EL RETRATO SIN CABEZA
«Y no podrían censurarme siquiera de haberme intentado aprovechar, pues tengo ahorros que equivalen muy bien a la paga del capitán…».
Maigret se despidió de Madame Bernard en el umbral de su casita de la calle de Etretat. Era una mujer de unos cincuenta años, muy bien conservada, que acababa de hablarle durante media hora de su primer marido, de su viudedad, del capitán que había sido su huésped, de los rumores que habían corrido sobre su relación y, finalmente, de una desconocida que, desde luego, «era una mujer de mala vida».
El comisario había visitado la casa, muy bien puesta pero llena de cosas de mal gusto. La habitación del capitán Fallut estaba todavía tal como la había arreglado en previsión de su regreso.
Pocos objetos personales, algunas ropas en una maleta, algunos libros, especialmente novelas de aventuras, y fotografías de barcos.
El conjunto daba la sensación de una existencia apacible y mediocre.
—Sin ser convenido, estaba previsto. Todo el mundo sabía que terminaríamos por casarnos. Yo aportaba la casa, los muebles y la ropa… Nada hubiera cambiado y habríamos vivido tranquilos, sobre todo dentro de tres o cuatro años, cuando se hubiese retirado…
Por la ventana se veía la tienda de ultramarinos de enfrente, la cuesta de la calle y la acera, donde jugaban algunos niños.
—Fue este invierno cuando conoció a esa mujer y todo se trastornó. ¡A su edad! ¿Es posible que pueda uno chiflarse de esa forma por una criatura? ¡Y andaba con unos misterios! Debería ir a verla a El Havre o a cualquier otra parte, pues jamás se les vio juntos. Yo sabía que había alguna cosa oculta… Se compraba ropa interior más fina e, incluso, una vez unos calcetines de seda. Puesto que no había nada entre nosotros, aquello no era de mi incumbencia y no quería intervenir, pues hubiese parecido que defendía mis intereses.
Esta conversación con Madame Bernard iluminaba toda una faceta de la vida del muerto. El hombrecito ya cincuentón que volvía a puerto después de una campaña de pesca y vivía allí, como un buen burgués, cerca de Madame Bernard, que le cuidaba con la esperanza de llegar a ser su esposa.
Comía con ella en el comedor, bajo el retrato del primer marido, bajo sus rubios bigotes, y después se iba a su habitación a leer una novela de aventuras.
Y, de pronto, esta paz quedaba rota. Aparecía otra mujer. El capitán Fallut iba a El Havre, cuidaba su vestimenta, se afeitaba con más frecuencia, cambiaba sus calcetines ordinarios por unos de seda y se escondía de su patrona.
Sin embargo, no estaba casado. No tenía ningún compromiso. Era libre y, no obstante, no apareció en Fécamp ni una sola vez con la desconocida.
¿Era aquélla la gran pasión que se presentaba tarde? ¿Era un lío vergonzoso?
Maigret llegó a la playa y vio a su mujer sentada en una hamaca a rayas rojas. A su lado, Marie Léonnec cosía.
Algunos bañistas, sobre los guijarros blanqueados por el sol. Un mar cansado. Más allá de la escollera, al otro lado, el «Océan», en el muelle, abriendo sus escotillas a los marineros hoscos y reticentes que seguían descargando el bacalao.
Besó a Madame Maigret en la frente e inclinó la cabeza hacia la muchacha, contestando a su mirada de muda interrogación.
—Nada de particular.
Y su mujer, con voz pausada:
—Mademoiselle Léonnec me ha contado toda su historia. ¿Tú crees que ese chico es capaz de haber cometido un acto semejante?
Se dirigieron lentamente al hotel. Maigret llevaba las dos hamacas plegables. Se disponían a sentarse a la mesa cuando apareció un agente de uniforme, que buscaba al comisario.
—Me han encargado que le muestre esto. Ha llegado hace una hora.
Le mostró un sobre amarillo, ya abierto, y que no llevaba ninguna dirección. En el interior, una hojita de papel con una escritura pequeña, apretada y minuciosa.
«Que no se culpe a nadie de mi muerte y que no se intente comprender mi gesto.
»Éstas son mis últimas voluntades. Lego todo lo que poseo a Madame Bernard, que siempre ha sido buena conmigo, con la obligación de que pueda enviar mi cronómetro de oro a mi sobrino, que ella conoce, y cuidarse de que me entierren en el cementerio de Fécamp, cerca de mi madre…».
Maigret abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Está firmada por Octave Fallut! —dijo a media voz—. ¿Cómo ha llegado esto a la Comisaría?
—No sabemos. La hemos encontrado en el buzón. Parece que es efectivamente su letra. El comisario ha advertido inmediatamente al juez.
—A pesar de todo, ha sido estrangulado. Y es imposible estrangularse uno mismo —refunfuñó Maigret.
En la mesa de los huéspedes fijos, cerca de ellos, reinaba el bullicio. Rábanos rosados, cortaditos y frescos, se apretujaban en la rabanera.
—Espere un momento que copie esta carta. Tendrá que llevársela, ¿no?
—No me han dado instrucciones especiales, pero supongo…
—Sí. Tiene que ser incluida en el sumario. Poco después Maigret, con su copia en la mano, miraba con impaciencia al comedor, donde iba a perder una hora esperando los platos. Marie Léonnec, durante todo este tiempo, no cesó de observarle, sin atreverse a interrumpir su hosca meditación.
Pero Madame Maigret suspiró ante los pálidos escalopes:
—Habríamos estado mejor en Alsacia.
Maigret se levantó sin esperar a los postres y se limpió la boca, impaciente por volver a ver la trainera, el puerto y los marineros. Por el camino iba refunfuñando:
—Fallut sabía que iba a morir. Pero ¿sabía que le matarían? ¿Es que ha querido, por anticipado, salvar a su asesino o, solamente, es que tenía ganas de suicidarse? Además, ¿quién ha echado el sobre amarillo en el buzón de la Comisaría? No tenía ni sello ni dirección.
La noticia ya debía haberse extendido, pues cuando llegó a la altura de la trainera, el director de la «Morue Francaise» le interpeló con una ironía agresiva:
—Entonces, ¿parece que Fallut se ha estrangulado a sí mismo, eh? ¿A quién se le ha ocurrido eso?
—¿Quiere decirme qué oficiales del «Océan» están todavía a bordo?
—Ninguno. El segundo se ha ido de juerga a París. El jefe de máquinas está en Yport y no volverá hasta que la descarga esté terminada. Maigret visitó una vez más la cabina del capitán. Un camarote estrecho. Una litera con una colcha sucia. Un armario empotrado. Una cafetera de porcelana azul, sobre la mesa cubierta de hule. Unas botas con suela de madera en un rincón.
Todo era sombrío y grasiento, destilando el áspero olor que reinaba en el barco entero. Unos jerseys azules se secaban en el puente. Maigret estuvo a punto de caerse al atravesar una pasarela de residuos de pescado.
—¿Ha comido usted algo?
El comisario alzó los hombros y miró una vez más al «Océan» con aire lúgubre. Se informa después, por un aduanero, de los medios de llegar a Yport.
Era un pueblecito al pie de un acantilado, a seis kilómetros de Fécamp. Algunas casas de pescadores y algunas granjas en los alrededores. Algunos chalets, alquilados ya amueblados durante la temporada de verano, y un solo hotel.
En la playa, de nuevo trajes de baño, chiquillos y mamás ocupadas en hacer punto o bordados.
—¿La casa de Monsieur Laberge, por favor?
—¿El jefe de máquinas del «Océan» o bien el granjero?
—El marino.
Le señalaron una casita rodeada de un jardincillo. Según se acercaba a la puerta, pintada de verde, le llegan desde el interior los ruidos de una disputa. Dos voces: una de hombre y otra de mujer. No podía distinguir las palabras y llamó.
Todo se aquietó. Unos pasos se acercaban. La puerta se abrió y apareció un hombre alto y flaco, que se mostró desconfiado y áspero.
—¿Qué quiere?
Una mujer en traje de casa arreglaba vivamente sus cabellos en desorden.
—Pertenezco a la Policía Judicial, y quisiera formularle unas preguntas.
—Entre.
Un crío lloraba. Su padre le empujó con un gesto brutal hacia una habitación vecina, en la cual se veían los pies de una cama.
—Déjanos —le dijo Laberge a su mujer.
Ésta tenía los ojos enrojecidos. La pelea debía de haber estallado durante la comida, pues los platos estaban aún medio llenos.
—¿Qué quiere usted saber?
—¿Desde cuándo no ha estado usted en Fécamp?
—Estuve esta mañana. Me fui en bicicleta, porque no es una ganga oír gruñir a la mujer todo el día. Pasa uno meses en el mar reventándose y cuando regresa…
Su cólera no se había calmado. Bien es verdad que su aliento estaba saturado de alcohol.
—¡Todas son iguales! Celos y demás. Se creen que uno no tiene más cosas en la cabeza que ir a ver a las fulanas. Escuche. Ahí la tiene zurrando al crío para calmarse los nervios.
En efecto, el crío gritaba en la pieza vecina, y la voz de la mujer se elevaba:
—¿Quieres callarte, eh? ¿Te callas?
Estas palabras debían ir acompañadas de bofetadas a sacudidas, pues los berridos del pequeño estallaban con más brío.
—¡Ah, qué vida más hermosa!
—¿El capitán Fallut le había hecho partícipe de alguna preocupación?
Laberge miró a Maigret de través y cambió una silla de sitio.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Hace tiempo que navegaba con él, ¿verdad?
—Cinco años.
—Y, a bordo, comían ustedes juntos.
—No esta vez. Se le metió en la mollera comer solo en su camarote. Pero preferiría no hablar de esta desastrosa campaña.
—¿Dónde estaba usted cuando se cometió el crimen?
—En el café, con los otros. Ya han debido decírselo.
—¿Cree usted que el telegrafista pudo tener algún motivo para atacar al capitán?
Bruscamente, Laberge se enfadó.
—¿Dónde quiere usted ir a parar con sus preguntas? ¿Qué pretende hacerme decir, eh? Yo no estaba encargado de hacer de policía, ¿entiende?
¡Y estoy harto de esta historia y de todo lo demás! Tan harto que no sé si me embarcaré para la próxima campaña.
—Evidentemente, la última no ha sido muy brillante.
Nueva y aguda mirada a Maigret.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que todo salió mal. Un grumete murió. Han tenido más accidentes que de costumbre. La pesca no ha sido buena y el bacalao ha llegado averiado a Fécamp.
—¿Es culpa mía?
—Yo no digo eso. Le pregunto solamente si en todos los acontecimientos a los que usted ha asistido hay algo que pueda explicar la muerte del capitán, un hombre tranquilo, de vida ordenada.
El primer maquinista se rió con despreció, pero no dijo nada.
—¿Le conoce usted alguna aventura?
—Ya le he dicho que no sé nada y que estoy hasta la coronilla. ¿Es que quiere volverme loco? ¿Qué le falta todavía?
Su mujer había entrado y se dirigía hacia el fogón, donde una cacerola olía ya a quemado.
Podía tener unos treinta y cinco años. No era bonita ni fea.
—Un momento —dijo con humildad—. Es la comida del perro que…
—¡Date prisa! ¿No has terminado aún?
Y a Maigret:
—¿Quiere que le diga algo? ¡Deje todo eso en paz! Fallut está bien donde está. Cuanto menos se hable de esto, mejor. Y ahora, yo no sé nada. Y aunque estuviera todo el día haciéndome preguntas, no tendría una palabra más que contestarle. ¿Ha venido usted en el tren? Si no toma usted el que sale dentro de diez minutos, ya no tendrá otro hasta las ocho de la tarde.
Había abierto la puerta y el sol penetraba en el interior de la casa.
—¿De qué está celosa su mujer? —pregunta suavemente el comisario, ya en el umbral.
Laberge apretó los dientes sin decir palabra.
—¿Conoce a esta persona?
Maigret le tendió el retrato con la cabeza decapitada bajo el borrón de tinta roja. Tenía el pulgar tapando la cabeza y sólo se veía la blusa de seda. El maquinista lanzó una mirada rápida y quiso coger la postal.
—¿La reconoce?
—¿Cómo quiere que la reconozca?
Tendía aún la mano cuando Maigret volvió la fotografía a su bolsillo.
—¿Vendrá usted mañana a Fécamp?
—No sé. ¿Tiene necesidad de mí?
—No. Se lo preguntaba de pasada. Le agradezco la información que ha tenido usted la amabilidad de darme.
—¡No le he dado ninguna información!
Maigret no había dado diez pasos cuando ya la puerta había sido cerrada de un puntapié. De nuevo estallaron voces en el interior de la casa, reanudándose la pelea.
El primer maquinista había dicho la verdad: no había tren hasta las ocho de la tarde, y Maigret, con las manos vacías, desemboca fatalmente en la playa y se instala en la terraza del hotel.
La atmósfera banal de las vacaciones. Parasoles encarnados, vestidos blancos, pantalones de franela y un grupo de curiosos alrededor de una barca de pescar que arrastraban sobre los guijos de la playa con la ayuda de los cabrestantes.
Claros acantilados a derecha e izquierda. Delante, el mar. De un verde pálido orlado de blanco, y el murmullo regular de las pequeñas olas.
—Cerveza.
El sol calentaba. Una familia comía helados en la mesa vecina. Un joven hacía fotografías con una kodak y, en algún lado, se oían las voces estridentes de unas jovencitas.
Maigret dejaba errar su mirada sobre el paisaje y su pensamiento se volvía flotante mientras su cerebro se ondulaba en una ensoñación que giraba alrededor de un capitán Fallut cada vez más irreal, más inconsciente.
—Gracias.
Esta palabra vino a incrustarse en su espíritu, no a causa de su sentido intrínseco, sino porque fue pronunciada muy secamente y con una ironía acerba por una mujer que se encontraba detrás del comisario.
—Pues yo te digo, Adela…
—¡Narices!
—¿Vas a volver a empezar?
—¡Haré lo que me dé la gana!
Decididamente, era el día de las disputas. Ya por la mañana, tropezó con un hombre erizado: el director de la «Morue Française».
En Yport, la pelea conyugal en casa de los Laberge. Y ahora, en la terraza, una pareja desconocida intercambia las frases más agrias.
—Será mejor que lo pienses…
—¡Narices!
—¿Crees que es inteligente contestar así?
—¡Narices y narices! ¿Lo has comprendido? ¡Camarero! Esta limonada está tibia. Tráigame otra.
El acento era vulgar, y la mujer hablaba más alto de lo necesario.
—Tendrás que decidirte —seguía el hombre.
—¡Vete solo! ¡Ya te lo he dicho! Y déjame tranquila.
—¿Sabes que es despreciable esto que estás haciendo?
—¿Y tú?
—¿Yo? ¿Te atreves?… ¡Mira! Si no estuviéramos aquí, creo que no podría contenerme.
La mujer se echa a reír, demasiado fuerte.
—Vamos, cariñín.
—¡Cállate, te lo ruego!
—¿Por qué habría de callarme?
—Porque sí.
—Hay que reconocer que tu respuesta es inteligente.
—¿Vas a callarte?
—¡Si me da la gana!
—Adela, te prevengo que…
—¿De qué? ¿Que vas a armar un escándalo delante de todo el mundo?
¡Pues vas a adelantar mucho! Ya la gente nos escucha.
—Mejor sería que reflexionaras y comprenderás…
La mujer se levantó de un salto, como alguien que ya está harto.
Maigret le daba la espalda, pero veía alargarse su sombra sobre las losetas de la terraza.
Después la vio de espaldas, marchando hacia la orilla del mar.
A contra luz no era más que una silueta contra el cielo enrojecido.
Maigret se fijó solamente en que iba bastante bien vestida y que no llevaba ropa de playa, sino medias de seda y zapatos de tacón alto.
Esto le valió, al atravesar la playa de guijarros, una marcha difícil y sin gracia. A cada instante, estaba a punto de torcerse un tobillo.
Pero se empeñaba en seguir adelante, rabiosa y obstinada.
—¿Cuánto le debo?
—Pero aún no he traído la limonada que la señora…
—No importa. ¿Cuánto es?
—Nueve francos cincuenta. ¿Comerán aquí?
—¡No lo sé!
Maigret se volvió para mirar al hombre, que realmente se encontraba molesto, ya que no ignoraba que los vecinos lo habían escuchado todo.
Era alto, de una elegancia dudosa. Sus ojos estaban fatigados y todo su rostro acusaba una irritación extrema.
Al ponerse de pie dudó respecto a la dirección a tomar, e intentando aparecer flemático, terminó por dirigirse hacia la mujer, que seguía ahora la línea sinuosa del mar.
—¡Algún lío, seguro! —dijo alguien en una mesa en la que tres mujeres hacía ganchillo.
—¡Pero podían ir a otra parte a enseñar sus trapos sucios! No es un ejemplo para los niños.
Las dos siluetas se encontraron en la orilla. Ya no se oían las palabras, pero las actitudes dejaban adivinar la escena.
El hombre suplicaba y amenazaba. La mujer se mostraba intratable. En un momento dado él la toma de la muñeca, y pudo creerse que aquello iba a degenerar en una batalla. Pero, no. El hombre dio la vuelta y marchó a grandes pasos hacia la calle próxima, donde puso en marcha un cochecito gris.
—Otra caña, mozo.
Maigret acababa de darse cuenta de que la mujer había olvidado su bolso encima de la mesa. Un bolso de imitación de cocodrilo, nuevo y lleno hasta arriba.
Una sombra avanzaba sobre el suelo. Maigret levanta la cabeza y, entonces, ve de frente a la propietaria del bolso, que volvía a la terraza.
Fue un pequeño choque. Las aletas de la nariz del comisario se estremecieron.
Claro que muy bien podía equivocarse. Era una impresión más que una certeza. Pero habría jurado que tenía ante él al retrato sin cabeza.
Sacó la foto de su bolsillo discretamente. La mujer se había sentado otra vez.
—Bien. ¿Y mi limonada?
—Yo creía… El señor me ha dicho…
—Le he pedido una limonada. Tráigala.
Era, efectivamente, la línea un poco gruesa del cuello. El pecho, a la vez abundante y firme, de una elasticidad voluptuosa.
Y la misma forma de vestirse, el mismo gusto por las sedas muy lisas, de colores vivos.
Maigret dejó caer el retrato de tal forma que su vecina, forzosamente, tuvo que verlo.
Lo vio, en efecto. Miró al comisario como si buscase entre sus recuerdos. Pero si se sintió turbada lo disimuló muy bien.
Transcurrieron cinco minutos, diez minutos. El ronquido del motor empezó a oírse a lo lejos y fue creciendo. Era el cochecito gris, que se acercaba a la terraza. Se detuvo allí y, con unos acelerones en vacío, su conductor parecía demostrar que estaba decidido a marcharse definitivamente.
—¡Gastón!
La mujer estaba de pie. Hacía señas a su compañero. Cogió el bolso y un instante después se encerraba en el coche.
Las tres, mujeres de la mesa vecina, la siguen con la mirada, con un aire reprobador. El joven de la cámara Kodak se volvía.
El coche gris desaparecía ya con un rugido del motor.
—¡Camarero! ¿Cómo puede uno aquí procurarse un coche?
—No creo que encuentre ninguno en Yport. Hay uno que a veces lleva gente a Fécamp o a Etretat, pero le he visto pasar esta mañana con unos ingleses.
Los gruesos dedos del comisario golpeaban la mesa con una cadencia rápida, impaciente.
—¡Tráigame un mapa de carreteras! Y pida usted conferencia con la comisaría de Fécamp. ¿Había visto ya a esa gente?
—¿La pareja que se peleaba? Esta semana, casi todos los días. Ayer almorzaron aquí. Creo que son de El Havre.
Ya no quedaban más que familias en la playa, que exhalaba ahora la dulzura de una tarde de verano. Un barco negro gravitaba insensiblemente en la línea del horizonte, penetrando en el disco del sol y saliendo por el otro lado, como se atraviesa un aro de papel.