuto! Por culpa de un crío que… O mejor dicho, a causa de una mujerzuela que…

»Y con voz sorda, rabiosa, en mitad de la noche, me lo contó todo, migaja a migaja. Una mujer de El Havre. Una mujer que no debía valer gran cosa, se daba cuenta de ello. Pero no podía pasarse sin ella… La había traído con él. Y, desde el mismo momento que la tuvo a bordo, sabía que su presencia provocaría una tragedia… Y ella estaba allí, dormida…

El telegrafista se agitaba.

—Ya no recuerdo todo lo que me contó, pero sentía necesidad de hablar de ella. Con odio y pasión a la vez:

»—Un capitán no tiene el derecho de provocar un escándalo que pueda arruinar su autoridad…

»Aún oigo aquellas palabras. Yo era la primera vez que navegaba. Y consideraba a la mar como un monstruo que iba a tragarnos a todos… Fallut me citaba ejemplos. Tal año, un capitán que se había llevado a su querida… Hubo tales riñas a bordo que tres hombres no regresaron… Hacía viento. El agua nos salpicaba continuamente. A veces, una ola venía a lamer nuestros pies, que resbalaban sobre el enjaretado grasiento del puente. ¡No estaba loco, no! Pero, de todos modos, ya no era el mismo Fallut…

»—Terminar la campaña. Después, ya veremos.

—Yo no comprendía lo que quería decir. Me parecía a la vez respetable y fantasmón, atado a un bizarro sentimiento del deber…

»—No deben saber nada de esto. Un capitán no puede equivocarse…

—Yo me sentía enfermo, los nervios deshechos. No podía pensar. Las ideas se me embrollaban en la cabeza y al final era una pesadilla lo que estaba viviendo de pie… Aquella mujer, en el camarote, aquella mujer sin la cual el capitán era incapaz de pasarse. Aquella mujer cuyo solo nombre le hacía jadear… Yo escribía cartas y más cartas a mi novia, pero me había separado de ella por tres meses. Yo no conocía esos trances, esa angustia… Y cuando él me decía su carne o su cuerpo, yo enrojecía sin saber por qué.

Maigret preguntó lentamente:

—¿Nadie a bordo, aparte de ustedes dos, supo la verdad sobre la muerte de Jean-Marie?

—¡Nadie!

—¿Y fue el capitán quien, según la tradición, rezó la oración de difuntos?

—Al amanecer. El tiempo estaba nublado. Nos deslizábamos entre una niebla glacial.

—¿No comentó nada la tripulación?

—Hubo miradas de asombro, cuchicheos. Pero Fallut se mostraba más testarudo que nunca y su voz se había vuelto tajante. No admitía la menor réplica. Se enfadaba si una mirada no le agradaba. Espiaba a los hombres, como para adivinar la sospecha que pudiera nacer en ellos.

—¿Y usted?

Le Clinche no contestó. Tendió el brazo para alcanzar un vaso de agua que había en la mesilla y bebió con avidez.

—Se puso a rondar con más insistencia el camarote, ¿verdad? Quería ver a esa mujer que había trastornado al capitán hasta ese punto, ¿no? ¿Fue a la noche siguiente?

—Sí. Pude hablarle un momento. Después, a la otra noche. Me había fijado en que la llave de la cabina de T.S.H. era la misma que la del camarote del capitán… Fallut estaba de guardia. Entré como un ladrón.

—¿Se acostó con ella?

El rostro del telegrafista se endureció.

—No puede usted comprenderlo. Era una atmósfera que no tenía ninguna realidad con la de todos los días. Aquel chico, la oración de la víspera… Pero no podía evitar que cuando pensaba en ello, me viniese a la mente la misma imagen: la de una mujer distinta a las otras, una mujer cuyo cuerpo, cuya carne, era capaz de cambiar tan radicalmente a un hombre.

—¿Le provocó ella?

—Estaba acostada, medio desnuda.

Le Clinche se ruborizó violentamente. Volvió la cabeza.

—¿Cuánto tiempo permaneció en la cabina?

—Unas dos horas. No lo sé. Cuando salí, los oídos zumbando, el capitán estaba delante de la puerta… No me dijo nada. Me miró al pasar. Estuve tentado de echarme a sus pies, gritarle que no era culpa mía, pedirle perdón, pero su glacial expresión me desanimó. Me fui… Volví a mi puesto. Tenía miedo. A partir de ese momento, llevaba siempre el revólver cargado en el bolsillo porque estaba persuadido que iba a disparar contra mí…

»No me volvió a dirigir la palabra, salvo para el servicio. ¡Y aún! La mayoría de las veces me hacía llegar órdenes escritas…

»Quisiera explicárselo mejor, pero soy incapaz. Cada día estaba peor. Tenía la impresión de que todo el mundo estaba al corriente del drama… El jefe de máquinas rondaba, él también, alrededor de la cabina. Y el capitán permanecía encerrado durante horas…

»Los hombres nos miraban con ojos interrogativos, inquietos. Adivinaban que ocurría algo. Cien veces oía hablar de mal de ojo…

»Y yo sólo tenía un deseo…».

—¡Naturalmente! —explicó Maigret.

Hubo un silencio. Le Clinche miraba al comisario con ojos cargados de reproches.

—Hizo mal tiempo durante diez días seguidos. Yo estaba enfermo, pero era en ella en quien pensaba. Ella estaba perfumada… Ella… No se lo puedo decir. ¡Aquello me hacía daño! ¡Sí! Un deseo capaz de hacer daño, capaz de hacerme llorar de rabia. Sobre todo, cuando veía al capitán entrar en su cabina. Porque ahora, imaginaba cosas… ¡Mire! Me había llamado su niño grande, con una voz especial, un poco ronca… Y me repetía a mí mismo estas palabras para torturarme, Ya no escribía a Marie. Construía sueños imposibles: huir con ella en cuanto llegásemos a Fécamp…

—¿Y el capitán?

—Estaba cada día más frío, más tajante. Quizás, a pesar de todo, hubiese locura en su caso. No sé. Ordenó que se pescara en una zona donde los viejos marinos pretenden que jamás se ha pescado un pez. ¡No admitía que se le replicase! Tenía miedo de mí… ¿Es que sabía que yo también estaba armado? Él también lo estaba y cuando nos cruzábamos, echaba mano al bolsillo. Intenté cien veces volver a ver a Adela, pero él estaba siempre allí. Ojeroso, con los labios tirantes… El olor del bacalao. Los hombres que salaban el pescado en la cala. Los accidentes; uno tras otro…

»El jefe de máquinas rondaba también. Ya nadie hablaba francamente. Éramos como tres locos. Hubo noches en las que creo que hubiera matado a alguien para volverla a ver. ¿Comprende usted eso? Noches en que destrozaba mis pañuelos con los dientes, repitiéndome con su voz:

»—Mi niño grande… Grandísimo tonto».

—El tiempo era un abismo. Los días se sucedían a las noches. Y después, los días. Con sólo el agua gris envolviéndonos, las frías nieblas, escamas y tripas de bacalao por todas partes…

»Un gusto asqueante de salmuera en la garganta…

»¡Nada más que una vez! ¡Yo creo que si hubiera podido estar con ella sólo otra vez, me habría curado! Pero era imposible. Él estaba allí. Estaba siempre allí, con sus ojos cada vez más hundidos.

»Y siempre ese balanceo, durante todo el tiempo, esa vida sin horizontes… Hasta que avistamos los acantilados.

»¿Puede usted imaginar que eso ha durado meses? Pues bien: en lugar de estar curado, estaba más enfermo. Es ahora cuando me doy cuenta que era una enfermedad…

»Detestaba al capitán que se interponía siempre en mi camino. Tenía miedo de ese hombre, ya viejo, que tenía encerrada a una mujer como Adela…

»Tenía miedo de volver a puerto… Tenía miedo de perderla para siempre…

»Al final, me hacía el efecto de que era un demonio encarnado en él. Sí. Una suerte de genio maligno que guardaba a la mujer para él solo…

»Hubo falsas maniobras en el atranque. Los hombres saltaron a tierra, aliviados, y se precipitaron en las tabernas. Yo sabía de sobras que el capitán sólo esperaba la soledad de la noche para hacer salir a Adela…

»Volví a mi habitación, en casa de León. Tenía viejas cartas, retratos de mi novia y, no sé por qué, lleno de furor, lo quemé todo…

»Salí otra vez. ¡La deseaba! ¡Le digo que la deseaba! ¿No me había dicho que al regreso Fallut se casaría con ella?

Se dejó caer sobre la almohada. Todo su rostro expresaba un dolor atroz.

—Puesto que usted lo sabe… —hipó.

—Sí. El padre de Jean-Marie. La trainera estaba delante. No habían más que el capitán y Adela a bordo. Iba a hacerla salir. Entonces…

—¡Cállese!

—Entonces, usted habló al hombre que miraba el barco donde había muerto su hijo, donde el chico había sido asesinado… ¿No es cierto? Y usted le siguió. Se hallaba escondido tras un vagón cuando se aproximó al capitán…

—¡Cállese!

—El crimen tuvo lugar delante de usted…

—¡Se lo suplico!

—¡No! ¡Usted lo presenció! ¡Subió a bordo! Hizo salir a la mujer…

—¡Ya no la deseaba!

Se oyó una atronadora sirena. Los labios de Le Clinche temblaban tanto que tartamudeaba:

—El «Océan»…

—Sí. Zarpa con la marea alta. Ambos se callaron. Se oían los ruidos del hospital, hasta el rodar suave de una camilla camino del quirófano.

—¡Ya no la deseaba! —repitió el telegrafista.

—Pero era demasiado tarde.

De nuevo el silencio. Y otra vez la voz de Le Clinche:

—Y sin embargo… Ahora, yo desearía tanto…

No se atrevió a pronunciar la palabra que tenía en la punta de la lengua.

—¿Vivir?

Y entonces, como un chorro:

—¿No lo comprende usted? He estado loco. Yo mismo no lo comprendo. Fue en otra parte, en otro mundo. Volvimos aquí y me di cuenta. ¡Aquel camarote negro! Dábamos vueltas a su alrededor. Y no existía nada más. Me parecía que aquello era toda mi vida. Quería oírla repetir otra vez mi niño grande… No podría decir siquiera cómo ocurrió. Abrí la puerta. Ella se marchó. Había un hombre con zapatos amarillos que le esperaba y se echaron los brazos al cuello, en mitad del muelle…

»Desperté, sí. Es la palabra más justa. Y desde entonces, no quisiera morir… Marie Léonnec vino con usted. Adela vino también, en compañía de aquel hombre… ¿Qué quería usted que le dijese? Era demasiado tarde ¿no? Me soltaron. Fui a buscar un revólver a bordo. Marie me esperaba en el muelle. Ella no sabía nada…

»Y después aquella mujer hablando. Y el hombre de los zapatos amarillos…

»¿Quién es capaz de comprender todo esto? Disparé. Me hicieron falta minutos para decidirme… A causa de Marie Léonnec, que estaba allí.

»Ahora…».

—¡Y tendré que morir a pesar de todo! ¡Y no quiero morir! ¡Tengo miedo a morir! ¡Yo… Yo!

Su cuerpo tenía tales sobresaltos que Maigret tuvo que llamar a una enfermera y ésta pudo dominarle, sin apasionamiento, con gestos que una larga práctica profesional hacía precisos.

Por segunda vez, la trainera lanzaba su llamada desgarradora y las mujeres corrían a agruparse en el espigón.