LOS ZAPATOS AMARILLOS
Marchaban el uno al lado del otro, sin mirarse. Primero, a lo largo de la playa, desierta en aquellos momentos. Después, a lo largo de los muelles.
Poco a poco, los silencios se rarificaban. Marie Léonnec llegó a hablar con una voz casi natural.
—Ya verá usted cómo en seguida le es simpático. No puede ser de otro modo. Y entonces comprenderá que…
Maigret le lanzaba de reojo miradas curiosas, de admiración. Jorissen había regresado a Quimper a primera hora de la mañana, dejando a la muchacha sola en Fécamp.
—No insisto para que venga conmigo. Tiene demasiado carácter —le había dicho a Maigret.
La noche anterior, era tan anodina como puede serlo una muchacha criada en la tranquilidad de una ciudad de provincias. Apenas hacía una hora que ella y Maigret habían salido del Hotel de la Playa.
El comisario tenía su aire más hosco.
Pero ella no se dejaba impresionar. Parecía ignorar el aire huraño de Maigret y sonreía con confianza.
—Su único defecto es ser extremadamente susceptible. Pero ¿cómo podía ser de otro modo? Su padre no era más que un pescador. Su madre ha remendado redes muchos años para poder criarle y, ahora, es él quien la mantiene. Es instruido y tiene ante él un brillante porvenir…
—¿Los padres de usted, son ricos? —pregunta Maigret con crudeza.
—Tienen el mayor negocio de cordajes y cables metálicos de Quimper. Es por esto que Pierre no quería hablar con mi padre. Durante un año nos hemos visto a escondidas.
—¿Tienen los dos dieciocho años?
—Apenas. Fui yo quien habló en mi casa. Pierre juró que no se casaría conmigo hasta que ganase dos mil francos al mes. Ya ve que…
—¿Le ha escrito desde su detención?
—Una sola carta. Muy corta. ¡Él, que me escribía todos los días páginas y más páginas! Me dice que es mejor para mí y para mis padres que digan en Quimper que todo ha terminado entre nosotros.
Pasaban cerca del «Océan», que continuaba descargando y que, con la marea alta, dominaba el muelle con su negro casco. Sobre el castillo de proa, tres hombres, el torso desnudo, se lavaban. Maigret reconoce entre ellos a Ptit Louis.
Sorprendió también un gesto: uno de los marineros empujó al otro en el hombro al tiempo que señalaba a Maigret y a la muchacha. Entonces se puso ceñudo.
—Es por delicadeza, ¿sabe? —proseguía la chica a su lado—. Conoce el alcance que toma un escándalo en una ciudad pequeña como Quimper. Ha querido devolverme la libertad.
La mañana era límpida. La muchacha, con su traje gris, parecía una estudiante o una institutriz.
—Para que mis padres me hayan dejado venir, hace falta que tengan confianza en él, ¿verdad? Sin embargo, mi padre preferiría que me casara con un comerciante.
Maigret la hizo esperar bastante rato en el antedespacho del comisario de policía. Tomó algunas notas.
Una media hora después, ambos entraban en la prisión.
Era el Maigret hosco, las manos a la espalda y la pipa apretada entre los dientes, el que estaba, con el lomo arqueado, en un rincón de la celda. Había prevenido a las autoridades que no se ocupaba oficialmente del caso y que lo seguía únicamente en calidad de curioso.
Varias personas le habían descrito al telegrafista, y la imagen que de él se había forjado, respondía rasgo a rasgo al muchacho que tenía delante.
Un joven alto y delgado, con traje correcto aunque arrugado, el rostro serio y tímido a la vez, como el primero de la clase. Pecas bajo los ojos y el pelo cortado en forma de cepillo.
Se había sobresaltado cuando se abrió la puerta y se quedó un buen momento lejos de la muchacha, que avanzaba hacia él. Marie tuvo materialmente que echarse en sus brazos y permanecer allí a la fuerza, mientras Pierre lanzaba a su alrededor miradas extraviadas.
—¡Marie! ¿Quién? ¿Cómo…?
Estaba muy turbado, pero no era hombre que se agitara. Los cristales de sus gafas estaban empañados. Sus labios temblaban.
—No deberías haber venido.
Espiaba a Maigret, al que no conocía y miraba hacia la puerta de la celda que había quedado abierta.
No llevaba corbata ni cordones en los zapatos. La barba rojiza, crecida, le molestaba tanto como la falta de cordones y corbata. Estos detalles parecían apenarle más que el drama. Se palpaba embarazado el cuello desnudo, con la nuez de Adán pronunciada.
—¿Es que mi madre…?
—No ha venido. Pero ella tampoco cree que tú seas culpable.
Marie tampoco conseguía dar rienda suelta a su emoción. Resultaba como una escena malograda. ¿Quizás debido a lo crudo de la atmósfera?
Se miraban sin saber qué decirse, buscando las palabras. Entonces, Marie Léonnec señaló a Maigret.
—El señor es amigo de Jorissen. Es comisario de la Policía Judicial y ha aceptado ayudarnos.
Le Clinche vacila en tenderle la mano. Finalmente, no se decide a hacerlo.
—Gracias… Yo…
La entrevista cada vez resultaba más forzada y la muchacha, que se daba cuenta, tenía ganas de llorar. ¿No había contado con una escena patética que pudiera convencer a Maigret?
Miró a su novio con despecho, incluso con algo de impaciencia.
—Tendrás que decirle todo lo que pueda ser de utilidad para tu defensa.
Y Pierre Le Clinche suspira torpe y fastidiado.
—Sólo he de hacerle, algunas preguntas —intervino el comisario—. Toda la tripulación está de acuerdo que durante el curso de la campaña sus relaciones con el capitán fueron más que frías. Al partir, estaban en buenos términos. ¿Qué provocó ese cambio?
El telegrafista abrió la boca, se calló, y se puso a mirar al suelo con aire desolado.
—¿Cuestiones del servicio? Los dos primeros días comía con los oficiales.
Luego prefirió hacerlo con los marineros.
—Sí… ya sé.
—¿Por qué?
Marie Léonnec suplicó con impaciencia:
—Pero habla, Pierre. Se trata de salvarte. Debes decir la verdad.
—No sé…
Estaba sin nervios, destemplado, como sin esperanza.
—¿Discutió con el capitán Fallut?
—No.
—Sin embargo, ha vivido en su mismo barco cerca de tres meses sin dirigirle la palabra. Todo el mundo lo ha notado… Hay quien murmura que Fallut, en ciertos momentos, daba la impresión de un loco.
—No sé.
Marie Léonnec contenía sollozos de irritación.
—Cuando el «Océan» entró en el puerto, usted bajó a tierra con los demás. En su habitación del hotel quemó algunos papeles.
—Sí. No tenían importancia.
—Tiene usted la costumbre de llevar un diario de todo lo que ve. ¿No sería el diario de esta campaña lo que quemó?
Pierre permanecía de pie, la cabeza baja, como un alumno que no sabe su lección.
—Sí.
—¿Por qué?
—¡Ya no lo sé!
—¿Y tampoco sabe ya por qué volvió a bordo? No inmediatamente. Le vieron apostado detrás de un vagón, a unos cincuenta metros del barco. La muchacha miró al comisario y después a su novio que, de nuevo, volvía a perder la serenidad.
—Sí.
—El capitán franqueó el portalón y puso pie en tierra. En ese momento, le atacaron.
Pierre se obstina en su silencio.
—Pero contésteme, ¡caramba!
—¡Contesta, Pierre! Es para salvarte… No comprendo… yo… Las lágrimas contenidas hinchan los párpados de Marie.
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Estaba allí.
—Entonces, ¿lo vio…?
—Mala Había un montón de barriles y los vagones… Una lucha entre dos hombres. Después, uno que huía mientras un cuerpo caía al agua.
—¿Cómo era el que huía?
—No sé.
—¿Vestía de marinero?
—No.
—Entonces, ¿cómo iba vestido?
—Solamente me fijé en sus zapatos amarillos, cuando pasaba cerca de una farola de gas.
—¿Qué hizo usted después?
—Subí a bordo.
—¿Por qué? ¿Por qué no acudió a socorrer al capitán? ¿Sabía que ya estaba muerto?
Un silencio pesado. Marie Léonnec juntaba sus manos angustiada.
—Pero, habla, Pierre. ¡Habla, te lo suplico!
—Sí, no… Le juro que no lo sé…
Unos pasos en el corredor. El carcelero venía a anunciar que esperaban a Le Clinche en el despacho del juez de instrucción.
Su novia quiso abrazarle. Le Clinche, tras un momento de vacilación, terminó por abrazarla, lentamente, pensativo.
No es en la boca donde la besa, sino en los cabellos claros, rizados, de las sienes.
—¡Pierre!
—No debiste haber venido —le dice mientras sigue al carcelero con pasos fatigados.
Maigret y Marie Léonnec ganan la salida sin despegar los labios. Fuera, la muchacha suspira con pena.
—No comprendo…
Y, en seguida, levantando la cabeza:
—¡A pesar de todo, es inocente! Estoy segura. Nosotros no lo comprendemos porque no hemos estado en una situación parecida. Ya hace tres días que está en la cárcel y todo el mundo le acusa. ¡Y es un tímido!
Maigret se enterneció al ver cómo la chica se las ingeniaba para poner ardor en sus palabras, cuando estaba completamente descorazonada.
—A pesar de todo, hará usted algo, ¿verdad?
—A condición de que regrese usted a Quimper.
—No. ¡Eso no! Oiga, permítame que…
—Bien. Váyase a la playa. Instálese al lado de mi mujer, y trate de ocuparse en algo. A lo mejor ella tiene alguna labor de bordado para usted.
—¿Qué va usted a hacer? ¿Cree que esa indicación de los zapatos amarillos…?
La gente se volvía al pasar ellos, pues Marie Léonnec estaba tan animada que parecía se estuviera peleando.
—Le repito que haré todo lo que pueda. Mire. Esa calle lleva directamente al Hotel de la Playa. Dígale a mi mujer que tal vez vaya tarde a almorzar.
Maigret da media vuelta y llega a los muelles. Su aire hosco había desaparecido. Casi sonreía.
Había temido una escena tumultuosa en la celda, con protestas de vehemente inocencia, lágrimas, besos. Pero todo había ocurrido de otro modo, de una forma más simple, más desgarradora y significativa.
El muchacho le agradaba por lo que tenía de distraído, de concentrado.
Delante de una tienda, se encuentra con Ptit Louis, que llevaba un par de botas de caucho en la mano.
—¿Dónde vas?
—A venderlas. ¿No quiere comprarlas usted? Lo mejor que hacen en Canadá. Le desafío a que encuentre otras iguales en Francia. Doscientos francos.
Ptit Louis estaba evidentemente inquieto y esperaba el permiso del comisario para proseguir su camino.
—¿Se te ha ocurrido alguna vez la idea de que el capitán Fallut estaba chiflado?
—Usted sabe que en el pañol no se ve gran cosa.
—Pero se habla, ¿no?
—Claro que han habido historias raras.
—¿Cuáles?
—Todo… Nada. Es difícil de explicar… Sobre todo, una vez se está en tierra.
Seguía con las botas en la mano y el tendero de artículos y efectos navales, que le había visto, esperaba en el umbral.
—¿Ya no me necesita?
—Exactamente, ¿cuándo empezó todo?
—En seguida. Un barco está sano o está enfermo. Pues bien, el «Océan» estaba enfermo.
—¿Maniobras falsas?
—¡De todo! ¿Qué quiere que le diga? Cosas que no tienen sentido, pero que existen. La prueba es que teníamos la impresión de que no regresaríamos… Entonces, ¿es verdad que no me molestarán más por el asunto de la cartera?
—Ya veremos.
El puerto estaba casi vacío. En verano, todos los barcos están en Terranova, salvo las barcas de pesca que lanzan sus artes a lo largo de la costa. Sólo estaban el «Océan», de costado al muelle, perfilando su sombría silueta en la dársena, saturando el aire con un acre olor de bacalao.
Un hombre con polainas de cuero y gorra con galón de seda, estaba allí, de pie, cerca de los vagones.
—¿Es el armador? —preguntó Maigret a un aduanero que pasaba.
—Sí. El director de la «Morue Frangaise».
El comisario se presentó. El hombre le mira con desconfianza, sin dejar de vigilar la descarga.
—¿Qué piensa usted del asesinato de su capitán?
—¿Qué pienso? Que aquí hay ochocientas toneladas de bacalao averiado. Y que si esto continúa, el barco no saldrá para una segunda campaña. Y no es la policía quien arreglará las cosas y enjugará el déficit.
—Usted tenía confianza en Fallut, ¿no?
—Sí. ¿Y qué?
—¿Cree usted que el telegrafista…?
—Telegrafista o no, es un año perdido. Y no le digo nada de las redes que me traen. Unas redes que han costado dos millones, ¿entiende? Destrozadas como si se hubieran entretenido en pescar rocas. Y encima, la tripulación habla de mal de ojo. ¡Eh, allí! ¿Qué estáis haciendo? Pero, qué narices, ¿no os he dicho que terminaseis primero de descargar ese vagón?
Y se lanzó a correr a lo largo del barco echando pestes contra todo el mundo.
Maigret se quedó aún algunos instantes contemplando la descarga. Después, se alejó hacia la escollera, entre los grupos de pescadores con blusas de tela rosa.
De pronto, alguien detrás de él, le llamó:
—¡Chist! ¡Chist! ¡Eh, señor comisario!
Era León, el patrón de «A la cita de los Terranova», que intentaba alcanzarle moviendo todo lo de prisa que podía sus cortas piernas.
—Venga a tomar algo a casa.
Tenía un aire misterioso. Por el camino, explicó:
—¡Esto se calma! Los que no han vuelto a su casa, en Bretaña o en los pueblos, se han gastado ya casi todo su dinero. Esta mañana sólo he tenido algunos pescadores de caballa.
Atravesaron el muelle y entraron en el café, vacío en aquellos momentos, a excepción de la camarera, que limpiaba las mesas.
—¿Qué le apetece tomar? ¿Un aperitivo? Pronto será la hora. Fíjese que, como le dije ayer, no les obligo a que gasten su dinero en mi casa. Al contrario. Sobre todo porque, cuando han bebido, hacen destrozos por más valor de lo que me producen… Ve a la cocina a ver si estoy allí, Julia. Una mirada de complicidad al comisario.
—¡A su salud! Le he visto a usted de lejos y como tenía algo que decirle…
Marcha hasta la puerta de la cocina para asegurarse de que la muchacha no está escuchando allí. Después, con aire cada vez más enigmático, y contento de la expectación que sabe está creando en el comisario, saca lentamente de su bolsillo una cartulina, una fotografía de tamaño postal.
—¡Mire! ¿Qué le parece esto?
Efectivamente, era una foto, una fotografía de mujer. Pero la cabeza estaba completamente cubierta con rayas de tinta roja. Habían querido hacer desaparecer esa cabeza rabiosamente. La pluma había arañado el papel. Las líneas se cruzaban en todos los sentidos, hasta el punto de que no existía siquiera un milímetro cuadrado visible.
En cambio, debajo del rostro, el busto permanecía intacto. Un pecho bastante opulento. El vestido claro y muy ceñido y escotado que llevaba la mujer realzaban su opulencia.
—¿Dónde ha encontrado esto?
Nuevas y significativas miradas.
—Entre nosotros, bien puedo decírselo… El maletín de Le Clinche cierra mal… El chico tenía la costumbre de deslizar las cartas de su novia debajo del tapete de su mesa.
—¿Y usted las leía?
—No tenían interés. Fue de casualidad, Cuando registraron, no se les ocurrió mirar debajo del tapete… La idea se me ocurrió ayer tarde, y ya ve lo que he encontrado. Claro que no se le ve la cara. Pero, de cualquier modo, no es su novia. Ella no tiene ese tipo. Lo sé porque también he visto su retrato. Entonces, ya ve usted que hay otra mujer en el ajo.
Maigret miraba fijamente el retrato. La línea de los hombros era apetecible. La mujer debía ser mayor que Marie Léonnec. Aquel busto tenía algo extremadamente sensual.
—¿Tiene tinta roja en casa?
—No. Sólo tinta verde.
—¿Le Clinche utilizaba alguna vez tinta roja?
—Nunca. Tenía su propia tinta para la estilográfica. Una tinta especial, azul-negra.
Maigret se levantó y se dirigió a la puerta.
—¿Me permite?
Unos instantes después, estaba a bordo del «Océan», registrando la cabina del telegrafista y después la del capitán, que se hallaba sucia y en completo desorden.
No había tinta roja en la trainera. Los pescadores no la habían visto nunca a bordo.
Cuando abandona el barco, Maigret recibe una furibunda mirada del armador, que continúa reprendiendo a su agente.
—¿Tienen tinta roja en sus oficinas?
—¿Tinta roja? ¿Para qué? ¿Se cree que es una escuela?
Bruscamente, parece acordarse de algo y añade:
—Fallut escribía con tinta roja cuando estaba en su casa, en la calle de Etretat. ¿Qué es esta nueva historia? Allá abajo, atención los del vagón. Sólo falta que se provoque un accidente… Entonces, ¿qué es lo que quiere usted con la tinta roja?
—Nada. Muchas gracias.
Ptit Louis volvía sin sus botas, pero con algunos vasos en el coleto, un gorro de truhán en la cabeza y unas chancletas en los pies.