Capítulo siete

EN FAMILIA

Fue una de esas situaciones que se plantean solas y de las cuales es difícil escapar. Marie Léonnec, sola en Fécamp, recomendada a los Maigret por un amigo común, hacía sus comidas con ellos.

Y ahora también estaba allí su novio. Se encontraban los cuatro en la playa, en el momento en que la campana del hotel anunciaba la comida.

Hubo una vacilación por parte de Pierre Le Clinche, que miró a sus compañeros con embarazo.

—Vamos. Pondrán un cubierto más —dijo Maigret.

Tomó el brazo de su mujer para atravesar el dique. La joven pareja les siguió en silencio. De los dos, principalmente hablaba Marie, en voz baja, con tono categórico.

—¿Sabes tú qué le está diciendo? —preguntó el comisario a su mujer.

—Sí. Me lo ha repetido más de diez veces esta mañana para saber si estaba bien. Le asegura que ella no le guarda rencor, «sea lo que fuere que haya pasado», ¿comprendes? No le habla de la mujer. Finge no saber nada, pero me ha dicho que subrayaría especialmente las palabras «sea lo que fuere que haya pasado». ¡Pobre pequeña! Iría a buscarle al fin del mundo.

—¡Ay!

—¿Qué quieres decir?

—Nada. ¿Es nuestra mesa?

El almuerzo fue tranquilo, demasiado tranquilo. Las mesas estaban muy juntas y no se podía hablar en voz alta.

Maigret evitaba el mirar a Le Clinche, con objeto de tranquilizarle, pero la actitud del telegrafista era inquietante, tanto para él como para Marie Léonnec, en cuyo rostro se reflejaba el abatimiento.

El muchacho permanecía taciturno, hundido. Comía, bebía y contestaba a sus preguntas, pero su pensamiento estaba lejos de allí. Varias veces, al oír pasos tras él, se sobresaltaba como si temiera algún peligro.

Los ventanales del comedor, abiertos de par en par, dejaban ver el mar salpicado de sol. Hacía calor. Le Clinche estaba de espaldas al paisaje y, de vez en cuando, se volvía bruscamente, con un gesto nervioso, como para interrogar al horizonte.

Era Madame Maigret quien hacía el gasto en la conversación dirigiéndose sobre todo a la muchacha, hablándole de futilidades, sólo para no dejar que cesara el silencio.

Se estaba lejos de todo drama. Decoración de hotel familiar. El estrépito tranquilizador de los platos y los vasos. Media botella de burdeos en la mesa y una botella de agua mineral.

A los postres, el gerente del hotel mete la pata y pregunta:

—¿Hay que preparar una habitación para el señor?

Era a Le Clinche a quien miraba. Había olfateado al novio. Y sin duda, tomaba a los Maigret por los padres de la muchacha.

Dos o tres veces, el telegrafista tuvo el mismo ademán que por la mañana, cuando el careo. Un movimiento rápido de la mano sobre la frente. Un movimiento muy blando, cansado.

—¿Qué hacemos?

Los comensales se dispersaban. Ellos cuatro permanecían de pie, en la terraza.

—¿Y si nos sentáramos un momento? —propuso Madame Maigret. Sus hamacas estaban allí, sobre los guijarros. Los Maigret se sentaron. Los muchachos permanecieron un momento más de pie, indecisos.

—¿Paseamos un poco? —dijo, al fin Marie Léonnec con una vaga sonrisa a Madame Maigret. El comisario encendió su pipa, refunfuñando, ya a solas con su mujer:

—¡Si esta vez no tengo pinta de suegro…!

—No saben qué hacer… Su situación es delicada —observó su mujer, que les seguía con los ojos—. Mírales. Están molestos. Quizá me equivoque, pero creo que Marie tiene más carácter que su novio.

El aspecto de él era lastimoso, paseando su flaca silueta con pasos indolentes, sin ocuparse de su compañera, sin hablarle, habría podido afirmarse aún viéndoles desde lejos.

Se sentía, sin embargo, que la muchacha ponía muy buena voluntad, que charlaba para aturdirlo, tratando incluso de mostrarse alegre.

Había otros grupos en la playa, pero Le Clinche era el único hombre que no llevaba pantalón blanco. Llevaba el traje de ciudad, lo que le hacía aparecer más triste todavía.

—¿Qué edad tiene? —preguntó Madame Maigret.

Y su marido, tumbado en la hamaca, los ojos medio cerrados:

—Diecinueve años. Un crío. Y me parece que desde ahora, es sólo un pájaro para el gato, un caso perdido.

—¿Por qué? ¿No es inocente?

—Probablemente no ha matado. No. Pondría la mano en el fuego. Pero me temo que, a pesar de todo, está perdido. Míralo. Mira a ella.

—¡Bah! Que tengan un momento a solas y se besen…

—Quizá.

Maigret era pesimista.

—Ella es apenas mayor que él. Le quiere mucho. Está dispuesta a ser una buena esposa.

Después de un momento, Madame Maigret continúa:

—¿Por qué crees tú que…?

—¿Qué eso no sucederá? Una impresión. ¿Te has fijado alguna vez en las fotografías de las personas muertas jóvenes? Siempre me ha llamado la atención el que estos retratos, hechos cuando esas personas disfrutaban de buena salud, tiene ya algo de lúgubre. Se diría que los que están predestinados a ser víctimas de un drama, llevan su condenación en el rostro, marcada como un estigma.

—¿Y crees que ese chico?

—Es triste y siempre lo habrá sido. Ha nacido pobre. Ha sufrido su pobreza. Ha trabajado todo lo que ha podido, encarnizadamente, como se nada contra la corriente. Pudo llegar a ser el novio de una muchacha encantadora, de una condición social superior a la suya… ¡Pues, bien! Me cuesta trabajo creerlo. Míralos. Se debaten. Quisieran ser optimistas. Intentan creer en su destino.

Maigret hablaba suavemente, con una voz sorda, siguiendo con los ojos a las dos siluetas que se recortaban contra el mar centelleante.

—¿Quién dirige oficialmente la encuesta?

—Girard, un comisario de la Brigada de El Havre que tú no conoces. Un hombre inteligente.

—¿Le cree culpable?

—No. Al menos, no tiene prueba alguna y, tampoco, una sospecha seria.

—Y, ¿tú crees que…?

Maigret se vuelve como para mirar a la trainera, que ahora queda tapada tras una manzana de casas.

—Yo creo que ha sido una campaña trágica, al menos para dos hombres. Trágica para que a su regreso, el capitán Fallut «no pudiera vivir» y para que al telegrafista «no le sea posible reanudar el hilo normal de su existencia».

—¿Por culpa de una mujer?

No contestó directamente a su pregunta y prosiguió:

—Y todos los otros, los que estaban fuera del drama, hasta los fogoneros, han quedado marcados a pesar de ellos mismos. Se han vuelto huraños, irritables… Dos hombres y una mujer, durante tres meses, se han agitado alrededor del castillo de popa. Algunos mamparos negros agujereados con ventanucos… Eso fue bastante.

—Te he visto pocas veces tan impresionado por un caso. Una cosa que ha bastado para matar al capitán Fallut y que permite ahora desamparar a esos dos seres que parecen buscar ahora entre los guijarros de la playa los despojos de sus sueños.

Los jóvenes se acercaban con los brazos caídos, dudando de si la cortesía les obligaba a reunirse con los Maigret o si la discreción les aconsejaba mantenerse a distancia.

Durante el paseo, Marie Léonnec había perdido mucha energía. Lanzó a Madame Maigret una mirada descorazonada. Se adivinaba que todas sus tentativas habían resultado fallidas, que todos sus impulsos se habían estrellado como contra un muro de desesperación o de inercia.

Madame Maigret tenía costumbre de merendar, de forma que hacia las cuatro se instalaron las dos parejas en la terraza del hotel, debajo de los quitasoles rayados que daban al ambiente una alegría convencional.

El chocolate humeaba en dos tazas. Maigret había pedido cerveza, Le Clinche anisete con agua.

Hablaban de Jorissen, el profesor de Quimper, que había acudido a Maigret en favor del telegrafista y que había traído a Marie Léonnec. Se intercambiaban frases banales.

—Es el mejor hombre del mundo.

Se bordeaba el tema, aunque sin convicción, porque había que hablar. Repentinamente, los ojos de Maigret parpadearon, pendientes de una pareja que avanzaba a lo largo del malecón.

Eran Adela y Gastón Buzier. Desgarbado él, las manos en los bolsillos, el andar indolente y el sombrero de paja echado hacia atrás. Adela, animada y provocativa, como de costumbre.

«Con tal que no nos vean», pensó el comisario.

Y en ese mismo instante, la mirada de Adela se cruzaba con la suya. La mujer se detuvo, diciendo alguna cosa a su compañero, que intentaba disuadirla.

¡Demasiado tarde! Ya atravesaban la calle. Adela examinó una por una todas las mesas de la terraza y eligió la que estaba más próxima a los Maigret y se instaló de forma que tenía a Marie Léonnec justamente frente a ella.

Su amante la siguió con un encogimiento de hombros. Se tocó el borde del sombrero, al pasar delante del comisario, y se sentó, a horcajadas sobre la silla.

—¿Qué tomas?

—Chocolate, no, por supuesto. ¡Un kummel!

¿No era ya una declaración de guerra? Al decir chocolate, miraba a la taza de la muchacha y ésta se sobresaltó.

Marie nunca había visto a Adela, pero ¿no había comprendido ya? Marie miró a Le Clinche, que volvió la cabeza.

El pie de Madame Maigret tocó dos veces el de su marido.

—¿Y si nos fuéramos los cuatro al casino?

Había adivinado también. Pero nadie le contestó. Sólo Adela hablaba en la mesa vecina, suspirando.

—¡Qué calor! Toma mi chaqueta, Gastón.

Y quitándosela, deja ver una blusa de seda roja, el escote lujurioso, los brazos desnudos. Sus pupilas no se apartaban un instante de Marie.

—¿Te gusta el gris a ti? ¿No crees que deberían prohibir que se llevasen colores tan tristes en las playas?

Era estúpido. Marie Léonnec iba de gris. Adela mostraba su voluntad de atacar, no importa cómo, lo más pronto posible.

—¿Es para hoy, camarero?

Tenía la voz aguda. Se habría dicho que exageraba su vulgaridad. Gastón Buzier olfateaba el peligro. Conocía a su amante. Le dijo algunas palabras en voz baja. Pero ella, en voz alta, replicó:

—¿Y qué? ¿Es que la terraza no es de todo el mundo?

Madame Maigret era la única que les volvía la espalda. Maigret y el telegrafista estaban de perfil. Marie Léonnec de frente.

—Todo el mundo es igual, ¿verdad? Solamente que hay personas que se arrastran a los pies de una cuando no les pueden ver y que luego no os saludan cuando van acompañados.

Se puso a reír con una carcajada desagradable. Miraba con fijeza a la muchacha, que había enrojecido.

—¿Cuánto es esto, mozo? —preguntó Buzier, que tenía prisa por acabar.

—¡Tenemos tiempo de sobra! Vuelva a ponernos lo mismo, camarero. ¡Y tráigame cacahuetes!

—No tenemos.

—Pues vaya a buscarlos. Le pagan para eso, supongo.

Dos mesas más estaban también ocupadas. Las miradas convergían en la nueva pareja, que no podía pasar desapercibida. Maigret estaba preocupado. Sin duda, sentía ganas de poner fin a esta escena que, sin lugar a dudas, corría el riesgo de terminar mal.

Pero, por otra parte, tenía al telegrafista frente a él y lo sentía palpitante bajo su mirada.

Era apasionante como una disección. Le Clinche no se movía. No se había vuelto hacia la mujer, pero debía verla confusamente a su izquierda. En todo caso, debería ver la mancha roja de su blusa.

Sus pupilas, de un gris apagado, estaban fijas. Una de sus manos, sobre la mesa, se cerraba lentamente, como los tentáculos de un animal marino.

No podía preverse nada, todavía. ¿Iba a levantarse? ¿A huir? ¿Iba a precipitarse sobre ella, que seguía hablando? ¿Iba…?

¡No! ¡Nada de eso! Era otra cosa, cien veces más impresionante. No era solamente su mano la que se cerraba. Era todo su ser. Se encogía. Se replegaba sobre sí mismo.

Sus ojos se volvían del mismo gris que el color de su rostro.

No se movía. ¿Respiraba? Ni un estremecimiento. Ni una crispación. Pero esta inmovilidad, cada vez más completa, se volvía alucinante.

—Esto me recuerda a otro amante, que estaba casado y tenía tres hijos…

—Marie Léonnec, que ya jadeaba, se bebió el chocolate de un trago, fingiendo aparecer serena.

—Era el hombre más apasionante del mundo… A veces, me negaba a recibirle y sollozaba en el descansillo, de forma que todos los vecinos se divertían mucho. «Adela adorada, mi vida.» ¡Todo el repertorio! Un domingo me lo encontré paseando con la mujer y los críos. Oigo a su mujer que pregunta: «¿Quién es esa mujer?». Y él contestó gravemente: «Seguramente, una fulana, ya ves la forma ridícula de vestirse».

Adela se ríe. Está posando para la galería y espía en los rostros el efecto que produce.

—De todos modos, hay gente que no tiene mucho nervio.

Su compañero trató de hacerla callar de nuevo, diciéndole algo en voz baja.

—¡Narices! ¿Tienes miedo? Yo pago mis consumiciones, ¿no? No hago mal a nadie. Por lo tanto, no pueden decirme nada… ¿Y esos cacahuetes, mozo? ¡Tráigame otro kummel!

—¿Y si fuéramos…? —dijo Madame Maigret.

Era demasiado tarde. Adela ya estaba lanzada. Se notaba que, en caso de que se fueran, haría cualquier cosa para provocar el escándalo, costase lo que costase.

Marie Léonnec miraba con fijeza a la mesa, las orejas coloradas, los ojos brillantes y la boca entreabierta de angustia. Le Clinche había cerrado los ojos y permanecía allí, ciego, los rasgos rígidos, la mano sobre la mesa.

Maigret no había tenido ocasión de observarle tan detalladamente. El rostro era, a la vez, muy joven y muy viejo, como ocurre muchas veces en los adolescentes que han tenido una infancia penosa.

Le Clinche era alto, más de lo corriente, pero sus hombros no eran todavía los de un hombre.

La piel, poco cuidada, estaba manchada de pecas. Aquel día no se había afeitado, lo que ponía a sus mejillas unos reflejos rubios.

No era guapo. Probablemente, no había reído mucho en su vida. Por el contrario, había velado mucho, leído mucho, escrito mucho, en habitaciones sin lumbre, en su camarote arruinado por el océano, a la luz de malas lámparas.

—A mí lo que me revienta es comprobar cómo la gente honrada no vale mucho más que nosotros. Adela se impacientaba. Estaba dispuesta a decir lo que fuese con tal de salirse con la suya.

—Las jovencitas, por ejemplo, que juegan a las blancas palomas y que corren detrás de los hombres como ninguna grulla se atrevería a hacer.

El dueño del hotel, desde la puerta, interrogaba con la mirada a los clientes, como si preguntase si debía intervenir.

Maigret no veía más que a Le Clinche, en primer plano. La cabeza le colgaba un poco hacia adelante. Los ojos no estaban abiertos.

Pero unas lágrimas resbalaban, una a una, de los párpados cerrados, separando las pestañas y, vacilantes, zigzagueando en sus mejillas.

No era ésta la primera vez que el comisario veía llorar a un hombre. Sin embargo, era la primera vez que se conmovía tanto, quizá a causa del silencio, de la inmovilidad de todo el cuerpo.

Sólo estas perlas fluidas vivían en el telegrafista. El resto de su ser, estaba muerto.

Marie Léonnec no había visto nada. Adela iba a continuar hablando.

Entonces, un segundo más tarde; Maigret tuvo una intuición. La mano puesta sobre la mesa acababa de abrirse insensiblemente. La otra estaba en el bolsillo.

Los párpados se entreabrieron apenas un milímetro, dejando filtrar una porción de la mirada. Era a Marie a quien esa mirada iba a buscar.

En el mismo instante en que Maigret se levantaba, sonó la detonación y todo el mundo se agitó con un barullo de gritos y sillas movidas.

Le Clinche no se movió inmediatamente. Sólo su busto se inclinó insensiblemente hacia la izquierda y su boca se abrió en un ligero estertor.

Marie Léonnec, a la que le costaba trabajo comprender, pues no había visto ningún arma, se echaba sobre él, le oprimía las rodillas, la mano derecha, y se volvía asustada.

—¿Qué ocurre, comisario?

Sólo Maigret lo había adivinado todo. Le Clinche tenía un revólver en el bolsillo, un revólver hallado Dios sabe dónde, ya que por la mañana, a la salida de la prisión, no tenía ningún arma.

¡Y era desde el bolsillo desde donde se había disparado! Era la culata lo que estrechó durante largos minutos, mientras Adela hablaba, mientras él cerraba los ojos, esperando, vacilando, quizá…

La bala debía haberle penetrado por el vientre o por el costado. Se veía la americana quemada, destrozada a la altura de la cadera.

—¡Un médico! ¡La policía! —gritaban por algún lado.

Llega un médico, en traje de baño, que estaba en la playa, a unos cien metros del hotel.

En el momento en que Le Clinche iba a caer, le sostuvieron. Le llevaron al comedor. Marie seguía al cortejo como una loca.

Maigret no había tenido tiempo de ocuparse de Adela ni de su amante. En el momento en que penetraba en el café, la vio de repente, lívida, vaciando un gran vaso contra el que castañeteaban sus dientes.

Se había servido ella misma. Tenía aún la botella en la mano. Llenó el vaso por segunda vez.

El comisario no se fijó más en ella, pero guardó el recuerdo de ese rostro pálido encima de la blusa roja y, sobre todo, de aquellos dientes castañeteando sobre el cristal.

No vio a Gastón Buzier. Cerraron la puerta del comedor.

—No se queden aquí —decía el dueño a sus clientes—. ¡Calma! El doctor no quiere ruido.

Maigret empujó la puerta y encontró al médico arrodillado. Madame Maigret sujetaba a la jovencita que, frenética, quería precipitarse sobre el herido.

—Policía… —dijo Maigret al médico.

—¿No podría hacer salir usted a esas señoras? Es preciso desnudarle y…

—Sí.

—Necesitaré dos personas que me ayuden. Tendrían que telefonear ya pidiendo una ambulancia. Seguía en traje de baño.

—¿Grave?

—No puedo decir nada antes de haber sondado la herida. ¿Se da cuenta?

Sí. Maigret se daba cuenta, viendo aquella cosa atroz, carne y ropas mezcladas.

Sobre las mesas, los cubiertos estaban ya preparados para la cena. Madame Maigret salió llevándose a Marie Léonnec. Un joven con pantalón de franela dijo tímidamente:

—Si me permite que le ayude… Soy alumno de farmacia.

Un rayo de sol oblicuo, completamente rojo, daba en el cristal y era tan cegador que Maigret fue a cerrar las persianas.

—¿Quiere usted levantarle las piernas?

Recordaba lo que había dicho a su esposa por la tarde, tumbado perezosamente en su hamaca, siguiendo con los ojos la silueta desgarbada que, junto a la silueta más pequeña de Marie Léonnec, evolucionaba a lo largo de la playa.

—Un pájaro para el gato…

El capitán Fallut había muerto nada más llegar. Fierre Le Clinche se había debatido larga y ferozmente, quizá incluso cuando tenía los ojos cerrados, una mano sobre la mesa y otra en el bolsillo, mientras Adela hablaba y hablaba para la galería.