Capítulo nueve

DOS HOMBRES SOBRE EL PUENTE

Hubo una nota delgada del lado del acantilado: el reloj de la Cartuja que daba la hora, la una.

Maigret marchaba hacia el Hotel de la Playa, las manos tras la espalda, pero, a medida que avanzaba, su paso devenía más lento, hasta que terminó por detenerse completamente en medio del muelle.

Ante él, tenía su habitación, su lecho, un conjunto apacible y tranquilizador.

Detrás… Se volvió. Ve de nuevo la chimenea de la trainera humeando suavemente, pues ya habían encendido las calderas. Fécamp dormía. Había una gran mancha de luna en mitad de la dársena. La brisa se viraba, viniendo del mar casi helada, como el aliento marinó.

Entonces, Maigret dio media vuelta, cansadamente, a su pesar. Saltó de nuevo por encima de los cordajes amarrados a las bitas y se encontró en pie al borde del muelle, mirando hacia el «Océan».

Sus ojos eran muy pequeños, su boca tenía un gesto amenazador, sus puños se cerraban en el fondo de los bolsillos.

Era el Maigret solitario, descontento, replegado en sí mismo, que se obstina, sin temor al ridículo.

La marea estaba baja. El puente de la trainera se hallaba a cuatro o cinco metros por debajo del nivel del suelo. Una tabla había tendida desde el muelle al puente de mando, una tabla fina y estrecha.

El ruido de la resaca se hacía más claro. El flujo estaba por comenzar, mientras el agua blancuzca roía poco a poco los guijarros de la playa.

Maigret empezó a cruzar la tabla, que formó un arco alarmante al llegar a su centro. Sus suelas rechinaron sobre la pasarela de hierro. Pero no fue más lejos. Se dejó caer sobre el puente del gobierno, junto a la rueda del timón, junto al compás de donde colgaban aún los gruesos mitones del capitán Fallut.

También los perros debían actuar del mismo modo, tristes y obstinados, delante de la conejera donde han olfateado algo.

Ya no estaba en juego la carta de Jorissen, su amistad por Le Clinche, las gestiones de Marie Léonnec. Ahora era cuestión personal.

Maigret había vuelto a crear para él, al capitán Fallut. Había conocido al telegrafista, a Adela, al primer maquinista. Se las había ingeniado para reconstruir toda la vida de la trainera.

Y he aquí que esto no bastaba, que alguna cosa se le escapaba. Tenía la impresión de comprenderlo todo salvo, precisamente, la esencia del drama.

Fécamp dormía. A bordo, los marineros estaban acostados. El comisario dejaba pesar todo su cuerpo sobre el puente de mando, la espalda arqueada, las rodillas un poco separadas, los codos sobre las rodillas.

Y su mirada recogía, por aquí, por allá, un detalle. Los guantes, por ejemplo, enormes, deformados, que Fallut debía ponerse solamente sobre sus horas de cuarto y que dejaba allí…

Volviéndose a medias, se distinguía el castillo de popa. Delante, el puente entero, el castillo de proa y muy cerca, la cabina de T.S.H.

El agua chapoteaba. El vapor se animaba de un movimiento insensible. Y ahora que las calderas estaban encendidas, que el agua llenaba los tubos, el barco estaba más vivo que los días precedentes.

¿No era Ptit Louis el que dormía abajo, junto a un montón de carbón? A la derecha, el faro. En la punta de un espigón, el farol verde. Un farol rojo en la punta del otro. Y el mar: un gran agujero negro que exhalaba un fuerte olor.

Propiamente hablando, esto no era un esfuerzo de reflexión. Maigret miraba todo lentamente, pesadamente, tratando de hacer vivir el decorado, sentirlo. Y poco a poco, creaba en sí mismo como un estado febril.

—Era una noche parecida a ésta, más fría, porque la primavera empezaba apenas…

La trainera en el mismo sitio. Un hilillo de humo por encima de la chimenea. Algunos hombres dormidos.

Pierre Le Clinche que, en Quimper, había cenado con su novia. Atmósfera familiar, los suegros. Marie Léonnec le debería haber acompañado hasta la puerta, para besarle sin testigos.

Y el telegrafista había viajado toda la noche, en tercera clase… Volvería dentro de tres meses… La volvería a ver… Después, una nueva campaña y, en invierno, alrededor de Navidad, la boda…

No había dormido… Su maleta estaba en la redecilla. Contenía provisiones preparadas por la mamá…

A la misma hora, el capitán Fallut salía de la casita de la calle de Etretat, donde Madame Bernard dormía.

Un capitán Fallut muy nervioso, sin duda, muy inquieto, corroído por anticipado por los remordimientos. ¿No se había convenido tácitamente que un día se casaría con su patrona?

Pero todo el invierno había ido a El Havre, hasta varias veces por semana, para verse con una mujer. ¡Una mujer con la cual no se atrevía a presentarse en Fécamp! Una mujer a quien mantenía. Una mujer joven, bonita, deseable, pero a la que su vulgaridad le imprimía algo inquietante.

Un hombre juicioso, ordenado, meticuloso. Un modelo de probidad, que los armadores citaban como ejemplo y cuyos papeles de a bordo constituían verdaderas obras maestras de minuciosidad.

Iba solo, por las calles dormidas, hasta la estación donde Adela llegaba. ¿Dudaba aún?

¡Pero tres meses! ¿La encontraría a su regreso? ¿No tenía demasiada vitalidad, demasiada avidez de vivir para no engañarle?

No era una mujer como Madame Bernard. No empleaba tiempo en arreglar la casa, limpiar los cobres y los suelos, en soñar proyectos para el porvenir…

¡No! Ésta era una mujer de la que guardaba en la retina imágenes que le hacían enrojecer, jadear.

¡Ella estaba allí! Reía con voz aguda, casi tan sensual como su carne. Le divertía navegar, estar escondida a bordo, vivir una aventura.

Pero ¿no debería advertirle que la aventura no sería divertida? ¿Qué, al contrario, ese viaje de tres meses en una cabina cerrada podía ser mortal?

Se prometía a sí mismo interrumpir la aventura, mandarla de vuelta a El Havre. ¡Pero no se atrevía! Cuando estuvo allí y reía hinchando su pecho, ya no podía decir nada sensato.

«¿Vas a embarcarme a escondidas esta noche?».

Caminaban. En los cafés y en «A la Cita de los Terranova», los pescadores estaban de juerga con el anticipo que aquella misma tarde habían cobrado.

Y el capitán Fallut, menudo, pulcro, palidecía a medida que se acercaba al puerto, a su barco. Ya distinguía la chimenea. Su garganta estaba seca. ¿No sería tiempo todavía?

Pero Adela estaba colgada de su brazo. La sentía cálida, estremecedora, contra su costado…

Y Maigret, vuelto hacia el muelle, completamente desierto, se imaginaba a los dos.

—¿Ése es tu barco? ¡Qué mal huele! ¿Y hay que pasar por esa tabla? La franquearon. El capitán Fallut, ansioso, recomendaba silencio.

—¿Es con esa rueda que se guía el barco?

—¡Chist!

Bajaron la escalera de hierro. Estaban sobre el puente. Entraron en la cabina del capitán. La puerta se cerró.

—¡Sí! Así es —gruñó Maigret—. Estaban allí los dos. Es la primera noche a bordo.

Hubiera querido arrancar el telón de la noche, descubrir el cielo pálido del amanecer, percibir las siluetas de los marineros titubeantes, pesados de alcohol, llegando a la trainera.

El primer maquinista llegó de Yport en el primer tren de la mañana. El segundo oficial venía de París. Le Clinche, de Quimper.

Los hombres se agitaban en el puente, se disputaban las literas en el sollado, riendo, cambiaban sus ropas y reaparecían tiesos en sus trajes de hule.

Había un crío, el grumete Jean-Marie, que su padre había llevado de la mano y al que los hombres le empujaban, burlándose de sus botas demasiado grandes, de sus ojos a punto de llenarse de lágrimas.

El capitán seguía en su camarote. Al final, abrió la puerta. La volvió a cerrar con cuidado. Estaba delgado, muy pálido, los rasgos demacrados.

—¿Es usted el telegrafista? ¡Bien! Ya le daré instrucciones más tarde. Mientras tanto, revise la estación de T.S.H.

Las horas pasaban. El armador estaba en el muelle. Esposas y madres traían todavía paquetes para los que partían.

Fallut temblaba a causa de aquel camarote, del cual no había que abrir la puerta a ningún precio, porque Adela, desaliñada, la boca entreabierta, dormía atravesada en la cama.

Cundía esa repugnancia característica del amanecer, no sólo en Fallut sino también en los que habían hecho la ronda a todas las tabernas de la ciudad y en los que habían viajado en tren.

Uno a uno, se llegaban hasta el «A la Cita de los Terranova» donde se tomaban un café con gotas.

—¡Hasta la vista…, si volvemos!

Un toque largo de sirena. Luego otros dos. Las mujeres y los críos, tras un último abrazo, se precipitan hacia la escollera. El armador estrechaba la mano de Fallut.

Las amarras fueron largadas. La trainera se deslizó, apartándose del muelle. Entonces, Jean-Marie, ahogado por el miedo, estalló en sollozos, queriendo quedarse en tierra.

Fallut estaba en el mismo lugar donde Maigret se encontraba ahora.

—¡Media! Ciento cincuenta vueltas… ¡Avante toda!

¿Seguía Adela durmiendo? ¿No se asustaría al notar el primer oleaje? Fallut no se movía del lugar que era suyo desde hacía tantos años. Ante él, el mar, el Atlántico.

Todos sus nervios estaban estirados, porque se daba cuenta de la tontería que había hecho. En tierra le había parecido menos grave.

—¡Dos cuartas a babor!

¡Y de pronto unos gritos estallaron! El grupo del espigón parecía precipitarse hacia delante. Un hombre, que se había subido a la pluma de carga para decir adiós a los suyos, había caído sobre el puente.

—¡Stop! ¡Atrás! ¡Stop!

Nadie se movía del lado de la cabina. ¿No sería tiempo todavía de mandar a la mujer a tierra?

Unas canoas se acercaron. El barco se puso al pairo entre los espigones. Una barca de pesca pedía paso.

Pero el hombre estaba herido. Había que dejarlo en tierra. Le bajaron a un bote.

Las mujeres, allá enfrente, estaban trastornadas por lo ocurrido, a causa de lo supersticiosas que eran. Y, por añadidura, el grumete quiso arrojarse al agua y hubo que sujetarlo, tanto era el miedo que tenía a partir.

—¡Avante! ¡A media máquina! ¡Toda!

Le Clinche tomaba posesión de sus dominios, probaba los aparatos, el casco en la cabeza. Y, con este atuendo, escribía:

«Querida Marie:

¡Las ocho de la mañana! Partimos. Ya no se ve la ciudad y…».

Maigret encendió otra pipa. Se levantó para ver mejor los alrededores.

Todos sus personajes, ya en su mano ahora, los hacía evolucionar de algún modo sobre ese barco que dominaba ahora con la mirada.

Primer desayuno en el estrecho comedor de oficiales. Fallut, el segundo, el primer maquinista y el telegrafista. El capitán anuncia que tomará todas sus comidas solo en su camarote.

¡Es algo nunca visto! Una idea rara. Todo el mundo busca en vano el motivo.

Y Maigret, con la frente en la mano, gruñe:

—Es el crío el encargado de llevarle la comida al capitán. Éste no hace más que entreabrir la puerta o esconde a Adela debajo de la cama que ha tenido la precaución de levantar.

Son dos a comer una sola ración. La primera vez, la mujer se echa a reír, y Fallut, sin duda, le deja casi toda su parte.

Está demasiado serio. Ella se burla de él. Ella le mima… Él cede… Sonríe. ¿No hablan ya en el sollado del mal de ojo? ¿No se comenta la decisión del capitán de comer solo?

¡Además, nunca se ha visto a un capitán pasearse con la llave de su camarote!

Las dos hélices giran. La trainera ha adquirido la trepidación que continuará animándola durante tres meses.

Abajo, los hombres como Ptit Louis meten carbón en las fauces de las calderas durante ocho o diez horas al día o vigilan, mientras dormitan, la presión del aceite.

Tres días… Ésa es la impresión general… Fueron precisos tres días, aproximadamente, para crear una atmósfera de inquietud. Y desde ese momento, la tripulación se preguntaba si Fallut no estaría loco.

¿Por qué? ¿Los celos? Pero Adela había declarado que no vio a Le Clinche hasta el cuarto día.

Hasta entonces está demasiado ocupado con sus nuevos aparatos. Capta mensajes para su satisfacción personal. Hace ensayos de transmisión. Y, con el casco en la cabeza, escribe páginas y páginas, como si el correo fuera a llevarlas en seguida a su novia.

Tres días… Apenas han tenido tiempo de hacer amistad. ¿Quizá el primer maquinista, pegando la cara a los ventanucos, ha percibido la presencia de la mujer? ¡Pero no ha dicho nada!

La atmósfera, a bordo, se va creando poco a poco, a medida que los hombres se acercan al vivir comunes aventuras. ¡Y no hay aventuras aún! Aún no se pesca. Hay que llegar a las pesquerías, allá en Terranova, al otro lado del Atlántico, donde no se llegará hasta dentro de diez días, lo más pronto.

Maigret estaba de pie sobre el puente de mando y, un hombre que despertase y lo viese, se hubiera preguntado qué hacía allí, enorme, solitario, mirando lentamente a su alrededor.

¿Qué hacía? Trataba de comprender. Todos los personajes estaban en su lugar, con su mentalidad particular, sin preocupaciones.

Pero, a partir de aquí, no había medio de adivinar. Había un gran agujero. El comisario no podía más que evocar las declaraciones.

—Es hacia la tercera noche que el capitán Fallut y el telegrafista se miraron como enemigos. Cada uno llevaba una pistola en el bolsillo. Parecían tener miedo el uno del otro.

Y, sin embargo, Le Clinche no es aún el amante de Adela.

—Desde entonces, el capitán ha estado como loco…

Se encontraban ya en pleno Atlántico. Ha sido abandonada la ruta de los paquebotes. Apenas se encuentran a otros bacaladeros, ingleses o alemanes, que se dirigen también hacia los bancos.

¿Es Adela la que se impacienta y se queja de su vida de reclusa? «Como un loco…»

Todo el mundo está de acuerdo sobre esto. Y parece que no es Adela motivo suficiente para provocarle un estado semejante a un hombre equilibrado que ha llevado toda su vida con orden casi religioso.

Ella no le ha engañado. Le ha permitido dos o tres paseos por el puente, por la noche, tomando múltiples precauciones.

Entonces, ¿por qué está «como un loco»?

Las declaraciones se suceden:

—Ha dado orden de echar la traína donde nunca memoria de un hombre había cogido un bacalao…

¡Y no es un hombre nervioso, arrebatado ni colérico! Es un burguesito meticuloso que soñó un instante en unir su vida con la de Madame Bernard y acabar sus días en la casa llena de bordados de la calle de Etretat.

—Los accidentes se sucedieron a los accidentes…

Cuando, finalmente, se da con un banco y se coge pescado, se le sala de tal manera que tiene que llegar fatalmente averiado.

¡Fallut no es un principiante! Va a pedir el retiro y nadie, hasta ahora, tuvo nada que reprocharle.

Como siempre en su camarote.

—Me pone mala cara —dirá Adela—. Está días, hasta semanas, sin dirigirme la palabra. Después, de repente le da la…

Una oleada de sensualidad. Ella está allí, en su cubil. ¡Comparte su lecho! ¡Y consigue, durante semanas, ser insensible, hasta que la tentación es demasiado poderosa!

¿Se comportaría del mismo modo si su único agravio procediese de los celos?

El jefe de máquinas da vueltas alrededor de la cabina, engolosinado. Pero no tiene la audacia de forzar la cerradura.

El epílogo final: el «Océan» vuelve a Francia con el bacalao mal salado.

¿No fue durante el regreso cuando el capitán redactó esa especie de testamento en el cual anuncia que no habrá que culpar a nadie de su muerte?

Luego, quiere morir. ¡Va a matarse! Nadie a bordo, aparte de él, es capaz de llevar la derrota, y está bastante impregnado del espíritu marino para conducir primero su barco a puerto.

¿Matarse porque ha transgredido los reglamentos al llevarse una mujer con él? ¿Matarse porque la pesca, demasiado salada, se venderá a algunos francos por debajo de la tasa?

¿Matarse porque la tripulación, sorprendida por sus maneras extrañas, le ha tomado por un loco?

¿El capitán más frío, el más meticuloso de Fécamp? ¿El que citan los cuadernos de bitácora como ejemplo?

¿El que desde hace tiempo vive en la apacible casita de Madame Bernard? El vapor atraca. Todos los hombres saltan a tierra y se precipitan al «A la Cita de los Terranova» donde, por fin, puede beberse alcohol.

¡Y todos están como marcados por el sello del misterio! ¡Todos se callan sobre ciertas cosas! ¡Todos están inquietos!

¿Por qué el capitán ha tenido unas actitudes inexplicables?

Fallut baja a tierra. Habrá que esperar a que los muelles estén desiertos para desembarcar a Adela.

Da algunos pasos. Dos hombres están escondidos: el telegrafista y Gastón Buzier, el amante de la mujer.

Y es un tercero el que salta sobre el capitán, lo estrangula y lo tira a la dársena.

Y eso ocurría en el mismo sitio en que ahora se balanceaba el «Océan» sobre el agua negra. El cuerpo fue a engancharse en la cadena del ancla. Maigret fumaba, la frente arrugada.

Desde el primer interrogatorio, Le Clinche miente al hablar de un hombre con zapatos amarillos como el asesino de Fallut. Luego resulta que el de los zapatos amarillos es Gastón Buzier. Careado con él, Le Clinche se retracta.

¿Por qué esa mentira sino para salvar al tercer personaje, es decir, el asesino? ¿Y por qué Le Clinche no revela su nombre?

¡Al contrario! Se deja encarcelar en su lugar. Apenas se defiende, cuando tiene todas las probabilidades de ser condenado.

Está sombrío, como un hombre acosado de remordimientos. No se atreve ni a mirar a su novia ni a Maigret a los ojos.

Un pequeño detalle: antes de volver hacia la trainera, fue a «A la Cita de los Terranova», subió a su cuarto y quemó unos papeles.

Al salir de la cárcel no está contento, a pesar de que Marie Léonnec está allí y le invita al optimismo. Encuentra el medio de hacerse con un revólver.

Tiene miedo. Vacila. Durante largo tiempo permanece con los ojos cerrados, el dedo en el gatillo.

Y dispara.

A medida que la noche avanzaba, el aire se hacía más fresco, la brisa más cargada de fuco y de yodo.

La trainera se había elevado varios metros. El puente se encontraba ahora al nivel del muelle y las aspiraciones de la marea le obligaban a dar guiñadas laterales que provocaban gruñidos en la pasarela.

Maigret había olvidado su fatiga. La hora penosa había pasado. El día estaba próximo.

Establecía un balance:

El capitán Fallut, al que habían descolgado muerto de la cadena del anda. Adela y Gastón Buzier que se peleaban, incapaces de soportarse mutuamente y que, sin embargo, permanecían juntos porque no tenían donde ir. Le Clinche, al que habían sacado, completamente blanco, sobre una camilla de ruedas de la sala de operaciones.

Y Marie Léonnec.

Y esos hombres que, aunque borrachos en «A la Cita de los Terranova», guardaban como un recuerdo de angustia.

—El tercer día —articuló Maigret en voz alta—. ¡Ahí es donde hay que buscar! ¡Algo más terrible que los celos! «Y, sin embargo, algo que se relacionaba directamente con la presencia de Adela a bordo…»

El esfuerzo había sido doloroso. Una tensión al límite de todos los sentidos. El barco oscilaba insensiblemente. Se encendió una luz en el castillo de proa, donde los marineros empezarían a levantarse de un momento a otro.

—El tercer día…

Entonces se le oprimió la garganta. Miró a la popa y luego al muelle, donde unas horas antes un hombre se agitaba mostrando el puño.

¿Era tal vez por efecto del frío? El caso es que le sacudió un estremecimiento.

—El tercer día… El grumete… Jean-Marie… El que pataleaba y no quería partir… Tragado por una ola… de noche.

Maigret miraba fijo a todo lo largo del puente, pareciendo buscar el lugar exacto donde la catástrofe se había producido.

—No había más que dos testigos. El capitán Fallut y el telegrafista, Pierre Le Clinche. Al día siguiente o al otro, Le Clinche era el amante de Adela.

Fue una quebradura seca. Maigret no se entretuvo ni un segundo más. Alguien se movía en el castillo de proa. Sin ser visto, franqueó la tabla que unía el barco a tierra. Y, con las manos en los bolsillos y la luz amoratada por el frío, llegó al Hotel de la Playa.

No era aún de día. Pero ya tampoco era de noche, porque sobre el mar, las crestas de las olas se dibujaban con un blanco crudo y las gaviotas ponían manchas claras en el cielo.

Un tren silbaba en la estación. Una vieja marchaba hacia las rocas, con un cesto en la espalda y un gancho en la mano, para coger cangrejos.