EL MARINERO BORRACHO
Era casi medianoche cuando Maigret salió del hospital. Había esperado hasta que sacaron la camilla del quirófano, llevando su gran forma blanca.
El cirujano se lavaba las manos. Una enfermera ordenaba el instrumental.
—Se intentará salvarle —contestaron al comisario—. El intestino está perforado por siete sitios. Es lo que se llama una fea herida. Hemos puesto en orden todo eso…
Y señalando cubos manchados de sangre, llenos de algodones y desinfectantes:
—Le aseguro que nos ha dado trabajo.
Estaban todos de buen humor, médicos, ayudantes y enfermeras. Les habían traído un herido en las últimas, sucio, el vientre roto y quemado a la vez, con trozos de ropa clavados en la carne.
Y, ahora, era un cuerpo limpio el que el camillero acababa de llevarse. El vientre había sido cosido cuidadosamente.
El resto vendría después. ¿Recobraría Le Clinche el sentido? En el hospital no se habían preocupado de saber quién era.
—¿Tiene verdaderamente posibilidades de salvarse?
—¿Por qué no? Hemos visto cosas peores durante la guerra.
Maigret había telefoneado inmediatamente al Hotel de la Playa con el fin de tranquilizar a Marie Léonnec. Ahora, salía del hospital completamente solo. La puerta se cerró tras él con el ruido de un instrumento bien engrasado. Era medianoche. La calle desierta. Casitas burguesas.
Aún no había dado diez pasos cuando una forma se separó de la pared y el rostro de Adela se mostró a la claridad de un reverbero, preguntando con su voz áspera:
—¿Ha muerto?
Debió de esperar durante horas. Sus rasgos acusaban el cansancio y los caracolillos de sus sienes estaban mustios.
—Todavía no —contestó Maigret con el mismo tono.
—¿Se morirá? —Puede que sí, puede que no.
—¿Usted cree que lo he hecho a propósito?
—Yo no creo nada.
—Porque no es verdad.
El comisario seguía andando. Ella le seguía y para conservar el paso casi tenía que correr.
—Reconozca que, en el fondo, la culpa es suya…
Maigret fingía no escucharla siquiera, pero ella se obstinaba, testaruda.
—Usted sabe muy bien lo que quiero decir. A bordo, poco le faltó para que me hablase de casarse conmigo. Pero una vez en tierra…
No se descorazonaba. Parecía poseída por la imperiosa necesidad de hablar.
—Si usted cree que soy una mala mujer, es que no me conoce. Sólo que hay momentos… Escúcheme, señor comisario. Es preciso que me diga la verdad. Yo sé lo que es una bala. Sobre todo a quemarropa, en el vientre. ¿Le han hecho la laparotomía, verdad?
Se notaba que debía Haberse arrastrado por los hospitales y oído hablar mucho a los médicos y frecuentado también gentes que no sufrían su primera herida de revólver.
—¿Ha ido bien la operación? Parece que eso depende de la última comida que se ha hecho.
No era una angustia violenta. Era una áspera obstinación que nada la hacía caer.
—¿No quiere contestarme? Sin embargo, usted ha comprendido perfectamente por qué rabiaba yo antes. Gastón es un bribón a quien nunca he querido… Mientras que el otro…
—¡Es posible que viva! —articuló Maigret mirando a la mujer a los ojos—. Pero si el drama del «Océan» no se ha resuelto, no le valdrá de mucho.
Maigret esperaba una palabra, un estremecimiento. Ella bajó la cabeza.
—Naturalmente, usted cree que yo sé… Desde el momento que dos hombres eran mis amantes… Pero yo le juro… ¡No! Usted no conocía al capitán Fallut. No puede comprenderlo… Estaba enamorado, claro. Venía a verme a El Havre… Y una pasión así, a su edad, le sorbía un poco el seso. Pero esto no le impedía seguir siendo un hombre minucioso en todo, muy dueño de sí, maniático a fuerza de amar el orden… Todavía me pregunto cómo se decidió a esconderme a bordo. Pero lo que sé es que, apenas en alta mar, ya estaba arrepentido y que a fuerza de lamentarlo llegó a aborrecerme. Su carácter cambió en seguida.
—Y eso sin que el telegrafista la hubiese visto a usted todavía.
—¡No! Fue durante la cuarta noche, ya se lo dije a usted.
—¿Está segura de que Fallut se encontraba raro anteriormente?
—No tanto, quizás. Pero luego los días fueron alucinantes. Yo me preguntaba si no estaba completamente loco.
—¿Y no tiene la menor idea de la razón de esa actitud?
—No. He pensado en ello. A veces, me decía que había un secreto entre el capitán y el telegrafista. Hasta he pensado que hacían contrabando. ¡Ah, no me volverán a meter en un barco de pesca! Piense que eso duró tres meses. ¡Y para acabar así! Uno muerto a la llegada. El otro… ¿No ha muerto, verdad?
Habían llegado a los muelles y la mujer no sabía si continuar avanzando.
—¿Dónde está Gastón Buzier?
—En el hotel. Sabe muy bien que no es el momento de fastidiarme y que le enviaría a paseo por menos de nada.
—¿Va a reunirse con él?
Adela se encogió de hombros con un gesto que podía significar: «¿Por qué no?».
Tuvo, sin embargo, una especie de vuelta a la coquetería. En el momento de despedirse de Maigret, murmuró con una sonrisa torpe:
—Le doy las gracias, señor comisario. Ha sido usted muy bueno conmigo. Yo…
Pero no se atrevió a llegar hasta el final. Era una invitación, una promesa.
—¡Bueno! ¡Bueno! —gruñó Maigret mientras se alejaba.
Y empujó la puerta de «A la cita de los Terranova».
En el momento en que ponía la mano sobre el picaporte, se oía claramente el rumor interior del café, como si una docena de hombres hablasen a la vez.
Con la puerta abierta, de golpe, sin transición, se hizo el silencio más absoluto. Y, sin embargo, eran más de diez los que estaban en la sala, en dos o tres grupos que debían de interpelarse de mesa a mesa.
El patrón salió al encuentro de Maigret, al que estrechó la mano no sin cierto embarazo.
—¿Es cierto lo que cuentan? ¿Le Clinche se ha disparado un tiro de revólver?
Los consumidores bebían por guardar las apariencias. Estaban Ptit Louis, el negro, el bretón, el maquinista de la trainera y algunos más a los que el comisario había terminado por conocer de vista.
—Es verdad.
Observó cómo el maquinista, repentinamente inquieto, se revolvía en su banqueta de hule.
—¡Una estupenda campaña! —gruñó alguien en un rincón, con pronunciado acento normando.
Y estas palabras debían traducir muy bien la opinión general, pues las cabezas de muchos se bajaron, y un puño estalló contra una mesa de mármol, mientras otra voz hacía eco:
—Una campaña desastrosa, sí…
Pero León tosió para recordar a sus hombres prudencia y señaló a un hombre que bebía solo en un rincón.
Maigret fue a sentarse cerca del mostrador y pidió aguardiente con agua. Ya nadie hablaba. Cada cual intentaba disimular. Y León, hábil director de escena, propuso al grupo más numeroso:
—¿No quieren los dominós?
Era un medio de hacer ruido, de ocupar las manos. Los dominós de negras espaldas fueron mezclados sobre el mármol de la mesa. El patrón se sentó cerca del comisario.
—Los he hecho callar —cuchicheó— porque el tipo que está en el rincón de la izquierda, junto a la ventana, es el padre del chico, ¿comprende?
—¿Qué chico?
—El grumete, Jean-Marie… El que cayó por la borda, el tercer día.
El hombre trataba de escuchar. Si no había entendido las palabras, había comprendido que hablaban de él. Le hizo una seña a la camarera para que volviera a llenarle el vaso y lo vació de un trago, con un respingo de disgusto.
Ya estaba borracho. Sus ojos saltones, de un azul pálido, eran glaucos. Una bolsa de tabaco de mascar le hinchaba el carrillo izquierdo.
—¿También hace el Terranova?
—Antes, sí. Ahora que tiene siete críos se dedica al arenque en invierno porque las campañas son más cortas: un mes la primera vez y luego campañas más cortas, a medida que los peces descienden hacia el sur.
—¿Y en verano?
—Pesca por su cuenta, coloca trasmallos, nasas para la langosta…
El hombre estaba sentado en el otro extremo de la misma banqueta donde se sentaba Maigret, que le observaba en el espejo.
Bajo, ancho de hombros. Era el arquetipo del marinero del Norte: rechoncho, grasiento, sin cuello, carne rosada, el pelo rubio. Como la mayor parte de los pescadores, tenía las manos cubiertas de cicatrices de forúnculos.
—¿Siempre bebe tanto?
—Beben todos. Pero él se emborracha, sobre todo, desde que el chico murió. Ha sido para él un golpe terrible el volver a ver el «Océan». Ahora el marinero miraba a Maigret con descaro.
—¿Qué quiere de mí? —balbuceó dirigiéndose a Maigret.
—Nada.
Todos los otros seguían la escena sin dejar la partida de dominó.
—¡Pues he de decírselo! ¿Es que no tengo derecho a beber?
—Claro que sí.
—Diga que no tengo derecho a beber, ande —repitió con obstinación de borracho.
La mirada del comisario cayó sobre el brazalete negro que llevaba sobre su blusa encarnada.
—Entonces, ¿por qué hablan de mí los dos?
León hizo un signo a Maigret de que no contestase y, dirigiéndose al cliente, le dijo:
—¡Vamos! No armes escándalo, Canut. No es de ti de quien habla el señor comisario, sino del muchacho que se ha disparado un tiro.
—Le está bien empleado. ¿Ha muerto?
—No. A lo mejor lo salvarán.
—¡Tanto peor! Todos debían reventar.
Estas palabras causaron una gran impresión. Todos los rostros se volvieron hacia Canut. Y éste siente la necesidad de chillar más aún.
—¡Sí! ¡Todos! ¡Ya que…!
León estaba inquieto. Miraba a todo el mundo con ojos suplicantes y esbozaba hacia Maigret un gesto de impotencia.
—Vamos, vete a acostar. Tu mujer te espera.
—¡Y a mí qué!
—Mañana no tendrás fuerzas para ir a levantar tus trasmallos.
El borracho rió con soma. Ptit Louis aprovechó la ocasión para llamar a Julie.
—¿Cuánto es esto?
—¿Las dos rondas?
—Sí. Ponlas en mi cuenta. Mañana, antes de partir, cobro mi anticipo. Se levantó y fue imitado por el bretón, que no se despegaba de sus zapatos. Tocó su gorra y volvió a tocarla en dirección a Maigret.
—¡Cobardes! —escupió el borracho cuando los dos hombres pasaban junto a él—. ¡Todos son unos cobardes!
El bretón apretó los puños y estuvo a punto de contestar, pero Ptit Louis se lo llevó.
—Vete a acostar —repitió León—. Además, vamos a cerrar.
—Me iré cuando todos se vayan. Valgo tanto como cualquier otro, ¿no?
Buscaba a Maigret con la mirada. Se diría que quería provocar una bronca.
—Como ese gordo de ahí… ¿Qué es lo que busca?
Era del comisario de quien hablaba. León estaba sobre ascuas. Los últimos parroquianos esperaban convencidos de que algo iba a ocurrir.
—Bueno, prefiero irme… ¿Cuánto te debo?
Buscó debajo de su blusa, de donde sacó un monedero de cuero; tiró unos billetes grasientos sobre la mesa, se levantó vacilando y llegó hasta la puerta, que abrió no sin dificultad.
Refunfuñaba vagas palabras, injurias o amenazas. Una vez fuera, pegó su rostro al cristal para mirar a Maigret por última vez, aplastando su nariz contra el cristal empañado.
—¿Qué se cuenta por aquí? —preguntó Maigret.
—¿Del telegrafista? No saben nada. Todo son conjeturas. Historias que no se tienen de pie.
—¿Qué?
—Qué se yo… Siempre el «mal de ojo».
Maigret sintió una viva mirada fija, en él. Era la del primer maquinista, sentado justamente frente a él.
—¿Y no está celosa su mujer? —le preguntó.
—Marchándonos mañana, ¡estaría bueno que me retuviera en Yport!
—¿El «Océan» apareja mañana?
—Sí, con la marea. Si cree usted que los armadores van a dejarlo oxidar en la dársena…
—¿Han encontrado capitán?
—Un retirado que no navega desde hace ocho años. Y encima mandaba una barca de tres palos. ¡Va a ser bueno!
—¿Y el telegrafista?
—Un crío que han ido a buscar a la escuela. De Arte y Oficios, llaman a eso.
—¿Ha vuelto el segundo oficial?
—Le han avisado por telégrafo. Llegará mañana por la mañana.
—¿Y los hombres?
—¡Siempre lo mismo! Se recluta lo que se encuentra en el puerto…
Siempre es bueno, ¿no?
—¿Han encontrado grumete?
El otro le lanzó una mirada afilada.
—Sí —dejó caer con sequedad.
—¿Y está contento de partir?
No hubo respuesta. El jefe de máquinas pidió un nuevo grog. Y León dijo a media voz:
—Se acaban de recibir noticias del «Pacific», que debía regresar esta semana. Es un barco de la misma serie que el «Océan»… Se ha hundido en menos de tres minutos, después de despanzurrarse contra una roca. Todos los hombres se han perdido. Tengo arriba a la mujer del segundo oficial, que ha llegado de Rouen para esperar a su marido… Pasa los días en la escollera. Todavía no sabe nada. La compañía espera confirmación para anunciar la noticia…
—¡Lo que faltaba! —gruñó el jefe de máquinas.
El negro bostezaba, se frotaba los ojos, pero no pensaba en marcharse. Los dominós abandonados formaban un dibujo complicado sobre el rectángulo gris de la mesa.
—En resumen —dijo lentamente Maigret—, ¿nadie sabe por qué el telegrafista ha intentado suicidarse?
Estas palabras no encontraron más que un silencio obstinado. ¿Lo sabían todo aquellos hombres? ¿Es que llevaban hasta el límite esa especie de francmasonería de las gentes del mar, a los que no les gusta ver a los de tierra adentro ocuparse de sus asuntos?
—¿Qué le debo, Julie?
Se levantó, pagó y llegó pesadamente a la puerta. Diez miradas le siguieron. Se vuelve, pero no encuentra más que rostros herméticos o ariscos. El propio León, a pesar de toda su buena voluntad de tabernero, hacía causa común con su parroquia.
La marea estaba baja. Sólo se veía de la trainera la chimenea y las plumas de carga. Los vagones habían desaparecido. El muelle estaba desierto.
Una barca de pesca, su farol blanco balanceándose en la punta del mástil, se alejaba lentamente hacia el espigón mientras se oía hablar a sus dos tripulantes.
Maigret llenó una última pipa. Mira a la ciudad, las torres de los Benedictinos, a cuyos pies estaban los muros sombríos del hospital.
Las ventanas del «A la cita de los Terranova» agujereaban el muelle con dos rectángulos luminosos.
La mar estaba en calma. Sólo se oía el débil murmullo del agua lamiendo los guijarros y los puntales del espigón.
El comisario estaba en el mismo borde del muelle. Gruesas amarras, las mismas que retenían al «Océan», se encontraban arrolladas alrededor de las bitas de bronce.
Se inclinó. Unos hombres cerraban las escotillas de las calas donde, durante la jornada, se había estibado la sal. Entre ellos había uno muy joven, más joven que Le Clinche, con traje de civil, que miraba trabajar a los marineros, acodado en la cabina del telegrafista.
Debía ser el sucesor del que, hacía unas horas, se había disparado un tiro en el vientre. Fumaba un cigarrillo con pequeñas y nerviosas chupadas.
Llegaba de París, de la Escuela. Estaba emocionado. Quizás soñando aventuras.
Maigret no se decidía a marcharse. Le retenía allí el sentimiento de que el misterio, la clave, estaba muy cerca, a su alcance, que no había más que hacer un esfuerzo y…
De repente, se volvió al sentir una presencia extraña detrás de él. En la oscuridad, divisó una marinera roja, un brazalete negro.
El hombre no le había visto o no le había prestado atención. Marchaba por el mismo borde del muelle y, en el estado en que estaba, era un milagro que no cayese al agua.
El comisario ya no le veía más que de espaldas. Tenía la impresión de que, presa del vértigo, el borracho iría a arrojarse sobre la cubierta de la trainera. ¡Qué va! Va hablando solo. Ríe con ironía. Agita los puños.
Después, escupía una, dos, tres veces sobre el navío. Escupía para exprimir todo su asco. Tras los salivazos, aliviado, se marchó no hacia su casa en el barrio de los pescadores, sino hacia la ciudad baja, donde se adivinaba aún una tasca abierta.