Capítulo cinco

ADELA Y SU COMPAÑERO

Sonó el timbre del teléfono. León se precipitó a cogerlo y en seguida llamó a Maigret.

—¡Hola! —dijo una voz aburrida—. ¿El comisario Maigret? Aquí el secretario de la comisaría. Acabo de telefonear a su hotel y me han dicho que tal vez estuviera usted en «A la cita de los Terranova». Le ruego me disculpe si le molesto, señor comisario. Hace una media hora que estoy colgado del teléfono. ¡Imposible encontrar al jefe! En cuanto al comisario de la Brigada Móvil, me pregunto si no se habrá ausentado de Fécamp… Y tengo aquí a dos tipos extraños, que acaban de llegar, y que, según parece, quieren hacer unas declaraciones urgentes. Un hombre y una mujer…

—¿Con un coche gris?

—Sí. ¿Son los que buscaba?

Diez minutos después Maigret llegaba a la comisaría, cuyas dependencias estaban desiertas excepto la oficina principal de la entrada, separada en dos por una buhardilla. El secretario escribía sin soltar el cigarrillo. Sentado en un banco, los codos sobre las rodillas, y el mentón apoyado en la palma de la mano, un hombre esperaba.

La mujer iba y venía, martilleando el entarimado con sus altos tacones. En cuanto entró el comisario la mujer fue hacia él, al tiempo que el hombre se levantaba con un suspiro de alivio y refunfuñando entre dientes:

—¡No es demasiado pronto!

Era, efectivamente, la pareja de Yport, más pendencieros que durante la escena de la cual Maigret había sido testigo.

—¿Quieren seguirme aquí al lado?

Y Maigret les introdujo en el despacho del comisario, en cuyo sillón se sentó, y se puso a llenar la pipa sin dejar de observar a sus visitantes.

—Pueden ustedes sentarse.

—¡Gracias! —dijo la mujer, que, de los dos, decididamente era la que más nerviosa estaba—. Aunque no tengo para mucho rato.

Maigret la veía de frente, el rostro iluminado por una potente lámpara eléctrica. No era preciso un examen prolongado para clasificarla. ¿No había bastado con el retrato, del que sólo quedaba el busto?

Una mujer guapa, en la acepción popular de la expresión. Una mujer de carne apetecible, dientes sanos, sonrisa provocativa, la mirada siempre encendida.

Aunque, más exactamente, una bella hembra, atractiva, golosa, dispuesta a provocar un escándalo o a estallar a carcajadas con risa pueblerina. Su blusa era de seda rosa, rematada con un broche grande como un duro.

—Quiero decirle ante todo…

—Perdón —interrumpió Maigret—. Tenga la bondad de sentarse como ya les he dicho. Contestará usted a mis preguntas. La mujer frunció las cejas y en su boca se dibujó una mueca de maldad.

—¡Oiga! ¿Olvida usted que estoy aquí porque he querido?

Su acompañante hizo una mueca de disgusto, fastidiado por esta actitud. Formaban muy buena pareja. El tipo de hombre que, habitualmente, acompaña a las mujeres de esta clase.

Su expresión no era patibularia, propiamente dicho. Vestía correctamente, aunque con mal gusto. Gruesas sortijas en los dedos y una perla en la corbata. Pero el conjunto era inquietante, quizá porque se le adivinaba fuera de un orden, fuera de las clases sociales establecidas.

El hombre que se ve a todas horas en los cafés y en las cervecerías, bebiendo vino espumoso en compañía de chicas y alojándose en hoteles de tercera categoría.

—¡Usted primero! Su nombre, domicilio, profesión…

El hombre quiso levantarse.

—Siga sentado.

—Voy a explicarle.

—¡Nada! Su nombre.

—Gastón Buzier. Por el momento, me ocupo de venta y alquiler de chalets. Vivo normalmente en El Havre, en el Hotel del Anillo de Plata.

—¿Está usted establecido como agente inmobiliario?

—No, pero…

—¿Está al servicio de una agencia?

—Es decir…

—¡Basta! En dos palabras: que vive a salto de mata. ¿A qué se dedicaba antes?

—Representaba a una marca de bicicletas. También me dediqué a vender máquinas de coser por los pueblos.

—¿Cuántas condenas?

—¡No contestes, Gastón! —intervino la mujer—. ¡Esto es demasiado! Venimos nosotros para…

—¡Cállate! Dos condenas. Una con sobreseimiento de causa, por un cheque sin fondos. Otra, de dos meses, por no haber entregado al propietario el anticipo que había cobrado por un chalet… Ya ve usted que son simples pecadillos.

De cualquier modo, se veía que no tenía costumbre de estar frente a la policía. Continuaba desenvuelto, con un aire de maldad en la mirada.

—¡Ahora le toca a usted! —dijo Maigret volviéndose hacia ella.

—Adela Noirhomme, nacida en Belleville.

—¿Con cartilla?

—Me registraron hace cinco años, en Strasburgo, por culpa de una burguesa que me acusó de haberle birlado el marido. Pero, desde entonces…

—¡Ha eludido el control de la Policía! ¡Perfecto! ¿Quiere decirme ahora a título de qué se embarcó en el «Océan»?

—Primero hemos de explicarle —intervino el hombre— que si estamos aquí es porque no tenemos nada de qué escondernos… En Yport, Adela me dijo que tenía usted su fotografía y que seguramente iba a detenerla. Nuestra primera idea fue largarnos para evitar líos, porque a pesar de todo, conocemos ya la canción. En Etretat, he visto de lejos a los gendarmes vigilando y he comprendido que iban a detenernos. Entonces, he preferido venir voluntariamente.

—A usted, señora, le he preguntado qué hacía a bordo de la trainera.

—Es bien simple. Seguía a mi amante.

—¿El capitán Fallut?

—El capitán, sí. Estaba con él, por decirlo así, desde el mes de noviembre. Nos conocimos en El Havre, en un café. Se enamoró. Venía a verme dos o tres veces por semana. Al principio le tomé por un maniático, pues no me pedía nada. Pero, no. Había picado. ¡La gran pasión! Me alquiló una habitación amueblada, muy bonita, y comprendía que si sabía portarme bien, acabaría casándome con él. Los marinos no es que anden sobre el oro, pero tienen un sueldo fijo y además el retiro.

—¿Nunca vino a Fécamp con él?

—No. Me lo prohibía. Él venía a El Havre. Estaba celoso. Un hombre que no debería haber tenido muchas aventuras, pues a los cincuenta años era más tímido que un colegial. Por eso, cuando me tuvo…

—¡Perdone! ¿Era ya amante de Gastón Buzier?

—Naturalmente. Pero le presenté a Gastón a Fallut como si fuese mi hermano.

—Comprendido. Vivían ustedes dos con el dinero del capitán.

—Yo trabajaba —protestó Buzier.

—Ya, ya. Todos los sábados por la tarde. ¿Quién tuvo la idea de hacerla embarcar?

—Fallut. Pensar que tenía que dejarme sola durante toda la campaña le crispaba. Por otra parte, tenía miedo, pues el reglamento es severo y él era un hombre que lo observaba a pie juntillas. Hasta el último momento vaciló, pero luego fue a buscarme. Me hizo entrar en su camarote la noche antes de zarpar. A mí, aquello me divertía por el cambio, pero si hubiera sabido de qué se trataba, le hubiera mandado a paseo sin tardar.

—¿Y Buzier no protestó?

—No sabía qué hacer, ¿comprende? No había que contrariar al viejo. Me había prometido que pediría el retiro al terminar la campaña y se casaría conmigo. ¡Bonita vida me había reservado! Encerrada todo el día en un camarote que apestaba a pescado. Y, encima, cuando entraba alguien, tenía que esconderme. Apenas habíamos salido del puerto, que ya Fallut estaba arrepentido de haberme llevado. Nunca he visto a un hombre tan pusilánime. Diez veces volvía sobre sus pasos para asegurarse que la puerta hubiera quedado bien cerrada. Si yo hablaba, me mandaba callar por temor a que me oyesen. Estaba inquieto, de mal humor. Me miraba durante largos minutos como si pensase en agarrarme del cuello y tirarme por la borda.

Adela tenía una voz chillona y gesticulaba al hablar.

—Sin contar que cada vez se volvía más celoso. Me preguntaba sobre mi pasado. Trataba de descubrir… Se pasaba sin hablarme durante tres días, espiándome como a una enemiga y, de pronto, la pasión volvía a adueñarse de él. Hubo momentos en que sentí miedo de él.

—¿Qué tripulantes la vieron a bordo?

—Fue la cuarta noche. Yo quería tomar el fresco en el puente. Estaba harta de estar encerrada. Fallut fue a asegurarse de que el campo estaba libre. Apenas me permitió dar unos pasos por la cubierta. Tuvo que subir un momento al puente de mando y fue entonces cuando el telegrafista se acercó a mí. Estaba asustado y calenturiento. Al día siguiente le dejé entrar en el camarote.

—¿Le vio Fallut?

—No creo. Nunca me dijo nada.

—¿Fue usted amante de Le Clinche?

La mujer calló. Gastón Buzier rió con soma.

—Habla, mujer.

—¿Es que no soy libre? Además, tú no te has privado de nada durante mi ausencia, ¿eh? ¡La pequeña ésa de la Villa de las Flores! Y esa fotografía que te he encontrado encima.

Maigret permanecía serio, agorero.

—Le pregunto si fue usted amante del telegrafista.

—Y yo le digo, ¡narices!

La mujer le provocaba con una sonrisa húmeda. Se sabía deseable.

Conocía el valor de sus labios carnosos, de su cuerpo apetecible.

—El primer maquinista también la vio.

—¿Qué le ha contado?

—Nada. Resumo: el capitán la tenía escondida en su camarote y, por turnos, Pierre Le Clinche, y el maquinista iban a verla. ¿No se dio cuenta Fallut?

—¡No!

—Sin embargo, sospechaba. Daba vueltas a su alrededor y sólo la dejaba sola cuando era imprescindible

—¿Cómo lo sabe?

—¿Hablaba todavía de casarse con usted?

—No sé.

Y Maigret evocaba de nuevo la trainera, los fogoneros aislados en el pañol de calderas, los hombres amontonados bajo el castillo de proa, la cabina del telegrafista, la del capitán a popa, con la cama levantada.

¡Tres meses había durado la campaña!

Y durante ese tiempo, tres hombres habían rondado el camarote donde estaba encerrada esta mujer.

—¡Menuda la hice! —gruñó Adela—. Le juro que si tuviera que volver a empezar… Habría que desconfiar siempre de los hombres tímidos que le hablan a una de matrimonio.

—Si me hubieras hecho caso…

—¡Tú, cierra el pico! ¡Si te hubiera escuchado, ya sé en qué casa estaría yo a estas horas! No me gusta hablar mal de Fallut, porque está muerto, pero estaba algo chiflado. Tenía cada idea… Se hubiera sentido deshonrado sólo con burlar los reglamentos… Todo fue de mal en peor. A los ocho días, no abría la boca, excepto para hacerme escenas o para preguntarme si alguien había entrado en la cabina. Estaba celoso, sobre todo de Le Clinche. Me decía: «Ése te gustaría, ¿eh? ¡Un hombre joven! ¡Confiésalo! ¡Confiesa que si entrase aquí en mi ausencia, te le entregarías!». Y se reía irónico —proseguía la mujer—; hasta el punto de que me hacía daño.

—¿Cuántas veces fue a visitarla Le Clinche? —preguntó Maigret lentamente.

—Bueno, ¡tanto peor! Una vez, al cuarto día. No podría decir cómo ocurrió. Después ya no pudo volver. Fallut me vigilaba demasiado estrechamente.

—¿Y el maquinista?

—Nunca. Lo intentó; pero no pudo hacer nada. Venía a mirarme a través del ventanuco. Tenía el rostro muy pálido… ¿Usted cree que eso es vida? Me sentía como una bestia enjaulada. Cuando había mala mar, me ponía mala y Fallut no me cuidaba apenas. Permanecía semanas sin tocarme. Y, de pronto, le entraba la comezón. Me besaba a mordiscos y me apretaba hasta ahogarme.

Gastón Buzier había encendido un cigarrillo y fumaba con una sonrisa irónica.

—Usted notará, señor comisaría, que estoy aquí por nada. Durante ese tiempo, estuve trabajando…

—¡Tú te callas! —dijo la mujer con impaciencia.

—¿Qué pasó al regreso?

—¿Qué pasó?

—¿Le había hablado Fallut de su intención de suicidarse?

—¿Él? En absoluto. Cuando llegamos a puerto, hacía quince días que no me dirigía la palabra. Creo que tampoco hablaba con nadie. Se quedaba durante horas mirando fijamente delante de él. Esto me decidió a dejarle. Estaba harta, ¿comprende usted? Prefiero morirme de hambre, pero conservar mi libertad. Oí que llegábamos al muelle. Entró en el camarote y sólo me dijo algunas palabras: «Esperará usted a que venga a buscarla».

—Espere. ¿No la tuteaba?

—Al final, no.

—Siga.

—No sé más. Mejor dicho, el resto me lo ha contado Gastón. Él estaba en el muelle, él…

—¡Hable! —dijo Maigret al hombre.

—Como ella ha dicho, yo estaba en el muelle. Vi a los marineros entrar en el café: Esperaba a Adela. Estaba oscuro. En un momento dado, el capitán descendió a tierra, solo. Había unos vagones estacionados allí. Dio algunos pasos, cuando un hombre se arrojó sobre él. No sé exactamente qué ocurrió, pero percibí el ruido de un cuerpo al caer al agua.

—¿Reconocería al hombre?

—¡No! Estaba muy oscuro y los vagones me ocultaban casi todo.

—¿En qué dirección se fue?

—Creo que siguió al muelle.

—¿Y no vio usted al telegrafista?

—No sé. No le conozco.

—Entonces, ¿cómo salió usted del barco?

—Alguien abrió la puerta del camarote. Era Le Clinche. Me dijo: «Huya rápido».

—¿Eso es todo?

—Quise preguntarle. Oía a la gente correr por el muelle y una lancha con un foco avanzaba por la dársena. «Huya», me repitió. Me empujó hacia la pasarela. Todos miraban hacia la proa y nadie se fijó en mí. Ya supuse que ocurría algo malo, pero preferí largarme. Gastón me esperaba un poco Más lejos.

—¿Qué hizo desde entonces?

—Gastón estaba pálido. Bebimos ron en los bistrós y dormimos en el «Chemin de Fer». A la mañana siguiente, todos los periódicos hablaban de la muerte de Fallut. Entonces, empezamos por largarnos a El Havre, por si acaso, pues no queríamos vernos mezclados en esas historias.

—Pero eso no impide que haya querido venir a rondar por aquí —metió baza Gastón Buzier—. Yo no sé si es por el telegrafista o…

—¡Tú, cierra la…! ¡Ya basta! Naturalmente que la historia me interesa. Vinimos tres veces a Fécamp. Para no llamar demasiado la atención, dormíamos en Yport.

—¿No ha vuelto a ver al primer maquinista?

—¿Cómo lo sabe? Lo vi un día en Yport. Me miró de una manera que me asustó. Me siguió durante mucho rato.

—¿Por qué?

—Porque sí. ¿No lo comprende aún? Está convencido de que estoy enamorada de Le Clinche, que el telegrafista ha matado por mí. Me ha hecho escenas y, ¡ya estoy harta! Ya he pasado bastante en ese maldito barco.

—A pesar de todo, cuando le mostré su fotografía en la terraza…

—¡Qué malicioso! ¡Pues claro que comprendí que era usted de la Policía!

Me dije que Le Clinche había hablado. Tuve miedo y aconsejé a Gastón que nos largásemos, pero en el camino lo pensamos mejor, al darnos cuenta de que nos podían echar el guante a la vuelta de la esquina. Sin contar que no teníamos ni doscientos francos en el bolsillo. ¿Qué va usted a hacerme? No puede detenerme.

—¿Cree usted que es el telegrafista quien ha matado?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

—¿Tiene usted unos zapatos amarillos? —se encaró bruscamente Maigret a Gastón Buzier.

—¿Yo? Sí… ¿Por qué?

—Por nada. Una simple pregunta. ¿Está usted seguro de que no es capaz de reconocer al asesino del capitán?

—No vi otra cosa que una silueta en la oscuridad.

—Bien. Pierre Le anche, que estaba allí, escondido entre los vagones, asegura que el asesino llevaba zapatos amarillos.

Buzier se levantó de un salto, la mirada dura y los labios crispados.

—¿Ha dicho eso? ¿Está usted seguro que ha dicho eso?

La rabia le ahogaba, le hacía balbucear. Ya no era el mismo personaje. Su puño golpeó contra el escritorio.

—¡Es demasiado fuerte! ¡Caréeme con él! Es preciso, ¡maldita sea!, y ya verá quién ha mentido. ¡Zapatos amarillos…! Y entonces, era yo, ¿no? Es él quien me quita la mujer. ¡Es él quien la hace salir del barco! Y tiene la desfachatez de decir…

—Poco a poco.

Ya no podía respirar. Jadeó:

—¿Oyes, Adela? ¡Mira tus amantes!

Unas lágrimas de rabia le resbalaban por los párpados. Sus dientes castañeteaban.

—¡Maldición de maldiciones! Soy yo quien ha… ¡Esto es demasiado! ¡Mejor que en el cine! Y como he tenido dos condenas, le creerán a él. ¡He matado al capitán Fallut! ¿A lo mejor porque estaba celoso? ¿Y qué más? ¿He matado al telegrafista también?

Se pasa la mano por los cabellos, con un gesto febril, poniéndose la cabellera en desorden. Así, parecía todavía más delgado. Sus ojos estaban más hundidos, y su color se había vuelto mate.

—¿Qué espera, pues, para detenerme?

—¡Cállate! —gritó su amante.

También ella estaba agitada. Pero esto no le impedía lanzar a su compañero miradas inquisitivas.

¿Es que dudaba? ¿O no era más que una comedia?

—Si va usted a detenerme, hágalo en seguida. Quiero que me careen con ese señor. ¡Ya verá!

Maigret tocó un timbre. El secretario del comisario asomó un rostro inquieto.

—Tenga aquí a estos dos señores hasta mañana por la mañana, hasta que el jefe tome una decisión.

—¡Crápula! —le lanzó Adela escupiendo en el suelo—. Me volverán a coger diciendo la verdad… ¡Pues, sabe! Todo lo que he contado es mentira. ¡Y no firmaré ninguna declaración! ¡Haga usted lo que quiera! ¡Ah! Pues que…

Y volviéndose a su amante:

—No te preocupes, Gastón. ¡Tenemos toda la razón! Y ya verás como al final, nos saldremos con la nuestra. Porque una ha figurado en el registro de costumbres ya se creen con derecho a… Una sólo es buena para que la metan en la cárcel. ¿No seré yo, por casualidad, quien mató al capitán?

Maigret salió sin oír más. En la calle se llenó los pulmones de aire marino y sacudió la ceniza de su pipa. No había dado aún diez pasos, cuando llego hasta sus oídos, desde la comisaría, la voz de Adela lanzando a los agentes las palabras más ordinarias de su vocabulario.

Eran las dos de la mañana. La noche era de una calma irreal. La marea estaba alta y las barcas de pesca balanceaban sus mástiles a mayor altura que los tejados de las casas.

Y dominando esto, el ruido de las olas, una tras otra, llegando regularmente a los guijarros.

Unas luces crudas alrededor del «Océan». Todavía seguían descargando, día y noche. Los descargadores empujaban, arqueando el lomo, los vagones de bacalao a medida que los llenaban.

«A la cita de los Terranova» estaba cerrado. En el Hotel de la Playa, el portero, que se había puesto un pantalón sobre la camisa de dormir, abrió la puerta al comisario.

Una sola lámpara lucía en el vestíbulo. Es por ello que Maigret no distinguió de inmediato a una silueta de mujer en una butaca de mimbre.

Era Marie Léonnec. Dormía, la cabeza sobre el hombro.

—Creo que le está esperando a usted —musitó el portero.

Estaba pálida. Se la adivinaba anémica. Sus labios estaban faltos de calor y las ojeras de sus párpados traicionaban la fatiga. Dormía con la boca entreabierta, como si le faltara el aire.

Maigret le tocó suavemente en el hombro. La muchacha dio un respingo y se incorporó mirándole confusa.

—Me he quedado dormida.

—¿Por qué no se ha acostado todavía? ¿No le ha acompañado mi mujer a su habitación?

—Sí… Pero he vuelto a bajar sin ruido. Quería saber si… Oiga…

Estaba menos bonita que de costumbre, pues el sueño le había puesto la piel húmeda. Una picadura de mosquito ponía una mancha roja en su frente.

Su vestido, que debería haber cortado ella misma, sobre una sarga resistente, estaba todo arrugado.

—¿Ha descubierto algo nuevo? ¿No? Escuche… He vacilado mucho. No sé cómo decírselo. Antes de que yo vea a Pierre mañana, quisiera que usted le hablase, que le dijera que sé todo lo de esa mujer y que no me importa. Estoy segura de que él no es culpable. Solamente que, si yo le hablo primero, se sentirá molesto. Ya lo ha visto usted esta mañana. Se reconcome. ¿No es natural, después de todo, que si había una mujer a bordo, él…?

¡Pero no! Aquello era superior a sus fuerzas. Estalló en sollozos y no pudo parar de llorar.

—Sobre todo, no quiero que salga en los periódicos, que mis padres se enteren. Ellos no lo comprenderían. Ellos…

La muchacha hipaba.

—¡Tiene que encontrar al asesino! Me parece que si yo pudiera interrogar a las gentes. Perdón. Ya no sé lo que digo. Usted sabe más que yo, pero no conoce a Pierre. Tengo dos años más que él. Es como un chiquillo. Si le acusan, es capaz de encerrarse en sí mismo, por orgullo, y no decir nada. Es demasiado susceptible. Le han humillado muchas veces.

Maigret le puso la mano en el hombro, lentamente, y ahogó un profundo suspiro.

La voz de Adela le zumbaba aún en los oídos. La volvía a ver, provocativa, deseable en su florecimiento animal, magnífica de sensualidad.

Y la jovencita bien educada, anémica, intentaba contener sus sollozos, sonreír con confianza.

—Cuando usted le conozca.

Pero lo que ella no conocería jamás era el camarote negro, alrededor del cual rondaban tres hombres durante días, semanas, en medio del mar, mientras que los de las máquinas y los del castillo de proa adivinaban confusamente el drama, observaban el mar, discutían las maniobras, se dejaban dominar por la inquietud y hablaban de mal de ojo y locura.

—Veré a Le Clinche mañana.

—¿Y yo?

—Quizá. Probablemente. Tiene usted que descansar.

Y Madame Maigret murmuraba un poco más tarde, entre sueños:

—Es una muchacha encantadora. ¿Sabes que tiene preparado ya todo su ajuar? Completamente bordado a mano. ¿Hay algo nuevo…? Hueles a perfume.

Algo del violento perfume de Adela, sin duda, que se le había pegado. Un perfume vulgar como el vino tinto de los bistrós y que, durante meses, a bordo del bacaladero, se había mezclado con el olor rancio del pescado, mientras que unos hombres rondaban, obstinados, huraños como perros, alrededor de la cabina.

—¡Duerme bien! —dijo subiéndose el embozo hasta el mentón.

Fue un beso grave, profundo, el que puso Maigret sobre la frente de su mujer, ya dormida.