BAJO EL SIGNO DE LA CÓLERA
—Yo —dijo el comisario de policía de Fécamp mientras sacaba punta a un lápiz azul— confiese que no me hago muchas ilusiones. ¡Es tan raro que se aclaren estas historias de marinos! ¿Qué digo? Intente usted siquiera aclarar el motivo de una bronca vulgar, como las que estallan a diario en el puerto. Cuando llegan mis hombres se están zurrando de lo lindo, pero nada más ver los uniformes forman un frente común para atacar. Interróguelos. Mienten. Se contradicen. Pero embrollan tan bien las cosas que uno acaba renunciando.
Eran cuatro los que estaban fumando y el despacho estaba lleno de humo. Anochecía. El comisario de la Brigada Móvil de El Havre, encargado oficialmente de la investigación, venía acompañado de un joven inspector.
Maigret asistía a la reunión con carácter privado. Sentado en un rincón, junto a la mesa, aún no había dicho nada.
—Esto me parece sencillo, sin embargo —arriesgó el inspector mientras buscaba la aprobación de su jefe—. El crimen no tiene como móvil el robo, se trata de una venganza. ¿Con quién se había mostrado más duro el capitán Fallut a lo largo de la campaña?
Pero el comisario de El Havre se encogió de hombros, mientras el joven inspector callaba enrojeciendo.
—Sin embargo…
—¡No, hombre, no! Hay alguna cosa más. Primero, la mujer que usted ha descubierto, Maigret. ¿Ha dado usted todos los datos a las comisarías para que la busquen? Por ejemplo, no acabo de precisar cuál es su papel. El barco ha estado ausente durante tres meses. Ella no estaba siquiera cuando desembarcaron, puesto que nadie la vio. El telegrafista tiene novia. El capitán Fallut, por lo que dicen, no parecía hombre dado a hacer locuras. Por tanto, redacta su testamento antes de ser asesinado.
—Sería también interesante saber quién se ha encargado de traer el testamento aquí —suspiró Maigret—. Hay un periodista, el del impermeable beige, que pretende, en «El Relámpago de Rouen», que los armadores habían encargado al «Océan» una misión distinta a la de la pesca del bacalao.
—Eso es lo que se dice siempre —refunfuñó el comisario de Fécamp.
La conversación era blanda. Hubo un largo silencio durante el cual se oyó chisporrotear la pipa de Maigret, que se levantó de repente con esfuerzo.
—Si me preguntaran las características de este asunto —dijo—, yo diría que está bajo el signo de la cólera. Todo lo que viene de la trainera es odioso, crispado, colérico. En «A la cita de los Terranova» la tripulación se emborracha y se pega. El telegrafista, al que le llegó su novia, contiene mal su impaciencia y la recibe con bastante frialdad. Poco le ha faltado para que le dijera que se ocupara de sus asuntos. En Yport, el jefe de máquinas injuria a su mujer y me recibe de uñas. Y, por fin, encuentro otras dos personas que parecen marcadas por el mismo signo: la llamada Adela y su compañero, que se pelean en la playa y se reconcilian sólo para desaparecer.
—¿Y qué deduce usted? —preguntó el comisario de El Havre.
—¿Yo? No deduzco nada. Sólo observo la impresión que tengo de estar metido entre una banda de gente furiosa. ¡Vamos! Buenas noches, señores. Aquí estoy en calidad de espectador y mi mujer me espera en el hotel. ¿Querrá usted avisarme, comisario, si encuentra a la mujer de Yport y al hombre del auto gris?
—Desde luego. Buenas noches.
Maigret, en lugar de atravesar el pueblo, marcha a lo largo de los muelles, las manos en los bolsillos y la pipa entre los dientes. La dársena, vacía, parecía un enorme y negro cuadrilátero, donde sólo brillaban las luces del «Océan», al que continuaban descargando.
—Bajo el signo de la cólera —seguía refunfuñando para sí mismo.
Nadie se fija en él cuando sube a bordo. Anduvo a lo largo del puente, como sin rumbo, hasta ver una luz en la escotilla del castillo de proa. Al asomarse recibió en pleno rostro un aire cálido, un olor que recordaba la muchedumbre, el refectorio y la pescadería del barrio, todo en uno.
Bajó la escalera y se encontró frente a tres hombres que comían en fiambreras puestas sobre sus rodillas. Se iluminaban con una lámpara de petróleo colgada de una articulación cardán. En mitad del sollado había una estufa de hierro fundido cubierta de costras de mugre.
A lo largo de los mamparos, había cuatro filas de literas, algunas aún con sus colchonetas de paja; las otras completamente vacías. Y botas, sombreros e impermeables colgados.
—¡Que aproveche!
Le contestaron con un gruñido.
—¿Dónde están los otros?
—¡Toma! En su casa —dijo Ptit Louis—; para quedarse aquí cuando no se navega hace falta no saber dónde ir y no tener una perra gorda.
Era preciso acostumbrarse a la penumbra del sollado y, sobre todo, al olor. Era fácil imaginar el lugar cuando cuarenta hombres vivían en él, sin ser capaces de hacer un movimiento para no tropezarse con los demás.
¡Cuarenta hombres tumbándose en las literas con las botas puestas, roncando, mascando tabaco o fumando!
—¿Venía el capitán aquí alguna vez?
—Nunca.
Y encima, el trepidar de las máquinas, el olor del carbón, el hollín, los recalentados mamparos de metal, los golpetazos del mar contra el casco…
—Ven conmigo, Ptit Louis.
Y Maigret sorprendió a su espalda un gesto que, por pura fanfarronería, el marinero dirigía a los otros.
Pero arriba, en el puente envuelto en sombras, toda su fanfarronería había desaparecido.
—¿Qué hay?
—Nadia. Espera… Supongamos que el capitán hubiera muerto durante la travesía. ¿Habría pedido alguno traer el barco a puerto?
—Quizá no, pues dicen que el segundo no sabe calcular el rumbo, si bien es verdad que dicen también que con la T.S.H. el telegrafista puede siempre confirmar la demora.
—¿Veías a menudo al telegrafista?
—Nunca. No se imagine que se circula aquí dentro como ahora. Hay barrios para unos y barrios para otros. Permanecemos días y días en nuestro rincón.
—¿Y al primer maquinista?
—A ése, sí. Le veía casi cada día.
—¿Cómo era?
Ptit Louis se tomó evasivo.
—¿Y qué se yo? ¿Qué es lo que usted pretende saber? Ya querría verle a usted a bordo cuando todo va mal. Un grumete cae por la borda, una junta de la caldera revienta, el capitán se empeña en llevar la trainera a un lugar donde no hay un solo pez y, encima, hasta un hombre se ve atacado por la gangrena. ¡Entonces juraría y maldeciría! Y, por un sí es no, le sacudiría un puñetazo a la cara de alguien. Y cuando le dice, aún, que arriba el capitán está majareta.
—¿Lo estaba?
—No fui a preguntárselo. Y además…
—¿Además?…
—Después de todo, ¿a mí qué me importa? Siempre encontrará a alguien que se lo diga. Parece que arriba eran tres los que siempre andaban con el revólver a cuestas. Tres a espiarse y a tener miedo el uno del otro. El capitán apenas salía alguna vez de su camarote, adonde había hecho que le llevasen las cartas, el compás, el sextante y las tablas…
—¿Y eso ha durado tres meses?
—¡Sí! ¿Tiene algo más que preguntarme?
—Gracias. Puedes irte.
Ptit Louis se alejó como con desgana, quedándose un momento en la escotilla observando al comisario, que fumaba su pipa a pequeñas bocanadas.
De las calas abiertas seguían sacando bacalao, a la luz de las lámparas de acetileno. Pero el policía quería olvidarse de los vagones, de los descargadores, del muelle, del espigón, del faro.
Estaba de pie sobre un mundo de chapa de hierro, y con los ojos entrecerrados evocaba el mar abierto. Un campo de olas encrespadas, desiguales, que sin descanso, hora tras hora, lamían la embarcación, día a día, semana tras semana.
«Si cree usted que se circula como ahora…»
Hombres en las máquinas. Hombres en el sollado de proa, y a popa, otro puñado de hombres: el capitán, su segundo, el maquinista y el telegrafista.
Una pequeña lámpara de bitácora para iluminar el compás. Cartas desplegadas.
¡Tres meses!
Cuando regresaron, el capitán Fallut hizo testamento, por medio del cual declaraba poner término a sus días.
Una hora después de la arribada era estrangulado y arrojaban su cuerpo a la dársena.
Y Madame Bernard, su patrona, se lamentaba porque su muerte destruía una ventajosa unión. El jefe de máquinas se las tenía con su mujer. Una cierta Adela se peleaba con un desconocido, pero huía con él en el momento que Maigret le puso bajo la nariz su retrato tachado con tinta roja.
El telegrafista, Le Clinche, en la cárcel, se mostraba con un humor de perros.
El barco apenas se movía, como al ritmo de una leve respiración. Uno de los tres hombres del sollado tocaba el acordeón.
Maigret, al volver la cabeza, vio sobre el muelle dos siluetas de mujer. Se precipitó y franqueó la planchada.
—¿Qué venís a hacer aquí?
Enrojeció al darse cuenta de que su tono había sido demasiado áspero y, sobre todo, al tener conciencia de que también él se había dejado dominar por aquel frenesí que animaba a todos los actores del drama.
—Hemos querido ver el barco —respondió Madame Maigret con una humildad que desarmaba.
—La culpa es mía —intervino Marie Léonnec—. He sido yo quien ha insistido para…
—¡Está bien! ¡Está bien! ¿Habéis cenado?
—Son las diez. ¿Y usted?
—Sí. Gracias.
Sólo el «A la cita de los Terranova» estaba iluminado. Sobre el espigón, se adivinaban algunas siluetas: veraneantes que hacían su nocturno paseíto.
—¿Ha descubierto usted algo?
—Todavía nada, o muy poco.
—No me atrevo a pedirle un favor.
—Diga.
—Me gustaría ver el camarote de Pierre. ¿Me permite usted?
La condujo allí encogiéndose de hombros, mientras Madame Maigret se negaba a franquear la pasarela.
Una verdadera caja de metal. Los aparatos del T.S.H. una mesa con el tablero forrado con chapa de hierro, un banco y una litera. En uno de los mamparos, un retrato de Marie Léonnec en el traje típico bretón. Había unos zapatos viejos en el suelo; un pantalón sobre el catre.
La muchacha respiraba esa atmósfera con una mezcla de curiosidad y alegría.
—Sí. No es exactamente como yo me figuraba… No ha limpiado nunca sus zapatos. ¡Mire! Bebía siempre en este vaso, sin lavarlo.
Una alhaja de chica. Una mezcla de timidez, debilidad, energía y audacia. Vacilaba ahora.
—¿Y la cabina del capitán?
Maigret inició una sonrisa, pues comprendió que ella misma deseaba hacer un descubrimiento. La condujo hasta allí. Incluso fue a buscar una linterna eléctrica que había visto en el puente.
—¿Cómo pueden vivir con este olor? —suspiró Marie.
Miraba con atención a su alrededor. Maigret la vio turbarse, con timidez, al preguntar:
—¿Por qué han levantado la cama?
Maigret dejó apagar su pipa. La observación era justa. Toda la tripulación se acostaba en catres que eran una prolongación de la estructura del barco.
Sólo el capitán tenía una cama de hierro.
Debajo de cada pie habían puesto un pedazo de madera.
—¿No encuentra usted que es extraño? Se diría que…
—Siga.
Todo rastro de malhumor le había desaparecido. Maigret veía el pálido rostro de la muchacha cambiar bajo los efectos de la reflexión y la alegría.
—Se diría que… pero no vaya usted a reírse de mí… Que han levantado un poco la cama para que alguien pueda esconderse debajo de ella. Sin pedazos de madera, el somier es demasiado bajo, mientras que así…
Y antes que Maigret pudiera intervenir, la muchacha se tumbó en el suelo, a pesar de la suciedad que lo cubría, y gateó debajo de la cama.
—Hay sitio —afirmó.
—Bien… Salga.
—Un momento, ¿quiere? Páseme la linterna un momento, señor comisario.
—¿Bien?
—Sí, espere.
Salió de repente, con su traje gris lleno de manchas y las pupilas febriles.
—Corra la cama… Verá.
La voz le salía desgarrada. Sus manos se estremecían. Maigret separó brutalmente la cama del mamparo y miró al suelo.
—No veo nada.
Como la muchacha no contestaba, Maigret se volvió para comprobar que estaba llorando.
—Aquí… Lea.
Era preciso agacharse y poner la lámpara completamente contra el tabique. Entonces se distinguían unas palabras escritas sobre la madera con la ayuda de una punta, un alfiler o un clavo:
«Gastón - Octave - Pierre - Hen…».
La última palabra estaba sin terminar. Y sin embargo no se trataba de un trabajo rápido. Ciertas letras habían podido llevar más de una hora. Había floritura, trazos de esos que se hacen cuando no se tiene mejor cosa que hacer.
La nota cómica estaba representada por dos astas de ciervo dibujadas encima del nombre de Octave.
La muchacha se había sentado en el borde de la cama, que Maigret había arrastrado hasta el centro de la habitación. Seguía llorando en silencio.
—Es curioso. Me gustaría saber sí…
Marie se levantó con vehemencia.
—¡Pues claro! ¡Eso es! ¡Había una mujer aquí! Escondida. Pero, a pesar de todo, los hombres venían a reunirse con ella… ¿No se llamaba Octave el capitán Fallut?
Pocas veces se había sentido el comisario Maigret tan violento.
—No se precipite sacando conclusiones —dijo sin entusiasmo.
—¡Pero si está escrito! ¡Toda la historia está ahí! Cuatro hombres que… ¿Qué podía decirle para calmarla?
—Tenga fe en mi experiencia. En materia policíaca hay que esperar antes de extraer juicios. Usted me decía ayer que Le Clinche no era capaz de matar…
—¡Sí! ¡Sí! ¡Lo creo! ¿No es verdad?
Se aferraba, a pesar de todo, a la esperanza.
—Se llama Pierre.
—Ya lo sé. ¿Y qué? Hay un marinero de cada diez que se llama Pierre. Y había cincuenta hombres a bordo. También hay un Gastón y un Henri…
—¿Y qué piensa usted de eso?
—¡Nada!
—¿Va a mostrarle esto al juez? Cuando pienso que he sido yo la que…
—¡Cálmese! No hemos descubierto nada todavía, sólo que la cama ha sido levantada, por un motivo u otro, y que alguien ha escrito unos nombres en el mamparo.
—Había una mujer.
—¿Por qué una mujer?
—Pero…
—¡Venga! Madame Maigret nos espera.
—Es verdad.
Dócil, Marie se limpia las lágrimas sin rechistar.
—No debería haber venido. Yo que creía que… Pero no es posible que Pierre… ¡Oiga! Necesito verle lo antes posible. Yo le hablaré a solas. Hará usted todo lo necesario, ¿verdad?
Antes de trasponer la pasarela, la muchacha lanzó una mirada de odio al barco negro, que ahora ya no era el mismo para ella, sabiendo que una mujer se había escondido a bordo.
Madame Maigret les observaba con curiosidad.
—Vamos, no llore. Usted sabe que todo se arreglará.
—No, no —repitió moviendo la cabeza con desesperación.
Marie no podía hablar. Se ahogaba. Quería seguir mirando el barco.
Y Madame Maigret, que no comprendía nada, interrogaba a su marido con la mirada.
—Llévala al hotel. Trata de calmarla.
—¿Ha ocurrido algo?
—Nada preciso. Quizá vuelva bastante tarde.
Se quedó contemplando cómo se alejaban. Marie Léonnec se volvió más de diez veces, y su compañera debía arrastrarla como a un niño.
Maigret estuvo a punto de subir de nuevo a bordo. Pero tenía sed. Seguía habiendo luz en el «A la cita de los Terranova».
En una mesa, cuatro marineros jugaban a las cartas. Cerca del mostrador un joven avispado había pasado el brazo alrededor de la camarera, que, de vez en cuando, emitía una risita.
El dueño seguía la partida y daba consejos.
—¡Vaya! Es usted —dijo para acoger a Maigret.
Y no parecía muy feliz al volver a verle. Al contrario. Se le notaba algo incómodo.
—¡Vamos, Julie! Sirve al señor comisario. ¿Qué le puedo ofrecer?
—Nada. Si me lo permite, tomaré una consumición como un simple cliente.
—No quería molestarle… Yo…
¿Es que el día iba también a terminar bajo el signo de la cólera? Uno de los marineros murmuraba algo en dialecto normando, y Maigret pudo traducir, más o menos:
—¡Vaya! Esto sigue oliendo a chamusquina…
El comisario le mira a los ojos, y el marinero balbucea:
—¡Trébol!
—Deberías haber jugado piques —sentenció León, por decir algo.