LOS TRES INOCENTES
Una puesta en escena muy simple: la de la mayoría de los careos. La diligencia tuvo lugar en un despachito de la prisión. El comisario. Girard, de El Havre, que dirigía la investigación, se sentaba en el único sillón. Maigret estaba recostado contra la chimenea de granito negro. En las paredes, gráficos, avisos de oficiales y una litografía del Presidente de la República.
De pie, a plena luz, Gastón Buzier calzado con sus zapatos amarillos.
—Hagan entrar al telegrafista.
La puerta se abrió. Pierre Le Clinche, que no había sido advertido, avanzó, la frente arrugada, como el hombre que sufre y que sabe le esperan nuevas pruebas. Ve a Buzier, pero le presta la menor atención y mira a su alrededor preguntándose hacia quién tenía que volverse.
Por su parte, el amante de Adela le miraba de pies a cabeza, con aire desdeñoso.
Le Clinche tenía mala cara. No buscaba alardear de valor u ocultar su desaliento. Estaba triste como un animal enfermo.
—¿Reconoce al hombre que tiene delante?
Miró a Buzier y pareció buscar en su memoria.
—No. ¿Quién es?
—Mírelo bien, de arriba a abajo.
Le Clinche obedeció y cuando su mirada llegó a los zapatos, levantó la cabeza.
—¿Bien?
—Sí.
—¿Qué significa ese sí?
—Comprendo lo que usted quiere decir. Los zapatos amarillos.
—¡Claro! —se indignó de pronto Gastón Buzier, que hasta el momento no había dicho nada, aunque seguía mostrando su expresión de fastidio—. ¡Repite, pues, que he sido yo quien se ha cargado a su capitán! ¿No?
Todos los ojos apuntaban al telegrafista, que bajó la cabeza e inició un gesto cansado con la mano.
—Hable.
—A lo mejor no eran esos zapatos.
—¡Ah, ah! —triunfaba el otro—. ¡Te desinflas!
—¿No reconoce al asesino de Fallut?
—No sé. No…
—Usted no ignora que está en presencia de una tal Adela a la que usted conoce. Ha confesado él mismo que estaba en las proximidades de la trainera en el momento del crimen y que llevaba zapatos amarillos. Buzier le desafiaba con la mirada, temblando de impaciencia y rabia.
—¡Sí, que hable! Pero que diga la verdad, porque si no, juro que…
—¡Usted a callar! Entonces, Le Clinche…
El telegrafista se pasó una mano por la frente e hizo una mueca de dolor.
—¡No sé!
—Usted vio a un hombre que llevaba zapatos amarillos precipitarse contra Fallut.
—Lo he olvidado.
—Eso es lo que declaró en el primer interrogatorio. Y no hace tanto tiempo. ¿Mantiene esa afirmación?
—Pues bien, ¡eso no! Vi a un hombre con zapatos amarillos. Eso es todo. Pero no sé si fue él el asesino.
A medida que el interrogatorio proseguía, Gastón Buzier, un poco aplanado también tras haber pasado la noche en la comisaría, recobraba su aplomo. Se balanceaba sobre una pierna a la otra, con una mano en el bolsillo.
—¡Observará usted que se desinfla! No se atreve a mantener las mentiras que le dijo.
—Contésteme, Le Clinche. Hasta ahora, estamos seguros de la presencia de dos personas cerca de la trainera, en el momento de la muerte del capitán. Usted de una parte, y Buzier de otra. Después de haber acusado a su compañero, ahora parece retractarse. ¿Había, pues, una tercera persona? En ese caso, si la había, usted no puede haber dejado de verla. ¿Quién es?
Silencio. Pierre Le Clinche miraba fijamente al suelo.
—Repito mi pregunta: ¿Había una tercera persona en el muelle?
—No sé —suspiró el muchacho con la voz rota.
—¿Quiere eso decir que sí?
Un encogimiento de hombros que parecía significar: «Si usted quiere…».
—¿Quién?
—Estaba muy oscuro.
—Entonces, dígame por qué ha pretendido que el asesino llevaba zapatos amarillos. ¿No sería para desviar las sospechas del verdadero culpable, al que usted conoce?
El joven se oprimió la frente con las manos.
—¡No puedo más! —gimió.
—¡Conteste!
—No… Haga lo que quiera.
—Introduzcan al testigo siguiente.
Cuando se abrió la puerta, fue Adela la que se adelantó con exagerada seguridad. De un vistazo, repasó la asamblea tratando de darse cuenta de cómo había andado la cosa. Lanzó una larga mirada al telegrafista, pareciendo sorprenderle de encontrarlo tan abatido.
—Supongo, Le Clinche, que reconoce usted a la mujer. Que el capitán Fallut tuvo escondida en su camarote durante toda la campaña y de la que fue usted amante.
Él la miró con frialdad. Sin embargo, los labios de Adela se abrían ya con una sonrisa animosa.
—Es ella.
—En suma, a bordo eran tres los que rondaban alrededor de su persona: el capitán, el primer maquinista y usted. Usted la consiguió, al menos una vez. El primer maquinista no tuvo éxito. ¿Supo el capitán que usted le había engañado?
—No me habló de ello.
—Era muy celoso, ¿no? ¿Fue a causa de esos celos por lo que permaneció tres meses sin dirigirles la palabra?
—No.
—¡Cómo! ¿Hay otra razón?
Al llegar aquí, se puso colorado, no sabía dónde mirar y balbució, demasiado de prisa:
—Es decir, tal vez fuera eso. No sé.
—¿Qué otro motivo de odio o desconfianza había entre ustedes?
—Yo… No había ninguno. Tiene usted razón. Estaba celoso.
—¿Qué sentimiento le impulsó a ser amante de Adela?
Silencio.
—¿La amaba usted?
—No —dejó caer secamente.
Y la mujer saltó:
—¡Muchas gracias! Por lo menos, tú eres educado, vaya. Pero a pesar de ello hasta el último momento diste vueltas a mi alrededor. ¿No es cierto?
También es verdad, que otra te esperaba en tierra.
Gastón Buzier fingía silbar, los dedos metidos en las sisas del chaleco.
—Dígame, Le Clinche, si cuando volvió a bordo, después de haber presenciado la muerte del capitán, Adela estaba todavía encerrada en la cabina.
—Sí. Aún estaba encerrada.
—Así pues, ella no pudo matarle.
—No, eso no. Le juro…
Le Clinche se ponía nervioso, pero el comisario Girard continuaba pesadamente:
—Buzier afirma que usted no ha matado. Después de haberle acusado usted, se retracta… Otra hipótesis es que sean cómplices los dos.
—¡Muchas gracias! —reventó Buzier con violento desprecio—. Cuando quiera cometer un crimen no será con un… un…
—¡Basta! El uno y el otro pudieron haber matado impulsados por los celos, puesto que ambos tuvieron a Adela por amante.
Risita irónica de Buzier.
—¿Celoso yo? ¿De qué?
—¿Tiene usted algo que declarar, Le Clinche?
—No.
—¿Buzier?
—Quiero hacer constar que soy inocente y pido que se me ponga en libertad.
—¿Y usted?
Adela se estaba pintando los labios.
—Yo… —un trazo con el lápiz de labios—. Yo… —una mirada al espejo— no tengo nada que decir. Todos los hombres son unos cara duras. ¿Ha oído usted a ese crío? Por él hubiera sido capaz de hacer tonterías. No hace falta que me mires así, Gastón… Ahora, si quiere usted mi opinión, le diré que en toda esta historia del barco hay muchas cosas que no sabemos… Desde el momento en que han sabido que había una mujer a bordo, han creído que eso lo explicaba todo. ¿Y si hubiera otra cosa?
—¿Por ejemplo?
—¡Yo qué sé! No estoy en la Policía.
La mujer ocultaba su pelo en un gorrito de paja roja.
Maigret se fijó que Le Clinche volvía la cabeza.
Los dos comisarios intercambiaron una mirada y Girard dijo:
—Le Clinche va a volver a su celda. Ustedes dos, esperen en la sala de visitas. En un cuarto de hora, les haré saber si están libres o no.
Los policías se quedaron solos.
—¿Quiere proponer al juez de instrucción que les ponga en libertad? —preguntó Maigret.
—Sí. Creo que es lo mejor que podemos hacer. Tal vez estén mezclados en el drama, pero a pesar de todo hay elementos que se nos escapan.
—¡Por supuesto!
—¿Oiga? Deme el Palacio de Justicia de El Havre, señorita. ¡Oiga!
Un poco después, el comisario Girard hablaba con el magistrado. Se oyó un rumor en los pasillos, fuera, y Maigret se precipitó hacia allá. En el suelo, Le Clinche se debatía en medio de tres agentes.
—¿Qué le ha pasado?
—No le habíamos puesto las esposas en vista de que siempre estaba tranquilo. Al pasar por este pasillo, ha tratado de coger mi revólver. Quería matarse, pero le pude impedir que disparase.
Tumbado en el suelo, Le Clinche miraba fijamente hacia arriba y sus dientes se hundían en sus labios, mezclando la sangre a la saliva.
Lo que más turbaba eran las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
—Quizá un médico…
—No. Suéltenlo —ordenó Maigret. Y cuando quedó solo en el suelo:
—¡De pie! ¡Vamos! ¡Más de prisa! ¡Y tranquilo! Si no, le daré una bofetada, condenado crío…
El telegrafista obedeció dócilmente. Todo su cuerpo se estremecía de fiebre. Se había llenado de polvo al estar en el suelo.
—¿Qué hace de su novia en todo esto? El comisario Girard se acercaba.
—¡Bueno! Están en libertad los tres —dijo—, pero no pueden abandonar Fécamp. ¿Qué ha ocurrido aquí?
—Este imbécil ha querido matarse. Si usted me lo permite, voy a ocuparme de él.
Marcharon a lo largo del muelle. Le Clinche se había lavado la cara con agua fresca, pero la tenía marcada aún con placas rojas. Tenía los ojos febriles, los labios coloreados.
Vestía un traje de confección, de tres botones, que había abrochado de cualquier forma. El nudo de la corbata estaba mal hecho.
Maigret, las manos en los bolsillos, marchaba con aire obstinado, refunfuñando como para sí mismo:
—Debe usted comprender que no tengo tiempo para darle lecciones de moral. Pero una sola cosa: su novia está aquí. Es una buena chica y ha venido desde Quimper y ha removido cielo y tierra por usted. Quizá no valga la pena desesperarla.
—¿Sabe que…?
—Es inútil que le hable de esa mujer.
Maigret no dejaba de observarle. Llegaban a los muelles. Los colores vivos de las barcas de pesca estallaban al sol. Las aceras estaban animadas.
Le Clinche, tan pronto parecía recobrar el deseo de vivir, mirando a su alrededor con esperanza, como se endurecían sus pupilas y se clavaban con hosquedad en las gentes y en las cosas.
Tenía que pasar cerca del «Océan», del que era el último día de descarga. Quedaban tres vagones frente a la trainera.
Sin hacerle caso apenas, Maigret murmuró señalando unos puntos en el espacio:
—Usted estaba allí. Gastón Buzier, aquí… Y en ese lado, el tercer hombre estranguló al capitán.
Su acompañante respiró profundamente y volvió la cabeza.
—Pero estaba oscuro y no podían reconocerse entre sí. De cualquier modo, el tercero no era ni el primer maquinista ni el segundo oficial, pues ambos se hallaban en «A la cita de los Terranova».
El bretón que estaba en el puente, vio al telegrafista y fue a inclinarse a una escotilla, de la cual surgieron tres hombres para mirar a Le Clinche.
—Venga. Marie Léonnec le espera.
—No puedo.
—¿Qué es lo que no puede?
—Ir allá. Se lo suplico, déjeme. ¿Qué le puede importar a usted que me destruya? Sobre todo si eso ha de ser mejor para todos.
—¿Tan pesado es el secreto, Le Clinche?
El telegrafista permaneció mudo.
—Realmente, no puede decir nada, ¿verdad? Pero, dígame una sola cosa.
¿Desea usted todavía a Adela?
—¡La detesto!
—No le he preguntado eso. He dicho desear, como la deseó durante la campaña. Estamos entre hombres. ¿Ha tenido muchas aventuras antes de conocer a Marie Léonnec?
—No. Cosas sin importancia.
—¿Y nunca la pasión, el deseo de una mujer hasta el punto de llorar?
—Nunca.
—Pero eso le ocurrió a bordo. Una mujer, una única mujer, en un escenario rudo, monótono. Carne perfumada en la trainera apestando a pescado. ¿Decía algo?
—Nada.
—¿Ha olvidado a su novia?
—No es lo mismo.
Maigret le miró de frente y quedó sorprendido del cambio que acababa de producirse. Le Clinche ofrecía de repente una frente obstinada, una mirada fija y una boca amarga. Sin embargo, a pesar de todo, algo de nostalgia, algo de ensueño, en la expresión.
—Marie Léonnec es bonita —continuó Maigret que persistía en su idea.
—Sí.
—Y mucho más distinguida que Adela. Además, le quiere y está dispuesta a todos los sacrificios para…
—¡Cállese! —estalló el telegrafista—. ¡Usted sabe muy bien que…!
—¡Que es otra cosa! Que Marie es una chica formal, que será una esposa modelo, que cuidará a sus hijos, pero que… le faltará siempre algo, ¿verdad? Algo más violento. Una cosa que usted ha conocido a bordo, oculta en la cabina del capitán, con el miedo apretándole un poco el cuello, en los brazos de Adela. Una cosa vulgar, brutal. La aventura. Las ganas de morder, de hacer un gesto definitivo, de matar o de morir.
Le Clinche le miró sorprendido.
—¿Cómo sabe…?
—¿Cómo lo sé? Porque esa aventura todos la hemos visto pasar por lo menos una vez en nuestra vida. ¡Se llora, se grita, se agoniza! Y, quince días después, mirando a Marie Léonnec, uno se pregunta cómo se ha dejado conmover por una Adela.
Andando, el muchacho miraba el agua como un espejo de la dársena. Se veía sobre ella el reflejo de la banda roja, blanca o verde de los barcos.
—La campaña ha terminado. Adela se ha ido. Marie está aquí. Hubo un momento de calma. Maigret siguió:
—La crisis ha sido dramática; un hombre muerto porque la pasión navegaba con el «Océan» y…
Pero la fiebre había vuelto a apoderarse de Le Clinche:
—¡Cállese! ¡Cállese! No. ¡Ve perfectamente que no es posible!
Tenía los ojos extraviados. Se volvió para mirar a la trainera que, con sus bodegas casi vacías ahora, sobresalía como un monstruo sobre el parapeto. Sus terrores volvían a apoderarse de él.
—Le suplico… Tiene que dejarme.
—El capitán también, durante la campaña, estaba angustiado, ¿verdad?
—¿Qué quiere usted decir?
—Y el jefe de máquinas.
—No.
—¡No había más que ustedes dos! Era el miedo, ¿verdad?
—No sé… Déjeme, por favor.
—Adela estaba en el camarote. Tres hombres rondaban. Sin embargo, el capitán no quería ceder a su deseo, permaneciendo días y días sin hablar a su querida. Usted la miraba por los ventanucos, pero después de un único encuentro, ya no la tocó.
—Cállese.
—Los hombres, en el collado y en la faena, hablaban de mal de ojo y la campaña salía desastrosa; falsas maniobras, un grumete al agua, dos hombres heridos, el bacalao averiado y la entrada calamitosa en el puerto.
Doblaban el ángulo formado entre el muelle y la playa, que se extendía entre ellos con su franja bien limpia, sus chalets, las cabinas de baño y los sillones multicolores sobre los guijarros.
En una mancha de sol, se distinguía a Madame Maigret sentada en un sillón plegable, cerca de Marie Léonnec que llevaba un sombrero blanco.
Le Clinche siguió la mirada de su acompañante y se detuvo en seco, con las sienes húmedas.
El comisario continuaba:
—No ha bastado con una mujer… ¡Vamos! Su novia le ha visto.
Era verdad, Marie se levantó. Permaneció un momento inmóvil, como si la emoción fuera demasiado fuerte. Y ahora se precipitaba a lo largo del espigón, mientras Madame Maigret soltaba su labor y esperaba.